Bailey despertó suavemente con el placer de su mano dura y cálida moviéndose de un pecho a otro, masajeando y acariciando. No tuvo sensación de desorientación; se dio cuenta inmediatamente; sabía quién la sostenía tan firmemente. Estiraba y pellizcaba delicadamente sus pezones con mano lenta y segura, mientras los endurecía y se ponían tensos. El placer se arremolinaba desde sus senos en ondas perezosas y se derramaba por todo su ser, empezando a evocar el calor y la plenitud del deseo.
Flotaba adormecida entre el placer y el sueño. Si quería más, todo lo que tenía que hacer era apretarse contra la erección que notaba a su espalda. Todo lo que necesitaba era una simple invitación…
Abrió los ojos de repente cuando el recuerdo la inundó.
– ¡Aparta esa maldita cosa de mí! -le dijo con dureza, y se alejó bruscamente tratando de liberarse tanto de las pesadas capas de ropa como de su brazo. Si creía que podía cambiar constantemente de opinión y que ella iba a bailar a su son, entonces su percepción era completamente errónea.
Él se dejó caer de espaldas riéndose tanto que ella creyó que iba a ahogarse. Pensó en ayudarlo a ahogarse. Finalmente se las arregló para darse la vuelta y quedar acostada sobre el vientre y levantarse apoyándose sobre los codos. Lo miró ferozmente a través del cabello que caía por su cara. Debía de venir de alimentar el fuego, aunque ella no se había despertado cuando había salido del refugio. La luz de la hoguera estaba destellando con fuerza, reflejándose en la roca que había detrás de él y arrojando suficiente luz al interior del refugio como para que ella pudiera verlo bastante bien mientras se agarraba el estómago y estallaba en carcajadas. Fulminándolo con la mirada, esperó a que se diera cuenta de que aquello no le hacía ninguna gracia.
– No puedo quitármelo y meterlo en el bolsillo cuando no lo uso -pudo decir por fin, secándose las lágrimas de los ojos.
– No me importa donde lo pongas -dijo ella rotundamente-. Sólo deja de empujarme con él.
– Te preguntaría si estás de mejor humor que cuando te quedaste dormida, pero a primera vista diría que no. -Todavía estaba sonriendo cuando se acostó de nuevo a su lado, colocando uno de sus musculosos brazos bajo la cabeza y estirando el otro para agarrarla por la cintura y arrastrarla otra vez a su sitio. Ella se puso tensa, malhumorada con la situación, pero consciente que tenían que dormir en esa postura. La otra opción era acostarse cara a cara, abrazados, lo que no estaba dispuesta a hacer, o tenerlo ella en su regazo, cosa que tampoco quería. Cam pegó sus muslos a los de ella, que apoyó los hombros en su pecho, y su calor la rodeó una vez más… Y el bulto de debajo de sus pantalones se apretó contra su trasero, justo como antes.
Le apartó un mechón de pelo de la cara y ella trató de alejar la cabeza con irritación ante aquel roce.
– He estado tratando de despertarte durante media hora -murmuró él.
– No sé para qué. Querías que durmiera, y estaba durmiendo. Déjame en paz.
Apretó su brazo en torno a ella.
– Estaba tratando de ser considerado. Estabas tan nerviosa que no lo hubieras disfrutado -explicó.
Ella apretó los labios.
– ¿Y cómo lo sabes? No me diste la oportunidad.
– No tenía sentido aprovechar la oportunidad. A medida que ha transcurrido la tarde te has ido poniendo cada vez más tensa. No sé qué ha sido lo que te ha molestado, pero podía esperar hasta que estuvieras preparada para hablar de ello o hasta que lo solucionaras tú sola.
– Deja de intentar ser tan comprensivo -replicó Bailey malhumorada-. No te pega. -Pero no lo apartó cuando él la arrimó más.
– ¿Entonces estás lista para hablar del asunto?
– No.
– ¿Te has reconciliado con ello, sea lo que sea?
– ¡No! Déjame en paz, ya te lo he dicho. Quiero dormir. -No tenía nada de sueño ahora, pero él no tenía por qué saberlo.
Le apartó el pelo y le frotó su cara contra la nuca; sus labios y su aliento le quemaban la piel.
– Sé que esto de confiar en alguien no es fácil para ti -murmuró; el movimiento de sus labios era la caricia más suave y ligera-. Te gusta estar sola.
No, no le gustaba; estaba más cómoda sola. Había una diferencia.
– Es arriesgado querer a alguien -continuó con ese tono suave, poco más que un susurro. Su voz la tranquilizaba como si fuera whisky añejo-. Y a ti no te gusta arriesgarte. Has mantenido a la gente a distancia porque sabes que eres una buenaza, y la mejor forma de protegerte es no permitiendo que nadie se te acerque.
Sintió un pequeño escalofrío, que dejó detrás una estela de pánico.
– Yo no soy una buenaza. -Actuaba de forma tranquila y distante porque era una persona tranquila y distante. No lloraba porque no era llorona. Definitivamente no era una buenaza.
