Capítulo 1

Algunos meses más tarde Dunford estaba sentado en su salón, tomando el té con Belle. Acababa de llegar a visitarlo; Se alegró de esa visita inesperada, ya que desde que ella estaba casada no se veían tanto.

– ¿Tienes la seguridad de que John no va a irrumpir aquí con un arma? -bromeó Dunford.

– Está demasiado ocupado para esa clase de disparates, -dijo ella con una sonrisa.

– ¿Está demasiado ocupado para acceder a su naturaleza posesiva? Qué extraño.

Belle se encogió de hombros.

– Él confía en ti, y más importante aún, confía en mí.

– Un auténtico modelo de virtud, -dijo Dunford secamente, sin querer reconocer ante sí mismo que estaba un poco celoso de la dicha marital de su amiga.

– Y cómo…

Un golpe sonó en la puerta. Entró en el cuarto Whatmough, el flemático mayordomo de Dunford, anunciando:

– Un abogado ha llegado, señor.

Dunford alzó la cabeza.

– Un abogado, que desea hablar a solas con usted. No pude averiguar sus razones.

– Es muy insistente, señor.

– Hágale pasar entonces. -Dunford miró a Belle y sin saber qué hacer encogió los hombros.

Ella sonrió con picardía.

– Pase.

Whatmough condujo al visitante. Era un hombre de cabello gris de estatura mediana, y se veía muy interesado en ver a Dunford.

– ¿Sr. Dunford?

Dunford asintió con la cabeza.

– No puedo decirle qué contento estoy por haberle localizado finalmente, -el abogado dijo alegremente. Miró a Belle con una expresión desconcertada-. ¿ Y esta es la señora Dunford? Fui inducido a creer, que usted no estaba casado, señor. Oh, esto es extraño. Puede ser obstáculo.

– No estoy casado. Ésta es Lady Blackwood. Ella es una amiga. ¿Y usted es?

– Oh, lo siento. -Dijo muy apenado. El abogado sacó un pañuelo y palmeó su frente-. Soy Percival Leverett, de Cragmont, Hopkins, Topkins, y Leverett. -Se inclinó hacia adelante, para dar énfasis adicional al decir su nombre-. Tengo una noticia importante para usted. Muy importante ciertamente.

Dunford agitó sus brazos expansivamente.

– Oigámoslo entonces.

Leverett miró a Belle y su mirada regreso a Dunford.

– ¿Quizá deberíamos hablar privadamente, señor? Ya que la señora, no es su esposa.

– Por supuesto. -Dunford miró a Belle-. ¿No te molesta esperar, sólo será un momento, verdad?

– Oh, de ningún modo, -le aseguró, con su sonrisa diciendo que tendría mil preguntas listas cuando hubieron terminado-, esperaré.

Dunford hizo una señal hacia una puerta que conducía a su estudio.

– Directamente por aquí, Sr. Leverett.

Salieron del cuarto, y a Belle le dio mucho gusto notar que no cerraron la puerta correctamente. Inmediatamente se puso de pie y se movió hacia la silla más cercana a la puerta, ligeramente abierta. Estiró el cuello, intentado oír.

Un barboteo de voces.

Más barboteo.

Y entonces, de Dunford,

– ¿Mi primo qué…?

Barboteo, barboteo.

– ¿…de dónde…?

Barboteo, barboteo, algo que sonó como a Cornualles.

– ¿…cuántas veces…?

No, eso no pudo haber sido "ocho" lo que ella oyó.

– ¿…y él me dejó qué…?

Belle aplaudió. ¡Qué encantador! Dunford acababa de obtener una herencia inesperada. Esperó que fuese un buen suceso. Justamente uno de sus amigos de mala gana había recibido en herencia a treinta y siete gatos.

El resto de conversación fue imposible de descifrar. Después de algunos minutos los dos hombres terminaron de hablar, y se estrecharon la mano. Leverett apartó de un empujón algunos escritos en su caso y dijo,

– Tendré el resto de documentos enviados tan pronto como sea posible. Necesitaremos su firma, por supuesto.

