A Bailey le preocupada que cuando Cam dijo «cama» tuviera algo más en mente que «dormir», pero no sólo era un estratega mejor que eso, sino que también era lo suficientemente realista sobre su estado físico. Se comieron cada uno la mitad del Snickers, bebieron agua, se cepillaron los dientes y se acomodaron en el refugio. La hoguera parpadeaba en el hoyo, enviando pequeños destellos de luz a través de las paredes de ramas del refugio, así que por primera vez no estaban en una completa oscuridad. La cantidad de calor que entraba no era mucha, pero o bien era suficiente para suponer alguna diferencia o la subida de ánimo que proporcionaba el fuego les hacía pensar que estaban más cómodos.
El ligero calor no bastaba, sin embargo, para hacer innecesario compartir su calor corporal. Aunque se acurrucó en sus brazos, ella era dolorosamente consciente de que cada vez que lo hacía estaba estrechando los lazos que se habían establecido entre ellos. No podía hacer otra cosa, no encontraba salida a ese camino, ni había forma de evitar el abismo emocional que se abría ante ella. Aun así, sabía que el viaje acabaría en conflicto y todo lo que podía hacer era disfrutarlo mientras tanto.
A pesar de estar físicamente más cómoda, el sueño se negaba a aparecer. Se adormecía, pero se despertaba cada vez que él salía del refugio para alimentar el fuego. Una vez se despertó sobresaltada cuando él la sacudió diciendo:
– Bailey, Bailey. Despierta. Tranquila, cariño. Despierta.
– ¿Qué…? -preguntó adormilada, forcejeando para apoyarse sobre el codo y mirándolo a través de la débil luz-. ¿Qué pasa?
– Dímelo tú. Estabas llorando.
– ¿Sí? -Se pasó la mano por las mejillas húmedas, dijo: «Maldita sea» y volvió a dejarse caer a su lado-. No ocurre nada -murmuró, avergonzada-. A veces me pasa.
– ¿Lloras dormida? ¿Con qué estabas soñando?
– Con nada, porque no lo recuerdo. -Levantó los hombros con un gesto que esperaba que fuera de indiferencia-. Simplemente ocurre. -Y era estúpido. Odiaba llorar por cualquier motivo, pero cuando no había razón, las lágrimas eran particularmente molestas. La hacían parecer débil, algo que no podía soportar. Se puso de lado, de espaldas a él, y apoyó la cabeza en el brazo-. Vuelve a dormirte, todo va bien.
La mano cálida de él se deslizó sobre su cadera y se acomodó en su estómago.
– ¿Cuánto hace que te pasa esto?
Ella quería decirle que toda la vida, para que pensara que no era nada inusual y lo olvidara, pero su boca soltó la verdad antes de que el cerebro pudiera impedirlo:
– Desde hace un año.
– Desde que murió tu marido. -La mano que tenía apoyada en su estómago de repente se puso tensa.
Ella suspiró.
– Un mes después, más o menos.
– Entonces lo amabas.
Ella oyó el tono repentinamente neutro de su voz, la ligera incredulidad, y de pronto se sintió harta de vivir rodeada de falsas suposiciones.
– No. Respetaba a Jim, lo estimaba, pero no lo amaba, al igual que él no me amaba a mí. Fue un asunto de negocios, simple y llanamente, y fue idea suya, no mía. -Si parecía a la defensiva, pues, bueno, lo estaba, y también harta de aquel asunto. Al mismo tiempo, sentía alivio por hablar por fin de ello con alguien. Además de ella, sólo Grant Siebold conocía toda la historia, y ahora que Jim estaba muerto, no lo veía casi nunca.
– ¿Qué clase de asunto de negocios?
Bailey no pudo deducir nada de su tono, pero no le importaba. Si pensaba lo peor de ella por aceptar el plan de Jim y sacar provecho de él, era mejor averiguarlo ahora.
– Jim tenía… una vena maquiavélica. Era muy bueno para calar a la gente y tomar decisiones de negocios inteligentes, así que me imagino que cogió la costumbre de manipular a la gente. No me malinterpretes, no era una persona sin escrúpulos. Tenía unos sólidos principios éticos.
– Siempre me gustó. Era amable, de verdad.
Notó todavía ese tono evasivo.
– A mí me gustaba trabajar para él. No engañaba a Lena, ni consideraba a sus empleadas como su campo de juego privado, así que con él no tenía que estar en guardia. Era simpático, curioso, me daba consejos para invertir que a veces yo tenía en cuenta y otras no. Decía que yo era demasiado cautelosa. Yo le contestaba que no me arriesgaba con mi jubilación. Él se reía de mí, pero estaba interesado en algunas de las inversiones que yo hacía. -Respiró profundamente y soltó luego el aire-. Entonces murió Lena.
– Y se sintió solo.