– Eres una buenaza -repitió él-. ¿Crees que no me acuerdo de que me hablabas, después del accidente, cuando todavía pensabas que yo era un amargado envarado? Tu voz era tan delicada como si estuvieras hablando a un bebé. Me diste palmaditas.
– No lo hice.
¿Lo había hecho?
– Sí lo hiciste.
Quizá sí.
– No me acuerdo -gruñó ella-. Pero si lo hice fue porque estaba agradecida.
– Y una mierda. Por agradecimiento me habrías sacado del avión. No hubieras arriesgado tu vida tratando de cuidarme. No me habrías dado tu prenda de vestir más abrigada cuando te estabas congelando y obviamente la necesitabas.
Ella resopló.
– Me tomo en serio la gratitud.
– Ja, ja. Creo que eres un auténtico merengue. -Volvió a la carga deslizando la mano por el brazo de ella y en torno a su cintura para meterla bajo las camisas y apoyarla en su vientre. La ligera aspereza de las yemas de sus dedos raspó su suave piel cuando empezó a hacer círculos con ellos-. Pero a mí me gustan los merengues. Me gusta cómo saben, su tacto. -Los labios de él pasaron de su nuca al punto donde empieza la curva del hombro, y cerró delicadamente los dientes sobre ese músculo, mordiendo con extrema suavidad.
Todo el cuerpo de Bailey se puso tenso. La oleada de deseo fue tan repentina e intensa que su cabeza cayó hacia atrás y su columna se arqueó.
– Me gusta saborear un merengue. -Su lengua le produjo un ligero cosquilleo, después mordisqueó el músculo de nuevo con los dientes mientras su mano subía a sus senos y repetía la acción con sus pezones.
De repente, su corazón empezó a latir alocadamente y su respiración se volvió entrecortada y jadeante mientras entre las piernas comenzó un profundo latido. Nunca antes se había excitado tan rápida e intensamente, pero su cuerpo estaba acostumbrado ya a su contacto. Esta era la cuarta noche que dormía en sus brazos. La había besado, la había tocado. Su cuerpo estaba preparado mucho tiempo antes de que su mente se diera cuenta.
En una larga caricia, él deslizó la mano hasta su vientre de nuevo y metió los dedos bajo la cinturilla elástica de su chándal. El calor de su piel quemó el frío de su nalga cuando su mano se movió hacia abajo y después hacia arriba. Cuando volvió a hacer el movimiento, sintió el tirón en sus pantalones, y se dio cuenta de que tiraba de ellos para desnudarla.
Se encontraba tan tensa que temblaba, pero era una tensión muy diferente a la que había sufrido antes. Aunque estaba todavía completamente vestida excepto las nalgas, y aún cubierta con sus capas protectoras, aquella parte de ella se sentía angustiosamente desnuda, con los pliegues húmedos entre sus piernas, expuestos y vulnerables.
Él fue directo allí, a su corazón. Sus dedos delgados y duros cavaron en los pliegues, la encontraron, la abrieron.
– También me gustan los melocotones -susurró mientras metía dos dedos profundamente en ella-. Jugosos y tibios por el sol. Levanta un poco las piernas, cariño. ¡Qué rico!
Jugaba con ella, el suave movimiento de su mano pasaba sobre terminaciones nerviosas exquisitamente sensibles, haciéndolas dolorosamente vivas. Ella ahogó un gemido mientras la mano seguía y seguía, enloqueciéndola y complaciéndola a la vez. Entonces sus dedos abandonaron su cuerpo, dejándola jadeando, temblando, anhelante. Se quedó quieta, paralizada por el deseo. Cerró los ojos con fuerza mientras oía que se bajaba la cremallera, un ligero ruido cuando abrió un condón y se lo puso, después corrigió un poco su posición y se apretó contra ella.
Su respiración se agitó, atrapada en un sufrimiento de suspenso mientras esperaba. Levantó la mano para tocar su cara y, deslizársela por la nuca.
Lentamente, muy lentamente, él empujó… sólo un poco, después retrocedió. La carne de ella sólo había empezado a ceder, a abrirse a él. Esperó y él volvió, con un placentero movimiento balanceante que aplicaba sólo la presión suficiente para empezar a entrar antes de retirarse de nuevo.
– Cam… -Susurró su nombre, el sonido flotó en la oscuridad. El aire era frío, pero en el refugio estaban cómodos, abrazados, el calor ardía entre ellos en los lugares donde su carne desnuda se tocaba. Ella decía su nombre, sólo su nombre, y no necesitaban nada más.
Él vino a ella de nuevo. Con la palma de la mano plana sobre su vientre, la sujetaba, la sostenía mientras aplicaba presión y la agarraba firmemente. Ella sintió que su carne empezaba a humedecerse, a abrirse. El impulso de empujar hacia atrás, de acelerar el proceso, era casi irresistible, pero lo que él estaba haciendo era demasiado delicioso para privarse de ello. Oyó un quejido. Supo que era de él, que, sin embargo, se mantenía firme.
