Dos horas más tarde estaba listo para matarla. Aún indignado, sin embargo, reconoció que el asesinato no era una opción viable, así que se contentó ideando diversos planes para hacerla sufrir.
Decidió que la tortura era demasiado trillada, y él no tenía estómago para torturar a una mujer. Aunque… miró al personaje de los pantalones abolsados. Parecía sonreír cuando sacó a tirones unas piedras. Ella no era una mujer ordinaria.
Él negó con la cabeza. Había otras formas de hacerla desgraciada. ¿Una serpiente en su cama quizá? No, a la maldita mujer probablemente las serpientes le gusten. ¿Una araña? ¿No odia todo el mundo a las arañas? Se apoyó en su pala, bien consciente que actuaba infantilmente y no le importaba en lo más mínimo.
Él había probado de todo para salir de esta tarea repugnante, y no sólo porque el trabajo era difícil y el olor era… bien, el olor era repelente, no había nada que hacer sobre eso. Principalmente no deseaba que ella sintiera que lo había superado.
Y lo había superado, la pequeña jovenzuela infernal. Lo tenía, a él, un Lord del reino (si bien uno bastante reciente) en medio de agua sucia recogiendo estiércol y Dios que sabe qué otras cosas más, de las que no quería saber. Y lo tenía bien arrinconado, porque no podía darse por vencido y salir de esa faena, sería admitir que era un afeminado elegante de Londres.
Él había señalado que toda el agua sucia, estiércol y el barro se metería en medio de la construcción de la porqueriza. Ella meramente le había dado instrucciones de meterlo en el centro.
– Puedes aplanarlo más tarde, -le había dicho.
– Pero algunos podrían ponerse zapatos y no embarrar más el suelo.
Ella se había reído.
– Oh, estamos acostumbrados a eso. -Su tono había implicado que era más resistente que él.
Rechinó sus dientes y pateó con la pala un montón de agua sucia, estiércol y barro. El hedor era más que abrumador.
– Me dijiste que los cerdos eran limpios.
– Más limpios de lo que las personas usualmente tienen idea, pero no como tú y yo por ejemplo. -Ella miró sus botas sucias, había diversión bailando en sus ojos-. Bien, casi siempre.
Él masculló algo inaudible antes de devolverle el tiro,
– Pensé que no les gusta… Tú sabes.
– No lo hacen.
– ¿Excremento? -No le costó mucho presentar su demanda, plantó la pala en el suelo y se puso su otra mano en la cadera.
Henry caminó alrededor e inhaló por la nariz el aire por encima del montón que él hacía.
– Oh, querido. Bien, adivino que se mezcló por accidente. Ocurre a menudo, en verdad. Estoy tan apenada. -Le sonrió y regresó al trabajo.
Él dejó salir un gruñido discreto, principalmente para sentirse mejor, y marchó encima del montón de agua sucia. Razonó que podría controlar su temperamento. Siempre pensó en sí mismo como un hombre tranquilo. Pero cuando oyó a uno de los hombres decir,
– El trabajo es más rápido ahora que ustedes ayudan.
Todo lo que pudo hacer era no estrangularla. No sabía por qué ella había olido tan mal el día que él llegó, pero ahora estaba claro que no fue por estar de rodillas en el cieno, ayudando a construir la porqueriza.
Una neblina roja de furia le cegó cuando se preguntó qué otras tareas repugnantes ella pensaba hacer para convencerle de que eran quehaceres diarios del señor de la hacienda.
Rechinó sus dientes con fuerza, metió la pala dentro de la mezcla maloliente, recogiendo un poco de arriba, y lo llevó hasta el centro de la porqueriza. En el camino, sin embargo, se deslizó el fango fuera de la pala, encima de los zapatos de Henry.
Qué pena.
Ella pasó rápidamente alrededor. Él esperó que le dijera precipitadamente "¡Hiciste eso a propósito!" Pero siguió silenciosa, inmóvil excepto por un leve estrechamiento de ojos. Entonces, con un golpecito de su tobillo, el agua sucia salpicó encima de sus pantalones.
Ella sonrió irónicamente, en espera que le dijera, "¡Hiciste eso a propósito!" Pero él también guardó silencio. Entonces él le sonrió, y ella supo que estaba en problemas. Antes que ella tuviera tiempo para reaccionar, él alzó su pierna y plantó la suela de su bota contra sus pantalones, dejando una huella enlodada en el frente de su muslo.
