– Despabilase, Henry. -Mary Anne, la criada del piso de arriba, amablemente agitó sus hombros-. Henry, despiértese.
Henry se movió al otro lado de la cama y masculló algo que sonó vagamente como a:
– ¿Qué pasa?
– Pero usted insistió, Henry. Usted me hizo jurar que la sacaba de la cama a las cinco y media.
– Mmmph, grmmph… No lo hice.
– Usted dijo que diría eso, y que la debía ignorar. -Mary Anne le dio a Henry un empujón-. ¡Despiértese!
Henry, quien todavía seguía medio dormida, repentinamente comenzó a temblar.
– ¿Qué? ¿Quién? ¿Por qué va…?
– Soy yo simplemente, Mary Anne, Henry.
Henry parpadeó.
– ¿Qué diantres está usted haciendo aquí? Está todavía oscuro afuera. ¿Qué hora es?
– Las cinco y media, -Mary Anne daba las aclaraciones pacientemente-. Usted me pidió que la despierte muy temprano esta mañana.
– ¿Lo hice? -Oh, sí… Dunford-. Lo hice. Correcto. Bueno, gracias, Mary Anne. Eso será suficiente.
– Usted me hizo jurar que permanecería en el cuarto hasta que se levantase.
Ella era muy lista para su bien, conocía a Henry perfectamente, ya que se percató de que había estado a punto de volver a la cama y acurrucarse debajo de las mantas.
– Estoy despierta. Entiendo, bien, su suposición. Deberían pagarle por realizar ese servicio. -Se sentó en la cama y comenzó a desperezarse-. Un montón de gente se despierta a esta hora… -bostezó.
Se tropezó con el tocador, donde unos pantalones bombachos limpios y una camisa blanca estaban doblados.
– Usted podría querer una chaqueta, también, -dijo Mary Anne-. Afuera esta haciendo un poco de frío.
– Bien, -Henry masculló mientras se ponía su ropa. Como devota de la vida rural, nunca salió de la cama antes de siete, y aún a esa hora, trataba de despertarse más tarde. Pero si quería convencer a Dunford de que no era de su agrado la vida en Stannage Park, ella iba a tener que madrugar un poco y mentir un poco también.
Hizo una pausa cuando se abotonaba su camisa. ¿Quería que él se fuera, verdad?
Por supuesto que lo quería. Caminó hacia una a palangana llena de agua y salpicó agua fría en su cara, esperando que la despertase. Ese hombre deliberadamente se había dispuesto a hechizarla. No importó que él hubiera tenido éxito, ella pensó maliciosamente. Sólo tenía importancia que si él quería seducirla deliberadamente, probablemente era por que deseaba algo de ella.
Pero de todas formas, ¿qué podría querer él de ella? No tenía nada absolutamente. A menos que por supuesto se hubiera percatado de que ella estaba tratando de deshacerse de él y estaba tratando de detenerla.
Henry lo consideró cuidadosamente mientras se peinaba y se sujetaba el pelo en una cola de caballo. Había parecido sincero cuando se interesó en su educación. Él era su tutor, después de todo, por lo menos algunos meses más. No había nada entre ellos, aunque ella sentía un poco de preocupación sobre lo que deseaba de su tutor.
¿Pero él estaba preocupado por su tutela? ¿O cómo podría chupar de su hacienda hasta el fondo y dejarla seca?
Ella gimió. Era gracioso cómo la luz de las velas hace parecer al mundo tan inocente y hermoso, en comparación con la ruda luz de mañana que aclaraba su mente.
Suspiró hondamente. Aún no amanecía y todo estaba muy oscuro. Pero sabía que algo tramaba él aunque no sabía exactamente qué era. ¿Qué ocurriría si él conocía su secreto? Henry tembló ante el pensamiento.
Con nueva determinación se puso sus botas, agarró una vela, y se dirigió con grandes pasos al vestíbulo.
Dunford permanecía en la habitación principal, sólo algunas puertas más abajo de su cuarto. Ella respiró profundamente para ganar coraje y tocó fuerte a la puerta.
Ninguna respuesta.
Tocó otra vez. Todavía nada. ¿Se atrevería? Lo hizo. Asió el pomo de la puerta y le dio la vuelta, entrando en su cuarto. Él dormía profundamente. Muy profundamente.
