El teléfono despertó a Cam con un sobresalto la mañana siguiente y éste lo buscó a tientas. Quizá se trataba de una llamada equivocada; si no abría los ojos, podría volver a quedarse dormido hasta que sonara la alarma de su reloj de pulsera. Por experiencia sabía que en cuanto abriera los ojos era mejor levantarse, porque no iba a volver a conciliar el sueño.
– ¿Sí?
– Jefe, ponte los pantalones y ven.
Karen. Mierda. Abrió los ojos de golpe, poniéndose en pie de un salto, y una inyección de adrenalina le limpió el cerebro de telarañas.
– ¿Qué pasa?
– El idiota de tu socio acaba de aparecer con los ojos hinchados y semicerrados, casi sin respiración y asegurando que es capaz de volar a Denver hoy.
De fondo, Cam oyó una voz espesa y áspera que no se parecía a la de Bret y que decía algo ininteligible.
– ¿Ese es Bret?
– Sí. Quiere saber por qué te llamo a ti «jefe» y a él «idiota». Porque algunas cosas simplemente son evidentes. Por eso -dijo ella con aspereza, claramente contestando a Bret. Dirigiendo su atención a Cam, continuó-: He llamado a Mike, pero no puede llegar a tiempo para encargarse del vuelo a Denver, así que le voy a asignar el viaje a Sacramento y tú tienes que mover el culo.
– Voy de camino -afirmó él, cortando la comunicación y saliendo a toda velocidad hacia el baño. Se duchó y se afeitó en cuatro minutos y veintitrés segundos, se puso uno de sus trajes negros, cogió su gorra y el maletín que siempre tenía preparado, porque a menudo surgían imprevistos como éste, y en seis minutos se encontraba en la puerta. Retrocedió para apagar la cafetera, que estaba programada para empezar a funcionar en una hora aproximadamente, y entonces, como no sabía si tendría tiempo para pararse a desayunar, cogió unas barritas energéticas de cereales de la alacena y se las guardó en el bolsillo.
Mierda, mierda, mierda. Maldecía en voz baja mientras zigzagueaba entre el tráfico de la mañana. Su pasajera sería la gélida viuda Wingate. Bret se llevaba bien con ella, pero Bret se llevaba bien con casi todo el mundo; las pocas veces que Cam había tenido la mala suerte de estar cerca de ella, había actuado como si se hubiera tragado el palo de una escoba y él fuera un mosquito en el parabrisas de su vida. El había tratado con personas de esa clase, en la vida militar; esa actitud no le iba entonces y ahora con toda seguridad tampoco. Mantendría los labios cerrados a toda costa, pero si ella le decía alguna impertinencia, le daría el vuelo más afilado de toda su vida, haciéndole vomitar las tripas antes de llegar a Denver.
Recorrió el trayecto en un tiempo récord. Vivía en las afueras de Seattle, e iba alejándose de la ciudad en vez de acercarse, así que la carretera estaba relativamente despejada mientras que en el otro sentido había una cinta compacta de vehículos. Aparcó en su plaza sólo veinte minutos después de colgar el teléfono.
– Eso es velocidad -observó Karen cuando entró en la oficina con el maletín en la mano-. Tengo más malas noticias.
– Suéltalas. -Dejó el maletín para servirse una taza de café.
– El Mirage está en el taller y Dennis dice que no estará listo a tiempo para el vuelo.
Cam tomó un sorbo de café en silencio mientras pensaba en la logística. El Mirage podría haber llegado a Denver sin repostar. El Lear también, obviamente, pero lo usaban para grupos, no para una única persona, y aunque podía pilotar el Lear él solo, prefería llevar un copiloto. Ninguno de los Cessnas poseía suficiente autonomía, pero el Skylane podía llegar a una altura máxima de seis mil metros aproximadamente, mientras que el tope del Skyhawk era de cuatro mil quinientos. Algunas cumbres de las montañas de Colorado alcanzaban los cinco mil, así que la elección del avión no era como para matarse a pensar.
– El Skylane -dijo-. Repostaré combustible en Salt Lake City.
– Eso pensaba -dijo Bret, saliendo de su oficina. Su voz era tan áspera que sonaba como una rana concongestión nasal-. He dicho a la tripulación que lo preparara.
Cam levantó la vista. Karen no había exagerado nada el estado de Bret; más bien se había quedado corta. Sus ojos estaban ribeteados de rojo y tan hinchados que sólo se veía una estrecha rendija de iris azul. Tenía la cara cubierta de manchas y respiraba por la boca. En resumen, tenía un aspecto lamentable y su expresión de abatimiento era también indicadora de cómo se sentía. Fuese lo que fuese que tuviera, Cam no quería pillarlo.
– No te acerques -le advirtió Cam, extendiendo la mano como un guardia de tráfico.
– Ya lo he rociado con Lysol -dijo Karen, mirando ferozmente a Bret desde el otro lado de la oficina-. Una persona que tuviera un mínimo de sentido común se habría quedado en casa y habría llamado, en vez de venir al trabajo a propagar sus virus.
