Capítulo 15

Seth Wingate no era madrugador, pero eso no le supuso ningún problema la mañana siguiente, porque no se había acostado. Si hubiera seguido su rutina normal habría ido a uno de los locales nocturnos más animados de Seattle hacia las diez y media o las once de la noche anterior, y después a otro hacia la medianoche. Habría recogido a una chica en algún lugar, quizá habría fumado un poco de marihuana, se la habría follado en un lugar medio privado si hubiera tenido ganas, habría bebido mucho, habría llegado a casa antes del amanecer para quedarse dormido en el sofá si no hubiera logrado llegar a la cama. Eso sería si hubiera seguido su rutina normal…, pero no lo había hecho.

En vez de visitar los clubes nocturnos se había quedado en casa. La noticia del avión perdido aparecía en todas las emisoras locales. Un par de reporteros, de la prensa escrita y de la televisión, llamaron y dejaron un mensaje. Tamzin había telefoneado varias veces, también había dejado mensajes, pero él no había devuelto las llamadas. No quería hablar con aquella zorra estúpida; era imprevisible y podía decir cualquier estupidez. Los mensajes dejados en su contestador ya eran suficientemente malos: «Llámame cuando llegues a casa. ¿Cuándo conseguirás que podamos disponer del dinero? A propósito…, gracias. No sé cómo lo hiciste, ¡pero eres brillante!».

También envió mensajes de texto a su móvil, lo que le resultó todavía más molesto. Finalmente, desconectó los dos teléfonos. Tendría que tirar el contestador y comprar uno nuevo; éste era digital, así que aunque pudiera borrar sus mensajes, no estaba seguro de que un especialista en informática forense no pudiera sacar de alguna forma lo que tratara de hacer desaparecer. Mejor seguro que arrepentido.

Ése era un nuevo concepto para él, porque la palabra «seguro» no había formado nunca parte de su vocabulario.

Lo mismo que «sobrio», pero la añadió esa noche. Necesitaba desesperadamente un trago, o un poco de droga -algo-, pero no se atrevió a tomar ni siquiera un sorbo para que no embotara sus sentidos. Si las autoridades, las que se encargaran de este caso, venían a llamar a su puerta con cualquier pregunta acerca de su madrastra y del accidente de avión, necesitaba estar despejado. Había dejado que su temperamento y la bebida lo impulsaran a hacer algo estúpido. Ahora tenía que caminar por una línea muy fina, o se encontraría con la mierda hasta el cuello.

Seth paseó nervioso toda la noche por su grande y costoso apartamento, mirando detenidamente todo como si perteneciera a un extraño. Vagaba como un fantasma buscando su alma, entrando y saliendo de las habitaciones, luchando contra el fuerte deseo de beber algo de licor y, al mismo tiempo, enfrentándose a la oscuridad de sus propias profundidades.

Cuando llegó la mañana, se sentía débil e inconsistente, como si fuera realmente un fantasma. Nunca se había sentido menos capaz de lograr nada que aquella mañana, pero tampoco jamás la necesidad había sido más urgente. Sentía un abismo sin retorno abriéndose a sus pies. Si no actuaba ahora, no sabía si volvería a tener una oportunidad de hacerlo, o el valor para intervenir de alguna manera.

Cuando finalmente el cielo se aclaró, y se iluminó el hermoso pico nevado de Mount Rainier hacia el sureste, ya sabía cómo debía actuar.

Primero se dirigió a la cocina para ver qué podía encontrar de desayuno. Casi nunca comía en casa, así que no tenía demasiados alimentos en la nevera. Encontró un poco de queso mohoso en lonchas que nunca había sido abierto; lo tiró a la basura. No tenía pan para hacer tostadas. Había algo de café, así que preparó una cafetera. También aparecieron media caja de galletas saladas ya rancias en la alacena y una manzana, que no se había podrido del todo, en un cuenco. La manzana y las galletas llenaron un poco su estómago revuelto e incluso lo asentaron. El café consiguió que se sintiera menos adormilado, aunque no completamente alerta y despierto; pero eso tendría que ser suficiente.

Se duchó, se afeitó y se puso el traje más clásico de los tres que tenía. Contaba con un auténtico arsenal de ropa deportiva, para ir a discotecas y clubes, para navegar, pero había pasado la mayor parte de su vida evitando aquellas situaciones que requerían un traje de negocios serio, así que su selección era limitada. Su padre había poseído en vida al menos cincuenta trajes. Se preguntó qué habría hecho con ellos la zorra de Bailey. Tirarlos a la basura, probablemente.