A Henry casi le remordió la conciencia por lo que estaba a punto de hacer.
– ¡Buenos días! -Ella esperó que su voz fuera dulce y alegre.
Él no se movió.
– ¿Dunford? -Él masculló algo, pero aparte de eso no hubo indicación de que estuviera un poco despierto.
Ella dio un paso más cerca de él e hizo otro intento.
– ¡Buenos días!
Él hizo otro ruido mientras soñaba y se rodó de cara a ella.
Henry tomó aliento. Señor, era guapo. Sencillamente el tipo de hombre que nunca se habría fijado en ella, el hombre que nunca la invitaría a bailar o la besaría. Sin pensar, ella extendió su mano para tocar delicadamente sus hermosos labios, se detuvo cuándo estaba a una pulgada.
Retrocedió y sintió que todo su cuerpo estaba en llamas, una reacción extraña, ya que no lo había tocado.
No flaquees ahora, Henry. Tragó saliva y extendió la mano otra vez, esta vez hacia el hombro. Le susurró, cautelosamente.
– ¿Dunford? ¿Dunford?
– Mmm, -él dijo con somnolencia-. Que cabello tan precioso.
La mano de Henry fue hacia su pelo. ¿Él estaba hablando de ella? ¿O con ella? Imposible. El hombre estaba todavía dormido.
– ¿Dunford? -Otro empujón con el dedo.
– Hueles bien, -él masculló.
Ahora sabía que no hablaba de ella.
– Dunford, es hora de despertarse, arriba.
– Guarda silencio, amorcito, y regresa a la cama.
¿Amorcito? ¿Quién es amorcito?
– Dunford…
Antes que ella se percatase de lo que ocurría, su mano aterrizó pesadamente detrás de su cuello y ella tropezó en la cama.
– ¡Dunford!
– Shhh, amorcito, bésame.
¿Besarlo? Henry pensó frenéticamente. ¿Estaba loco? ¿O ella estaba loca porque en un abrir y cerrar de ojos, estaba tentada a complacerle?
– Mmm, tan dulce. -Él acarició con la nariz su cuello, rastreando con los labios hacia arriba a su barbilla.
– Dunford, -dijo ella temblorosamente-, pienso que estás todavía dormido.
– Mmm-hmm, lo que tú digas, amorcito. -Su mano tocó alrededor de su trasero, apretándola más contra él.
Henry se quedó sin aliento. Estaban separados solo por sus ropa y las mantas, pero ella todavía podía sentir su dureza ardiendo en contra suya. Ella se había criado en una granja; Sabía lo que él quería hacer.
– Dunford, creo que tienes una idea equivocada…
Él pareció no escuchar. Sus labios se habían mudado a su lóbulo, y la mordisqueaba dulcemente, tan dulcemente que Henry podía sentir como se derretía. Estimado Dios, ella se enamoraba aquí mismo locamente de un hombre que obviamente la había confundido con alguien más. Sin mencionar el pequeño hecho de que él era su enemigo.
Pero el hormigueo que la recorría de arriba abajo por la columna vertebral ponían a prueba su sentido común. ¿Cómo seria ser besada?
¿Ser besada, verdadera, profunda y apropiadamente en la boca? Ningún hombre la había besado antes, ni un besito y parecía que probablemente nadie lo haría. Y si ella pudiese aprovecharse del estado de somnolencia de Dunford… Bien, que así sea. Arqueando su cuello muy ligeramente, ella giró la cara para ofrecerle sus labios.
Él los tomó codiciosamente, sus labios y su lengua moviéndose expertamente contra su boca. Henry sintió perder su conciencia mientras probaba su sabor y sentía su aliento. Ella se extendía buscando más. Con vacilación, llevo su mano al hombro de él. El músculo brincó al contacto, él gimió y la apretó más cerca.
Era tan fuerte esta pasión. Seguramente esto no sería pecaminoso. Sin duda alguna ella podría permitirse disfrutar de esto, al menos hasta que despertase.
¿Hasta que él despierte? Henry se congeló. ¿Cómo diablos iba a explicarle esto a él? Frenéticamente, comenzó a luchar por separarse de sus brazos.
– ¡Dunford! ¡Dunford, para! -Con toda su fuerza, lo apartó de un empujón, aterrizando en el suelo por el ímpetu del impulso.
