Capítulo 4

«Estupendo», pensó Bailey en cuanto vio al capitán Justice saltar de la cabina del piloto del Cessna y caminar hacia la puerta. Era imposible confundir su figura, más alta, más esbelta, de hombros anchos, con la de Bret Larsen, el piloto que habitualmente la llevaba en sus viajes. Bret era alegre y sociable, mientras que el capitán Justice era sombrío y mostraba una desaprobación silenciosa. Desde que se había casado con Jim Wingate, se daba cuenta de forma inmediata de cuándo esa actitud iba dirigida contra ella, y aunque nunca se definiría como susceptible, tenía que reconocer que todavía la cabreaba.

Estaba harta de que la consideraran una caza-fortunas de corazón frío que se había aprovechado de un hombre enfermo. Toda aquella situación había sido idea de Jim, no suya. Sí, ella lo hacía por el dinero, pero, maldita sea, se ganaba el sueldo que le pagaban cada mes. Las herencias de Seth y Tamzin no sólo estaban seguras bajo su dirección, sino que aumentaban a buen ritmo. No era un genio de las finanzas en modo alguno, pero tenía intuición a la hora de invertir y conocía perfectamente los mercados. Jim siempre la había considerado demasiado cautelosa en sus inversiones personales, pero eso era exactamente lo que él quería para gestionar los fideicomisos.

Podía poner un anuncio en el periódico explicando todo eso, pero ¿por qué tenía que justificarse ante la gente? Que se fueran al diablo.

Esa era una filosofía fácil de adoptar con los antiguos amigos de Jim, que ahora eran demasiado importantes como para codearse con ella; es más, se sentía feliz de no tener que pasar tiempo con ellos. De todos modos, nunca los había considerado sus amigos. A pesar de ello, tenía que pasar varias horas encerrada en un pequeño avión con el Señor Amargado, a menos que decidiera anular el vuelo y esperar hasta que Bret estuviera bien de nuevo, o comprar un billete en un vuelo comercial a Denver.

La idea era tentadora. Pero tal vez no pudiera salir en el siguiente vuelo, suponiendo que lograra llegar al aeropuerto a tiempo para alcanzarlo, y su hermano y su cuñada ya iban de camino hacia Denver desde Maine. Logan había alquilado un cuatro por cuatro y lo tenía preparado para esperarla cuando aterrizara su avión. Hacia las ocho de la noche tenían que estar en el puesto avanzado que habían elegido para disfrutar de dos semanas de rafting. Todo ello le sonaba a gloria a Bailey: dos semanas sin móvil, sin miradas frías o desaprobadoras y, sobre todo, sin Seth ni Tamzin.

El rafting era la debilidad de Logan; él y Peaches, su esposa, se habían conocido cuando lo practicaban. Bailey lo había probado en sus años de universidad y le había gustado, así que le había parecido una forma ideal de compartir algunos días con ellos. Su familia estaba dispersa, nunca habían sido aficionados a las reuniones, de modo que no los veía a menudo. Su padre vivía en Ohio con su segunda esposa; su madre, cuyo tercer esposo había muerto hacía casi cuatro años, vivía en Florida con la hermana de su segundo ex esposo, que también era viuda. La hermana mayor de Bailey, Kennedy, estaba establecida en Nuevo México. Bailey tenía más relación con Logan, que era dos años más joven, pero no lo había visto desde el funeral de Jim; él y Peaches habían sido los únicos miembros de su familia que habían asistido. Peaches era un encanto y la favorita de Bailey entre todos sus parientes políticos.

Aquel viaje había sido idea de su cuñada y durante varios meses habían intercambiado correos electrónicos para preparar los detalles. Habían decidido alquilar el material más pesado, como las tiendas, los hornillos y las lámparas que necesitarían para acampar durante dos semanas cerca del punto de partida, y la comida y otras cosas esenciales -como papel higiénico- las comprarían en Denver; pero, aun así, las maletas de Bailey estaban atiborradas de trastos que podrían necesitar.

