Sus labios estaban fríos, pero en el beso había calidez, un deseo avasallador y una habilidad que produjo respuesta inmediata en ella. La alarma habitual sonó en lo más profundo de su cerebro, pero de alguna forma era menos urgente, y por primera vez en mucho, mucho tiempo, la ignoró. Enredó sus brazos en el cuello de Cam y le devolvió el beso, abriendo los labios ante la insistencia de los suyos y permitiendo la pequeña penetración de su lengua que la incitaba a jugar.
La embargaba una mezcla confusa de culpabilidad y placer. No había querido precipitar esto, no se había propuesto recorrer aquel camino; sin embargo, ahora que estaba en él quería seguir.
Debería quitar las piernas que tenía enroscadas a sus caderas, lo sabía, y retirarse a una posición menos abiertamente sexual, pero no lo hizo. Sentir la fuerza de su respuesta era excitante, y el placer atrayente que la esperaba, si se relajaba y se soltaba, era un canto de sirena tentador. Y más allá de eso, estaba el sencillo placer de ser abrazada, la necesidad humana de contacto físico. Había estado privada de él durante tanto tiempo que, de repente, no podía negarse más a sí misma.
Habían dormido abrazados el uno al otro durante dos noches hasta ese momento, y aunque su cercanía física había sido una necesidad de compartir su calor corporal y de mantenerse vivos, ser consciente de eso no disminuía la confianza y el vínculo que se había establecido entre ellos durante las largas horas de oscuridad. Nunca había tenido eso antes, nunca lo había deseado. La mejor manera de salvaguardar sus emociones era mantener a la gente a distancia, confiar sólo en sí misma; lo había aprendido pronto y gracias a duras lecciones.
Sin embargo, allí estaba él, cercano, fuerte y cálido, y ella no quería dejarlo escapar.
Fue él quien interrumpió el beso, levantando la boca y mirándola con los párpados entrecerrados. Los moratones que tenía bajo los ojos y los arañazos de su cara deberían disminuir la fuerza de su mirada, pero no era así. En ella ardía un abrasador objetivo que prometía más. Sus manos aún sujetaban el trasero, acompañando un leve movimiento contra su pene hinchado con un ritmo lento que le hacía latir con fuerza el corazón, obligándola a jadear. Entonces las comisuras de sus labios se curvaron con una sonrisa triste.
– Odio interrumpir esto -dijo, arrastrando la voz-, pero estoy a punto de caerme.
Ella lo miró sorprendida un momento, después comprendió.
– ¡Ah, maldita sea! ¡Lo había olvidado! ¡Lo siento…!
Mientras hablaba desenredó apresuradamente las piernas de su cintura y se deslizó hasta el suelo, con la cara roja de vergüenza. ¿Cómo podía haber olvidado lo débil que estaba? Si el día anterior ni siquiera podía andar por sí mismo…
Se tambaleó un poco y ella metió rápidamente el hombro bajo su brazo, agarrándolo por la cintura para estabilizarlo.
– No puedo creer que lo haya olvidado -farfulló mientras lo ayudaba a llegar a la hoguera.
– Me alegro de que lo hayas olvidado. He disfrutado como un demonio, pero la poca sangre que me quedaba desapareció y por un minuto se me ha ido la cabeza.
Le hizo un guiño mientras ella lo ayudaba a colocarse frente a la hoguera. Lo único que había para sentarse era la bolsa de basura llena de ropa que usaban para cerrar la entrada del refugio, pero ya estaban utilizando la ropa para todo lo demás, así que, ¿por qué no como asiento?
– Dios, esto es estupendo -gruñó él, extendiendo las manos hacia la llama, al tiempo que, con un sobresalto, Bailey miraba a su alrededor.
Se había olvidado también de la hoguera. ¿Cómo era posible? La emoción de haber conseguido fuego la había impulsado hacia él en un principio. Pero en cuanto la había besado, ¡zas!, todo en su mente se evaporó. ¿Y si la llama hubiera empezado a parpadear y a apagarse? ¿Y si hubiera necesitado corregir la posición de las maletas para frenar el viento? Aquel fuego era precioso; debería haber estado mirándolo, cuidándolo, no saltando a los brazos de Cam Justice y cabalgando como un potro en un rodeo.