– ¿Qué diantres?
Henry tragó nerviosamente. Él estaba despierto.
Su cara apareció a un lado de la cama.
– ¡Maldita, mujer! ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
– ¿Despertándote? -Sus palabras salieron más bruscas de lo que le hubiera gustado.
– ¡Put… ¡ -él pronunció una palabra que Henry nunca había oído antes, entonces estalló-, ¡cielo santo, todavía esta oscuro afuera!
– Esta es la hora en que nos levantamos por aquí, -dijo exaltada, mintiendo más que un charlatán.
– Pues bien, estupendo. ¡Ahora sal!
– Pensé que querías que te muestre la hacienda.
– Por la mañana, -él gimió.
– Es mañana.
– Es de noche, no lo ves chiquilla malcriada. -Él apretó con fuerza sus dientes, combatiendo el deseo de caminar a grandes pasos a través del cuarto, y tirar de las cortinas para probarle a ella que el sol aún no había salido. La única cosa que detuvo ese deseo fue su desnudez. Su desnudez y su excitación… lo detuvieron.
¿Qué diablos?
Volvió la mirada hacia ella. Estaba todavía sentada sobre el piso, sus ojos abiertos con una expresión mezcla de nerviosismo y deseo.
¿Deseo?
Él la miró más detenidamente. Los cabellos desarreglados flotaban alrededor de su cara; No podía suponer que alguien tan eficiente como Henry no se habría peinado perfectamente si pensaba pasar el día afuera. Sus labios se veían insoportablemente rosados y ligeramente hinchados, como si hubiera sido besada recientemente.
– ¿Qué estás haciendo en el suelo? -Le preguntó con un berrido.
– Bien, como dije, entré a despertarte…
– Ahórrate eso, Henry. ¿Qué estás haciendo en el suelo?
Ella tuvo la elegancia al menos de sonrojarse.
– Oh. Eso es muy largo de contar, en verdad.
– Evidentemente, -él arrastró las palabras-, tengo todo el día.
– Hmmm, sí, lo tienes.
Su mente frenéticamente buscaba que decir, hasta que ella se percató que no había que pudiera decir que fuera aceptable, menos aún la verdad. Ciertamente no creería que él había iniciado el beso con ella.
– Henry… -no se podía dejar de interpretar la amenaza en su voz.
– Bien, -se ahogó, decidiendo que a pesar de su temor ella tendría que decirle la verdad y afrontar su cara horrorizada-. Yo, um, vine aquí para despertarte, y tú, mm, tú pareces ser muy difícil de despertar, y cuando creí que estabas despierto, aún seguías dormido. -Miró hacia él esperanzada, rezando porque quizás decidiera que era suficiente explicación.
Él se cruzó de brazos, obviamente esperando algo más.
– Pi… pienso que me confundiste con alguien, -ella continuó, dolorosamente consciente del sonrojo que avanzaba por su cara.
– ¿Y quién, te ruego me digas, era ese alguien?
– Alguien a quien llamas amorcito, me temo.
¿Amorcito? Así es como él llamaba a Christine, su amante, quién residía en Londres. Un sentimiento incómodo comenzó a formarse al fondo de su estómago.
– ¿Y entonces que ocurrió…?
– Bien, tu agarraste mi cuello, y caí sobre la cama.
– ¿Y…?
– Y eso es todo, -dijo Henry rápidamente, percatándose de pronto que podría evitar decir toda la verdad-. Te aparté de un empujón y te desperté, y en el proceso caí al suelo.
Sus ojos se entrecerraron. ¿Estaba ella omitiendo algo? Él siempre había sido muy activo en su sueño. No podría contar el número de veces que se había despertado en mitad de uno haciendo el amor con Christine. No quiso pensar acerca de lo que podría haber iniciado con Henry.
– Ya veo, -dijo un poco asustado-. Me disculpo por cualquier comportamiento hostil cometido en tu contra mientras estaba dormido.
– Oh, no fue nada, te lo aseguro, -dijo Henry agradecidamente.
Él miró impacientemente hacia el suelo donde estaba. Ella le devolvió la mirada, con una sonrisa inocente en su cara.
– Henry, -dijo finalmente-. ¿Qué hora es?
– ¿Qué hora es? -Ella repitió-. Debe ser cerca de las seis.