– Por supuesto.

Leverett asintió con la cabeza y regresó al cuarto.

– ¿Qué te dejaron? -Belle exigió.

Dunford parpadeó pocas veces, como si todavía no pudiese creer lo que acababa de oír.

– Parece que acabo de recibir en herencia una baronía.

– ¡Una baronía! Córcholis, voy a tener que llamarte Lord Dunford ahora, ¿verdad?

Él puso los ojos en blanco.

– ¿Cuándo fue la última vez que te llamé Lady Blackwood?

– Hace diez minutos, -dijo ella impertinentemente-, cuándo me presentaste al Sr. Leverett.

– Touché, Bella. -Se recostó en el sofá, sin esperar a que ella se sentase primero-. Supongo que me puedes llamar Lord Stannage.

– ¡Válgame Dios! Stannage, -ella se quejó-. Qué perfectamente distinguido. Willian Dunford, Lord Stannage. -Sonrió diabólicamente.

– ¿ Es William, verdad?

Dunford bufó. Lo llamaban por su nombre de pila tan raras veces, que era un chiste familiar el no poderlo recordar.

– Le pregunté a mi madre, -contestó finalmente él-. Dijo que cree que es William.

– ¿Quién murió? -le preguntó Belle francamente.

– Alguna vez has tenido tacto y refinamiento, mi estimada Arabella.

– Bien, obviamente no pareces lamentar la pérdida de tú pariente lejano, del que hasta ahora no conocías su existencia.

– Un primo. Un octavo primo, para ser exacto.

– ¿Y no pudieron encontrar un pariente más cercano? -preguntó ella incrédulamente-. No es que tenga envidia de tu fortuna, claro está, pero realmente es extenderse.

– Parecemos ser una familia de potrillas.

– Gracias, -masculló sarcásticamente ella.

– Termina los sarcasmos, -dijo él, ignorando su mofa-, ahora tengo un título y una pequeña hacienda en Cornualles.

Así que ella había escuchado correctamente.

– ¿Has ido alguna vez a Cornualles?

– Nunca. ¿Has estado tú?

Ella negó con la cabeza.

– He oído que es realmente dramático. Los acantilados y las olas derrumbándolos. Muy incivilizado.

– ¿Qué tan incivilizado podría ser, Belle? Ésta es Inglaterra, después de todo.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Vas a ir allí, a visitarlo?

– Supongo que debo. -Él golpeó ligeramente su dedo contra el muslo-. ¿Incivilizado, dices? Probablemente lo adoraré.


* * * * *

– Espero que él odie estar aquí, -dijo Henrietta Barrett, tomando un feroz mordisco a su manzana-. Espero que realmente destete este lugar.

– Ya, ya, Henry, esa actitud no es propia de ti, no es muy caritativo de tu parte. -Le dijo escandalizada la señora Simpson, el ama de llaves de Stannage Park.

– No me siento tremendamente caritativa por el momento. He metido una buena cantidad de trabajo en Stannage Park.

Los ojos de Henry se enrojecieron tristemente. Había vivido en Cornualles desde los ocho años, cuando sus padres habían muerto en un accidente de carruaje en su ciudad natal de Manchester, dejándola huérfana y sin dinero. Viola, la esposa del barón, era la prima de su abuela y amablemente había acordado acogerla. Henry inmediatamente se había enamorado de Stannage Park, de la piedra pálida del edificio, las ventanas vibrantes, los grandes jardines.

Y así es que Cornualles se había convertido en su casa, más de lo que fue Manchester alguna vez. Viola se había entusiasmado por ella, y Carlyle, su marido, se convirtió en una distante figura paternal. Él no paso una buena cantidad de tiempo con ella, pero siempre tuvo una palmada acogedora en la cabeza lista cuando entraba en el vestíbulo. Cuando tuvo catorce, sin embargo, Viola murió, y Carlyle estaba muy afligido.

Apenas le interesaba el resto del mundo y se encerró en su despacho, dejando a un lado el control de la hacienda y la casa.

