Una semana más tarde Henry estaba lista para ser presentada a sociedad. Caroline había decidido que se mostrase en publico en el gran baile anual de Lindworthy. Que era siempre una de los acontecimientos principales de la temporada y muy concurrido, Caroline había explicado que si Henry era un éxito aplastante, todo el mundo estaría al tanto.
– ¿Pero qué ocurre si soy un gran fracaso? -preguntó Henry.
Caroline le había dirigido una sonrisa tan confiada que no pensó en eso más allá de una leve preocupación mientras le decía:
– Entonces podrás confundirte entre los asistentes."
Tenia medianamente lógica razonable, había pensado Henry.
Belle cayó de visita en la noche del baile para ayudarla a vestirse. Habían escogido un traje de noche totalmente blanco, de seda con hilos de plata.
– Tienes suerte, sabes, -dijo cuando la criada y ella ayudaban a Henry a ponerse el vestido-. Las debutantes se supone que tienen que utilizar el blanco, pero muchas se ven horrorosas con ese color.
– ¿Yo también? -preguntó Henry rápidamente, con pánico en sus ojos. Deseaba verse perfecta, al menos, con las gracias que Dios le otorgó. Desesperadamente quería mostrar a Dunford que ella podría ser el tipo de mujer que querría a su lado en Londres. Tenia que probarle él -y a sí misma- que podría ser más que una chica de campo.
– Claro que no, -la reconfortó Belle-. Mamá y yo nunca te habríamos dejado comprar este traje de noche si no te vieses perfectamente encantadora con él. Mi prima Emma llevó puesto un vestido violeta en su debut. Conmocionó una cierta cantidad, pero, como mamá dijo, el blanco hacia verse a Emma pálida. Mejor desafiar la tradición que verse como una cazuela de crema.
Henry asintió con la cabeza cuando Belle abrochó los botones traseros de su traje de noche. Intentó girar para mirarse en el espejo, pero Belle, con su mano amablemente en su hombro, le dijo:
– Todavía no. Espera a que puedas ver el efecto completo.
La criada de Belle, Mary, pasó la siguiente hora arreglando cuidadosamente su pelo, rizándolo y distrayéndola. Henry, nerviosa y angustiada, esperó sentada mientras la arreglaban. Finalmente, Belle le puso en las orejas aretes de diamante y un collar, que hacia juego con los aretes, alrededor de su garganta.
– ¿Pero de quién son? -preguntó Henry con voz sorprendida.
– Míos.
Henry inmediatamente tocó sus orejas para quitarse las joyas.
– Oh, pero no puedo usarlas.
Belle le dio una palmadita en la espalda.
– Por supuesto que puedes.
– ¿Pero qué pasa si las pierdo?
– No lo harás.
– ¿Pero qué ocurre si lo hago? -continuó Henry.
– Entonces será mi error habértelos prestado. Ahora guarda silencio y mira nuestro trabajo. -Belle sonrió y la ayudó a dar media vuelta para que pudiera verse en el espejo.
Henry quedó aturdida en silencio. Finalmente susurró:
– ¿Soy yo?
Sus ojos parecieron centellear tanto como los diamantes, y su cara resplandeció con la inocencia de un niño. Mary había recogido su gran cabellera en un moño francés muy elegante y dejado sueltos algunos mechones rizados para que se viesen traviesamente alrededor de su cara. Estos resplandecieron, dorados por el efecto de la luz de las velas, dándole un aire casi etéreo.
– Te ves mágica, -le dijo Belle con una sonrisa.
Henry estuvo parada, todavía incapaz de creer que el reflejo del espejo fuera realmente ella. Los hilos de plata que se trenzaban en su vestido atrapaban la luz al moverse, y cuando atravesó el cuarto, brilló tenuemente y chispeó, pareciendo no ser realmente de este mundo, demasiado preciosa para tocarla. Aspiró profundamente, intentando controlar algunos de los sentimientos intoxicantes que surgían en ella. Nunca se había sentido bella, nunca soñó que podría sentirse bella. Y lo era. Se sintió como una princesa -una princesa de cuento de hadas con el mundo a sus pies-. Podría conquistar Londres. Podría deslizarse a través del suelo, aún más graciosamente que las mujeres con ruedas en los pies. Podría reírse, cantar y bailar hasta el amanecer. Sonrió felicitándose. Podría hacer cualquier cosa.