– Exactamente.
– ¿Disculpa?
– Sal de mi habitación.
– Oh. -Ella gateaba a sus pies-. Querrás vestirte, por supuesto.
– Querré volver a dormir.
– Hmm, sí, por supuesto que lo harás, pero no prestas atención al dicho que ya bien despierto, es casi imposible volver a dormir otra vez. Podrías, sencillamente, vestirte.
– ¿Henry?
– ¿Sí?
– Sal.
Ella voló del cuarto.
Veinte minutos más tarde Dunford se unió a Henry en la mesa del desayuno. Iba vestido informalmente, pero Henry podía distinguir que no eran ropas de trabajo y menos para construir una porqueriza. Pensó brevemente en decírselo, luego cambió de opinión.
Si arruinase su ropa, más razones para que quisiera irse.
Además, dudaba que él poseyera algo adecuado para construir una porqueriza.
Él se sentó enfrente y agarró una tostada con un movimiento tan fiero que ella supo que estaba furioso.
– ¿No podías volver a dormir? -Henry arrulló.
Él la miró ferozmente.
Henry se hizo la desentendida.
– ¿Te gustaría leer el Times? Yo casi lo he acabado. -Prescindiendo de su contestación empujó el periódico al otro lado de la mesa.
Dunford lo ojeó y frunció el ceño.
– Leí esto hace dos días.
– Oh. Estoy tan apenada, -contestó ella, incapaz de mantener un rastro de travesura apartado de su voz-. Toma algunos días para que venga el correo, como estamos casi en el fin de mundo, ya sabes.
– Acabo de percatarme.
Ella suprimió una sonrisa, contenta por lo bien que sus planes progresaban. Después de la osada escena de esa mañana, su determinación por verle en Londres se había cuadriplicado. Espantada, se dio cuenta de qué con lo que una de sus sonrisas hacia con su cuerpo, no quería saber especialmente lo que uno de sus besos le haría si lo hubiera dejado terminar.
Bien, eso no era enteramente cierto. Ella se moría por saber lo que uno de sus besos haría con su cuerpo, pero era doloroso saber que él nunca estaría interesado en dejarla averiguarlo. Por ello, estaba determinada a nunca volver a soñar con eso. La única manera en que él la besara otra vez era si la confundía con otra mujer. Y las probabilidades de que ese suceso sucediera dos veces eran pequeñas. Además, Henry tenía orgullo, aún si convenientemente se había olvidado de él esa mañana. A pesar de disfrutar de su beso, no apreció mucho saber que él en realidad estaba besando a otra.
Los hombres como él no querían a mujeres como ella, y cuanto más pronto se fuera él, más rápido volvería a sentirse ella misma.
– ¡Oh, mira! -Ella exclamó, con rostro radiante de alegría-. Sale el sol.
– Apenas puedo contener mi excitación.
Henry se atragantó con su tostada. Al menos deshacerse de él iba a ser interesante. Ella optó por no enfrentarle hasta que terminara su desayuno. Los hombres podían ser insoportables con el estómago vacío. Al menos eso es lo qué Viola siempre le había dicho.
Terminado su plato de huevos, ella fijó su atención en la salida del sol que se veía a través de la ventana. Primero el cielo se tiñó de lavanda, después se veteó con rayas naranjas y rosadas. Henry tenía razón, ningún lugar en la tierra era tan bello como Stannage Park en esos momentos. Incapaz de reprimirse, suspiró.
Dunford oyó el ruido y la miró curiosamente. Ella contemplaba, con embeleso, la ventana. La mirada sobrecogida de su rostro lo humillaba. Él siempre había disfrutado de ver el amanecer y el atardecer, pero nunca antes había visto a un ser humano tan irrebatiblemente lleno de respeto y amor por la naturaleza. Era una mujer complicada, su Henry.
¿Su Henry? ¿Cuándo comenzó a pensar en ella en términos posesivos? Desde que ella cayó en tú cama esta mañana, contestó sardónicamente su mente. Parada junto a ti, ¿no recuerdas la besaste.?
