Cameron Justice echó una ojeada rápida al pequeño campo de aviación y al aparcamiento mientras estacionaba su Suburban azul en el espacio que tenía asignado. Aunque todavía no eran las seis y media de la mañana, no era el primero en llegar. El Corvette plateado significaba que su amigo y socio, Bret Larsen -la «L» de J &L Executive Air Limo-, ya estaba allí, y el Ford Focus rojo señalaba la presencia de su secretaria, Karen Kaminski. Bret llegaba temprano, pero Karen tenía la costumbre de aparecer por la oficina antes que todos los demás; decía que era el único rato en que podía lograr adelantar algo de trabajo sin ser interrumpida constantemente.
La mañana era clara y brillante, aunque el pronóstico del tiempo anunciaba un aumento de la nubosidad durante el día. Pero, en ese momento, el sol brillaba resplandeciente sobre los cuatro aviones relucientes de J &L, y Cam se detuvo un momento a disfrutar de la vista.
Encargar que pintaran los aviones había resultado caro, pero había merecido la pena. Ante él se presentaba el negro brillante atravesado por una fina línea que se curvaba hacia arriba desde el morro hasta la cola. Los dos Cessnas -un Skylane y un Skyhawk- ya estaban pagados, libres de cargas; él y Bret se habían dejado la piel los dos primeros años haciendo trabajos complementarios además de volar para pagarlos lo más rápidamente posible y disminuir así su endeudamiento. El Piper Mirage era casi suyo, y en cuanto terminaran de pagarlo planeaban duplicar las cuotas del Lear 45 XR de ocho plazas, que era el preferido de Cam.
Aunque, en realidad, el Lear era muy parecido en longitud y envergadura al Strike Eagle F-15E que había pilotado su compañero mientras estaba en las Fuerzas Aéreas. Bret, desde entonces, se había acostumbrado a los Cessnas, mucho más pequeños, y al Mirage, de tamaño mediano, y prefería su agilidad. Cam, que había volado en el enorme Extender KC-10A durante su periodo de servicio militar, prefería ir en un avión más grande. Sus preferencias eran reveladoras de las diferencias básicas que existían entre ellos como pilotos. Bret era piloto de combate, audaz y con reflejos rápidos como el relámpago; Cam era el tipo seguro, en cuyas manos querrías estar cuando un avión necesitara repostar combustible a miles de metros de altura, a cientos de kilómetros por hora. El Lear necesitaba hasta el último centímetro de la pequeña pista para despegar, así que Bret estaba más que contento de que Cam ocupara el asiento del piloto durante esos vuelos.
Les había ido bien solos, pensó Cam, y al mismo tiempo realizaban una actividad que les apasionaba a ambos. Llevaban el ansia de volar en la sangre. Se habían conocido en la academia de las Fuerzas Aéreas, y aunque Bret estaba en un curso superior, se habían hecho amigos y habían continuado siéndolo en diferentes maniobras, en diferentes cursos de la carrera profesional y en diferentes destinos. Se habían visto a lo largo de tres divorcios -dos de Bret y uno de Cam- y muchas novias. Casi sin planearlo realmente, mediante llamadas telefónicas y correos electrónicos, decidieron asociarse al abandonar la vida militar; siempre estuvieron de acuerdo en el negocio que querían. Un pequeña compañía de vuelos charter parecía lo más apropiado para ellos.
El negocio iba bastante bien. Ahora daban empleo a tres mecánicos, a un piloto a media jornada, a un equipo de limpieza formado por una persona a tiempo completo y otra a tiempo parcial, y a Karen, la indispensable, que los dominaba a todos con mano de hierro y con una intolerancia total hacia el desorden. La empresa era solvente y los dos vivían bien de ella. Los vuelos diarios no ofrecían las emociones y los escalofríos de los vuelos militares, pero Cam no necesitaba una descarga de adrenalina para disfrutar de la vida. Bret, por supuesto, era de un tipo diferente; los pilotos de combate vivían para el exceso, pero se había acomodado y conseguía sus dosis ocasionales de adrenalina participando en la Patrulla Aérea Civil.
También habían tenido suerte con las instalaciones. El campo de aviación era perfecto para sus necesidades. Estaba cerca, sobre todo, de la sede central del Grupo Wingate, el principal cliente de J &L. El sesenta por ciento de sus vuelos los contrataban con Wingate, en la mayoría de los casos trasladando a altos ejecutivos de un lado a otro, aunque a veces la familia utilizaba J &L para realizar viajes privados. Además de la comodidad, el campo de aviación ofrecía un buen nivel de seguridad y una terminal superior a la media, en la cual J &L tenía una oficina de tres habitaciones. Las relaciones de Bret eran las que los habían llevado al negocio con Wingate y era él quien transportaba habitualmente a los miembros de la familia, mientras que Cam se ocupaba de trasladar a los directivos de la compañía. El acuerdo les venía bien a ambos, porque Bret se llevaba mejor que Cam con la familia. El señor Wingate había sido un buen tipo, pero sus hijos eran unos imbéciles, y la esposa-trofeo que había dejado era tan cálida y amistosa como un glaciar.