También pensó que podría hacer que Dunford se enamorase de ella. Y ese fue el sentimiento más intoxicante de todos.
El hombre que ocupaba sus pensamientos estaba en ese momento esperando escaleras abajo con el marido de Belle, John y su buen amigo Alexander Ridgely, el Duque de Ashbourne.
– Así que dime, -Alex le preguntaba mientras movía su vaso con whisky-. ¿Quién exactamente es esa joven a la que debo escoltar y defender esta noche? ¿Y cómo logró ser tu pupila, Dunford?
– Vino con el título. Me impresionó más que obtener la baronía, a decir verdad. Gracias por venir y ayudarme. Henry no ha salido de Cornualles desde que tenía diez años más o menos, y está aterrorizada por el proyecto de pasar una temporada en Londres.
Alex inmediatamente imaginó a una joven inexperta, sumisa, retraída y suspiró.
– Lo haré lo mejor que pueda.
John percibió su expresión, sonrió abiertamente, y dijo,
– Te gustará esta chica, Alex. Lo garantizo.
Alex arqueó una ceja.
– En serio. -John decidió alabar a Henry con el más alto de cumplidos diciendo que ella le recordaba a Belle, pero entonces recordó que le hablaba a un hombre que estaba tan entontecido con su esposa como se encontraba él con la suya.
– Se parece mucho a Emma, -John dijo en lugar de eso-. Estoy seguro que los dos os llevareis fabulosamente.
– Oh, por favor ten piedad, -Dunford se mofó-. Ella no es nada parecida a Emma.
– Entonces ten piedad, para ti, – dijo Alex.
Dunford le lanzó una mirada asesina.
– ¿Por qué no piensas que ella es como Emma? -le preguntó John suavemente.
– Si la hubieses visto en Cornualles, lo sabrías. Llevaba puestos pantalones todo el tiempo y manejó una granja sin ninguna colaboración, por el amor de Dios.
– Encuentro todo esto duro de comprender, -dijo Alex-. ¿Quieres que admire a esa chica o la desprecie?
Otro semblante ceñudo de Dunford.
– Sólo quédate junto a ella, habla a su favor con el resto de invitados y baila con ella un par de veces. Tanto como odias los alcahuetes de sociedad, formas parte de ella, y vas a usar tu posición para asegurar su éxito.
– Cualquier cosa que desees, -Alex dijo afablemente, ignorando los comentarios cáusticos de su amigo-. Aunque no pienses que estoy haciendo esto por ti. Emma dijo que tendría mi cabeza en una bandeja de plata si no ayudo a Belle con su nueva protegida.
– Como debe ser, -dijo Belle impertinentemente, entrando en el cuarto en una nube de seda azul.
– ¿Dónde está Henry? -le preguntó Dunford.
– Aquí mismo. -Belle se movió a un lado para dejar a Henry entrar.
Los tres hombres miraron a la mujer de la puerta, pero todos ellos vieron cosas diferentes.
Alex vio a una señorita muy atractiva con un notable aire de vitalidad en sus ojos de color plata.
John vio a la mujer que le había llegado a gustar y admirar tremendamente la semana anterior, viéndose sumamente atractiva y convirtiéndose en una mujer confiada con su nuevo peinado y su traje de noche.
Dunford vio a un ángel.
– Dios mío, Henry, -suspiro respiró, dando un paso involuntario hacia ella.
– ¿Qué te pasó?
La cara de Henry se frunció.
– ¿No te gusta como se ve? -le preguntó Belle.
– ¡No! -Dijo precipitadamente, su voz muy cruda. Se acercó y tomo las manos de ella-. Quiero decir sí. Quiero decir que estás maravillosa.
– ¿Estás seguro? Porque podría cambiarme…
– No cambies nada, -le dijo severamente.
Ella se quedó con la mirada fija en su rostro, sabiendo que su corazón estaba en sus ojos pero incapaz para hacer cualquier cosa acerca de eso. Finalmente Belle interrumpió, y dijo burlonamente.
– Henry, debo presentarte a mi primo.
Henry parpadeó y miró al hombre de cabellos negros y ojos verdes parado junto a John. Era hechiceramente apuesto, pensó objetivamente, pero a pesar de eso no noto su presencia cuándo entro en el cuarto. Ella no había podido ver alguien excepto a Dunford.