Henry inmediatamente entro en acción. Amaba tanto a Stannage Park y no iba dejar que se malograse, además, tenía ideas firmes de cómo debía ser manejada la propiedad.

Los pasados seis años ella había sido no sólo la señora de la heredad sino también el señor, universalmente aceptada como la persona a cargo. Y a ella le gustaba su vida simplemente así.

Pero Carlyle había muerto, la hacienda y la casa habían pasado rápidamente a algún primo lejano en Londres que probablemente era un petimetre. Él nunca había ido a Cornualles antes, pensó Henry, olvidándose convenientemente de que ella llegó allí sólo cuando murieron sus padres. Ella habia llegado alli doce años antes.

– ¿Cuál era su nombre? -preguntó otra vez la señora Simpson, mientras cogía la masa y empezaba hacer el pan.

– Duford o Dunford, -dijo Henry asqueada-. No quisieron darme su nombre de pila, Aunque supongo que no tiene importancia ahora que es Lord Stannage. Él probablemente insistirá en que usemos el título. La aristocracia usualmente lo hace.

– Hablas como si como no pertenecerías a esa clase, Henry. No pongas mala cara al caballero.

Henry suspiró y tomó otro mordisco de su manzana.

– Él probablemente me llamará Henrietta.

– Debería. Estás mayor para llamarte Henry.

– Tú me llamas Henry.

– Soy demasiado vieja para cambiar. Peor ya no eres una niña. Ha pasado el tiempo Y es preciso que encuentres un marido.

– ¿Y hacer qué? ¿Irme de Inglaterra? No quiero dejar Cornualles.

La señora Simpson sonrió, para señalar que Cornualles era ciertamente una parte de Inglaterra. Henry quería tanto la región que no podía pensar acerca de ella como perteneciente a un lugar mayor.

– Hay caballeros aquí en Cornualles, con los que te podrías casar, -le dijo-. Bastantes en los pueblos cercanos. Podrías casarse también con uno de ellos.

Henry se mofó.

– No hay nadie que me parezca atractivo y conoces a la gente de aquí, es simple. Además, nadie se casaría conmigo. No tengo uno chelín ahora que Stannage Park la tiene esté desconocido, todos ellos piensan soy un fenómeno hombruno.

– ¡Por supuesto que no lo hacen! -contestó rápidamente la señora Simpson-. Todo el mundo te admira.

Ya sé-Henry contestó, girando sus ojos grises hacia la ventana-. Me admiran como si fuera un hombre, y por eso estoy agradecida. Pero los hombres no quieren casarse con otros hombres, sabes.

– Quizá si llevaras puesto un vestido…

Henry miró hacia sus gastados pantalones.

– Me pongo un vestido. Cuando es apropiado.

– No puedo imaginar cuándo fue eso, -bufó la señora Simpson-, desde que te conozco nunca te he visto en uno. Ni siquiera en la iglesia.

– Qué hecho tan afortunado para mí que el vicario sea un caballero muy liberal.

La señora Simpson dirigió una mirada sagaz hacia la joven.

– Qué hecho tan afortunado para ti, que al vicario le gusta el brandy francés que le envías una vez al mes.

Henry se hizo la sorda.

– Llevé un vestido para el entierro de Carlyle, si recuerdas. Para la fiesta del condado el año pasado. Y cada vez que recibimos a los invitados. Tengo al menos cinco en mi armario, muchas gracias. Oh, y también me los pongo cuando vamos al pueblo.

– No lo haces.

– Pues bien, puede ser que no para nuestra pequeña villa, pero lo hago cada vez que voy a algún otro pueblo. Pero cualquiera estaría de acuerdo que son de lo más imprácticos cuando reanudo mis actividades normales supervisando la hacienda. -Sin mencionar, pensó Henry torcidamente, que con ellos se veía terrible.

– Bien, te pondrás uno cuándo el Sr. Dunford llegue.

– No estoy completamente loca como una cabra, señora Simpy. -Henry lanzó el corazón de la manzana a través de la cocina a un cubo pequeño, que se derramó por lo lleno que estaba. Dejó salir un grito de orgullo-. No he perdido al cubo en meses.

