Capítulo 7

Dunford se encontró extrañamente desilusionado cuando Henry bajó a desayunar al día siguiente llevando puesta una camisa de hombre y sus habituales pantalones bombachos.

Ella percibió su expresión, sonrió ampliamente y dijo, descarada.

– Pues bien, no esperarás que el único vestido que me queda bien se ensucie, ¿lo harías? ¿ No hemos hecho planes para visitar los limites de la hacienda hoy?

– Tienes razón, por supuesto. Lo he estado esperando con ilusión toda la semana.

Ella se sentó y se sirvió algunos huevos revueltos de la bandeja que estaba en mitad de la mesa.

– El hombre sabio quiere conocer y controlar lo que no conoce, exactamente como tú -dijo ella en voz alta.

Él se inclinó hacia adelante, con sus ojos brillando.

– Soy el rey de mi dominio, Aunque trates de olvidarlo, bribona, no te dejare.

Ella empezó a reír fuertemente.

– Dunford, pareces un señor medieval. Piensas realmente en forma tiránica, no sabía que tenías esa faceta.

– Es muy entretenida cuando sale a la superficie.

– Para ti quizá, -replicó ella, todavía sonriendo abiertamente. Él sonrió con ella, completamente ignorante de cómo esa expresión afectaba a Henry, que sintió un estremecimiento en el estómago, rápidamente tomó un poco de pan, esperando que la calmara.

– Apresúrate, Hen, -dijo impacientemente-. Quiero irme temprano.

La señora Simpson emitió "harumph" ruidoso para emitir su opinión sobre el asunto a pesar de que se encontraba camino a la cocina.

– Acabo de sentarme, -Henry protestó-. Probablemente me desmayaré a tus pies esta tarde si no como lo suficiente.

Dunford bufó.

– Encuentro la imagen de ti desmayándose un cuadro difícil de aceptar. -Tamborileó con el dedo sobre el tapete, golpeando ligeramente, produciendo una melodía exasperante, una y otra vez…

– ¡Oh, para! -Henry le lanzó su servilleta-. Algunas veces no eres más que un bebé grande. -Se puso de pie-. Dame un momento para ponerme una chaqueta. Hace un poco de frío afuera.

Él estaba parado esperando.

– Ah, qué dicha es tenerte a mi servicio incondicional.

Ella le lanzó un mirada feroz, sin decir nada más.

– Sonríe, Henry. No puedo soportar cuando te enojas. -Él inclino la cabeza, trató de verse inocente y poner cara de arrepentido-. Dime que me perdonas. Perdóname. Por favor. Por favor. Por favoooooooooooooooor.

– ¡Por el amor de Dios, para! -Ella se rió-. Debes saber que nunca estuve enojada.

– Lo sé. -Él agarró su mano y comenzó a arrastrarla hacia la puerta-. Pero es divertido provocarte. Ven vamonos ahora, tenemos una gran cantidad de territorio para cubrir hoy.

– ¿Por qué suena repentinamente como si me hubiera metido al ejercito?

Dunford dio un brinco pequeño para evitar pisar a Rufus.

– Fui soldado una vez.

– ¿Fuiste? -Ella se sorprendió.

– Mmm-hmm. En la península.

– ¿Fue espantoso aquello?

– Mucho. -Él abrió la puerta, y salieron andando, con el sol brillando tras ellos-. No creas las historias que oyes acerca de la gloria de la guerra. La mayor parte de ello era abrumador.

Ella se estremeció.

– Pensaba que seria así.

– Es totalmente diferente a Cornualles, es mucho más agradable estar aquí, Aunque digas que estas en el fin mundo, y más si estas en la compañía más encantadora que alguna vez tuve el placer para conocer.

Henry se sonrojó y se marchó dando media vuelta, incapaz de esconder su vergüenza. Él posiblemente no lo podía decir en serio. Oh, no pensó que él mentía, no pertenecía a esa clase de persona. Él meramente se expresaba así porque era la primera mujer con la que tenía una amistad que se había vuelto muy profunda. No obstante, ella le había oído mencionar a dos señoras casadas con quienes tenía ese tipo amistad, así que no podía ser eso.

