Seth rellenó los formularios requeridos para convertirse en empleado del Grupo Wingate, había conocido a su supervisor, le habían dicho dónde debía presentarse y le entregaron una credencial. Grant Siebold le había facilitado el proceso, según supo; no tuvo que orinar en un frasco para realizar un análisis de drogas, como hacían el resto de los empleados nuevos. Suponía que la «omisión» sería descubierta más tarde, una vez que los restos de droga que hubiera fumado o tragado tuvieran tiempo de desaparecer de su organismo. Captó claramente el mensaje: si ignoraba aquella advertencia obvia y continuaba como en sus viejos tiempos, cuando su orina diera positivo en drogas le darían una patada en el culo.
Había tenido que indagar un poco por Internet para saber durante cuánto tiempo se podía detectar la marihuana en el cuerpo. Afortunadamente, fumar un poco de hierba era lo único que se había permitido jugando con las drogas; su anestesia favorita era el alcohol. Pero ahora incluso eso tenía que descartarlo.
Después fue de compras. Había visto la forma de vestir en la oficina, incluso en el departamento de correspondencia: pantalones oscuros, camisa blanca, corbata. Los zapatos podían ser con cordones o unos mocasines, pero nada parecido a un zapato deportivo. Los calcetines, negros.
Siempre había despreciado a los zánganos corporativos y su aburrida forma de vestir, pero ahora se concentraba con saña en parecerse a ellos. Con un viaje a Nordstrom's, donde tuvo que rechazar las opciones más elegantes, lo consiguió. De camino a casa escuchó sus mensajes en el contestador del móvil. La mayoría eran de gente con la que había salido de juerga, que querían saber dónde había estado la noche anterior. No devolvió ninguna llamada. Los mensajes de Tamzin los borró sin molestarse en escucharlos.
Recordó que no tenía comida en casa, así que se desvió para ir a una tienda de comestibles. De nuevo, lo que compró estaba fuera de lo habitual, porque ni siquiera se acercó a los expositores del vino o la cerveza. Cereales de todo tipo, fruta, zumo de naranja, leche, café. Se le revolvía el estómago ante la idea de meterse cualquiera de estas cosas en la boca, pero sabía que tendría que comer. Las galletas saladas y la sopa de lata completaron el menú.
La vida tal y como la había conocido hasta aquel momento había llegado a su fin. Si quería sobrevivir, no podía permitirse más elecciones erróneas ni conductas irresponsables. La desolación lo invadía como un día lluvioso, extendiéndose en un desfile interminable de semanas, meses, años, que tenían todos la misma apariencia y no prometían ni un minuto de sol. Así sea. Se había ganado esa vida gris.
Después de llegar a casa y colocar buena parte de las cosas en la nevera, se quitó la ropa y se echó en la cama, esperando poder dormir un poco. La noche en vela que había pasado lo había dejado agotado, pero no era capaz de conciliar el sueño. Los recuerdos se deslizaban por su cabeza como ejércitos de hormigas.
Debió de quedarse dormido al fin, porque el timbre del teléfono hizo que se sentara sobresaltado. Agarró el teléfono y se concentró con ojos legañosos en el identificador de llamadas. Se le aceleró el pulso cuando reconoció el número. Apretó el botón.
– ¿Bailey? -dijo con tono cauteloso e incrédulo.
– ¡Bailey! -Tamzin soltó una carcajada nerviosa-. ¡Santo Dios, lávate la boca con jabón!
«Mierda». Seth se incorporó y giró las piernas hacia un lado de la cama.
– Tamzin, ¿qué estás haciendo en casa de Bailey?
– Esta no es la casa de Bailey -dijo ella con fiereza-. Era la casa de nuestra madre y ahora es mía. Tú no necesitas un sitio tan grande; yo tengo una familia y tú no.
– ¿Cómo has entrado?
– No creerás que ella había cambiado la clave de la alarma, ¿verdad? Es todavía la misma de cuando papá vivía. Y, por supuesto, tengo llave.
No había lugar para un «por supuesto» allí; Seth dedujo que habría robado la llave un día de visita, probablemente incluso antes de que su padre muriera.
– Lárgate de ahí -le ordenó él rotundamente-. Legalmente Bailey está viva todavía y no puedes tocar nada.