– No fue eso lo que pasó -dijo ella con irritación-. Jim y Lena habían hecho sus testamentos hacía tiempo, cuando Seth y Tamzin eran pequeños. Como la mayoría de las parejas, se dejaban mutuamente todo, otorgando al esposo superviviente la decisión sobre el legado que debían recibir los hijos. Aunque Jim llegó a hacer una fortuna enorme, tenía su punto flaco en lo referente a su testamento y nunca lo actualizaron. Al morir Lena, se dio cuenta de que tenía que cambiarlo, pero cuando miraba a sus hijos no le gustaba lo que veía.
– Ni a todos los demás -dijo Cam con sequedad-. Y sigue sin gustarnos todavía.
– En eso estamos totalmente de acuerdo. -Sobre todo porque Seth era la única persona en su lista de sospechosos-. De todas formas, estaba en el proceso de establecer las cláusulas de sus fideicomisos cuando descubrió que tenía cáncer. Siempre había confiado en que Seth despertaría, sentaría cabeza y empezaría a interesarse por la empresa, pero al enterarse de que se estaba muriendo supo que no podía permitirse darle más tiempo. Así que tramó este plan.
– Déjame adivinar.
– Por favor, hazlo.
Él emitió un ruidito divertido con la garganta en respuesta a su tono sarcástico.
– Tú eres una tía dura de pelar, ¿sabes? Por eso te eligió a ti, probablemente. Bueno, allá va: quería contratarte para supervisar sus fideicomisos, pero, sabiendo que tenías que tratar con Seth y Tamzin el resto de tu vida, pusiste un precio tan alto que la única forma de pagarte fue casándose contigo.
Bailey pasó de estar molesta a reírse, porque, vaya, ¡si ella hubiera sabido!
– Ojalá hubiera sido así de lista. Pero, en cierto modo, estás en lo cierto. Recuerda que Jim era un manipulador. Siempre andaba arreglando esto y colocando lo otro, tirando de una cuerda aquí, echando un hueso allá. No podía remediarlo; formaba parte de su personalidad. No tenía esperanzas con respecto a Tamzin, pero nunca se dio por vencido con Seth. Pensó que si se casaba conmigo y me daba el control de sus fideicomisos, Seth se sentiría tan humillado y enfurecido que vería la luz y daría un giro a su vida.
– Sí, ésa era una solución estupenda. Si Seth ha visto una luz, es la que hay encima de la barra de su club favorito.
– Sí -asintió ella, suspirando-. Si Seth empezaba a actuar como una persona adulta y madura, entonces se suponía que yo le debía entregar el control de los fideicomisos; pero Seth no podía conocer esta parte del acuerdo. Jim decía que su hijo era lo bastante listo para simular un cambio de actitud si lo creía necesario durante el tiempo suficiente para tener el control y después volver a actuar como de costumbre. Jim estaba seguro de que eso funcionaría. Hasta ahora no ha sido así.
– No tenía por qué haberse casado contigo -señaló Cam-. Sencillamente, podía haber modificado las cláusulas del fideicomiso.
– Sin embargo, casarse conmigo era parte del palo que usaba para golpear a Seth con el fin de corregirle. Si yo sólo era la fideicomisaria, Seth podría estar cabreado por ello, pero en el fondo no se sentiría humillado. Todo giraba en torno a mí: soy más joven que Seth; supuestamente me aproveché de un hombre viejo y moribundo; me trasladé a la casa de su madre. Hacer saber a la gente que Jim me daba el control de su dinero se suponía que era el golpe definitivo.
– Bueno, eso contesta una pregunta -repuso él.
– Y esa pregunta es…
– Por qué se casó contigo.
– ¿No era de eso de lo que trataba toda esta conversación? ¿Qué más hay? ¿Cuál es la otra pregunta?
– ¿Por qué te casaste tú con él?
Bailey creía que había contestado a eso. Frunció el entrecejo por encima del hombro en dirección a Cam, aunque probablemente él no pudo darse cuenta con la tenue luz que llegaba de la hoguera.
– Ya te lo he dicho: era parte del trato.
– Pero ¿por qué lo aceptaste? El matrimonio es un paso decisivo.
No en su familia. Sus padres habían considerado el matrimonio como una conveniencia legal, que podía disolverse en cualquier momento que tuvieran el capricho de querer cambiar. Pero no quiso explicar todo eso. En vez de ello, dijo cansinamente:
– Nunca he estado enamorada. Así que pensé: «¿Por qué no?». Él se estaba muriendo. Yo haría eso por Jim y a cambio él se ocuparía de que yo estuviera económicamente segura.
– Entonces si te dejó dinero.
– No. -El alivio se había desvanecido y se estaba empezando a hartar de esta conversación-. Tengo privilegios, como vivir en la casa; mis gastos están cubiertos y me pagan un sueldo muy bueno por administrar los fondos, pero no heredé nada. Todos esos privilegios terminarán si me vuelvo a casar, pero el sueldo continúa mientras haga el trabajo.
– Ya entiendo. Ni siquiera voy a preguntar lo que consideras un sueldo «muy bueno».
– Eso está bien, porque no es asunto tuyo -replicó ella severamente.
La atrajo más hacia él y apoyó la mejilla de ella en su hombro.
– Pero siento curiosidad: ¿verdaderamente nunca has estado enamorada? ¿Nunca?