Posiblemente no podía entender esa palabras. Ella no era el tipo de mujer que los hombres deseaban, al menos no cuando tenían toda clase de mujeres en Londres a su disposición. Con un suspiro, empujó el pensamiento al fondo de su mente y resolvió simplemente disfrutar el día.

– Siempre asumí que una hacienda en Cornuales tendría acantilados y derrumbes -dijo Dunford haciendo gestos con sus manos.

– La mayor parte de ellas las tienen. Acertamos al estar en medio del condado, sin embargo. -Henry pateó un guijarro en su camino, luego pateó otro y acertó al anterior, entonces dijo-. Puedes ver el mar, solo necesitas caminar un poco porque está lejos.

– No lo sabía. Deberíamos ir de paseo allá pronto.

Henry estaba tan excitada por el proyecto que comenzó a sonrojarse. Para esconder su reacción, miró fijamente hacia abajo y se concentró en patear un guijarro.

Caminaron alegremente al límite este de la hacienda.

– Tenemos una cerca arriba, en este lado, -cuando Henry dio las aclaraciones sobre la propiedad, se acercaron a un muro de piedra-. No es nuestro, en verdad, es de Squire Stinson. Él se metió en la cabeza que nos apropiaríamos con maña de su tierra y levantó esta pared para no dejarnos entrar.

– ¿Y qué hiciste?

– ¿Apropiarme con maña de su tierra? Claro que no. Es inferior con mucho a Stannage Park. Pero la pared tiene un uso excelente.

– ¿Manteniendo a distancia al odioso Squire Stinson?

Ella afirmó con la cabeza.

– Eso es algo por lo que hay que estar agradecido, ciertamente, pero pensaba en esto. -Ella escaló la parte superior de la pared-. Es muy divertido para caminar.

– Puedo verlo. -Él saltó arriba detrás de ella, y caminaron en fila india hacia el norte.

– ¿Dónde desparece la pared?

– Oh, no lejos. Más o menos una milla. Donde la tierra de Squire Stinson termina.

Para su sorpresa, Dunford se encontró considerando sus nalgas, para ser preciso. Para su asombro aún mayor, se encontró que disfrutaba de la vista inmensamente. Sus pantalones eran holgados, pero cada vez que ella daba un paso, se cerraban herméticamente su alrededor, mostrando su figura bien proporcionada.

Él negó con la cabeza en súbita desilusión. ¿Qué diantres le estaba pasando? Henry no era el tipo para una aventura, y lo último que quería era echar a peder su nueva amistad con un amorío.

– ¿Pasa algo? -gritó Henry-. Estas muy callado.

– Simplemente estoy disfrutando de la vista. -Él se mordió los labios.

– Es precioso, ¿verdad? Lo podría contemplar todo el día.

– También lo haría yo. -Él no miraba al muro de piedra. Caminaron a lo largo de la pared casi diez minutos hasta que Henry repentinamente se detuvo.

Éste es mi lugar favorito.

– ¿Cual?

– Este árbol. -Ella señalo un árbol inmenso que estaba en su lado de la propiedad, pero con las extremidades dirigidas al terreno vecino, por lo que se aventuraron sobre la pared-. Da un paso hacia atrás, -le dijo en voz baja. Ella dio un paso hacia el árbol, se detuvo, y dio la vuelta.

– Más allá.

Dunford estaba curioso pero dio un paso atrás. Ella se acercó al árbol cautelosamente, alcanzando su brazo lentamente afuera, como si estuviera asustada de algo dentro del árbol, que le podría morder.

– Henry, -Dunford gritó-. ¿Qué es ese s…?

Ella retiró bruscamente su mano.

– ¡Cállate! -Otra vez ella estaba con el rostro totalmente concentrado y alargó el brazo.

