– ¡Hombres! -murmuró Bailey mientras caminaban con dificultad por la nieve-. No se puede razonar con ellos, y tampoco matarlos.
– Te he oído -dijo Cam por encima del hombro-. Además no tienes un arma.
– Quizá lo pueda asfixiar mientras esté dormido -musitó para sí. Su voz se amortiguó bajo la tela que le tapaba la mitad inferior de la cara, pero evidentemente no lo suficiente.
– También he oído eso.
– Entonces supongo que puedes oír esto: eres un idiota machista, testarudo y terco como una mula, y si te mareas y te caes, probablemente te romperás unos cuantos huesos aunque la caída no te mate de inmediato; ¡y juro que te dejaré sangrando en la nieve! -Su voz fue aumentando de volumen hasta que se encontró gritándole.
– Yo también te amo. -Estaba riéndose. A ella le entraron ganas de darle una patada.
Pocas veces había estado tan furiosa con alguien como lo estaba con él; claro, que casi nunca se enfadaba. Tenía que importarle mucho para enfadarse de verdad, un hecho que la puso aún más furiosa. No quería preocuparse por Cam. Había tomado lo que ella consideraba una decisión estúpida y deseaba desentenderse por completo, pero no sin soltarle que era un hombre adulto y podía cargar con las consecuencias de sus propias decisiones. En cambio, estaba inquieta. Y angustiada por él. Dejando que su imaginación se desbocara, pensaba en todo tipo de cosas horribles que podrían pasarle sin que ella fuera capaz de evitarlas porque, era un idiota machista, testarudo y terco como una mula.
Iba tirando del trineo que había hecho, cargado con las cosas imprescindibles para el camino, además de un artefacto que él había añadido esa mañana: la batería. Sacarla de los restos del avión había supuesto un esfuerzo hercúleo que lo había dejado pálido y sudoroso; una gran parte del problema era que la batería era muy pesada, casi cuarenta kilos. Pero la había probado y todavía tenía líquido. Había decidido llevarla para que si a él le pasaba algo ella pudiera encender un fuego.
Ella le había gritado que se las arreglarían sin fuego de todos modos. Justice había dicho que no, y que tan pronto salieran de la nieve y encontraran leña seca, él podría hacer fuego por fricción, porque había sido boy-scout y sabía cómo hacerlo.
– Bien -dijo ella-. Entonces puedes enseñarme, ¡y no necesitaremos arrastrar una batería de cuarenta y cinco kilos por ahí! Tú tienes una conmoción. Has perdido un montón de sangre. ¡No deberías hacer semejante esfuerzo!
– No pesa cuarenta y cinco kilos -había replicado él, ignorando por completo el resto de su comentario, aparte del hecho de que el peso de la batería no andaba muy lejos de lo que ella había señalado.
Así que había conseguido ponerla en el trineo y el peso había provocado que los esquíes de madera sobre los que se deslizaba se hundieran en la nieve. Viendo que no podía disuadirlo de llevar la batería, ella había agarrado las riendas y empezado a tirar del trineo, pero Cam la había quitado de en medio y se había hecho cargo de aquel trabajo.
– Tú puedes llevar la mochila -había dicho exasperado, refiriéndose a su maletín, al que le había colocado unas correas.
Estaba tan furiosa que le habían entrado ganas de arrojarle una bola de nieve, pero temía el daño que pudiera hacerle cualquier golpe en la cabeza, aunque fuera débil.
Tampoco quería mojarle la ropa, después de haberse tomado tantas molestias para mantenerlo tan caliente como le había sido posible. Sin embargo, asfixiarlo mientras dormía… era una posibilidad.
El terreno era condenadamente escarpado y bajo la nieve había peligros ocultos. A veces la pendiente era tan pronunciada que tenía que sujetar el trineo desde atrás para evitar que se deslizara delante de él y lo arrastrara montaña abajo. En otras ocasiones no había forma de bajar sin cuerdas y equipo de escalada, así que tenían que dirigirse trabajosamente hacia arriba y rodear hasta que descubrían una vía de descenso menos peligrosa. Después de caminar durante tres horas, según él, ella dudaba que hubieran descendido más de treinta metros, pero habían zigzagueado durante kilómetros. Y Bailey todavía estaba enfadada.