– Señorita Henrietta Barrett, -dijo Belle-, ¿puedo presentarte al Duque de Ashbourne?
Alex tomó su mano y le dio un beso breve en sus nudillos.
– Me da mucho gusto conocerla, Srta. Barrett, -le dijo suavemente, echando una mirada taimada a Dunford, quien claramente acababa de percatarse que su amigo se había dado cuenta de su interés por su pupila.
– No tanto como nuestro amigo Dunford, quizá, pero me encanta no obstante.
Los ojos de Henry bailaron, y una sonrisa abierta iluminó su cara.
– Por favor llámeme a Henry, Su Gracia…
– Todo el mundo lo hace, -Dunford terminó por ella.
Ella se encogió de hombros impotentemente.
– Es cierto. Excepto Lady Worth.
– Henry, -Alex dijo, en voz alta. -Creo que me gusta. Ciertamente más que Henrietta.
– No creo que Henrietta agrade a alguien, -contestó.
Entonces le ofreció su sonrisa descarada, y Alex comprendió en un instante por qué Dunford estaba loco por esa chica. Tenia espíritu, aunque ella no se daba cuenta era muy bella, Dunford no tenia ninguna probabilidad de librarse de ella.
– " No espero, -Alex dijo-. Mi esposa espera a nuestro primer niño dentro de dos meses. Tendré que asegurarme de no llamarla Henrietta.
– Oh, sí, -Henry dijo repentinamente, como si acabara de recordar algo importante-. Estás casado con la prima de Belle. Ella debe ser preciosa.
Los ojos de Alex se suavizaron.
– Sí, lo es. Espero que pronto puedas conocerla. Le gustarás mucho.
– Tanto como me gustará ella, de eso estoy segura, cuando tuvo el buen tino de casarse con usted. -Henry le disparó a una mirada audaz a Dunford-. Oh, pero por favor olvídese que dije eso, Su Ilustrísima. Dunford ha insistido en que no debo coquetear con hombres casados. -Con un ademán para ilustrar su punto, ella dio un paso atrás.
Alex rió carcajadas.
– Ashbourne es permisible, -Dunford dijo con un gemido medio suprimido.
– Espero no estar fuera de los límites también, -añadió John.
Henry miró de reojo a su asediado tutor.
– John también, -dijo él, con su voz volviéndose ligeramente irritable.
– Mis felicitaciones, Dunford, -Alex dijo, borrando las lágrimas de risa de sus ojos-. Predigo que tienes un éxito rotundo en las manos. Los pretendientes abatirán tu puerta.
Si a Dunford le agradó el pronunciamiento de su amigo, no salió de su rostro.
Henry resplandeció.
– ¿En realidad piensas así? Debo confesar que sé muy poco acerca entablar relaciones con la alta sociedad. Caroline me ha dicho soy demasiado ingenua.
– Mucho, -dijo Alex seguro de sí mismo-, es por eso qué vas a ser un éxito.
– Deberíamos estar en camino, -Belle cerró el paso-. Mamá y Papá ya han salido con destino al baile, y les dije que llegaríamos en poco tiempo. ¿Iremos todos nosotros en un carruaje? Pienso que podremos meternos con dificultad.
– Henry y yo iremos a solos, -respondió Dunford suavemente, tomando su brazo-. Hay algunas cosas que me gustaría tratar con ella. Antes de que se presente. -La dirigió hacia el portal, y juntos salieron del cuarto.
Probablemente fue mejor que él no pudiera ver las tres sonrisas idénticas dirigidas a ellos cuando salieron.
– ¿De qué quieres hablar conmigo? -Henry le preguntó una vez que su carruaje se puso en marcha.
– De nada, -admitió-. Pensé que a te gustaría tener un poco de paz, antes que arribemos a la fiesta.
– Eso es muy prudente de su parte, milord.
– Oh, por el amor de Dios, -él la miró con ceño fruncido-. Haz cualquier cosa pero no me llames milord.
– Estoy practicando, -ella se quejó.
Hubo un momento de silencio, antes de que él le preguntara:
– ¿Estás nerviosa?
– Un poquito, -admitió-. Tus amigos son muy amables y me trataron muy bien.