Repentinamente Dunford oyó un zumbido bajo, casi como… Abejas.

Dunford se horrorizó, observando cuando ella introdujo su mano en la colmena. Su pulso se acelero al oír un zumbido furioso; Su corazón latía fuertemente. La condenada jovenzuela, iba a conseguir provocar a las abejas y él no podía hacer nada, si lo intentaba podía enfurecer a los insectos.

– Henry, -dijo en voz baja pero dominante-. Regresa aquí en este instante.

Ella usó su mano libre para ahuyentarle por medio de señas.

– Lo he hecho antes.

– Henry, -él repitió. Podía sentir un velo delgado de sudor surgiendo en su frente. De un momento a otro las abejas iban a percatarse de que su colmena había sido invadida. Iban a clavarle el aguijón… y otro aguijón y otro aguijón. Podría intentar tirar de ella por su cintura, pero si fallaba… ¿Ella le dio empujones a la colmena? Su cara palideció.

– ¡Henry!

Ella lentamente retiró su brazo, un trozo grande de panal en su mano.

– Ya voy. -Ella deambuló de regreso hacia él, sonriendo cuando saltó a lo largo de la longitud de la pared.

El miedo inmovilizante de Dunford fue reducido drásticamente, una vez que vio que ella estaba sin ningún daño a distancia de la colmena, pero fue rápidamente reemplazad por una furia primitiva. Enfureciéndolo porque se había atrevido a tomar tales riesgos estúpidos e inútiles. Enfurecido porque lo había hecho frente a él. Brincó fuera de la pared, arrastrándola hacia abajo con él. El pedazo pegajoso de panal se cayó al suelo.

– ¡No lo vuelvas a hacer, no lo hagas otra vez, no lo hagas! ¿Me oyes? -La zarandeó violentamente, sus dedos presionando cruelmente en su piel.

– Te dije… que hecho eso antes. No estuve nunca en peligro…

– Henry, he visto hombres, más fuertes que tu morir de una picadura de abeja. -Ella oyó su voz preocupada y comprendió sus palabras.

Ella tragó.

– He escuchado acerca de eso. Pienso que sólo unas pocas personas reaccionan a la picadura probablemente, estoy muy muy, segura que mi no me afecta. Yo…

– Dime que no lo harás nuevamente. -La estrujó muy fuerte-. Dame tu palabra.

– ¡Ay! Dunford, por favor, -imploró ella-. Me lastimas.

Él relajó ligeramente su agarre, pero la preocupación nunca dejó su voz.

– Tú palabra.

Sus ojos buscaron su rostro, intentando ver el sentido de esto. Un músculo avanzaba a brincos espasmódicamente a lo largo de un lado de su garganta. Estaba furioso, mucho más de lo que ella lo había visto cuándo tuvieron esa discusión en la porqueriza. Ella sintió que se contenía para no explotar. Intentó hablar, pero sus palabras salieron en un susurro.

– Una vez me dijiste que sabría cuanto estés realmente enojado.

– Tú palabra.

– Estás enojado ahora.

– Tú palabra, Henry.

– Si significa, tanto para ti…

– Tú palabra.

– Yo te juro, -dijo, mirándolo con sus ojos grises algo confundidos-. Juro que no entraré en la colmena otra vez.

Tomó algunos momentos, pero eventualmente su respiración volvió a la normalidad, y él se sintió capaz de aflojar su agarre a sus hombros.

– ¿Dunford?

Él no supo por qué lo hizo. El Señor sabe que no había tenido la intención de hacerlo, aún no había pensado por qué había querido hacerlo hasta que ella dijo su nombre en esa suave voz temblorosa, y algo en su interior se rompió. La abrazo fuertemente, murmurando su nombre repetidas veces, mientras acariciaba su pelo.

– Oh, Dios mío, Henry, -dijo roncamente-. No me asustes así otra vez, ¿entiendes?