Se miró una vez más en el espejo, como había hecho el día anterior. Tenía ojeras y su expresión era… extraña. Era la única manera de describirla. Ante sus ojos, no parecía el mismo.

Después subió a su coche e hizo algo que había jurado que nunca haría: condujo hasta las oficinas centrales del Grupo Wingate, como el resto de los empleados.

Se sintió más bien sorprendido, y molesto, al descubrir que no podía pasar por el control de seguridad porque no tenía la tarjeta de identificación de empleado. Aquél era un edificio de oficinas, por el amor de Dios, no la Casa Blanca o una oficina de correos. Cuando su padre vivía, Seth podía entrar y salir cuando quería, aunque en realidad no había querido nunca. No había estado allí en los últimos… cinco o seis años, quizá más. Ciertamente, no reconocía a ninguno de los guardias de seguridad.

Miró a su alrededor mientras esperaba que uno de los vigilantes llamara a W. Grant Siebold, el presidente ejecutivo. Cuando Seth era niño, Siebold era el «tío Grant» para él; pero eso había cambiado. No había vuelto a ver ni oído hablar de Grant desde el funeral de su padre, y en esa ocasión el muy hijo de puta había estado prácticamente pegado al culo de Bailey, de cerca que había estado de ella; así que ni siquiera se había molestado en hablarle. Con una especie de humor sombrío, Seth pensó para sus adentros que la actitud de Grant probablemente sufriría una transformación abismal ahora que Bailey ya no estaba en la sombra, o controlando todos esos millones de dólares.

Finalmente le dieron acceso con un pase temporal que sujetó en el bolsillo superior de su chaqueta e instrucciones para llegar a la oficina del señor Siebold, como si él necesitara instrucciones, cuando esa oficina había sido la de su padre.

Sin embargo, la distribución del edificio había cambiado; el ascensor se abría a un espacioso vestíbulo que daba a una sala de espera con cómodos sillones, unas plantas exuberantes, un acuario de peces tropicales encastrado en la pared y un variado material de lectura. Se suponía que la gente esperaba mucho tiempo en aquel sitio. A la entrada se hallaba una mujer con aspecto muy profesional, de poco más de cuarenta y cinco años, cuyo escritorio estaba junto a unas puertas talladas. Según la placa que había sobre su mesa, se llamaba Valerie Madison. No la reconoció. La última vez que había visto a la secretaría de Grant era una mujer de pelo gris con gafas, de cincuenta y pico años, que siempre le daba caramelos. Supuso que se habría retirado o habría muerto.

– Por favor, siéntese -dijo Valerie Madison, levantando el teléfono-. Informaré a la asistente del señor Siebold de que está usted aquí.

Ah, ¿entonces ella no era la secretaria de Grant? ¿Ahora la secretaria -perdón, asistente- tenía una secretaria?

Seth no se sentó. Miró cómo se elevaban lentamente las burbujas en el acuario y los peces nadaban sin rumbo. No conseguían nada, no iban a ninguna parte, sino que recorrían el acuario incansablemente como si éste fuera su único objetivo en la vida. Eran demasiado estúpidos para considerarse desgraciados.

Detrás de él, el teléfono de la secretaria de la asistente emitió un discreto pitido. Oyó el murmullo de su voz, demasiado baja para que él pudiera descifrar las palabras. Volvió a colocar el teléfono, se puso de pie y abrió la puerta. Él le hizo una seña con la cabeza silenciosamente, atravesó las puertas y se encontró en otra oficina exterior. Una música suave, una especie de basura new age, invadía las cuatro esquinas de la habitación. Se volvería completamente loco si tuviera que escuchar esa mierda todo el día.

La mujer que ocupaba un escritorio francés antiguo, sobre el que había un pedestal curvo que sostenía un ordenador de pantalla plana, era un poco mayor y algo más robusta que la de fuera, pero igualmente formal. Su pelo entrecano estaba recogido en una especie de ocho en la nuca y sus ojos vividamente azules eran tranquilos y evasivos.

– Por favor, tome asiento -dijo-. El señor Siebold lo atenderá en cuanto finalice una llamada.

Buscó la placa donde estaba grabado su nombre. «Dinah Brown». El nombre era tan serio como su dueña.