Las raquetas de nieve entorpecían el avance y requerían que tuviera que levantar las rodillas a cada paso, como si estuviera desfilando en una banda de música. Le dolían los músculos por el esfuerzo. Hubo un momento en que quizá no levantó el pie lo suficiente, y la punta de su raqueta derecha de repente se enredó en algo enterrado en la nieve y la catapultó hacia delante.
Se las arregló para poner las manos y aminorar el golpe, así que cayó sobre la rodilla derecha y después giró hasta quedarse sentada. Le escocían las manos y la rodilla, pero además sintió un dolor agudo en el tobillo derecho. Maldiciendo por lo bajo, se sujetó la espinilla y giró suavemente el tobillo para ver si había sufrido alguna lesión.
– ¿Te has hecho daño? -Cam se apoyó sobre una rodilla a su lado. Pudo vislumbrar un brillo de preocupación en sus ojos grises en medio de la franja de franela roja que le cubría la nariz y la boca.
– Un esguince, pero creo que puede mejorar caminando -dijo ella. Al doblar el tobillo le dolió, pero después de la punzada inicial el dolor pareció disminuir. Trató de levantarse, pero se lo impedían las raquetas de nieve, que continuaban firmemente atadas a sus pies. Si la derecha se hubiera soltado al caer, su tobillo probablemente no habría sufrido en absoluto-. Ayúdame a levantarme.
Agarrándole las manos, tiró de ella hasta ponerla de pie y la sostuvo mientras apoyaba cautelosamente todo su peso sobre el pie. El primer paso resultó bastante doloroso, pero el segundo no tanto.
– Estoy bien -aseguró ella, soltando las manos de Cam-. No hay ningún daño grave.
– Puedes ir en el trineo si te duele -dijo él, frunciendo el ceño mientras observaba su manera de andar tan atentamente como si fuera un pura sangre.
Bailey se detuvo bruscamente, pasmada por lo que acababa de oír. ¿Aquel hombre no tenía sentido común?
– ¿Estás loco? -aulló-. No puedes arrastrarme a través de toda la montaña.
Él miró hacia arriba con una expresión fría y decidida en los ojos.
– No sólo podría, sino que haré todo lo necesario para llevarte a casa.
Por alguna razón, aquella sencilla afirmación la desconcertó. Negó con la cabeza.
– No debes cargar con esa responsabilidad. No es culpa tuya que nos hayamos estrellado. Si hay que buscar un culpable, soy yo.
– ¿Por qué sacas esa conclusión?
– Seth -contestó ella- me hizo enfadar, y yo lo amenacé con disminuir la suma que recibe cada mes; por eso él tomó represalias. Todo esto es culpa mía. No debería haberme enfadado.
Él sacudió la cabeza.
– No me importa lo que dijeras, eso no justifica que haya intentado matar a dos personas.
– No estoy justificando sus actos. Estoy diciendo que fui el desencadenante. Así que tú no tienes razones para sentirte responsable…
Él se bajó la tela que le tapaba la cara.
– No me siento responsable del accidente.
– … De mí -terminó ella tenazmente la frase.
– Las cosas no son tan sencillas. A veces la culpa no tiene nada que ver con la responsabilidad. Cuando aprecias algo como a un tesoro, quieres cuidar de ello.
«Como a un tesoro». Las palabras salieron disparadas hacia ella y la dejaron totalmente anonadada. No debería decir cosas así. Los hombres no decían cosas así, iba en contra de su naturaleza.
– No puedes apreciarme como a un tesoro -dijo, apartándose de él de modo automático, aunque no física al menos mentalmente-. No me conoces.
– Bueno, en eso no estamos de acuerdo. Echa la cuenta.
Esa última frase la dejó completamente desorientada.
– ¿Qué cuenta? ¿Estamos hablando de matemáticas?
– Ahora sí. Vamos a descansar un poco y te lo explico.
Ató el arnés del trineo a un árbol para que no empezara a deslizarse por la ladera, después se sentaron uno junto al otro sobre una piedra, que había absorbido un poco de calor del brillante sol. Bailey tenía tanta ropa encima que en realidad no podía notar el calor, pero por lo menos no se colaba el frío helado a través de sus prendas. Se bajó también la bufanda improvisada y cerró los ojos durante un minuto, aparentando que el sol le calentaba la cara.