Ella no comprendió nada, excepto que él la sujetaba muy estrechamente. Fue algo que no pensó que pasaría nunca, ni en sus más ambiciosos sueños. Asintió con la cabeza en contra de su pecho, cualquier cosa para mantenerle sujetándola así. La fuerza de sus brazos era impresionante, su olor embriagador, y el simple sentimiento de que por un breve momento era posible ser amada por él, fue suficiente para llenarla por el resto de sus días.

Dunford luchó por saber la razón de su reacción tan violenta. Su cerebro intentó sostener la opinión de que ella nunca había estado realmente dentro de cualquier peligro, obviamente sabía lo que hacia. Él lo comprendió, pero su corazón, su alma, su cuerpo reaccionó de otra manera, gritando. Había sido cautivado por un miedo destructivo, mucho peor que cualquier cosa que alguna vez había sentido en los campos de batalla de la Península. Entonces repentinamente se percató que la sujetaba mucho, más más más cerca que lo que era correcto. Y lo imperdonable de ello era que no quería dejar de abrazarla.

Él la quería cerca. Ese deseo lo hizo enfriarse y soltarla repentinamente. Henry merecía algo mejor que un coqueteo, y esperaba ser lo suficientemente hombre para mantener bajo control sus deseos. No era la primera vez que había querido a una señorita correcta, y probablemente no sería lo última. La diferencia entre él y los tunantes de sociedad, sin embargo, era que no veía a las jóvenes vírgenes como un deporte. No iba a empezar con Henry.

– No hagas eso otra vez, -dijo él abruptamente, no sabiendo si la brusquedad en su voz iba dirigida a sí mismo o en ella.

– No lo haré. Te di mi promesa. -Él asintió con la cabeza lacónicamente-Regresemos. -Dijo, mientras Henry miró hacia abajo al panal olvidado.

– Vamos… presta atención, nunca más lo vuelvas hacer.

Ella dudó de si él querría el sabor de la miel ahora. Miró sus dedos, todavía pegajosos. No pudo hacer nada más que lamerlos por completo.

El silencio era apabullante cuando recorrieron la longitud del límite este de Stannage Park. Henry pensó acerca de mil cosas que decirle, mil cosas que hacer, quiso enfrentarse a él, pero al fin le faltó el coraje para abrir la boca. No le gustó esa nueva tensión. Los días anteriores se había sentido completamente cómoda con él. Podía decir cualquier cosa, y él no se reía, a menos que por supuesto que fuese una broma. Ella podría mostrarse tal como es, y a él todavía le gustaba ella.

Pero ahora él parecía un desconocido, oscuro y adusto, y ella se sintió tan torpe y tímida para hablar como cuando iba a Truro. Sin embargo la última vez que fue allá él le había comprado el vestido amarillo.

Ella le echó una mirada furtiva. Él fue tan amable. Al cuidarla un poco. No se habría puesto tan alterado por lo de la colmena si no se preocupara de ella.

Alcanzaron al fin el norte del borde este, y Henry finalmente rompió el silencio.

– Por aquí podemos ir a la zona oeste de la propiedad, -dijo, señalando un gran roble.

– Supongo que hay una colmena en aquél árbol, también, -dijo él, esperando que hubiera logrado inyectar algo de humor en su voz para relajarla. Se dio la vuelta. Henry se chupaba los dedos. El deseo se desarrolló, propagándose rápidamente por el resto de su cuerpo.

– ¿Qué? Oh, no. No, no hay. -Ella sonrió vacilante en su dirección, pidiéndole en silencio volver a la normalidad de su amistad. O si no, que él la sujetase otra vez porque ella nunca se había sentido tan segura y amada, como cuando estuvo en sus brazos.

Dieron la vuelta a la izquierda y comenzaron a caminar por el borde norte.

– Esta cordillera marca el límite de la propiedad, -aclaró-. Corre por toda el feudo. El borde del norte es en verdad pequeño, menos de una media milla, creo.