Cam bajó del Suburban. Era un hombre alto, de hombros anchos, y el vehículo grande le venía bien, le daba el espacio que necesitaba para la cabeza y las piernas. Cruzó el aparcamiento con paso ágil, sin prisas, llegó a la puerta de acceso restringido que había en un lateral del edificio de la terminal. Entonces deslizó su tarjeta de identidad para abrirla. Un estrecho vestíbulo conducía a su oficina, donde Karen estaba sentada tecleando aplicadamente en su ordenador. En un jarrón sobre su escritorio había flores frescas, cuya fragancia se mezclaba con la del café. Siempre tenía flores, aunque él sospechaba que era ella misma quien se las compraba. Su novio -un luchador profesional, barbudo, vestido de cuero negro y que era motero- no parecía ser del tipo de hombres que compran flores. Cam sabía que Karen tenía veinti muchos años, que le gustaba ponerse mechas negras en su corto pelo pelirrojo y que hacía funcionar la oficina de manera impecable, pero más allá de eso le daba miedo preguntar. Bret, muy al contrario, se había propuesto como objetivo incordiar lo indecible y la molestaba implacablemente.
– Buenos días, rayo de sol -la saludó Cam, porque, qué demonios, él a veces también disfrutaba molestándola.
Ella le lanzó una mirada torva por encima del monitor del ordenador y después volvió a su tarea. Karen estaba tan lejos de sentirse animada por las mañanas como Seattle de Miami. Bret había expresado una vez la teoría de que ella se pasaba la noche ejerciendo de perro guardián en una chatarrería, porque estaba tan malhumorada como uno de ellos y no se volvía algo humana hasta las nueve de la mañana, más o menos. Karen no había respondido nada, pero el correo personal de Bret había desaparecido durante un mes, hasta que éste comprendió y se disculpó, con lo cual su correo empezó a llegar de nuevo, pero se había retrasado cuatro semanas en todas sus cuentas.
Optando por la precaución antes que por el valor, Cam no le dijo nada más. Se sirvió un café y se dirigió a la puerta abierta de la oficina de Bret.
– Has llegado temprano -comentó, apoyando un hombro contra el marco de la puerta.
Bret le lanzó una mirada agria.
– No por gusto.
– ¿Quieres decir que Karen te ha llamado y te ha dicho que movieras el culo y vinieras? -Detrás de él, Cam escuchó un sonido que podía ser tanto una risita como un gruñido. Con Karen era difícil distinguir lo uno de lo otro.
– Casi tan malo como eso. Un idiota ha esperado hasta el último momento para reservar un vuelo a las ocho.
– No los llamamos «idiotas» -intervino Karen automáticamente-. Te envié una nota. Los llamamos «clientes».
Bret estaba tomando un sorbo de café cuando ella habló. Su comentario provocó que se atragantara y se riera al mismo tiempo.
– Clientes -repitió-. Ya comprendo. -Señaló la hoja de papel donde había estado garabateando lo que Cam reconoció como un formulario de itinerario-. He llamado a Mike para que coja la vuelta de los Spokane esta tarde, en el Skylane. -Mike Gardiner era su piloto a media jornada-. Eso me deja libre para llevar el Mirage a Los Ángeles si tú quieres ocuparte de la vuelta de Eugene en el Skyhawk, o podemos cambiar, si prefieres hacer la vuelta de Los Ángeles.
El primero que llegaba a la oficina era el que tenía que empezar a hacer el papeleo, lo que era una razón para que Bret rara vez estuviera allí tan temprano. Se había dedicado a adecuar la autonomía de los aviones con la longitud de los vuelos, lo cual era sólo cuestión de sentido común, porque ahorraba tiempo si no tenían que detenerse para repostar. Normalmente, Cam hubiera preferido la vuelta de Los Ángeles, pero ya había hecho un par de vuelos largos esa semana y precisaba un pequeño descanso. También necesitaba unas horas en uno de los Cessnas; volaba tanto en el Lear y en el Piper Mirage que tenía que hacer un esfuerzo para echar horas en los aviones más pequeños.
– No, me parece bien así como está. Necesito las horas. ¿Qué hay para mañana?
– Sólo dos. Mañana es un día de madrugón para mí también; llevo a la señora Wingate a Denver a pasar unas vacaciones, así que volveré vacío a menos que pueda recoger algo. El otro es… -Se detuvo, buscando entre los papeles que tenía sobre el escritorio el contrato que había rellenado Karen.