Nunca había sido tan agudamente consciente de su propio cuerpo, ni de la ardiente realidad del acto sexual. La gruesa cabeza bulbosa de su pene apretaba sencillamente, exigiendo entrar, y su cuerpo cedía con lentitud a la exigencia hasta que repentinamente la entrega fue completa y se estiró en torno a él cuando la punta se hundió en ella.
No penetró más, sino que se mantuvo ahí mientras ella temblaba, acostumbrándose al volumen caliente del intruso. Quedó sorprendida por la intensidad de la sensación, que casi le resultó dolorosa. Había pasado mucho tiempo desde la última vez y esperaba sentirse algo incómoda, pero no aquella conmoción, aquella sensación arrolladura.
Con el mismo movimiento lento y angustiosamente gradual, salió de ella. Su carne soltó la de él con tanta reticencia como la había aceptado; sus músculos internos se contrajeron, tratando de sujetarlo. La respiración de él silbó, mientras se arrastraba hacia fuera.
– ¿Qué haces? -protestó ella.
– Jugar -dijo él; la palabra salió áspera, casi gutural. Una vez más sus caderas empujaron, la carne de ella se abrió y él alojó su glande en su interior antes de retirarse. Una y otra vez ella aceptó esa penetración superficial hasta que él se deslizó fácilmente dentro y fuera de ella, hasta que su cuerpo estuvo ardiendo, y su mente tan nublada que no era consciente de nada más que de él, no quería nada más que a él. Confusamente se dio cuenta de que él también estaba temblando por el esfuerzo que estaba haciendo para controlarse, de que su respiración era entrecortada y de su garganta salían desgarrados sonidos, bajos y ásperos, cada vez que hundía el pene en su cuerpo. Se alegró de que él también estuviera sufriendo. Ella quería alcanzar el orgasmo, lo necesitaba desesperadamente, pero la postura en la que estaban se lo impedía. Deseaba poner las piernas alrededor de él. Si ella no podía tener lo que quería, era justo que él tampoco lo tuviera.
No supo cuánto tiempo pasó antes de que, de repente, su «juego» alcanzara una intensidad mayor de la que los dos podían soportar. Él salió de ella de un tirón y la hizo girar para que se quedara frente a él, tirando violentamente de sus pantalones en un esfuerzo por quitárselos. Ella trató de ayudar pateando y retorciéndose, intentando bajárselos, y se las arregló para sacar una pierna antes de que él estuviera encima, empujando sus piernas entre las de ella y abriéndolas completamente antes de avanzar a fondo hacia su interior.
Bailey enganchó sus piernas en torno a las de él, le aferró el trasero con las manos lo atrajo hacia ella tan fuerte como pudo, y alcanzó el éxtasis en ese primer golpe, con la espalda arqueada y profiriendo gritos animales. Cam la embistió durante todo el orgasmo y su cuerpo estaba empezando a relajarse cuando él comenzó a sacudirse con su clímax.
Ella sintió casi como si se hubieran estrellado de nuevo.
Quedó a la deriva, despertando a la consciencia antes de hundirse de nuevo. Su corazón martilleaba con un eco extraño que gradualmente reconoció como el galope del latido de él. El pecho de Cam subía y bajaba como un fuelle cuando tragaba aire. El calor subía en oleadas de sus cuerpos, y aunque estaba medio desnuda y destapada en gran parte, no tenía frío. Pensó que tal vez no volviera a tener frío nunca.
– Santo cielo -dijo él finalmente, con voz agotada.
Bailey aleteó con la mano flácida durante un momento antes de palmearle el hombro.
Con esfuerzo, él consiguió separarse de ella y se dejó caer a su lado, tiró de algunas de las prendas que habían apartado hasta que pudo arrastrar una o dos sobre sus cuerpos.
– No te duermas -advirtió él, aunque su voz sonaba como si estuviera medio dormido-. Tenemos que arreglar esto… Tienes que vestirte…, tengo que revisar el fuego… -Su voz se apagó. Transcurrido un minuto soltó una palabrota y se sentó-. Y si no lo hago ahora mismo, me quedaré dormido yo.
Se quitó el condón y se limpió, después empleó unos segundos en ponerse la ropa, arreglarse y subirse la cremallera antes de salir a ver el fuego.
Lo bueno de los condones, pensó Bailey medio dormida, es que ella no tenía que limpiarse. Lo único que tenía que hacer era dormir.
Le pasó por encima una oleada de aire helado y refunfuñó. Adiós a aquello de no volver a sentir frío nunca más. Se sentó y logró desenredar los pantalones de la pierna, ponérselos y subírselos, y empezó a poner orden en el completo caos de sus prendas.
Cam volvió a entrar en el refugio, bloqueando momentáneamente con sus anchos hombros el resplandor de la hoguera. La ayudó a colocarse, después se acostó junto a ella y arregló la última capa de ropa sobre ellos antes de caer de espaldas y acercarla a su costado.
Bailey apoyó la cabeza en su hombro de una forma tan natural como si hubieran dormido juntos durante años.
Se sentía un poco aturdida… No, bastante aturdida. Y relajada. Y saciada. Quizá un poco dolorida. Pero, sobre todo, sentía que encajaban de una forma aterradoramente perfecta.