– Bien. -Él palmeó su mano de una manera paternal.
Henry podía sentir el calor de su mano a través de sus guantes, y deseó prolongar el contacto. Pero no sabía cómo lograrlo, así es que hizo lo que siempre hacia cuando sus emociones burbujeaban tan cerca de la superficie: Sonrió amplia y descaradamente. En ese momento el tomo su mano.
Dunford se reclinó, pensando que Henry se sentía maravillosamente autosuficiente si le hacía bromas de esa manera en vísperas de su debut. Ella le volvió abruptamente la espalda para quedarse con la mirada fija fuera de la ventana, viendo Londres pasar. Él estudió su perfil, reparando curiosamente en que la mirada desenvuelta que había estado en sus ojos y que había desaparecido. Estaba a punto de preguntarle acerca de ello cuando ella se mojó sus labios.
El corazón de Dunford golpeó ruidosamente en su pecho. Nunca soñó que Henry estaría tan transformada en sus dos semanas en Londres, nunca pensó que la chica descarada de provincia podría convertirse en esta mujer tan atrayente -aunque igualmente descarada-. Deseó tocar la línea de su garganta, pasar su mano a lo largo del bordado de su escote, para explorar con sus dedos el calor magnífico que yacía debajo de él…
Se estremeció, bien consciente de que sus pensamientos guiaban su cuerpo en una dirección más bien incómoda. Y él se volvía dolorosamente conocedor del hecho que comenzaba a importarle ella demasiado, y seguramente no en la forma que un tutor debe querer y cuidar a su pupila.
Sería tan fácil seducirla. Sabía que podía hacerlo, y si bien Henry se había asustado en su último encuentro, no creía que intentaría detenerle otra vez. Él podría darle placer a ella con mucho gusto. Y sabia que no se negaría.
Él se estremeció, como si la moción física le pudiese restringir de apoyarse a través del asiento y tomar el primer paso hacia su meta. No había traído a Henry a Londres para seducirla. Dios mío, pensó torcidamente, cuántas veces tenía que repetirse eso. ¿Cuántas veces tuvo que refrenarse durante las últimas semanas? Pero era cierto, y tenia derecho a conocer a todos los solteros elegibles de Londres. Él tenía que dejarla ir para que ella eligiera por sí misma.
Fue ese condenado instinto caballeroso. La vida era bastante más simple si su honor no siempre se entrometiese como cuando llego esta chica.
Henry se giró para mirarlo, y se vio ligeramente alarmada por la expresión ruda en su cara.
– ¿Pasa algo? -le preguntó quedamente.
– No, -él contestó, un poco más bruscamente que lo que había intentado.
– Estás molesto con conmigo.
– ¿"A cuenta de qué estaría molesto contigo? -Él chasqueó.
– Ciertamente suenas como que estás molesto con conmigo.
Él suspiró.
– Estoy molesto conmigo mismo.
– ¿Pero por qué? -Henry preguntó, mostrando su preocupación.
Dunford se maldijo a sí mismo en voz baja. ¿Ahora qué debo decir? ¿ Estoy molesto porque quiero seducirte? ¿ Estoy molesto porque hueles a los limones y yo me muero por saber por qué? Estoy molesto porque…-
– No tienes que decir nada, -Henry dijo, claramente sintiendo que él no quiso compartir sus sentimientos con ella-. Déjame ayudarte.
Su ingle se apretó con en ese pensamiento.
– ¿Te conté lo que nos sucedió a Belle y a mí ayer? Tiene mucha gracia. Fue… No parece importarte. No me escuchas.
– Eso no es cierto, -él se obligó a decir.
– Pues bien, fuimos a Tea Shoppe de Hardiman, y… No me escuchas.
– Si te escucho, -la reconfortó, tratando de poner una expresión más agradable.
– Está bien, -ella dijo lentamente, mirándolo evaluadoramente-. Esta señora entró, y su pelo estaba realmente verde…
Dunford no hizo comentarios.
– No me escuchas, -ella acusó.
– Si te escucho, -él comenzó a protestar. En ese entonces él la miró con duda y luego trata de sonreír inocentemente-, no te oía.
Ella le sonrió entonces, no la familiar sonrisa descarada a la cual se había acostumbrado, sino una nacida de la alegría pura e, ingenua en su belleza.
