Prólogo

Londres, 1816

William Dunford bufó con aversión, mientras contemplaba fijamente a sus amigos que anhelosamente se miraban a los ojos el uno al otro. Lady Arabella Blydon, una de sus mejores amigas en los dos años pasados, acababa de casarse con Lord John Blackwood. Se miraban como si quisieran comerse el uno al otro. Era asquerosamente lindo.

Dunford golpeó ligeramente el pie y puso sus ojos en blanco, esperando poder reírse. Tras de ellos, junto con Dunford estaban su mejor amigo, Alex, el Duque de Ashbourne, y la esposa de Alex, Emma, que era prima de Belle. Su transporte había tenido un contratiempo, y estaban esperando un nuevo coche.

Al sonido de ruedas rodando por los guijarros, Dunford se dio la vuelta. El carruaje nuevo se detuvo en el camino hasta pararse enfrente de ellos, pero Belle y John no parecieron fijarse. De hecho, casi no miraron a nadie, como si estuvieran listos a entregarse por completo a los brazos el uno al otro.

Y el amor marca el lugar. Dunford decidió que ya había tenido bastante.

– ¡Eh! -Gritó en una voz repugnantemente dulce-.¡Jóvenes amantes!

John y Belle finalmente se separaron, dieron la vuelta y se dirigieron hacia Dunford, quien caminaba hacia ellos.

– Si vosotros lográis dejar de hacer el amor, podemos estar en camino. En caso que no os hayáis fijado. El carruaje está aquí.

John suspiró profunda y acongojadamente antes de acercarse a Dunford y decir:

– Perdona los abrazos, no nos dimos cuenta de que había alguien.

Dunford sonrió alegremente.

– De ningún modo. ¿Estábamos ausentes?

John se acercó a Belle y le ofreció su brazo.

– ¿Mi amor?

Belle aceptó su gesto con una sonrisa, pero cuando Dunford entró en el carruaje, ella dio la vuelta y rechifló,

– Voy a matarte por esto.

– Estoy seguro que lo intentaras.

El quinteto estuvo pronto acomodado en el carruaje nuevo. Después de algunos momentos, sin embargo, John y Belle se contemplaban arrobadamente al uno al otro otra vez. John puso su mano sobre la de ella y golpeó ligeramente sus dedos en contra de sus nudillos. Belle sonrió con satisfacción.

– ¡Oh, por el amor de Dios! -exclamó Dunford, dirigiéndose a Alex y Emma-. ¿Los veis? Cuando vosotros os casasteis no fue así de nauseabundo.

– Algún día, -dijo Belle en voz baja, hincándole un dedo-, encontraras a la mujer de tus sus sueños, y en ese momento voy a hacer tu vida miserable.

– No me asustas, mi estimada Arabella. La mujer de mis sueños es tal modelo de excelencia, que es posible que no exista.

– Oh, eres insufrible, -bufó Belle-. Apuesto a que dentro de un año estarás profundamente enamorado, encadenado con grilletes a tu pierna, y feliz por ello.

Ella se recostó con una sonrisa satisfecha. A su lado John se estremecía de regocijo.

Dunford se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre sus rodillas.

– Tomaré esa apuesta. ¿Cuánto estas dispuesta a perder?

– Tú vas a perder, y yo no ¿por cuánto te arriesgas?

Emma miró a John.

– Parece que te casaste con una mujer que disfruta de los juegos de azar.

– Si fueses yo, puedes estar seguro habría pesado mis acciones más cuidadosamente.

Belle le dio a su reciente marido un pinchazo juguetón en las costillas, dirigió una mirada a Dunford y le preguntó:

– ¿Bien?

– Mil Libras.

– Hecho.

– ¿Estás loca? -exclamó John.

– ¿Debo suponer que sólo los hombres pueden jugar juegos de azar?

– No puedes hacer esta tonta apuesta, Belle, -dijo John-. Vas a perder, ya que el hombre con quien has hecho la apuesta controla el resultado. Tu sólo puedes perder.

– No menosprecies el poder del amor, mi amor. Aunque en el caso de Dunford, quizá sólo la lujuria lo hará.

– Me hieres, -dijo Dunford, colocando la mano dramáticamente sobre su corazón para dar énfasis-, asumiendo que soy incapaz de emociones más altas.

– ¿No lo eres?

Los labios de Dunford se cerraron en una línea delgada. ¿Estaba ella en lo correcto? En realidad no tenía ni idea. De una u otra manera, dentro de un año él sería mil libras más rico. Dinero fácil.

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