– Un vuelo de carga a Sacramento -apuntó Karen desde su oficina, sin preocuparse por aparentar que no estaba escuchando la conversación.
– Un vuelo de carga a Sacramento -repitió Bret sonriendo, como si Cam no la hubiera oído perfectamente. De nuevo se oyó el gruñido de la secretaria. Bret garabateó una nota y la deslizó por encima de su escritorio; Cam se acercó para poner un dedo sobre el papel y darle la vuelta.
«Pregúntale si se ha puesto la vacuna contra la rabia», decía la nota.
– Claro -dijo él, y elevó la voz-: Karen, Bret quiere que te pregunte…
– ¡Cállate, gilipollas! -Bret se puso en pie de un salto y golpeó a Cam en el hombro para impedirle que terminara la frase. Riéndose, Cam abandonó la habitación para ir a su oficina.
Karen lo volvió a observar con una torva mirada.
– ¿Qué quiere Bret que me preguntes? -exigió.
– No te preocupes. No era nada importante -respondió Cam inocentemente.
– Ya, apuesto que no -murmuró ella.
Cuando se estaba sentando, sonó el teléfono, y aunque en principio coger las llamadas era tarea de Karen, como ésta estaba ocupada y él no, apretó el botón de la línea uno y contestó:
– Executive Air Limo.
– Soy Seth Wingate. ¿Tiene mi madrastra reservado un vuelo para mañana?
La voz del hombre era brusca, y a Cam se le erizó de rabia el vello, pero mantuvo un tono neutro:
– Sí, así es.
– ¿Adónde?
Cam hubiera querido decirle a aquel gilipollas que el destino de la señora Wingate no le importaba, pero, gilipollas o no, era un Wingate, y seguramente tendría mucho que decir sobre si J &L continuaba o no haciendo negocios con el Grupo Wingate.
– A Denver.
– ¿Cuándo vuelve?
– No tengo la fecha exacta delante, pero creo que aproximadamente dentro de dos semanas.
La única respuesta fue el corte de la comunicación, sin un «gracias», «bésame el culo» o algo por el estilo.
– Bastardo -murmuró mientras colgaba el auricular.
– ¿Quién?
La voz de Karen flotó a través de la puerta abierta. ¿Había algo que ella no oyera? Era el demonio, el golpeteo de las teclas del ordenador nunca se detenía, nunca dudaba. Aquella mujer era verdaderamente aterradora.
– Seth Wingate -contestó.
– Estoy de acuerdo contigo en eso, jefe. Está vigilando de cerca a la señora Wingate, ¿eh? Me pregunto por qué. Esos dos no se pueden ver.
No le sorprendía eso; la primera señora Wingate, a la que había conocido fugazmente, pero que le gustaba de verdad, había muerto hacía poco más de un año, antes de que el señor Wingate se casara con su secretaria personal, que era más joven que sus dos hijos.
– Quizá va a celebrar una fiesta en casa mientras ella está fuera.
– Eso es infantil.
– Como él.
– Por eso probablemente el señor Wingate, el viejo, la dejó a cargo del dinero.
Sorprendido, Cam se levantó y se acercó a la puerta de su oficina.
– Estás bromeando -dijo a su espalda.
Ella lo miró por encima del hombro; sus dedos todavía volaban sobre las teclas del ordenador.
– ¿No lo sabías?
– ¿Cómo podría saberlo? -Ninguno de los miembros de la familia ni de los ejecutivos de la compañía hablaba de sus finanzas con él, y tampoco creía que le hicieran confidencias a Karen.
– Yo lo sé -señaló ella.
«Sí, pero tú eres aterradora». Se tragó las palabras para evitar meterse en problemas. Karen tenía su manera particular de averiguar asuntos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Oigo cosas.
– Si es verdad, no me extraña que no se puedan ver. -Demonios, si él estuviera en el pellejo de Seth Wingate, probablemente también estaría actuando como un bastardo con su madrastra.
– Es verdad, sí. El viejo señor Wingate era un tipo inteligente. Piénsalo. ¿Tú dejarías a Seth o a Tamzin a cargo de miles de millones de dólares?
Cam tuvo que pensarlo quizá durante una milésima de segundo.
– Ni en sueños.
– Bien, él tampoco. Y ella me gusta. Es inteligente.
– Espero que sea lo suficientemente inteligente como para haber cambiado las cerraduras de las puertas cuando murió el señor Wingate -dijo Cam-. Y para protegerse las espaldas, porque no confiaría en que Seth Wingate no le clavara un cuchillo, si tuviera oportunidad de hacerlo.