Dunford miró hacia el campo. Su tierra, pensó con orgullo. Era bella, cambiante y verde.

– ¿Dónde viven los arrendatarios?

– Adelante, al otro lado de la casa. Todos por lo general viven al sudoeste de la propiedad. Veremos sus casas al final de nuestro paseo.

– ¿Entonces qué es eso? -Él apuntó hacia una casa de paja, casi destruida.

– Oh, está abandona. Desde antes que viviera aquí".

– ¿Exploramos? -Él le sonrió, y Henry casi se convence de que la escena del árbol nunca había ocurrido.

– Vamos, -dijo ella alegremente-. Nunca he estado dentro.

– Me cuesta esfuerzo que creer que hay alguna parte de Stannage Park que no hayas conocido, calificado, y remodelado.

Ella sonrió tímidamente.

– Nunca entré cuando era niña porque Simpy me dijo que estaba embrujada.

– ¿Y la creíste?

– Era muy pequeña. Y después… no sé. Es difícil quebrantar viejos hábitos, supongo. No hubo ninguna razón para entrar.

– Quieres decir que tienes todavía miedo, -él dijo, con sus ojos brillando intermitentemente.

– Claro que no. Dije que entraría, ¿verdad?

– Pase, entonces, mi señora.

– ¡Lo haré! -Ella marchó a través del campo abierto y se detuvo cuando alcanzó la puerta de la casa de campo.

– ¿No vas a entrar?

– ¿No sin ti? -Ella devolvió la broma.

– Pensé que marcarías el paso.

– Quizá tu tienes miedo, -le desafió.

– Aterrado, -dijo él, su sonrisa era tan asimétrica, que estaba segura que era una broma.

Ella empezó a mirar hacia él, con su manos en sus caderas.

– Todos debemos aprender a afrontar nuestros miedos.

– Exactamente, -dijo él suavemente-. Abre la puerta, Henry.

Aspiró profundamente, preguntándose por qué era tan difícil. Supuso que los miedos de infancia se quedaron con ella por mucho tiempo en la edad adulta. Finalmente empujó la puerta y miró dentro.

– ¡ Qué, miras!" -Ella exclamó con admiración-. Alguien debe haber amado esta casa muchísimo.

Dunford siguió hacia dentro y miró alrededor. La parte de dentro estaba sucia, llena de polvo, un testimonio de los años en desuso, pero la casa todavía lograba retener cierta cualidad de hogar. En la cama había una colcha de brillante colorido, desteñida un poco por la edad, pero todavía alegre. Algunos objetos sentimentales adornaban unos estantes, de una de las paredes estaba colgado un dibujo que sólo un niño pudo haber hecho.

– Me pregunto lo que les sucedió, -susurró Henry-. Obviamente hubo una familia aquí.

– La enfermedad quizá, -Dunford sugirió-. No es raro que una enfermedad pueda matar a un pueblo entero, mucho menos una familia.

Ella se arrodilló delante de un baúl de madera al pie de la cama.

– Me pregunto lo que hay aquí dentro. -Alzó la tapa.

– ¿Qué has encontrado?

– Mira, ropas. -Ella se llevó las manos a los ojos para ocultar las lágrimas que inexplicablemente surgieron-. Está lleno de ropas bebé. Solo eso.

Dunford se arrodillo junto a ella y miró con atención debajo de la cama.

– Hay una cuna aquí abajo, también.

Henry se vio aplastada por una abrumadora melancolía.

– Su bebé debió haber muerto, -susurró-. Es tan triste.

– Ahora, no Hen, -Dunford dijo-, obviamente, su pena ocurrió años atrás.

– Lo sé. -Ella intentó sonreír a su tontería, pero su sonrisa fue forzada-. Es simplemente… Que sé bien cómo es perder a tus padres. Deben ser cien veces peor perder a un hijo.