Él había pensado en eso mientras se vestía. No había tenido intención de besarla, aún no se había percatado en qué momento estuvo Henry en sus brazos. Pero eso no quería decir que no recordara cada pequeño detalle ahora: La curva de sus labios, la percepción sedosa de su pelo en contra de su pecho desnudo, su ya familiar perfume. Limones. Por alguna razón ella olía siempre a limones. No podía evitar que sus labios se crisparan cada vez que percibía su fragancia a limones, tenía que recordarse su olor el día que se conocieron.
– ¿Qué es gracioso?
Él miró hacia ella. Henry lo estudiaba curiosa. Rápidamente volvió a fruncir el ceño.
– ¿Miro como si algo fuera gracioso?
– Estas sonriendo, -masculló ella, volviendo a su desayuno.
Él la observó comer. Ella comió un pedazo de pan y volvió su mirada fija a la ventana, donde el sol todavía pintaba el cielo. Suspiró otra vez. Obviamente amaba Stannage Park muchísimo, reflexionó él. Más de lo que había visto amar a alguien.
¡Era eso! Él no podría creer qué tonto había sido, para no haberse dado cuenta antes. Por supuesto que quería deshacerse de él. Ella había estado administrando Stannage Park durante seis años. Había trabajado toda su vida adulta y una buena parte de su infancia en esta hacienda. Era de suponer que no daría la bienvenida a la interferencia de un total extraño. Caramba, probablemente la podría despedir fuera de las instalaciones si quisiera. Ella no tenía ninguna relación con él.
Tenía que obtener una copia del testamento de Carlyle para ver los términos exactos sobre lo que le correspondía a la Srta. Henrietta Barret. El abogado que le había visitado para contarle sobre su herencia… ¿cuál era su nombre? ¿…? Leverett… Sí, Leverett le dijo que le enviaría una copia del testamento, pero no había llegado cuando él salió para Cornualles.
La pobre chica probablemente estaba aterrorizada. Y eso lo puso furioso. La miró fijamente de arriba abajo y vio su fachada alegre. Apostaría a que estaba más furiosa que aterrorizada.
– ¿Te gusta mucho estar aquí, verdad? -Le preguntó abruptamente.
Alarmada por su disposición repentina de hablar con ella, Henry tosió un poco antes de contestar finalmente:
– Sí. Sí, Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?
– Por ninguna razón. Simplemente me pregunté. Al ver tu expresión, ¿sabes?
– ¿Ver qué? -Ella preguntó con vacilación.
– Tu amor por Stannage Park. Te observaba mientras admirabas la salida del sol.
– ¿Me mirabas?
– Mmm-hmm. -Y eso era todo lo que iba a decir al respecto. Él volvió a su desayuno ignorándola completamente.
Henry inquieta mordisqueó su labio inferior. Ésa era una mala señal. Por qué le importaba a él cómo se sentía ella a menos que… ¿Estaría pensando en alguna forma de usarlo en contra suya? Si él quisiese venganza, nada podría ser tan terriblemente doloroso como echarla de su amado hogar.
Pero de todas formas, ¿por qué querría vengarse de ella? Podría no gustarle, podía encontrarla más bien molesta, pero ella no le había dado razón para odiarla, ¿verdad? Claro que no. Dejaba que su imaginación la venciera.
Dunford la observó furtivamente mientras comía sus huevos. Estaba preocupada. Bien. Lo merecía después de sacarlo de la cama esta mañana a una hora tan incivilizada. Sin mencionar su pequeño plan de hacerle irse de Cornualles por falta de alimentos. Y el problema del baño, la habría admirado por su ingeniosidad si sus manipulaciones hubiesen sido dirigidas a otra persona, pero iban dirigidas a él.
Si ella pensase que podía tratarla mal y echarla de la propiedad, estaría disgustada y presentaría batalla.
Él sonrió. Cornualles sí que iba a ser muy entretenido. Continuó desayunando con bocados lentos, pausados, disfrutando completamente de su desasosiego. Tres veces ella comenzó a decir algo y después lo pensó mejor. Dos veces mordisqueó su labio inferior. Y una vez él la oyó mascullar algo para sí misma. Sonaba más o menos como "maldito idiota", pero no podría asegurarlo.
Finalmente, después de decidir que ya había hecho la espera lo suficientemente larga, colocó sobre la mesa su servilleta y se puso de pie.
– ¿Vamos?
– Por supuesto, Su Señoría. -Ella no pudo esconder un trazo de sarcasmo en su voz. Había terminado de comer y lo esperaba hacía diez minutos.