Él alzó su cabeza, en espera de que tomara represalias. Ella brevemente consideró recoger un poco de agua sucia con sus manos y restregarla en su cara, pero decidió que él tendría demasiado tiempo que reaccionar; Además, ella no llevaba puestos guantes. Miro rápidamente a la izquierda para confundirle, luego descargó de un golpe el pie sobre el suyo.
Dunford dejó escapar un aullido de dolor.
– ¿Es suficiente?
– ¡Tú lo iniciaste!
– Lo iniciaste tú antes aún de que llegase, intrigante, revoltosa…
Ella esperó a que le dijera que era una perra, pero él no lo podía hacer. En lugar de eso, la agarró de la cintura, la arrojó sobre su hombro, y caminó fuera de la porqueriza asustándola.
– ¡No puedes hacer esto! -Ella gritó, golpeando su espalda con unos puños sorprendentemente efectivos-. ¡Tommy! ¡Harry! ¡Alguien! ¡No le dejen a hacer esto!
Pero los hombres que habían estado trabajando en la pared no se movieron. Boquiabiertos, se quedaron clavados mirando la increíble escena, la Srta. Henrietta Barrett, quien no había dejado a alguien vencerla en años, siendo llevada por la fuerza de la porqueriza.
– Tal vez debamos ayudarla, -dijo Harry.
Tommy negó con la cabeza, observándola contorsionándose mientras desaparecían sobre la ladera.
– No sé. Él es el nuevo barón, sabes. Si llevarse a la fuerza a Henry, tiene derecho a hacerlo, presiento.
Henry obviamente no estuvo de acuerdo porque todavía gritaba,
– ¡No puedes hacer esto!
Dunford finalmente la bajó junto a un pequeño cobertizo, donde guardaban los aperos de labranza. Afortunadamente nadie estaba a la vista.
– ¿O?-Su tono fue completamente arrogante.
– ¿Sabes cuánto tiempo me ha tomado ganar el respeto de la gente de aquí?
– ¿Cuánto?
– Mucho tiempo, te diré. Un largo y duro proceso. Y tú lo arruinaste. ¡Fracasé!
– Dudo que la gente de Stannage Park vaya a dejar de respetarte por mis acciones.
– Él escupió-, ¿Aunque tú si que puedes provocar líos cómo lo que pasó hace un momento?
– Tú eres el que echó agua sucia en mis pies, en caso que no recuerdes.
– ¡Y tú eres la que me tuvo paleando esa mierda en primer lugar! -Se le ocurrió a Dunford que esa era la primera vez que había utilizado lenguaje soez con una mujer. Era asombroso como podía ponerlo tan furioso.
– Si no puedes manejar las tareas de la granja, puedes correr a tu casa en Londres. Sobreviviremos muy bien sin ti.
– ¿Eso es de lo que va esto? La pequeña Henry está aterrorizada de que le quite su juguete y estás tratando de deshacerte de mí. Bien, déjame decirte algo, se requerirá bastante más que una chica de veinte años de edad para ahuyentarme.
– No me provoques, -ella le avisó.
– ¿O qué? ¿Qué me harás? ¿Qué nuevos daños me causaras?
Para el horror absoluto de Henry, su labio inferior comenzó a estremecerse.
– Podría… lo puedo hacer… -Ella tenía que pensar algo; Tenía que hacerlo. No podía dejarlo ganar. Él la despediría de la hacienda, y la única cosa peor que eso, era tener que dejar Stannage Park y no verlo nunca más. Finalmente, a causa de la desesperación, ella balbució-, ¡podría hacer cualquier cosa! ¡Conozco este lugar mejor que tú! ¡Mejor que nadie! No me igualarás…
Rápido como un relámpago la inmovilizó contra el cobertizo y clavaba el dedo índice en su hombro. Henry no podía respirar, se había olvidado completamente de cómo hacerlo, y la mirada asesina en sus ojos hizo que sus piernas se volvieran jalea.
– No lo hagas, -él escupió-. No cometas el error de enojarme.
– ¿No estás enojado ahora? -Ella graznó con incredulidad.
Él le dejó ir abruptamente y sonrió. Irguió la cabeza, mientras ella resbalaba hacia abajo.
– De ningún modo, -le dijo suavemente. Ella se quedó quieta y se sentó en el suelo-. Quiero establecer algunas reglas básicas. -La boca de Henry se abrió involuntariamente. El hombre parecía un demente.