Él se puso de pie, tomó su mano, y la condujo a la cama. Siéntate. Ella se sentó al borde de la cama y entonces, incapaz de verle de frente se recostó contra las almohadas deteniéndose en el cabecero. Se pasó un pañuelo sobre las lágrimas.

– Debes pensar que soy muy estúpida.

Dunford pensaba que era muy especial. Él le había visto enérgica, su lado eficiente y habían bromeando, y reído juntos. Pero nunca había creído que ella tenía una veta tan sentimental. Sepultada profundamente dentro de su seguridad, su confianza en si misma, debajo de la ropa de hombre que siempre usaba y su actitud descarada, pero estaba allí no obstante. Y eso era algo completamente femenino. Lo había vislumbrado el día anterior en la casa de modas, cuando ella había contemplado el vestido amarillo con un anhelo tan profundo y evidente. Pero ahora… realmente le quitó el aliento.

Él estaba sentado sobre el borde de la cama y tocó una de sus mejillas con la mano.

– Serás una madre estupenda algún día.

Ella le sonrió agradecidamente.

– Eres muy amable, Dunford, pero probablemente nunca tendré hijos.

– ¿Por qué no?

Ella rió nerviosamente debajo de sus lágrimas.

– Oh, Dunford, una ha de conseguir un marido para tener hijos, ¿y quién va a quererme?

En alguna otra mujer. él habría pensado que esa declaración era una excusa para obtener cumplidos, pero supo que Henry no tenía ningún hueso manipulador en su cuerpo. Podía ver la verdad, en sus claros ojos grises, ella verdaderamente no creía que ningún hombre alguna vez la querría para casarse con ella.

Él quiso borrar el dolor que la vio afrontar. Quiso acunarla y decirle que era una tonta, absolutamente tonta. Sin embargo, sobre todo, quiso hacerla sentirse mejor.

Y se dijo que esa era la única razón por la que lentamente acercó su cara a la de ella, más próxima de lo que nunca había estado.

– No seas tonta, Henry, -susurró-. Un hombre tendría que ser un tonto para no quererte.

Ella clavó los ojos en él, sin parpadear. Mojó sus labios con la lengua, repentinamente se habían quedado secos. Una sensación poco familiar con lo que la tensión altamente cargada que la rodeaba la puso nerviosa, ella intentó ser frívola, pero su voz salió temblorosa y amarga.


– Entonces hay muchos, muchos tontos en Cornualles, pues nadie alguna vez me ha mirado dos veces.

Él se acercó más a ella.

– Idiotas provincianos.

Sus labios se abrieron por la sorpresa. Dunford perdió la habilidad para razonar, perdió todo sentido de lo que estaba bien y era correcto. Sólo supo que necesitaba, y de repente era muy necesario, besarla. ¿Cómo no había notado nunca qué su boca era tan rosada? ¿Y alguna vez había visto que sus labios temblaban tan delirantemente? ¿Sabría a limones, como ese perfume que provoca vértigo en él? ¿Por qué ese olor le seguía a todas partes? Él no quiso enterarse. Él tuvo que acariciar sus labios amablemente en contra los de ella, conmocionado por la corriente eléctrica que recorría a través de su contacto desnudo.

Se separó ligeramente, solo lo suficientemente lejos para ver que sus ojos estaban muy abiertos, sus profundidades grises le llenaron de admiración y deseo. Una pregunta pareció formarse en sus labios, pero podía ver que ella no tenía ni idea cómo expresarla con palabras.

– Ah, Dios, Henry, -se quejó-. ¿Quién lo habría adivinado?

Su boca descendió otra vez, Henry cedió a su deseo más descabellado y acarició su cabello. Era increíblemente suave, y no podría soportar dejar hacerlo, aún cuando su lengua salió rápidamente fuera para probar sus labios y rodear la barbilla y el cuello. Su cuerpo se volvió flojo por el anhelo. Sus labios se movieron diagonalmente, viajando de prisa a lo largo de su oreja a sus lóbulos. Su mano todavía sostenía su cabello.