– He estado tratando de recordar el nombre de la antigua secretaria de Grant -dijo él.

– Debe referirse a Eleanor Glades.

– ¡La señora Glades! -exclamó él chascando los dedos-. Eso es. Solía darme caramelos. ¿Cuándo se retiró?

– No se retiró -dijo Dinah Brown-. Murió de un infarto hace doce años.

Doce años, y él no se había enterado. ¿Por qué razón? ¿No debería haberlo mencionado su padre, aunque su madre no lo hubiera hecho? Los Siebold habían sido amigos cercanos, y perder a su secretaria debía haber resultado doloroso para Grant.

Pero quizá lo habían mencionado y simplemente él no había escuchado. No se dedicaba a escuchar a sus padres muy a menudo. De hecho, había convertido en un arte el hacer oídos sordos a todo lo que decían.

– Puede entrar ahora -dijo ella, levantándose y abriéndole la puerta-. Señor Siebold, el señor Wingate ha venido a verle.

Seth entró en el despacho que había sido de su padre. Estaba bastante seguro de que era el mismo. Bueno, por lo menos estaba en el mismo sitio. Todo lo demás había cambiado demasiado como para que pudiera afirmar con rotundidad que era el mismo. Su padre había preferido una decoración sencilla, espacios poco recargados, y la utilidad antes que el diseño. Su mobiliario de oficina era de cuero. La oficina de Grant Siebold estaba decorada de la forma más confortable, elegante pero atractiva, que caracterizaba la oficina exterior. Los muebles estaban tapizados. Por lo menos aquí no se oía la música new age.

– Seth. -Grant Siebold se levantó de detrás de su escritorio; tenía tan buen aspecto como siempre, esbelto y musculoso. Estaba un poco calvo y su pelo había encanecido. Su mirada era astuta y penetrante-. ¿Has recibido noticias de Bailey?

Se quedó desconcertado ante aquella pregunta y sobre todo al detectar en la voz de aquel hombre una nota de auténtica preocupación. Por alguna razón, Seth había dado por sentado que su odio hacia Bailey era compartido por los viejos amigos y socios de su padre, tanto por respeto a su madre como por la forma en que Bailey se había abierto camino hacia el control de una fortuna inmensa. Sabía que, desde que su padre había muerto, habían dejado de invitarla a las reuniones sociales, una circunstancia que le había proporcionado gran placer.

– Nada -dijo él brevemente.

– Un suceso terrible. Estuve despierto casi toda la noche, esperando tener alguna noticia -aseguró Grant, señalando una de las sillas con un gesto de la mano-. Siéntate. ¿Café?

– Sí, gracias. -Seth pensó que otra dosis de cafeína no podía hacerle daño. Se sentó-. Solo.

Grant no le había tendido la mano, un descuido que sólo podía ser deliberado. En el mundo de los negocios, estrechar la mano era tan automático como respirar. Seth no creía que hubiera prescindido de aquel gesto porque Grant lo considerara un viejo amigo, casi como un hijo; no, el mensaje sutil era que Grant no se alegraba de verlo y no quería darle una bienvenida hipócrita.

Esperó hasta que la taza de café estuvo en su mano y Grant se hubo sentado de nuevo antes de hablar de negocios.

– Ahora que Bailey está muerta…

– ¿Lo está? -preguntó Grant, enarcando las cejas-. Creía que no habías tenido ninguna noticia.

– Y así ha sido. Pero es pura lógica. El avión ha desaparecido y no los han encontrado en ninguna parte. Si hubiera habido algún problema mecánico y el piloto hubiera podido aterrizar en alguna pista, en una carretera o en medio del campo…, lo habríamos sabido. Habrían llamado por radio. No se han recibido noticias de ellos, así que eso significa que el avión se ha estrellado y están muertos.

– Un tribunal no lo vería así -dijo Grant con tono frío-. Hasta que se confirme la muerte de Bailey, o haya pasado un lapso de tiempo razonable y sea declarada muerta, aún está oficialmente a cargo de tu fideicomiso.

Seth podía leerlo en la cara de Grant: pensaba que él había venido para averiguar cuándo podría tomar el control de su dinero, parte del cual estaba vinculado a valores en el Grupo Wingate. Grant era también uno de los fideicomisarios del fondo, pero sólo como consejero; todas las decisiones finales eran de Bailey.