– Puedo volar -dijo él con voz ronca-. Tú eres la que insistes en que no puedo.
– Estoy segura de que la señora Wingate estará encantada de pasar cinco horas encerrada en un avioncito contigo… -dijo ella con sarcasmo-. Yo no quiero pasar cinco minutos contigo en la misma oficina. Vete. A casa.
– Apoyo esa moción -gruñó Cam-. Vete a casa.
– Ya he tomado un analgésico para la congestión -protestó Bret-. Pero todavía no ha hecho efecto.
– Entonces no lo va a hacer en el tiempo que te falta para volar.
– A ti no te gusta llevar a la familia.
«Especialmente a la señora Wingate», pensó Cam, pero dijo en voz alta:
– No es tan importante.
– Yo le gusto más.
Ahora Bret hablaba como un niño ofendido, pero, por otra parte, siempre hacía pucheros cuando algo interfería en su tiempo de vuelo.
– Puedo aguantarla durante cinco horas -dijo Cam implacable. Si él podía, ella definitivamente también-. Tú estás enfermo. Fin de la discusión.
– Te he sacado las predicciones meteorológicas -anunció Karen-. Están en tu ordenador.
– Gracias. -Fue a su oficina, se sentó a la mesa y empezó a leer. Bret se quedó de pie en la puerta, con aspecto de no saber qué hacer-. Por el amor de Dios -dijo Cam-, vete al médico. Parece como si te hubieran echado gas lacrimógeno. Debes de tener una reacción alérgica a algo.
– Está bien. -Estornudó violentamente y después tuvo un ataque de tos.
Desde donde Cam estaba sentado no podía ver a Karen, pero oyó un zumbido; inmediatamente Bret se quedó envuelto en neblina.
– Ah, por el amor de Dios -rezongó el enfermo, manoteando para apartar la neblina-. No puede ser bueno respirar esto.
Ella se limitó a seguir fumigando.
– Me rindo -murmuró él después de manotear inútilmente durante unos segundos, porque perdía terreno contra la nube-. Me voy, me voy. Pero si tengo un fallo respiratorio porque me has rociado con Lysol, ¡estás despedida!
– Si estás muerto no puedes despedirme. -Roció por última vez hacia su espalda, mientras él salía de la oficina dando un portazo.
Después de un momento de silencio, Cam dijo:
– Echa un poco más. Fumiga todo lo que ha tocado.
– Necesito un bote nuevo. Éste está casi vacío.
– Cuando vuelva te compraré una caja entera.
– Por ahora fumigaré los pomos de las puertas que ha tocado, pero, por si acaso, mantente fuera de su oficina.
– ¿Y el baño?
– No pienso poner un pie en el servicio de hombres. Creía que erais seres humanos, pero una vez entré en un servicio y casi me desmayo de la impresión. Entrar en otro probablemente me originaría episodios psicóticos. Si quieres tener el baño desinfectado, tendrás que hacerlo tú mismo.
Por un momento él pensó en el insignificante detalle de que era ella la que trabajaba para ellos, pero luego consideró también la posibilidad de que la oficina se convirtiera en el caos más absoluto si Karen no estaba allí. En el caos o en un infierno. Y estaba seguro de ello. Cuando sopesó esos dos puntos de vista, concluyó que fumigar el baño no entraba en la lista de responsabilidades de Karen.
– Ahora mismo no tengo tiempo.
– El baño no va a marcharse a ninguna parte, y yo uso el de señoras.
Lo que significaba que no le importaba si el de los hombres quedaba o no desinfectado.
Miró a través de la puerta abierta, y se dio cuenta en ese momento de cuántas conversaciones entre ellos tenían lugar con Karen en la oficina de fuera y él en la suya, y la mayoría de las veces él no podía verla.
– Voy a instalar un gran espejo redondo -dijo-. Justo junto a la puerta de entrada.
– ¿Para qué?
– Para verte cuando hablo contigo.
– ¿Para qué quieres hacer eso?
– Para saber si estás riéndote.
Cam depositó su maletín en el compartimento del equipaje, después inspeccionó el Skylane, dando una vuelta en torno a él, buscando algo que estuviera suelto o deteriorado. Tiró, empujó, pateó. Subió a la cabina del piloto y repasó los procedimientos previos al vuelo, tachando cada uno en una lista en su sujetapapeles. Se sabía de memoria este procedimiento, podría hacerlo dormido, pero nunca confiaba exclusivamente en su memoria; un momento de distracción y podría pasar por alto algo crucial. Seguía la lista para saber que lo controlaba todo. A tres mil metros de altura no era precisamente el momento adecuado para descubrir que algo no funcionaba.