– Ante todo, no vas a volver a intentar deshacerte de mí, ninguno de tus complots, ni siquiera los más pequeños y tortuosos te van a servir.
Empezó a toser.
– ¡Y ninguna de tus mentiras!
Ella jadeó.
– Y… -se detuvo a mirar hacia abajo al rostro de ella-. Oh, Cristo. No llores.
Ella berreó.
– No, por favor, no llores. -Él trató de darle su pañuelo, pero se dio cuenta que estaba manchado con agua sucia, y lo empujó al fondo del bolsillo-. No llores, Henry.
– Nunca lloro, -ella se quedó sin aliento, apenas capaz de hablar entre sollozos.
– Lo sé, -dijo él apaciguadoramente, en cuclillas hasta su nivel-. Lo sé.
– No he llorado en años.
Él la creyó. Era imposible imaginarla llorando, era imposible creerlo si bien lo hacía frente a él. Ella era tan capaz, tan dueña de sí, de ningún modo el tipo de mujer que deja paso a las lagrimas. Y el hecho de haber sido él el causante le retorcía el corazón.
– Venga, venga, -le dijo torpemente, palmeando su hombro-. Ya, ya. Está bien.
Ella tomó unas bocanadas de aire, intentando aquietar sus sollozos, pero no tuvo efecto.
Dunford miró alrededor frenéticamente, como si las colinas verdes le pudieran decir de alguna manera cómo conseguir que dejara de llorar.
– No hagas eso. -Estaba fatal.
– No tengo ningún lugar adonde ir, -ella gimió-. Ningún lugar. Y a nadie. No tengo familia.
– Shhh. Está bien.
– Solamente quiero quedarme aquí. -Jadeó y se sorbió la nariz-. Quiero quedarme aquí. ¿Es tan malo?
– Claro que no, querida.
– Esta es mi casa. -Ella le contempló, sus ojos grises se volvieron plateados a causa de sus lágrimas-. O lo era, al menos. Y ahora es tuya, y puedes hacer cualquier cosa que quieras con ella. Y conmigo. Oh, Dios mío, soy tan tonta. Me debes odiar.
– No te odio, -le contestó él automáticamente. Era la verdad, por supuesto. Ella le irritaba y le disgustó infernalmente, pero no la odiaba. De hecho, ella había logrado ganar su respeto, algo que nunca daba a menos que se lo merecieran. Sus métodos podían haber sido retorcidos, pero estaba luchando por lo único en el mundo que amaba verdaderamente. Pocos hombres podrían reclamar tal firmeza de propósito.
Palmeó su mano otra vez, intentando apaciguarla. ¿Qué dijo acerca de poder hacer cualquier cosa que quisiera con ella? Eso ciertamente tenía poco sentido. Suponía que la podría obligar a dejar Stannage Park, si así lo deseara, pero eso realmente no constituía cualquier cosa. Aunque suponía que ese era el peor destino que Henry podía imaginar; Tenía sentido que ella estuviera un poco melodramática acerca de eso. Cálmate, algo escalofriante le golpeó. Hizo una nota mental para discutirlo con ella más tarde, cuando no estuviera tan perturbada.
– Ahora, Henry, -le dijo, pensó que ya era tiempo de relajar sus miedos-. No voy a expulsarte. ¿Por qué haría eso? Es más, ¿Te he dado yo alguna indicación que esa era mi intención?
Ella tragó saliva. Había asumido tendría que tomar la ofensiva en esta batalla de voluntades. Miró hacia él. Sus ojos castaños la miraban preocupados.
Quizá nunca había habido necesidad de una batalla. Tal vez ella debería haber esperado a evaluar al nuevo Lord de Stannage Park, antes de decidir que tenía que enviarle de regreso a Londres.
– ¿Lo hice? -Él preguntó suavemente.
Ella negó con la cabeza.
– Piensa acerca de eso, Henry. Sería un tonto en despacharte. Soy el primero en admitir que no sé nada acerca de labrar la tierra. O cualquier cosa de la hacienda, tendría que contratar a alguien para supervisarlo. ¿Y por qué debería traer a un desconocido, cuando tengo a alguien que ya sabe todo lo que se debe saber de ella?
Henry miró hacia abajo, incapaz de mirarlo a la cara. ¿Por qué tenía que ser tan razonable y agradable? Ella se sintió miserablemente culpable de todos sus planes para expulsarlo del distrito, incluyendo los que aún no había puesto en marcha.
– Lo siento, Dunford. Lo siento realmente.