La señora Simpson cabeceó.

– Si sólo alguien te enseñara cómo ser una chica.

– Viola quiso hacerlo, -Henry contestó descaradamente-, y podría haber tenido éxito si hubiera vivido más tiempo. Pero la verdad es, me gusta mucho ser como soy.

La mayoría de las veces al menos, pensó. De vez en cuando, veía a una bella señora en un primoroso traje de noche que le parecía hermoso y le daba celos. Tales mujeres no tenían pies y eran irreales, Henry decidió que deberían tener ruedas para poder deslizarse en ellos, mientras las miraban una docena de hombres entontecidos. Tristemente clavaba los ojos en ese cortejo, imaginándolos soñando tras ella. Entonces se reía.

Ese sueño particular no tenia probabilidad de hacerse realidad, ¿y además, a ella le gustaba su vida simplemente como estaba, verdad?

– ¿Henry? -La señora Simpson la sacó de su ensoñación-. Henry, hablaba contigo.

– ¿Hmmm? -Henry parpadeó saliendo de su fantasía-. Oh, lo siento, estaba pensando acerca de lo que tenemos que hacer con las vacas, -mintió-, no estoy segura de que tengamos espacio suficiente para todas ellas.

– Deberías estar pensando acerca de qué hacer cuando el Sr. Dunford llegue. ¿ Él envió una nota que sería esta tarde, no?

– Sí, así es.

– ¡Henry! -le reprochó la señora Simpson.

Henry negó con la cabeza y afirmó.

– Si acaso alguna vez hubo un tiempo para maldecir, es ahora, Simpy. ¿Qué ocurre si él quiere interesarse en Stannage Park? ¿O peor… si se le ocurre asumir el mando?

– Si lo hace, será su derecho. Él es el dueño, sabes.

– Si, lo sé. Es tan terrible.

La Señora Simpson mezcló la masa, le dio forma de una barra de pan y la colocó aparte para levantarse. Limpiándose las manos, dijo:

– Tal vez venderá. Si la vendiese a una persona del pueblo, no tendrías nada por lo que preocuparte. Todo el mundo allí sabe que manejas a la perfección Stannage Park.

Henry saltó del mueble en que estaba encaramada, plantó las manos en sus caderas, y comenzó a caminar por la cocina.

– Él no puede vender. Está vinculado al título. Si no lo estuviese, el Sr. Carlyle me lo hubiera dejado.

– Oh. Bien, entonces vas a tener que esmerarte en llevarte bien con el Sr. Dunford.

– Ese hombre es Lord Stannage ahora, -Henry gimió-. Válgame Dios… El barón Stannage… él es el dueño de mi casa y él que va a decidir mi futuro.

– ¿Eso te aterra?

– Quiero decir que él es mi guardián, mi tutor.

– ¿Qué? -la señora Simpson dejó caer su rodillo de pastelero.

– Soy su pupila.

– Pero… Pero eso es imposible. Aún no conoces al hombre.

Henry se encogió de hombros.

– Son costumbres, Simpy. Las mujeres no tienen mucha materia gris, sabes. Necesitamos guardianes que nos guíen.

– No puedo creer que no me lo contaras.

– No te digo todo, ¿sabes?

– Casi, -bufó la señora Simpson.

Henry sonrió tímidamente. Era cierto que ella y el ama de llaves estaban más unidas de lo que uno esperaría. Distraídamente hizo girar los dedos sobre su larga cabellera de color castaño, una de sus pocas concesiones de vanidad. Habría sido más práctico cortarse el pelo, pero era grueso y suave, Henry no podría soportar separarse de él. Además, tenía el hábito de enroscarlo alrededor de sus dedos, mientras le daba vueltas a algún problema difícil, como estaba haciendo en esos momentos.

– ¡Espera un momento! -exclamó.

– ¿Qué?

– Él no puede vender el lugar, pero eso no quiere decir que tenga que vivir aquí.

La señora Simpson entrecerró los ojos.

– No comprendo que significa eso, Henry.