Dunford estaba encantado. Se inclinó hacia adelante, sin darse cuenta de lo que iba hacer.
– Quieres besarme, -ella susurró con admiración.
Él negó con la cabeza.
– Lo haces, -continuó ella-. Lo puedo ver en sus ojos. Me miras de la forma que siempre quiero mirarte, pero no sé cómo hacerlo, y…
– Shhh. -Él presionó un dedo en sus labios.
– No prestabas atención, -ella susurró en contra de él.
El corazón de Dunford lo golpeo. Ella estaba muy cerca de él, una visión en seda blanca, y le daba permiso para besarla. El permiso para hacer lo que había estado deseando hacer…
Su dedo se deslizó en su boca, enganchándose en su labio inferior lleno en su descenso.
– Por favor, -ella susurró.
– Esto no quiere decir nada, -gimió él.
Ella negó con la cabeza.
– Nada.
Él se inclinó hacia adelante y ahuecó su cara con las manos.
– Vas a ir al baile, y elegirás a un caballero agradable…
Ella asintió con la cabeza.
– Lo que tú digas.
– Él te cortejará… Tal vez te enamorarás.
Ella no dijo nada.
Él miro su hermoso peinado.
– Y vivirás feliz por siempre.
Ella dijo,
– Espero que sí, -pero las palabras se perdieron en contra de su boca cuando él la besó con tal anhelo y ternura que ella pensó que estallaría de amor. Él la besó otra vez, y no obstante, sus labios blandos y sus suaves manos calentaron sus mejillas. Henry gimió su nombre, y él sumergió su lengua entre sus labios, incapaz de resistir la tentación suave de su boca.
La nueva intimidad desbarató el poco control que él había estado ejerciendo sobre sí mismo, y su último pensamiento racional era no desarreglar su peinado… Sus manos se deslizaron para sus nalgas, y la presionó en contra suya, celebrando el calor de su cuerpo.
– Oh, Dios mío, Henry, -gimió-. Oh, Hen.
Dunford podía sentir su consentimiento y sabia que él era un bandido. Si se aprovechaba de ella en un carruaje en movimiento, camino para al primer baile de Henry, él probablemente no habría tenido la fortaleza de ánimo para detenerse, pero como ella era… Oh, Cristo, él no podía arruinarla. Él sólo quiso que ella se calmara. No se le ocurrió que podría calmarla de esa forma.
Suspiró lastimeramente e intentó separarse de los labios de ella, pero no pudo se fijo en su rostro. Su piel era tan suave, tan caliente, que él no podría resistir explorarle de arriba abajo hasta llegar a su oreja. Finalmente él logró apartarse, odiándose a sí mismo por tomar tal ventaja suya. Colocó las manos en sus hombros, necesitando mantenerla a distancia, y se dio cuenta de que cualquier contacto entre ellos era potencialmente explosivo, así que apartó hacia atrás sus manos y se movió a través del cojín del asiento. Y se cambió al asiento opuesto.
Henry tocó sus labios en un hormigueo, demasiado inocente para entender que su deseo estaba sujeto por un hilo muy delgado. ¿Por qué se había apartado? Sabía que él hizo lo correcto al detener el beso. Sabía que debía darle las gracias por ello, ¿ pero no podría quedarse él a su lado y al menos podría sujetarle su mano?
– Eso ciertamente no quiso decir nada, -ella intentó bromear, pero su voz se quebró mientras pronunciaba las palabras.
– Por tú bien, no debió ocurrir.
¿Qué quiso decir con eso? Henry se maldijo pues no tuvo el valor de preguntar.
– Debo haberme despeinado, -dijo en lugar de eso, con voz chillona.
– Tú pelo está bien, -él dijo rotundamente-. Me cuidé de no desordenarlo.
Que él pudiera abordar su beso con tal frialdad y despego fue como un cubo de agua helada inundándola.
– No, claro que no. Tú no querrías arruinarme en mi primer baile.