Él rechazó su disculpa, no queriendo que ella se sintiera peor de lo que estaba.
– No has hecho ningún daño. -Él se miró hacia abajo sardónicamente-. Bueno, tal vez a mi vestuario.
– ¡Oh! ¡Estoy tan apenada! -Ella se echó a llorar de nuevo, esta vez horrorizada. Su ropa debía ser terriblemente cara. Nunca había visto prendas tan finas en su vida. Pensó que ese tipo de ropa no la manufacturaban en Cornualles.
– Por favor no te preocupes sobre eso, Henry, -le dijo, sorprendido por el tono de su voz, parecía que él le rogaba a ella para no se sintiera mal. ¿Cuándo pasaron a ser sus sentimientos tan importantes para él?- Si esta mañana no fue agradable, al menos fue…interesante. Y mi ropa valió el sacrificio si quiere decir que hemos alcanzado alguna tregua, me doy por satisfecho. No tengo deseo de ser despertado al amanecer dentro de una semana sólo para ser informado que tengo que matar a una vaca solo, sin ayuda.
Sus ojos se dilataron. ¿Cómo lo supo?
Dunford vio su expresión, la interpretó correctamente, y se estremeció.
– Usted, estimada chica, probablemente podría enseñar a Napoleón una cosa o dos.
Los labios de Henry se crisparon. Fue una sonrisa acuosa, pero definitivamente una sonrisa.
– Ahora, -continuó él, poniéndose de pie-. ¿Regresamos a la casa? Me muero de hambre.
– ¡Oh! -dijo ella, tragando con inquietud-. Lo siento.
Él puso sus ojos en blanco.
– ¿Ahora por qué lo sientes?
– Por hacerte comer esa horrible carne de cordero. Y las gachas de avena. Odio las gachas de avena.
Él sonrió amablemente.
– Es un testimonio de tu amor a Stannage Park que fueras capaz de comerte un tazón entero de esa cosa repugnante.
– No lo hice, -admitió-. Comí sólo algunas cucharadas. Eché el resto de eso en un florero cuando no estabas mirando. Tuve que ir luego y limpiar el interior.
Él se rió ahogadamente, incapaz de parar.
– Henry, eres diferente a cualquier persona que haya conocido.
– No tengo la seguridad que eso sea bueno.
– Tonterías. Por supuesto que es. Entonces, ¿estamos en paz?
Ella extendió su mano y agarró la que él le tendía. Lentamente se puso de pie.
– Simpy hace unas galletas muy buenas, -dijo ella suavemente, el tono de su voz implicaba una oferta de paz-. Con mantequilla, jengibre y azúcar. Son deliciosos.
– Espléndido. Si ella no tiene a mano, tendremos que obligarla a hornearlas. ¡Caracoles! No tenemos que terminar la porqueriza, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
– Era lo que estaba haciendo el sábado, pero principalmente sólo supervisaba. Creo que los hombres estaban un poco sorprendidos por mi ayuda esta mañana.
– Sé que estaban sorprendidos. La mandíbula de Tommy se cayó hasta sus rodillas. Y por favor dime que normalmente no te levantas tan temprano.
– No. Soy atroz por la mañana. No puedo empezar nada antes de las nueve a menos que sea absolutamente necesario.
Dunford sonrió torcidamente cuando se dio cuenta de la profundidad de su determinación para librarse de él. Ella realmente quería echarlo, para despertarse a las cinco y media en la mañana.
– Si detestas a las personas madrugadoras tanto como yo, entonces pienso que nos llevaremos fabulosamente.
– Espero que sí. -Ella sonrió trémulamente cuando caminaron hacia la casa. Un amigo. Eso era lo que él iba a ser para ella. Fue un pensamiento emocionante. No había tenido ningún amigo desde que hubo alcanzado la edad adulta. Oh, ella se llevaba de maravilla con todos los sirvientes, pero hubo siempre ese aire de empleador y empleado que mantenía las distancias entre ellos. Con Dunford, sin embargo, ella había encontrado amistad, aún si habían comenzado de forma escabrosa. Todavía había una cosa que quería saber. Suavemente ella dijo su nombre.
– ¿Sí?
– Cuando dijiste que no estabas enojado…
– ¿Sí?
– ¿Estabas?
– Estaba bastante molesto, -él admitió.
– ¿Pero no enojado? -Sonó como si ella no le creyera.
– Créeme, Henry, cuando me enoje, lo sabrás.
– ¿Qué ocurre?