Bebieron un poco de agua y luego le dieron un mordisco a la barrita de cereales que quedaba. Habían compartido la otra esa mañana y habían acordado comer la última lentamente a lo largo del día, porque suponían que necesitarían más energía el primer día. A medida que descendieran y hubiera más oxígeno, teóricamente tendrían más energía… Teóricamente. Esperaba que estuvieran en lo cierto, porque hasta ese momento habían realizado un enorme esfuerzo.
– Éste es el cuarto día, ¿correcto? -dijo él.
– Correcto.
– Contando desde las ocho del primer día, que fue cuando despegamos, han pasado setenta y seis horas.
Ella asintió. El primer día, el día del accidente, no computaba como un día completo de veinticuatro horas. Contando desde el momento en que habían despegado, las primeras veinticuatro horas habían terminado a las ocho de la mañana del segundo día.
– Hasta ahora estoy de acuerdo contigo.
– ¿Cuánto dura una cita por término medio? ¿Cuatro horas quizá?
– Cuatro o cinco.
– Bueno, digamos que cinco horas. Setenta y seis dividido entre cinco es el equivalente de… quince citas. Si lo divides entre cuatro, estamos en nuestra cita número diecinueve. Pero si nos quedamos en el término medio, estamos en nuestra decimoséptima cita.
– Muy bien -dijo ella, divertida con la creatividad de su teoría, fuera la que fuera-. Diecisiete citas, ¿eh? Prácticamente ya estamos saliendo en serio.
– ¿Saliendo en serio? ¡Y una mierda! Estamos a punto de irnos a vivir juntos.
Ella le lanzó una mirada rápida para ver si estaba bromeando, pero la estaba mirando con una determinación tan firme que la abrumó. Hablaba en serio: quería más de lo que ella nunca había dado a nadie. Quería algo más que sexo. Quería un compromiso… y no había nada en el mundo que la aterrorizara más.
Pero él…, él había dicho que la apreciaba «como a un tesoro». Bailey no podía recordar que nadie, jamás en toda su vida, hubiera puesto su bienestar por encima del suyo propio, pero eso era lo que Cam le estaba diciendo.
– No puedo… -empezó, intentando darle alguna excusa, cualquiera que se le ocurriera, como razón para no involucrarse.
– Puedes -la interrumpió él-. Lo vamos a hacer. Nos tomaremos las cosas con calma, te acostumbrarás a la idea. Entiendo que estás cargando con el lastre de la infancia, y es difícil deshacerse de él. Pero tarde o temprano confiarás en mí y aceptarás que alguien te quiera.
Ella quiso decirle que ése no era el problema. Había gente que la había querido antes. Logan la quería. Jim la había estimado. Tenía amigos… Bueno, había tenido algunas amistades antes de casarse con Jim, pero se habían distanciado de ella, así que suponía que no eran verdaderos amigos. Incluso sus padres habían querido a todos sus hijos, aunque, en última instancia, no tanto como a sí mismos.
Quería decirle todo eso. Las palabras se formaban en su mente, pero se negaban a llegar a su boca. Era capaz de defenderse frente a la gente que no se preocupaba por ella, la gente a la que ella no le importaba lo más mínimo.
Pero estaba él. No podía alejarse de él. No podía olvidarse de él, no podía dejar de preocuparse por él.
Y… él decía que la apreciaba como a un tesoro.
Observó sus penetrantes ojos grises y sintió que el suelo se abría a sus pies. Estaba perdida, absolutamente indefensa frente a él. Rompió a llorar.
– Oh, no -sollozó-. No puedo llorar.
– Podrías haberme engañado. -La abrazó con fuerza, acunándola un poco para consolarla-. Creo que lo estás haciendo muy bien.
Cam estaba pasando por alto lo evidente. Ella se apartó y trató por todos los medios de sorber las lágrimas, antes de que fueran un verdadero problema.
– No, de verdad. Se me congelaría la cara.
– Apuesto a que yo podría derretir ese hielo -dijo él, esbozando una lenta sonrisa.
«Maldición». Estaba metida en un gran lío.