Dunford sentía una satisfacción perversa con su irritación.
– Dime, Henry. ¿Qué es lo primero en nuestro orden del día?
– ¿No recuerdas? Construir una porqueriza nueva.
Un sentimiento singularmente desagradable recorrió su estómago.
– Supongo que eso es lo que estabas haciendo cuando llegué, -no pudo dejar de agregar-, cuándo olías tan atrozmente mal.
Ella le sonrió con intención por encima del hombro y lo precedió al salir por la puerta. Dunford no estaba seguro si sentirse furioso o divertido. Ella pensaba divertirse haciéndole dar vueltas, estaba seguro de eso.
Ya fuera eso o haciéndolo trabajar a fondo. Se calmó, todavía creía que podía ser más astuto que ella. Después de todo sabía lo que estaba tramando, y estaba casi seguro que ella aún no se daba cuenta que él conocía sus intenciones.
¿O lo sabía? Y si lo sabía que haría, ¿qué quiso decir con trabajar en la porqueriza?
Eran apenas las siete de la mañana, por lo que su cerebro rehusó reflexionar más en el tema.
Siguió a Henry por los establos hasta una estructura que adivinó era un granero. Su experiencia con la vida rural había estado limitada a sus ancestros, como todos los aristócratas, los cuales se alejaron de cualquier cosa que se pareciera a una granja en funcionamiento. La agricultura fue dejada a inquilinos, y la nobleza generalmente no quería ver a sus arrendatarios a menos que se tratara del cobro de las rentas. Por lo tanto su confusión era total.
– ¿Esto es un granero? -Él puso en duda.
Ella se sorprendió que le preguntara lo evidente.
– Por supuesto. ¿Qué pensaste que era?
– Un granero, -contestó bruscamente.
– ¿Entonces por qué preguntas?
– Meramente me preguntaba por qué tu gran amigo Porkus está guardado en los establos en vez de aquí.
– Demasiado apretujado, -contestó ella-. Sólo mira dentro. Tenemos a montones de vacas.
Dunford decidió creer en su palabra.
– Queda muchísimo espacio en los establos, -ella continuó-. No tenemos muchos caballos. Las buenas monturas cuestan mucho dinero, ya sabes. -Sonrió inocentemente, esperando que él hubiera tenido su corazón puesto en recibir una herencia con un establo lleno de caballos árabes.
Él la miró irritado.
– Sé cuánto cuestan los caballos.
– Por supuesto. La pareja que lleva tu carruaje son hermosos. ¿Son tuyos, verdad?
Él la ignoró y caminó más adelante hasta que su pie pisó algo suave y pastoso.
– Mierda, -masculló.
– Exactamente.
Él la miró ferozmente, sintiéndose un santo al no poner sus manos en su garganta.
Ella reprimió una sonrisa y apartó la mirada.
– Aquí es donde se construirá la porqueriza nueva.
– ¿Qué pise?
– Mmm, sí. -Ella miró hacia abajo a las hermosas y cuidadas botas, ya no tan elegantes, y sonrió-. Eso es probablemente vaca.
– Muchas gracias por informarme. Estoy seguro que la distinción resultará sumamente educativa.
– Los azares de la vida en el campo, -dijo ella jovialmente-. Estoy en verdad sorprendida de que no fue baldeado. Intentamos que todo este limpio por aquí.
Él deseó afanosamente recordarle su apariencia y olor dos días atrás, pero a pesar de su fuerte irritación, era demasiado caballero para hacerlo. Se contentó con decir dudando:
– ¿En una porqueriza?
– Los cerdos no son en verdad tan descuidados como cree la mayoría de la gente. Oh, les gusta el barro y mucho, pero no… -Miró hacia abajo a los pies de él-. Ya… sabes.
Él sonrió levemente.
– Demasiado bien.
Ella cruzó los brazos y miró alrededor. Habían comenzado el muro de piedra que incluiría a los cerdos, pero aún no era lo suficientemente alto. Llevaba mucho tiempo porque ella había insistido que la cimentación fuera especialmente fuerte. Una base débil fue la razón por la que la anterior se había desmoronado.
– Me pregunto donde está todo el mundo, -ella masculló.
– Durmiendo, si tienen cualquier idea de lo que es bueno para ellos, -Dunford contestó mordazmente.