Sus ojos se nublaron ligeramente antes de que él contestara.
– No quieres saberlo.
Ella le creyó.
Una hora o un poco más tarde, después de que ambos tomaran un baño, Henry y Dunford se reunieron en la cocina sobre un plato de panecillos de jengibre de la Sra. Simpson. Mientras se peleaban por conseguir el último, apareció Yates.
– Una carta llegó para usted esta mañana, Su Señoría, -entonó-. De su abogado. La dejé en el estudio.
– Excelente, -contestó Dunford, apartó su silla y se puso de pie-. Debe tratarse del resto de los documentos concernientes a Stannage Park. Una copia del testamento de Carlyle, pienso. ¿Te importaría leerlo, Henry? -No sabía si ella se sentía menospreciada porque la propiedad había ido a parar a él. Estaba vinculada, eso era cierto, y Henry no pudo haberla recibido en herencia después de todo, pero eso no quería decir que no estaba muy sentida por ello. Preguntándole si querría leer la voluntad de Carlyle, trataba de asegurarle que ella era todavía una figura importante en Stannage Park.
Henry se encogió de hombros cuando le siguió al vestíbulo.
– Si lo deseas. Está bastante claro, creo. Todo es tuyo.
– ¿Carlyle no te dejó algo? -Dunford alzó sus cejas conmocionado. Era excesivo dejar a una joven sin dinero y a la deriva.
– Supongo que él pensó que te encargarías de mí.
– Ciertamente me aseguraré de que estés cómodamente situada, y siempre tendrás una casa aquí, pero Carlyle debería haberlo previsto. Nunca nos encontramos. Él no podía saber si tenía principios, o ninguno en absoluto.
– Imagino que pensó que no podrías ser malo si eras familia de él, -bromeó.
– A pesar de eso… -Dunford abrió la puerta del estudio y entró. Pero cuando alcanzó el escritorio allí no había una carta esperando, solamente una pila de papeles desmenuzados-. ¿Qué diantres?
La sangre abandonó la cara de Henry.
– Oh, no.
– ¿Quién haría tal cosa? -Él plantó las manos en sus caderas y empezó a enfrentarla-. Henry, ¿conoces a todos los sirvientes personalmente? Quién piensas…
– No son los sirvientes. -Dijo suspirando-. ¿Rufus? ¿Rufus?
– ¿Quién diantres es Rufus?
– Mi conejo, -ella habló entre dientes, arrodillándose.
– ¿Tu qué?
– Mi conejo. ¿Rufus? ¿Rufus? ¿Dónde estás?
– ¿Intentas decirme que tienes un conejo de mascota? -Estimado Dios, ¿esta mujer hacía alguna cosa normal?
– Por lo general es muy dulce, -ella dijo débilmente-. ¡Rufus!
Un manojo pequeño de pelaje blanco y negro pasó velozmente por el cuarto.
– ¡Rufus! ¡Regresa aquí conejito malo! ¡Conejito malo!
Dunford comenzó a estremecerse de regocijo. Henry perseguía al conejo por el cuarto, agachada y con los brazos extendidos. Cada vez que ella intentaba agarrarlo, él se zafaba de su agarre.
– ¡Rufus! -dijo ella como advertencia.
– Supongo que no podías actuar como el resto de la humanidad y tener de mascota a un gato o un perro.
Henry, reconociendo que no era menester una respuesta, no dijo nada. Se enderezó, plantó las manos en sus caderas, y suspiró.
– ¿Adónde se ha ido?
– Creo que se lanzó rápidamente detrás de la librería, -dijo Dunford servicialmente.
Henry anduvo de puntillas encima y miró con atención detrás del voluminoso mueble.
– Shhh. Ve al otro lado.
Él siguió sus órdenes.
– Haz algo para asustarle.
Él la miró con duda. Finalmente bajó sus manos y sus rodillas y dijo en una voz horripilante:
– Hola, pequeño conejito. Estofado de conejo para la cena de esta noche.
Rufus gateó entre sus pies y pasó corriendo directamente a los brazos de Henry, que lo aguardaba. Dándose cuenta de que había sido atrapado, comenzó a retorcerse, pero Henry mantuvo una mano firme en él, apaciguándole diciendo, "Shhhh".
– ¿Qué vas a hacer con él?
– Ponerlo en la parte de atrás de la cocina donde tiene un sitio.
– Deberías pensar en tener un sitio afuera. O en el guisador.