– ¡Tengo una cabeza, de chorlito! -murmuró, mirando cómo subía la espiral de humo antes de que el viento la disipara. Las ramas más verdes habían empezado a arder con dificultad y se había formado un humo pesado, mucho más pesado que el que habría salido en una buena hoguera de acampada, pero igualmente milagroso-. Debería haber estado vigilando el fuego.
– Pero no nos habríamos divertido tanto -observó él-. Deja de castigarte. No eres responsable del mundo entero.
– Quizá no, pero si esta hoguera se hubiera apagado, ninguno de los dos se habría sentido precisamente feliz. -Acercándose todo lo que pudo, extendió sus manos con cautela. Podía sentir el calor del fuego en la cara y esa sensación era tan placentera que casi le hizo soltar un gemido. La gente daba por sentado que dispondría de cosas como el calor, la comida y el agua. Creía que nunca más volvería a viajar sin una caja de cerillas impermeables en el equipaje, así como algunos objetos necesarios que se le ocurrían, como un teléfono por satélite. Y ropa interior térmica. Y unas cuantas docenas de paquetes de comida.
– Habríamos sobrevivido sin fuego. Así ha sido durante dos días. Esto sólo nos proporciona algo más de confortabilidad.
Físicamente, tal vez, pero era un subidón enorme para su moral, que ya había sufrido varios golpes fuertes aquel día, y sólo había transcurrido la mitad de la mañana.
– Aunque -continuó él reflexivamente- ojalá me hubiera acordado de la batería antes.
– ¿Para qué? Ninguno de los dos era capaz de hacer nada al respecto -señaló ella-. Tú estabas demasiado conmocionado para moverte y yo demasiado enferma.
– Si hubiera sabido cuál era la recompensa por hacer fuego, habría arrastrado mi cuerpo desnudo por la nieve para conseguir esa batería.
Bailey estalló en carcajadas. No pudo aguantarse al imaginar semejante estampa, y no por lo que al desnudo se refería, aunque pensó que sería estupendo verlo así, a juzgar por las partes que ya había vislumbrado, sino porque alguien estuviese dispuesto a arrastrarse sin ropa por la nieve a cambio de un beso.
Él estiró la mano y enredó los dedos en su cinturilla, empujándola hacia atrás.
– Siéntate -le ordenó-. Tenemos que hablar.
Había un tono autoritario en su voz. Bailey enarcó las cejas hacia él.
– ¿Ese tono de voz es para que dé un taconazo y haga un saludo militar?
– Funcionaba con los hombres que tenía bajo mi mando.
– Yo no soy uno de ellos -observó ella.
– Gracias a Dios. Hay una serie de normas con respecto a algunos planes que tengo, en los que estás involucrada. ¿Te los cuento o no? Si quieres, siéntate.
Tiró de su cinturilla de nuevo. Algo asombrada, se encontró sentada a su lado en la bolsa de basura llena de ropa. La superficie era algo desigual, lo que provocó que se ladeara un poco; él le rodeó los hombros con un brazo para mantenerla derecha.
– Quiero ser honrado -dijo, lanzándole una mirada centelleante-, y hacerte una advertencia justa. Pero ésta será probablemente la única vez que lo haga, así que no te acostumbres.
Ella quiso preguntar: «¿Advertencia justa respecto a qué?». Pero temía que ya conocía la respuesta. Quizá «temer» no era la palabra adecuada. Estaba asustada, sí. Molesta. Aterrorizada. Y, sobre todo, excitada.
– Cuando creía que iban a rescatarnos, me esforcé todo lo posible en no hacer nada que te asustara -dijo con tanta naturalidad como si estuvieran hablando de la bolsa de valores-. Sabía que volverías a tu territorio, que tendrías la última palabra y me evitarías si movía pieza demasiado pronto. Pero ahora sé que no van a venir a rescatarnos y te tengo para mí sólito durante días, quizá un par de semanas. Es justo que te diga que planeo desnudarte dentro de un día más o menos, en cuanto consigamos descender a una cota de altura más cálida y nos sintamos más fuertes y sanos.