– No puede encargarse si no está aquí -dijo Seth, esforzándose por no mostrar el mal humor en su voz.

– Se han tomado las medidas necesarias para que continúe de forma automática, así que no tienes de qué preocuparte. Recibirás tu asignación.

¿Asignación? La palabra le quemaba la mente. Tenía treinta y cinco años y era relegado al mismo sitio que si tuviera diez. Nunca había pensado antes en la indignidad que se ocultaba en ello; había considerado el fideicomiso como su herencia legítima, no como una asignación.

– Quiero una auditoría -se oyó decir a sí mismo-. Quiero saber cuánto ha malversado esa zorra.

– Absolutamente nada -ladró Grant, con la aguda mirada achicándose a medida que su mal humor aumentaba-. De hecho, el fondo ha tenido un crecimiento muy saludable gracias a ella. ¿Por qué crees que la escogió tu padre?

– ¡Porque lo llevó a una idiotez ciega! -replicó Seth con furia.

– ¡Al contrario! ¡Fue idea suya desde el primer momento! Tuvo que convencerla de la boda, de todo… -Grant se interrumpió, sacudiendo la cabeza-. No importa. Si Jim no te contó su plan, no seré yo quien lo haga, te lo aseguro, porque él te conocía mejor de lo que yo te conoceré nunca. Todo lo que te diré es que Bailey se ha preocupado tanto de tu dinero como del suyo, y eso es mucho decir. Es una de las inversoras más meticulosas que he visto nunca, y no se ha sacado un céntimo del fondo, excepto los desembolsos mensuales para ti y para Tamzin.

Seth pareció despertar de repente, dejando a un lado todo lo que Grant había dicho sobre el dinero.

– ¿Plan? ¿Qué plan?

– Como acabo de decirte, no es asunto mío contártelo. Ahora, si eso es todo…

– No, no lo es. -Seth bajó la vista al café que tenía en la mano, furioso por haberse dejado desviar de su objetivo. No había venido allí para hablar sobre Bailey ni para preguntar por su dinero. Dudó un momento, tratando de pensar en la mejor manera de enfocar el tema, pero no se le ocurría ninguna forma de mencionarlo abiertamente. La necesidad lo irritaba pero era ahora o nunca-. Necesito un empleo. Me gustaría empezar a aprender el negocio… si hay un puesto. -Odiaba tener que preguntar; aquélla era la empresa de su padre, debería tener automáticamente un sitio, pero él mismo se había distanciado deliberadamente de ella y no creía que ahora pudiese aspirar a nada de forma automática.

Grant no contestó de inmediato. Se reclinó hacia atrás en la silla, con aquella mirada impasible de tiburón. Transcurrido un instante, preguntó:

– ¿Qué tipo de empleo?

Seth estuvo a punto de decir: «Vicepresidente suena bien», pero se tragó las palabras. Era consciente de que estaba suplicando, y de que no tenía precisamente buena fama como para ponerse exigente.

– Cualquier cosa -respondió por fin.

– En ese caso, puedes empezar mañana en la oficina de la correspondencia.

Seth se quedó helado. ¿La oficina de la correspondencia? No esperaba que le dieran un puesto clave, pero creía que le concederían un despacho… o al menos un cubículo. Demonios, ya puestos, ¿por qué no nombrarlo portero? Entonces sonrió glacialmente cuando se le ocurrió una respuesta:

– Supongo que la limpieza la hará una empresa, ¿eh?

– Exactamente. Si deseas de verdad trabajar aquí, cogerás el empleo que te asignen sin importar cuál sea. Si lo desaprovechas, si llegas tarde, o no te molestas en aparecer, entonces sabré que sólo estás haciendo el imbécil, como de costumbre. Mi tiempo es valioso. No veo la necesidad de desperdiciarlo contigo hasta que hayas demostrado que no se desaprovechará.

– Entiendo. -Seth odiaba decir eso, y todavía odiaba más estar solicitando un empleo, pero él mismo se había colocado en esa situación; no podía culpar a nadie más-. Gracias. -Dejó la taza de café sobre la mesa y se puso de pie; como Grant había señalado, su tiempo era valioso.

– Una cosa más -dijo Grant.

Seth se detuvo, esperando.

– ¿Por qué has tomado esta decisión?

Él esbozó otra sonrisa glacial, pero esta vez ribeteada de amargura.

– Me he mirado al espejo.

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