– Eres tan suave, -dijo, ronca por el deseo-. Casi tan suave como Rufus.

Una risa ahogada y profunda retumbó en el pecho de Dunford.

– Oh, Henry, -se rió-. Es la primera vez, que he sido comparado con un conejo. ¿Me has encontrado tan deficiente?

Henry, repentinamente tímida, sólo negó con la cabeza.

– ¿El conejo obtuvo tu lengua? -bromeó él

Ella negó con la cabeza otra vez.

– No, solo tú lo haces.

Dunford gimió y empezó la captura su boca otra vez. Había estado conteniéndose durante los últimos dos besos porque le preocupaba su inocencia. Pero ahora encontró el deseo de ella, su conformidad se había ido, y clavó su lengua en la cavidad húmeda y tierna de su boca.

Haciendo un reconocimiento de ella íntimamente. Dios mío, era tan dulce, y él quería… quería cada pulgada suya. Tomó su aliento desesperado y deslizó sus manos debajo de su chaqueta para ahuecarles los senos. Estaban lejos de ser tan pequeños como había esperado, eran tan femeninos y suaves. Era pecaminoso cómo se pegaban las capas delgadas de la tela de su camisa. Podía sentir su calor, podía sentir sus latidos acelerando, podía sentir su pezón levantándose por su caricia. Gimió otra vez. Perdiéndose en su deseo.

Henry se quedó sin aliento ante esa nueva intimidad. Ningún hombre la había tocado allí. Ella misma incluso no tocaba sus pechos a menos que tomara un baño. Se sintió bien, pero también sintió que era un error, y el pánico repuntó dentro de ella.

– ¡No! -gritó, alejándose de él-. No puedo.

Dunford gimió su nombre con voz dolorosamente ronca.

Henry sólo negó con la cabeza cuando ni siquiera sus pies le obedecían, incapaz de decir cualquier otra cosa. Las palabras no podrían lograr poner nombre a ese sentimiento de ahogo en su garganta. No podía hacer esto, sólo sabía que no lo podía hacer, aún a pesar de su desesperado deseo, que no parase de tocarla. Quería sus labios otra vez. Los besos ella podría justificar. Le hicieron sentirse tan caliente y mojada y muy amada, sólo que no podía convencerse que no fueron tan pecaminosos como creía, él en realidad la cuidó…

Lo miró. Se había levantado de la cama y maldecía violentamente por su deseo. No supo por qué él la quiso. Ningún hombre alguna vez la había deseado antes, y ciertamente ningún hombre la había acariciado así alguna vez, por un instante, ella se sintió amada. Ella le miró otra vez. Su cara estaba ojerosa, trastornada.

– ¿Dunford? -Su voz fue indecisa.

– No ocurrirá de nuevo, -él dijo apenas con voz.

El corazón de Henry se hundió, y se dio cuenta de pronto, que quería que ocurriera otra vez, sólo… Sólo que quería saber si la amaba, y por eso, supuso, que lo alejo.

– Es… está bien, -dijo ella suavemente, preguntándose a cuenta de qué estaba tratando de confortarle.

– No, no lo está, -él se mordió la lengua, intentando decirle algo. Lo pensó mejor y no lo dijo, pero cuando habló, su voz estaba llena de recriminación por lo que paso.

Henry oyó sólo su dureza, y tragó saliva convulsivamente. Él no la quería, después de todo. O al menos él no quiso desearla. Ella era un fenómeno -un fenómeno hombruno, francamente, poco atractiva. No es extraño que él estaba tan horrorizado por sus acciones. Si había habido otra mujer elegible cerca de Stannage Park, seguramente no le habría besado pensó Henry. No, Henry pensó, eso no era cierto. Todavía habrían buscado su amistad, Dunford no había sido falso en eso. Pero que él ciertamente nunca la habría besado.

Henry se preguntó, si posiblemente podía retener las lágrimas hasta su regreso a casa.

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