El cambio de tema le causó incomodidad, provocando que se moviera inquieta.
– ¿Tú sí?
– Claro. Varias veces.
Hizo una mueca ante la palabra «varias». Si fuera amor verdadero, ¿no sería sólo una vez? El amor verdadero no debería desaparecer. El amor verdadero se expandía, dejaba sitio para hijos y mascotas y una legión de amigos y parientes. No llegaba con fecha de vencimiento para que después de esa fecha pasaras a otro.
– Cuando tenía seis años, me enamoré locamente de mi profesora de primer curso. Se llamaba señorita Samms -dijo él con tono evocador, y ella pudo percibir en su voz que estaba sonriendo-. Ella acababa de salir de la universidad, tenía unos ojos grandes y azules y olía mejor que nada de lo que había olido en toda mi vida. Estaba comprometida también con un bastardo que no le llegaba ni a la suela de los zapatos, y yo estaba tan celoso que quería darle una paliza.
– Supongo que fuiste lo suficientemente listo para no intentarlo -dijo Bailey, relajándose. No podía tomar en serio un enamoramiento de un niño de seis años por su profesora.
– Casi. No quería hacer sufrir a la señorita Samms matando a su novio.
Ella se rió por lo bajo y él la castigó con un pellizco.
– No te rías. Era tan serio como un ataque al corazón. Cuando creciera iba a pedirle a la señorita Samms que se casara conmigo.
– ¿Y qué pasó con ese gran amor?
– Empecé segundo curso. Era mayor, más maduro.
– Ah, ejem, maduro.
– La siguiente vez el objeto de mi interés amoroso fue más apropiado. Se llamaba Heather, estaba en mi clase y un día se levantó la falda y me enseñó las bragas.
Ella casi no logró contener otra risita.
– Dios mío, Heather era muy precoz.
– No puedes ni imaginártelo. Me rompió el corazón cuando la encontré enseñándole las bragas a otro chico.
– Eso debió de suponer un gran desengaño. Me pregunto cómo tuviste fuerza para seguir adelante.
– Después, cuando tenía once años…, Katie. Podía golpear una pelota más fuerte que nadie. Se mudó antes de que yo pudiera armarme de valor para intentar ligar con ella, pero volvió cuando tenía catorce años. Cuando tenía dieciséis, Katie me tumbó y se aprovechó de mí.
– ¡No puede ser! Perdona, pero ¡qué valor tienen algunas chicas!
– Era fuerte -dijo él en serio-. Le tenía tanto miedo que la dejé hacer lo que quiso conmigo durante un par de años.
Ella se echó hacia atrás y le devolvió el pellizco.
– ¡Ay! ¿Qué forma es ésa de tratar a un hombre? Te estoy contando cómo fui utilizado, y en lugar de sentir pena abusas de mí otro poco.
– Pobrecito. Puedo decir que estabas traumatizado. Por eso llamaste a cierta parte del cuerpo Charlie Diversión.
– Pensé en la posibilidad de llamarla Vete Despacio Joe, pero tenía que hacer caso a mi corazón.
Bailey ya no pudo aguantar más la risa, que había ido en aumento.
– Justice, estás tan lleno de ti mismo que hay que hacer más sitio en el refugio.
– ¿Estás riéndote de todas mis experiencias y tribulaciones en el campo del amor? No sé si debería contarte el resto.
– ¿Cuántas más hay?
– Sólo una, y ésta es seria. Me casé con ella.
Aquello sí era serio, y Bailey dejó de reírse. Por el cambio en su tono de voz podía saber que ya no estaba bromeando.
– ¿Qué pasó?
– Para ser sincero, no lo sé. No la engañé y no creo que ella me engañara. Nos casamos cuando yo todavía estaba en la Academia; su padre era oficial, había crecido con el estilo de vida militar, así que sabía a qué atenerse. Se llamaba… bueno se llama Laura. Todas las mudanzas de una base militar a otra, las separaciones, las soportó. Lo que no pudo controlar, supongo, fue la vida civil. Cuando me salí del ejército, todo se fue al garete. Si hubiéramos tenido hijos supongo que habríamos aguantado, pero sin ellos lo cierto es que no nos amábamos lo suficiente para continuar juntos.
– ¡Gracias a Dios, no teníais hijos! -dijo ella impetuosamente, sin poder contenerse-. Perdón. Es que…, bueno…
– Has pasado por ello.
– Demasiadas veces.
– Supongo que por eso tienes miedo de querer a alguien -dijo él, y el corazón de Bailey saltó con violencia en su pecho. Ella sabía por qué mantenía a la gente a distancia, pero nunca había revelado tanto de sí misma a nadie. Demasiado tarde, se dio cuenta de que el humor relajado de Cameron había hecho que bajara sus defensas y le había dado una enorme ventaja, que no dudaría en utilizar.
Como para corroborar aquel pensamiento, él emitió un sonido grave de satisfacción, el sonido de un depredador con la presa entre las garras, y exclamó:
– Ahora ya te tengo.