– ¡Dunford, es mi mascota! -sonó afligida.
– Amas a los cerdos y cría conejos, -masculló él-. Una muchacha bondadosa.
Marcharon de regreso a la cocina en silencio, el único sonido era el gruñido de Rufus cuándo Dunford probó a apaciguarle.
– ¿Puede gruñir un conejo? -Él preguntó, incapaz para dar crédito a sus oídos.
– Obviamente él puede.
Cuándo alcanzaron la cocina, Henry depositó su manojo peludo en el suelo.
– Simpy, ¿ me daría una zanahoria para Rufus?
– ¿Escapó ese pequeño duendecillo otra vez? Ha debido salir inadvertido cuando la puerta estaba abierta. -El ama de llaves recogió una zanahoria de una pila de tubérculos y lo dejó colgando delante del conejo. Él hincó su diente en ella y la quitó de su mano. Dunford observó con interés como Rufus roía la zanahoria dejándola en la nada.
– Siento realmente pesar por lo de tus documentos, -dijo Henry, consciente que se había disculpado más ese día que todo el año pasado.
– También yo, -él dijo distraídamente-, pero siempre puedo escribir una carta a Leverett y hacerle mandar otra copia. La otra semana así no dolerá ".
– ¿Estás seguro? No quería arruinar cualquiera de tus planes.
Él suspiró, preguntándose cómo había sido trastornada su vida por esta mujer en menos de cuarenta y ocho horas. Corrección: Por esa mujer, un cerdo, y un conejo.
Él animó a Henry diciendo que los escritos destruidos no eran un contratiempo permanente y entonces se despidieron cortésmente, regresando a sus cuartos, él para leer algunos documentos que había traído y descansar un poco porque ciertamente lo necesitaba. Sin embargo él y Henry habían alcanzado una tregua, le repugnó todavía en cierta forma admitir que ella le había agotado. De alguna manera le hizo sentir como menos hombre.
Él se habría sentido mucho mejor si supiese que Henry se había retirado a su cuarto exactamente por la misma razón.
Más tarde esa noche Dunford leía en la cama cuando repentinamente se le ocurrió que iba a pasar otra semana antes de que averiguara exactamente cómo había provisto Carlyle a Henry en su testamento. Esa era realmente la única razón por la que había estado deseoso de leer el documento. Aunque Henry había insistido en que Carlyle no había perdido el tiempo con ella, Dunford lo encontró muy duro de creer. ¿Como mínimo Carlyle habría tenido que nombrar a un tutor para ella, verdad? Después de todo, Henry sólo tenía veinte años.
Ella era una mujer asombrosa, su Henry. Uno tenía que admirar su determinación sus propósitos. Aún con toda su capacidad, él todavía sentía un tipo extraño de responsabilidad para ella. Quizá había sido por el titubeo en su voz cuando ella se había disculpado por sus planes de expulsarle de Stannage Park. O la pura agonía en sus ojos cuando, admitió que no tenía un lugar a donde ir.
De cualquier forma, el caso era que quería constatar que ella tenía un lugar seguro en el mundo. Pero antes de que él pudiese hacer eso, tenía que comprobar que había proveído Carlyle para ella en su testamento. Otra semana no le daría mayor diferencia, ¿ verdad? Él se encogió de hombros y devolvió su atención al libro. Leyó durante varios minutos hasta que su concentración fue interrumpida por un ruido sobre el tapete.
Él buscó pero no vio nada. Descartándolo como el rechinamiento de una vieja casa, él comenzó a leer otra vez.
Pataleo, pataleo, el pataleo. Allí estaba otra vez.
Esta vez cuando Dunford miró hacia arriba, cogió un par de orejas negras sobre el borde de la cama.
– Oh, por el amor de Dios, -gimió-. Rufus.
En ese preciso instante, el conejo saltó encima de la cama, aterrizando de lleno en la parte superior del libro. Contempló a Dunford, con su rosada y pequeña nariz lo olfateó retorciéndose de arriba abajo.
– ¿Qué quieres, conejito?
Silenciosamente, Rufus, con una oreja sobre su estomago se recostó a su lado como diciendo "mímame”.
Dunford colocó su mano entre las orejas del conejo y comenzó a rascarle. Con un suspiro le dijo, "así ciertamente no estamos en Londres".
Entonces, el conejo descansó su cabeza en contra de su pecho, él se dio cuenta con sorpresa que no quería estar en Londres. De hecho, no quería estar en ningún otro sitio mas que aquí.