Al contrario, él pensó torcidamente, quiso arruinarla. Tomarla repetidas veces. Él quiso reírse de la justicia divina de todo ello. Después de tantos años de conquistar mujeres y una década de hacerlas salir en persecución de él, finalmente había sido atrapado por una mozuela ingenua de Cornualles, a quién estaba atado por honor a protegerla. Dios Mío, era su guardián, su tutor, era prácticamente su deber sagrado mantenerla pura y casta para su futuro marido, que… incidentalmente, supuso que debía ayudarla a encontrar y escoger. Él meneó la cabeza, intentando recordarse severamente que este incidente no podría repetirse.
Henry le vio negar con la cabeza y pensó que él le contestaba su comentario desesperado de no querer arruinarla, y la humillación fría que sintió la instigó a decir,
– No, yo debo cuidarme de no hacer algo que perjudique mi reputación. No podría atrapar a un marido entonces, y ¿por que debo seguir aquí, verdad?
Miró a Dunford a los ojos. Él la veía con mordacidad en su mirada, y su mandíbula estaba cerrada apretadamente con fuerza, ella pensó que sus dientes seguramente se harían pedazos. ¡Así es que él estaba molesto – bien!.
Igual que ella se sentía. Rió frenética y añadió,
– Digamos que puedo regresar a Cornualles si lo deseo, pero ambos sabemos ¿que eso es falso?'
Dunford se giró y miró por la ventana, para no darle a ella probabilidad de seguir hablando.
– Una temporada, -decía ella subiendo el tono-, tiene sólo un propósito para las mujeres, y ese es contraer matrimonio Así te puedes alejar de mí y por consiguiente fuera de tu manos. En este caso, parece que no lo estas haciendo muy bien ya que no puedes mantener tu manos alejadas de mi".
– Henry, calla, -pidió él.
– Oh claro, milord. Guardaré silencio. Un error en una joven perfectamente educada y correcta. No querría otra cosa aparte de la debutante ideal. El cielo prohíba que arruine mis probabilidades para una buena pareja. Porque, aún podría atrapar a un vizconde.
– Si tienes suerte, -él gruñó.
Henry se sintió como hubiera recibido un golpe. Oh, sabia que su meta fundamental era que ella se casara, pero le lastimó mucho oírlo.
– Tal vez no me case, -dijo, intentando conseguir un tono desafiante pero sin éxito-. No tengo que hacerlo sabes".
– Espero que decididamente no sabotees tus probabilidades para que encontrar a un marido simplemente por fastidiarme.
Ella se puso rígida.
– No te tengas en tan alta estima, Dunford. Tengo cosas más importantes acerca de las que pensar que fastidiarte.
– Eso es muy afortunado para mí, -él arrastró las palabras.
– Eres odioso, -gritó ella-. Odioso y… Y… ¡Y odioso!
– Qué vocabulario.
Las mejillas de Henry se arrebolaron por la furia y la vergüenza.
– Eres un hombre cruel, Dunford. ¡Un monstruo! Aún no sé por qué me besaste. ¿Hice algo para que me odies? ¿Quisiste castigarme?
No, te tortures respondió, él quiso castigarse a sí mismo.
Dejó salir un suspiro lastimero y dijo:
– No te odio, Henry.
Pero no me amas tampoco, ella quiso gritar. No me amas, y eso me lastima tanto. ¿Tan horrible era? ¿Había algo equivocado con ella? Algo que lo obligó a degradarla besándola plenamente pero sin ninguna razón, Dios mío, no podría pensar acerca de cualquier razón. Ciertamente no fue la misma clase de pasión que había estado sintiendo. Él había sido tan frío y prudente cuando no la despeino.
Ella se quedó sin aliento, repentinamente dándose cuenta para su mortificación completa que las lágrimas brotaban en sus ojos. Precipitadamente volvió su cara y se secó las lagrimas con los guantes, sin importarle si los manchaba.
– Oh, Dios mío, Hen, -Dunford dijo con compasión-. No lo hagas…
– ¿No haga qué? -Ella dijo precipitadamente.
– ¿Por qué lloras?
– ¡Eres muy amable por preguntarme eso y preocuparte por mi! -Ella se cruzó de brazos insubordinadamente y utilizo cada gramo de su voluntad para dejar de llorar. Después de un minuto ella en verdad se dio cuenta que se tranquilizaba y empezaba a volver a la normalidad.
Y justo a tiempo, también, porque el carruaje se detuvo y Dunford dijo terminantemente,
– Hemos llegado.
Henry quiso más que nada volver a su casa. De regreso para Cornualles.