Al mirar el reloj vio que era casi la hora de la llegada de la señora Wingate. Puso en marcha el motor, y escuchó su sonido mientras cogía fuerza y se regularizaba. Revisó el instrumental en los monitores, inspeccionó una vez más que todos los datos fueran correctos; después examinó el tráfico de la zona antes de dirigirse lentamente hacia la cadena de entrada frente al edificio de la terminal, donde recogería a su pasajera. Con el rabillo del ojo vio un atisbo de movimiento en dirección al aparcamiento y echó una mirada lo suficientemente larga hacia allí para verificar que un Land Rover verde oscuro estaba aparcando en el sitio vacío más cercano.
Verla en el Land Rover siempre le sorprendía. La señora Wingate no parecía del tipo de mujeres que conducen un vehículo deportivo; si estuviera viéndola por primera vez, habría pensado que preferiría un modelo grande de lujo; no uno deportivo, sino uno de esos con chófer mientras ella iba en el asiento de atrás. Pero, al contrario, siempre conducía ella misma, poniendo la tracción a las cuatro ruedas, como si pretendiera ir campo a través en cualquier momento.
El tiempo se le había echado encima. Normalmente Bret estaría ya en la entrada y la habría ayudado a sacar su equipaje para colocarlo en el interior del avión. Cam vio cómo se quedaba de pie durante un momento, mirando al Skylane acercarse; después cerró la puerta y se dirigió a la parte trasera del vehículo para empezar a sacar su equipaje. Él todavía estaba a unos buenos sesenta metros de ella; le resultaría imposible llegar allí a tiempo.
Estupendo. Probablemente ella comenzaría el vuelo ya enfadada, porque nadie había estado allí para ayudarla. Por otra parte, al menos no se había quedado esperando con gesto altivo hasta que alguien apareciera.
Cuando estuvo en posición, apagó el motor y saltó fuera. Según se volvía hacia la puerta la vio salir del edificio de la terminal, tirando de una maleta con una mano mientras llevaba un gran bolso en la otra. Karen la acompañaba arrastrando otras dos maletas.
La señora Wingate lo vio acercarse y se volvió hacia Karen.
– Creía que Bret iba a ser mi piloto -dijo con su tono frío y neutro.
– Está enfermo -explicó Karen-. Créame, no le gustaría a usted tenerlo cerca.
La señora Wingate no se encogió de hombros ni dejó que en su expresión se reflejara ni un atisbo de lo que estaba pensando.
– Claro que no -dijo brevemente, con los ojos completamente ocultos por las oscuras gafas de sol que llevaba puestas.
– Señora Wingate -saludó Cam cuando llegó junto a ellas.
– Capitán Justice. -Cruzó la puerta en cuanto él la abrió.
– Permítame llevar sus maletas. -En silencio ella soltó la maleta antes de que la mano de él se acercara siquiera al asa. Siguiendo su ejemplo, él no dijo palabra mientras colocaba el equipaje en el compartimento, preguntándose si habría dejado algo de ropa en el armario. Las maletas eran tan pesadas que no habría podido llevarlas en una compañía comercial sin pagar una suma considerable por exceso de equipaje. Cuando llevaba un solo pasajero, a menudo prefería que se sentara a su lado y no en uno de los cuatro asientos para pasajeros que estaban detrás de la cabina del piloto, en parte porque era más fácil hablar con él con los auriculares del copiloto puestos. Ayudó a la señora Wingate a montarse en el avión tendiéndole la mano mientras subía la escalerilla y después ayudándola a pasar al interior; ella se sentó a su lado, dejando patente que no quería hablar con él.
– ¿Le importaría sentarse en la otra plaza, por favor? -indicó él con un tono de voz que sugería más una orden que una petición, a pesar del «por favor» que había añadido.
Ella no se movió.
– ¿Por qué?
Llevaba fuera de las Fuerzas Aéreas casi siete años, pero las costumbres militares estaban tan profundamente arraigadas que a Cam poco le faltó para gritarle que moviera el culo de inmediato, lo cual probablemente habría provocado la cancelación de su contrato en el plazo de una hora. Tuvo que apretar los dientes, pero se las arregló para decir en un tono relativamente neutro:
– Nuestro peso estará mejor equilibrado si se sienta en el otro lado.
Silenciosamente ella se pasó al asiento derecho y se abrochó el cinturón. Abrió el bolso, sacó un grueso libro encuadernado en piel y se concentró de inmediato en él, aunque sus gafas eran tan oscuras que él dudaba que pudiera leer una sola palabra. Aun así recibió el mensaje, alto y claro: «No me hables». Bien. No quería hablar con ella más de lo que ella quería hablar con él.
Se subió a su puesto, cerró la puerta y se puso el auricular. Karen los despidió con la mano antes de volver al interior del edificio. Después de arrancar el motor y revisar automáticamente que todas las lecturas de datos fueran normales, se deslizó desde la rampa hasta la pista. Ni una sola vez, incluso durante el despegue, levantó ella la vista del libro.
Sí, pensó él irónicamente, iban a ser cinco horas muy largas.