– Supongo que podríamos comenzar con lo nuestro, -dijo ella dubitativamente.
Por primera vez en toda la mañana él sonrió ampliamente diciendo.
– No tengo experiencia en la construcción, así que voto que esperamos a los demás, si no el trabajo será muy pesado.
Él se sentó frente a la pared terminada a medias, viéndose muy satisfecho.
Henry, se negó a dejarle pensar que estaba en lo correcto. Se agachó sobre una pila de piedras. Escogió las de arriba.
Dunford alzó su ceja, era bien consciente que debía ayudar, pero completamente renuente hacer eso. Ella era muy fuerte, sorprendentemente. Él puso sus ojos en blanco. ¿Por qué se asombraba de cualquier cosa que tuviera que ver con ella? Por supuesto que podía alzar una piedra grande. Era Henry. Probablemente le podría alzar a él.
La observó arrastrar una piedra hasta las paredes y colocarla debajo. Ella resopló y se limpió la frente. Luego lo miró furiosamente.
Él sonrió con su mejor sonrisa, pensaba.
– Debes doblar las piernas cuando alzas las piedras, -le gritó-. Es mejor para tu espalda.
– Es mejor para tu espalda, -ella lo imitó y masculló-, holgazán, inútil, estúpido…
– ¿Disculpa?
– Gracias por tu consejo. -Su voz era la dulzura personificada.
Él sonrió de nuevo, esta vez para sí mismo. Estaba ganando. Ella debió haber repetido esta tarea veinte veces antes de que los trabajadores finalmente llegaran.
– ¿Dónde han estado? -preguntó bruscamente-. Estamos aquí diez minutos ya.
Uno de los hombres parpadeó.
– Pero llegamos temprano, Srta. Henry. -Ella cerró la boca fuertemente-. Empezamos a venir a las seis y cuarenta y cinco.
– No vinimos hasta las siete, -Dunford dijo servicialmente. Ella se dio la vuelta y lanzó una mirada asesina en su dirección. Él sonrió y se encogió de hombros.
– No trabajamos hasta las siete y media, -dijo uno de los trabajadores.
– Estoy segura que estás equivocado, -Henry mintió-. Empezamos mucho antes.
Otro obrero se rascó la cabeza.
– Creo que no, Srta. Henry. Pienso que empezamos a las siete y media.
Dunford sonrió burlonamente.
– Conjeturo que la vida en el campo no empieza tan temprano después de todo. -Tuvo el descuido de mencionar que en Londres casi nunca se despertaba antes del medio día.
Ella lo miró furiosa una vez más.
– ¿Por qué estas tan quisquillosa? -Le preguntó, moldeando sus rasgos en una máscara de chico inocente-. Pensé que te agrada mi presencia aquí.
– Me gustaba, -ella rechinó.
– ¿Y ahora ya no? Estoy abatido.
– La próxima vez podrías ayudarme en lugar de observarme cargar piedras a través de la porqueriza.
Él se encogió de hombros.
– Te dije que no tengo experiencia en construir. No querría arruinar el proyecto entero.
– Supongo que estás en lo correcto, -dijo Henry.
Su voz era demasiado suave. Dunford se preocupó. La miró dudoso.
– Después de todo, -continuó ella-, si la porqueriza anterior se hubiese construido correctamente, no tendríamos que levantar ahora una nueva.
Dunford repentinamente se sintió un poco intranquilo. Ella se veía demasiado contenta de sí misma.
– Por lo tanto, probablemente es sabio no dejar a alguien tan inexperto como tú con cuestiones sobre la estructura de la obra.
– ¿A diferencia de aspectos no estructurales? -Preguntó él secamente.
Ella resplandeció.
– ¡Exactamente!
– ¿Qué significa?
– Significa… -Ella cruzó el corral y recogió una pala-. Felicidades, Lord Stannage, ahora es el jefe de pala, el señor del agua sucia.
Él no creyó que su sonrisa pudiera aumentar un poco más, pero lo hizo. Y ella no ocultaba ni una pizca la expresión de felicidad. Sacudió con fuerza su cabeza hacia un montón de algo hediondo que Dunford no había visto antes y volvió caminando hacia los otros trabajadores.
Necesitó todo su control para correr tras ella y pegarle con la pala en el trasero.