– Sólo tenemos que asegurarnos de que él absoluta y positivamente no quiera vivir aquí. No debe ser muy difícil. Probablemente es uno de esos tipos londinenses debiluchos. Pero ciertamente no podría ser difícil hacerlo sentir incómodo.

– ¿Qué diantres piensas, hacer Henrietta Barrett? ¿Ensuciar la habitación del pobre hombre, cambiarle de colchón?

– Nada tan burdo, te aseguro, -Henry se mofó-. Le mostraremos nuestra hospitalidad. Seremos la cortesía personificada, pero pondremos empeño en señalar que él no nació para la vida rural. Podría aprender a apreciar el papel de propietario ausente. Especialmente si le envío ganancias trimestrales.

– Pensé que inviertes las ganancias en la hacienda.

– Lo hago, pero sólo tendré que dividirlas por la mitad. Enviaré la mitad al nuevo Lord Stannage y reinvertiré el resto aquí. No me gustará hacerlo, pero será mejor que tenerle aquí.

La señora Simpson meneó la cabeza.

– ¿Qué exactamente piensas hacerle?

Henry hizo girar su dedo en el pelo.

– No estoy segura. Tendré que pensarlo un poco.

La señora Simpson miró el reloj.

– Mejor piensa rápido, porque estará aquí dentro de una hora.

Henry caminó hacia la puerta.

– Será mejor que me asee.

– Si no quieres conocerle oliendo a campo, -replicó la señora Simpson-. Y no a la parte con flores querida, tú sabes lo que quiero decir.

Henry le mostró una sonrisa abierta descarada.

– ¿Tendrás preparado el baño para mí? -Ante la inclinación de cabeza del ama de llaves, ella corrió arriba de la escalera de servicio. La señora Simpson estaba en lo correcto: olía bastante mal. ¿Pero, qué podría esperarse después de una mañana supervisando la construcción de la porqueriza nueva?

Había sido trabajo arduo, pero Henry había estado dispuesta, con mucho gusto a hacerlo -mejor dicho, admitió para sí misma, supervisarlo-. Meterse hasta las rodillas en el lodo y estiércol, no era exactamente un paseo.

Se detuvo repentinamente en las escaleras, con sus ojos iluminándose. No será un paseo, pero le vendría de maravilla al nuevo Lord Stannage. Ella aún podía involucrarse más activamente en el proyecto si ello significase convencer a ese tipo Dunford de irse, como hacían lo señores de su clase todo el tiempo.

Sintiéndose muy entusiasmada, saltó el resto de escalones que le hacían falta para llegar a su dormitorio. Varios minutos después, delante de la bañera llena, empezó a cepillarse el cabello y caminó hacia la ventana teniendo cuidado en cerrarla. Lo tenía estirado hacia atrás en una coleta pero el viento lo había enmarañado. Desató la cinta; sería más fácil de lavarlo desenredándolo.

Al mismo tiempo que se cepillaba dirigía su mirada perdida a la entrada de la casa, mientras veía al sol comenzar a teñir de melocotón el cielo. Henry suspiró con amor. Nada ni nadie tenía el poder para sacarla de esas tierras.

Entonces algo arruinó ese perfecto momento, hubo un destelló en el horizonte. Oh, Dios mío, eso no podía ser… era el cristal de la ventana de un carruaje. Juró y estalló, Dios… llegaba temprano.

– El miserable estúpido, -masculló-. Estúpido desconsiderado.

Miró sobre su hombro. Su baño no estaba listo. Se acerco más a la ventana para ver el carruaje, miró con atención, mientras él bajaba. El coche era muy elegante. El Sr. Dunford debía ser un hombre con algunos ingresos antes de recibir su herencia de Stannage Park.

Eso o tenía amigos ricos dispuestos a prestarle un medio de transporte. Henry clavó los ojos en la escena imperturbable, cepillándose el pelo todo el tiempo. Dos lacayos salieron precipitadamente para descargar su equipaje. Sonrió con altanería. Él no se iba quedar mucho tiempo.

En ese momento se abrió la puerta del carruaje. Sin darse cuenta se acercó más a la ventana. Un pie emergió.