– ¿Qué quieres decir con que legalmente todavía está viva? ¿Aún no se ha expedido un certificado de defunción?
– ¿No ves nunca las noticias? -le dijo él con brusquedad-. Todavía no han encontrado el lugar del accidente. No hay cadáver. Si no hay cadáver, no hay evidencia de accidente, así que no hay certificado de defunción.
– ¿Qué lo está retrasando tanto, entonces? ¿Cuánto tiempo puede llevar encontrar un avión? No creo que se haya estrellado en un sembrado de trigo de cualquier campesino y él no se haya dado cuenta.
La ola de desagrado que lo invadió fue tan fuerte que tuvo que morderse la lengua para no soltar lo que quería decirle. No podía dejarse dominar por el mal humor. No podía decir nunca más lo primero que se le venía a la cabeza, sin pensar en las consecuencias.
– Si no está muerta y descubre que te has instalado en la que ella cree que es su casa, te rebajará la asignación mensual a veinte dólares, créeme.
Hubo un silencio. Luego Tamzin preguntó con tono alterado:
– ¿Quieres decir que hay verdaderamente una posibilidad de que pueda volver?
– Quiero decir que es mejor no correr riesgos. La casa no se va a ir a ninguna parte. Si nos lleva seis meses hacer que la declaren muerta, la casa seguirá ahí.
– Pero ya le he dicho a la gente… Bueno, sencillamente lo entendieron mal. Ah, te vas a divertir mucho con esto. Ha llamado su estúpido hermano… Ya sabes, el que vino al funeral de papá. Se supone que se iba a reunir con él en Denver. Le he hecho saber la clase de zorra que era y lo contentos que estamos de que haya muerto.
– Ah, mierda. ¿Qué le has dicho exactamente?
– Me he despachado a gusto. No soporté la forma en que quiso ser cordial cuando nuestro padre acababa de morir. Le he dicho que solamente un loco te haría enfadar y que había tenido exactamente lo que se merecía.
La satisfacción en su tono de voz le crispaba los nervios y, como un relámpago, Seth se dio cuenta de que su hermana lo odiaba. A lo mejor pensaba que si él estuviera en la cárcel ella sería la única que tendría el control de todo el dinero. O que podía preparar su asesinato, y después todo el dinero sería suyo, con toda libertad. Quizá había estado resentida con él toda la vida, porque su padre había mostrado claramente que quería que Seth lo sucediera en el Grupo Wingate. Fuese cual fuese su razonamiento, supo repentinamente, sin duda alguna, que nadie lo odiaba tanto como su hermana.
– Sólo para que lo sepas -dijo él lentamente-, he hecho testamento.
– ¿Y qué? Como si tuvieras más hermanos. -Se refería a que esperaba recibir su dinero tuviera un testamento o no.
– Si me pasa algo, lo he dejado todo a obras de caridad. No recibirás un jodido céntimo. -Cortó la comunicación y se quedó sentado allí un momento, temblando. Después llamó a su abogado y convirtió en un hecho su afirmación.
Llegó con media hora de antelación a su primer día de trabajo. No había podido dormir mucho y tenía miedo de que hubiera un atasco que lo retrasara. Estaba inexplicablemente nervioso. ¿Qué dificultad podría tener clasificar y entregar el correo? La parte más dura sería soportar las miradas curiosas, porque doblaba la edad al empleado más joven del departamento de correspondencia. Por lo menos nadie lo conocería de vista, excepto unos cuantos ejecutivos de alto rango, y dudaba que se cruzara con alguno de ellos. Si llevaba correo y paquetes a sus oficinas, los recibirían sus asistentes, no los ejecutivos en persona. Le alegró ese grado de separación.
Los otros empleados del departamento de correspondencia empezaron a llegar, la mayoría llevando los vasos del Starbucks de rigor. Seth iba a contracorriente en ese aspecto, porque no era su cafetería preferida. El café no estaba mal, pero le gustaba normal y sin sabores, aunque tampoco le volvía loco. Quizá debiera aficionarse a él, pensó, para encajar en el grupo. O comprar un vaso, tirar el café a la basura, conservar el recipiente y echar en él la bebida que más le gustara. Se preguntaba cuánto tiempo duraría uno de aquellos vasos antes de desintegrarse.
Los oficinistas lo miraron sin saber qué pensar de él. Tal vez creían que trabajaba arriba. Qué demonios; eran jóvenes y él no, así que dio el primer paso.