Bailey abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, después la cerró porque no se le ocurrió nada. Su mente estaba extrañamente en blanco. Debería estar… ¿qué? Todas sus respuestas habituales en intentos de flirteo parecían haberse ido de paseo, porque no pudo pensar en ninguna.
De nuevo intentó decir algo, pero cerró la boca una vez más. Debería pararle los pies, como hacía habitualmente cuando la gente intentaba traspasar sus defensas, y le desconcertaba ser capaz de ello.
– ¿Hay alguna razón para que estés imitando a un pececillo? -preguntó él con una sonrisita, ladeando la cabeza. Temerosa de no poder decir algo coherente, negó con la cabeza-. ¿Alguna pregunta? -Su cabeza estaba inundada con un millón de ellas, la mayoría sin palabras, un montón de cosas que no podía decir. De nuevo negó con la cabeza-. En ese caso, hay que ponerse a trabajar. Tenemos que hacer muchos preparativos.
Empezó a levantarse, pero esta vez fue Bailey la que lo agarró por la cintura.
– He dejado el paquete de toallitas de aloe y tu muda de ropa interior limpia ahí dentro -dijo, señalando el refugio. Se alegró de que su voz funcionara de nuevo, aunque lo que estaba diciendo parecía completamente intrascendente-. Tienes que asearte o esta noche dormirás fuera.
Cinco minutos después, aún podía oír cómo él se reía en el refugio.
Volver a ocupar su mente con asuntos prácticos supuso un esfuerzo, pero se quedó paralizada al darse cuenta de todo lo que había que hacer antes de tratar de salir de la montaña.
Una de las primeras cosas, como Cam había dicho, era hidratarse, y eso suponía derretir tanta nieve como fuera posible y cuanto más rápido mejor. Las piedras que había puesto alrededor del fuego absorbían calor, pero no parecían estar tan calientes como para que la botella de plástico se derritiera, así que la llenó de nieve y la colocó en el borde exterior del círculo, apoyada en las piedras.
Lo segundo, al menos eso creía ella, se refería al propio Cam. Estaba poco preparado para esas temperaturas. Ella tenía mucha ropa, pero nada que le sirviera a él. Por otra parte, como tenía mucha, si una no le entraba, probablemente dos juntas sí. El gran problema eran sus zapatos, pero contaba con el cuero de los asientos. Necesitaba hacer una especie de chanclos que le proporcionaran aislamiento, que no dejaran pasar la nieve y que no entorpecieran su marcha. Una tarea complicada, porque ella no era zapatera. No podía cortar y coser el cuero para darle la forma adecuada. Tampoco podía desperdiciar el material cortándolo de una forma que no sirviera.
Cogió el cuaderno y un bolígrafo e intentó dibujar cómo tenía que doblar el cuero para poder calcular los cortes de antemano. Abrió el bolígrafo y pasó la punta por el papel, pero éste seguía en blanco. La tinta estaba congelada. Frustrada, lo puso también contra las piedras tibias. Vio que ya se había derretido algo de la nieve de la botella. Sin duda alguna, el fuego era algo maravilloso.
El avión había sido saboteado y la lógica de Cam acerca de quién estaba detrás de ello era difícil de refutar. Seth había tratado de matarla y no le había importado en absoluto que Cam la acompañara en aquel último viaje. Le resultaba difícil de aceptar, difícil de comprender.
Los últimos dos días habían sido una pesadilla de dolor, frío intenso y enfermedad, de exigirse esfuerzos a sí misma en el límite de su capacidad de resistencia. Pero sentada allí, mirando el fuego, sintió que se le levantaba el ánimo. Con razón los hombres primitivos bailaban en torno a la hoguera; probablemente se ponían locos de alegría por tener calor y luz. Se inclinó hacia delante, estiró las manos y sintió el calor en las palmas. Nunca, nunca, olvidaría que el calor hay que conseguirlo, que no viene dado de por sí.
Se sentía mejor. La hinchazón y el enrojecimiento de su brazo habían disminuido. Cam también estaba mejor. Nadie venía a rescatarlos, así que se rescatarían ellos mismos. Por primera vez, confió en que sobrevivirían, porque ahora tenían fuego.
Y cuando volvieran a Seattle, iba a haber mucho que solucionar.