Una hermosa bota, Henry observó sus botas esperando que el calzado del hombre fuese igual a su actitud.

– Oh, por Dios, -masculló. Él no iba a ser un débil afeminado. Entonces el dueño de la pierna brincó fuera, y le vio en su totalidad.

Dejó caer su cepillo del pelo.

– Oh, Dios mío, -respiró.

Era bello. No, no bello, se corrigió, pues eso implicaba alguna suerte de calidad afeminada, y este hombre ciertamente no tenía nada de eso. Él era alto, con un cuerpo firmemente musculoso y hombros anchos. Su pelo era espeso y castaño, ligeramente más largo de lo que estaba de moda. Y su cara. Henry no pudo mirarlo muy bien, ya que estaba a catorce pies de altura, pero aún así podía ver que su cara era todo lo que un rostro debe ser. Los pómulos altos, su nariz derecha y enérgica, y la boca modelada con precisión y levemente sardónica. No podía ver de qué color eran sus ojos, excepto que eran sagaces. Era más joven de lo que ella había esperado. Creía que vendría alguien con sus cincuenta años. Este hombre no podría tener un día más de los treinta.

Henry gimió. Esto iba a ser mucho más duro de lo que había anticipado. Ciertamente iba a tener que ser muy astuta para engañarlo. Con un suspiro, se agachó para recoger el cepillo del pelo y caminó de regreso a su baño.


* * * * *

Mientras Dunford silenciosamente inspeccionaba el frente de su nueva casa, un movimiento en una ventana del piso de arriba atrapó su vista. El sol brillaba sobre las ventanas, pero pudo percibir a una chica con pelo largo, color castaño. Antes de que pudiese verla mejor, ella se había dado media vuelta y desaparecido en el cuarto. Eso era extraño. Ningún criado estaba de pie ociosamente mirando a las ventanas en el momento que llegaba el nuevo dueño, especialmente con el pelo desordenado. Se preguntó brevemente quién era ella, entonces dejo al pensamiento ir al fondo de su mente. Tendría suficientemente tiempo para enterarse de quién era ella; Ahora mismo necesitaba ocuparse de cosas más importantes.

El personal entero de Stannage Park se había reunido delante de la casa para su inspección. Había alrededor de dos docenas de sirvientes y criadas, un número pequeño para los estándares de la nobleza en Londres, pero era Stannage Park era una hacienda modesta y pequeña, en un área rural. El mayordomo, un hombre delgado denominado Yates, se esforzaba hasta el extremo para hacer el proceso tan formal como era posible. Dunford intentó llevarle la corriente.

Adoptando una manera ligeramente austera; parecía ser lo que los sirvientes esperaban de su nuevo señor. Fue difícil de suprimir una sonrisa, cuando una criada, hizo una reverencia en su honor. Él nunca había esperado un título, tierras y jamás había deseado tener arrendatarios. Su padre había sido un hijo menor de un hijo menor; sólo Dios sabía cuántos Dunfords habían tenido que morir para poder adquirir esa herencia.

Después de que la última criada hizo su reverencia, Dunford volvió su atención al mayordomo.

– Parece que la casa esta en perfectas condiciones, Yates.

Yates, quien nunca había adquirido la fachada impávida que era un requisito necesario entre los mayordomos londinenses, se sonrojó con mucho gusto.

– Gracias, Su Señoría. Trabajamos tan duro como podemos, pero es Henry a quien tenemos que agradecérselo.

Dunford alzó una ceja.

– ¿Henry?

Yates tragó saliva. Había llamado por su nombre a la señorita Barrett. Algo que no esperaría el nuevo Lord Stannage siendo un noble de Londres, él era el nuevo tutor de Henry, ¿verdad? La señora Simpson le había advertido ese detalle en secreto unos diez minutos antes.