– Me llamo Seth -dijo-. Empiezo a trabajar aquí hoy.
Ellos se miraron. Una de las jóvenes, una chica alta y flaca con ojos fríos de mangosta, dijo:
– ¿Aquí? ¿Con el correo?
– Eso es.
Más miradas.
– ¿Acabas de salir de la cárcel o algo así?
«Sólo intento mantenerme fuera de ella».
– No -contestó despreocupadamente-. He pasado en coma los últimos quince años y al fin he despertado.
– ¿En serio? -preguntó uno de los tipos, asombrado-. ¿Qué te sucedió?
– Inhalé un bote de spray.
– Todo mentira -dijo la mangosta-. Tendrías que tener algún daño cerebral grave después de estar en coma tanto tiempo.
«Cruel, pero más lista que el resto de los chicos».
– ¿Quién dice que no lo tengo? -dijo finalmente, y se alejó.
La supervisora del departamento de correspondencia era una mujer baja, rechoncha y de pelo gris, con el insólito nombre de Candy Zurchin y el estilo de vestir de una anciana. Su guardarropa parecía limitarse a americanas azul marino, faldas grises y zapatos negros de cordones, y dirigía la oficina con una eficiencia tan formal que avergonzaría al personal de los colegios católicos. Ciertamente tenía a todos los jóvenes bajo su mando, incluyendo a la mangosta, que decía: «Sí, señora» siempre que Candy le mandaba hacer algo, y lo decía sin sarcasmo, algo que resultaba asombroso.
Seth refrenó su ego, su orgullo y su mal genio, e hizo lo que ella le ordenó, silenciosamente y sin quejarse. El trabajo no requería mucho desgaste de neuronas, pero cuando analizaba el empleo objetivamente podía ver por qué era un buen entrenamiento, ya que, aunque era enormemente aburrido, también precisaba minuciosidad y disciplina. La inclinación a vaguear era casi abrumadora; algunos de los empleados no se esforzaban demasiado. Sin embargo, sabía que si él fuera un alto ejecutivo prestaría mucha atención a las recomendaciones y los comentarios de Candy Zurchin.
Dos días antes no le hubiera prestado ninguna atención.
El trabajo era sencillo: clasificar y entregar toda la correspondencia y paquetes recibidos, recoger lo que tenía que ser enviado, poner el franqueo adecuado o las etiquetas de envío, empaquetar lo que tenía que ser empaquetado y sacarlo todo en el mismo día. Así continuamente. Rara vez variaba, y parecía no tener fin. Estaba asombrado del volumen del correo convencional. ¿Es que allí no habían oído hablar del correo electrónico? Pero éste parecía limitarse a las comunicaciones entre departamentos y de empleado a empleado; las cartas para relaciones exteriores y las cuestiones importantes, como los contratos, todavía iban en papel.
Era probable que Siebold le hubiera dado instrucciones a Candy para que no le dejara esconderse en el sótano, porque el primer día lo envió fuera con un carrito lleno de cartas, sobres acolchados y paquetes.
– La forma de aprender es trabajando -dijo enérgicamente-. Todas las oficinas están señaladas claramente. Si no puedes encontrar a alguien, pregunta.
Los pisos en los que tenía que hacer las entregas eran, por supuesto, los superiores. Si ser reconocido lo humillaba tanto como para renunciar, Grant Siebold quería saberlo cuanto antes.
Seth aprendió muchas cosas, como que los empleados de su departamento eran básicamente invisibles y que alguna secretaria tenía una manicura perfecta porque le dedicaba mucho tiempo. También supo quién utilizaba el ordenador para jugar. Se dio cuenta de quién era apreciado y quién no, algo que se podía saber fácilmente por la actitud de sus secretarias. Uno de los vicepresidentes bebía alcohol en el trabajo; Seth olfateó el débil pero inconfundible olor tan pronto entró en la oficina empujando su carrito. También pudo percibir el ambientador que había echado para disimular el olor. La secretaría lo pilló olisqueando el aire y le lanzó una fría mirada que significaba: «Tú no sabes nada, no ves nada, no hueles nada». Él asintió con la cabeza y siguió su camino.
Se dio cuenta de que tenía delirios de grandeza, porque nadie lo reconoció.