– Umm, Henry es… -Su voz se desvaneció. Era tan difícil pensar en ella como cualquier cosa pero Henry-. Ella es…

Pero la atención de Dunford ya había sido captada por la Sra. Simpson, quien le contaba que había estado al servicio de Stannage Park por más de veinte años y sabía todo acerca de la hacienda -pues bien, al menos acerca de la casa- y si él necesitase cualquier información…

Dunford parpadeó intentando enfocar la atención en las palabras del ama de llaves. Intuyó que estaba nerviosa. A eso se debía probablemente por qué ella parloteaba como un… como un algo. De qué, exactamente hablaba, no sabría decirlo.

Un movimiento extraño en los establos atrapó su mirada, y empezó a observar con determinación en esa dirección. Esperó un momento, pero nada pasó. Oh, bien, decidió que era su imaginación. Se concentró en el ama de llaves. Ella decía algo acerca de un tal Henry. ¿Quién era Henry? La pregunta ya estaba establecida en su lengua y habría salido de sus labios si un cerdo gigante repentinamente no hubiera entrado al jardín, por medio de la puerta abierta de los establos.

– Santa, mier… -Dunford respiró, incapaz de completar su maldición. Estaba fascinado por la ridiculez de la situación. La criatura se lanzaba a través del césped moviéndose más rápido que lo que cualquiera podría pensar de un cerdo. Era una enorme bestia porcina -seguramente eso fue todo uno lo podría llamarla- éste no era un cerdo ordinario. Dunford no tuvo duda que alimentaría a la mitad de la nobleza si se contrataba al carnicero correcto.

El cerdo fue alcanzado por los muchos sirvientes, y criadas congregadas en la entrada, que corrían en cada dirección posible. Anonadado por el movimiento repentino, el cerdo se detuvo, alzó su hocico; Y lanzó un chirrido infernal… y luego otro mas y otro, y…

– ¡Cállate! -ordenó Dunford.

El cerdo, rebelándose contra la autoridad, no se callaba, en verdad empezaba a molestarse y lanzar lodo a todo el que se le acercase.

Henry reaccionó con retraso, a causa del impacto a pesar de sí misma. Se había lanzado escaleras abajo, al minuto que vio al cerdo emerger.

Los establos, estaban abiertos para guardar el coche del nuevo Lord Stannage.

Ella corrió adelante, olvidándosele que no había logrado tomar su baño a pesar de saber cuanto lo necesitaba, sin importarle que todavía estaba vestida con ropas de muchacho. Totalmente sucias, que apestada a sudor y estaba cubierta de barro.

– Estoy muy apenada, Su Señoría, -masculló, ofreciéndole una sonrisa apremiante antes de apoyarse y agarrar el cuello del cerdo. Probablemente no debería haber interferido, convendría haber dejado al cerdo aburrirse de estar sentado sobre el suelo, debería haberse reído cuando no respondió a la llamada e hizo cosas indecibles con las botas del nuevo Lord Stannage. Pero ella se enorgullecía demasiado de Stannage Park para no intentar solucionar el desastre de algún modo. No hubo nada en el mundo que ella no hubiera querido hacer para evitar ese desastre, temía que él creyese que la hacienda no estaba bien manejada.

Un mozo de labranza se acercó corriendo, tomó al cerdo de sus manos, y lo llevó de vuelta a los establos. Henry se enderezó, repentinamente consciente de cómo estaba vestida al ver que hasta el último criado se quedaba boquiabierto mirando, se limpió las manos en sus pantalones. Se volvió mirando fijamente al hombre misterioso y bien parecido, que estaba parado frente a ella.

– ¿Cómo está usted, Lord Stannage? -dijo ella, tratando de sonreír. Después de todo, no había necesidad que él se diera cuenta que trataba de ahuyentarle.

– ¿Cómo está usted, señorita, er…?

Los ojos de Henry se entrecerraron. ¿No sabía quién era ella? Sin duda él había estado esperando que su pupila fuera una joven insignificante, una señorita mimada y consentida que nunca se aventuró fuera de las puertas y mucho menos que dirigía la hacienda.

– Soy la señorita Henrietta Barrett, -dijo en un tono claro y conciso, esperando que él reconociera su nombre-. Pero usted me puede llamar Henry. Todo el mundo lo hace.

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