Su limitada experiencia en la práctica del rafting le había enseñado que era mejor llevar algo inútil que necesitarlo y no tenerlo. En la segunda de sus excursiones anteriores le había llegado el periodo con unos días de anticipación y la había pillado totalmente desprevenida. Lo que debía haber sido divertido se había convertido en un auténtico calvario, porque había tenido que usar sus calcetines de reserva como compresas y se había pasado con los pies fríos y húmedos casi todo el viaje. No resultó precisamente divertido. Esta vez había examinado por anticipado con detenimiento catálogos por correo dedicados a viajes, y había pedido todo lo que podía imaginar que usaría, desde un paquete de cepillos de dientes desechables hasta cartas de póquer a prueba de agua o una linterna para leer.

Logan le tomaría el pelo por haber llevado demasiadas cosas, pero ella se reiría la última si resultaba que él necesitaba algo de su equipo. Incluso tenía un rollo pequeño de cinta aislante por si su tienda tenía goteras, lo que también había sucedido en su último y deprimente viaje. Le gustaba el rafting, y cuando estaba en la lancha sentirse mojada y fría era parte de la diversión, pero cuando saliera de ella quería todas las comodidades posibles. Bien, seguramente se estaba comportando como una niña, pero estaba segura de que Peaches también preferiría las cremas corporales de aloe a los placeres de lavarse con un cubo de agua de río y una pastilla de jabón.

Estaba tan entusiasmada con el viaje que no podía soportar la idea de un retraso, aunque llegar a tiempo significara tener que aguantar la compañía del capitán Justice. ¡Por el amor de Dios, sonaba como un personaje de cómic!

Había metido sus tres maletas en el compartimento del equipaje sin un gruñido, pero aunque su expresión parecía tallada en piedra, ella sabía lo que estaba pensando: que se llevaba todo el armario. Si fuera humano, al menos habría mostrado un gesto de incredulidad, o le habría preguntado si llevaba piedras; Bret habría gruñido y habría actuado como si las maletas pesaran todavía más, soltando un chiste. Pero el Señor Cara de Piedra ni hablar; ella nunca lo había visto sonreír.

Cuando la ayudó a subir al avión, el firme apretón de su mano le resultó tan inesperado que casi vaciló. Cayó en la cuenta de que Bret no la ayudaba; a pesar de su cordial camaradería, era muy cuidadoso de no invadir los límites personales de ella, que, había que admitirlo, se habían ampliado mucho desde su matrimonio con Jim. Ahora simplemente no confiaba en la mayoría de las personas, lo que la había convertido en rígida e inalcanzable. El capitán Justice o bien no se había dado cuenta de sus señales de «no tocar» o sencillamente no le importaban. Su apretón era fuerte, sus manos más duras y ásperas que las de los ejecutivos de negocios y agentes de bolsa con los cuales ella trataba habitualmente. La sorpresa cuando sintió el apretón, el calor de la mano de él, realmente hizo que su corazón se estremeciera.

Estaba tan consternada que estuvo a punto de no obedecer su orden de cambiarse al otro asiento. En cuanto se abrochó el cinturón en la plaza que él le había indicado, sacó su libro y aparentó concentrarse en la lectura, pero su mente iba a cien por hora.

¿Estaba tan desesperada que respondía así de fácilmente al sencillo roce de la mano de un hombre? Y no de cualquier hombre, sino de uno que claramente le desagradaba. De acuerdo, su vida amorosa era inexistente en la actualidad, y así continuaría mientras tuviera que lidiar con los hijos de Jim, porque se negaba a darles municiones para atacarla y convertirse en un blanco fácil. Sí, tenía que reconocer que a veces se ponía increíblemente cachonda, pero esperaba tener el suficiente orgullo para no revelar semejante aspecto a alguien como Justice. No permitiría que él pensara de ella que tenía tan baja opinión de sí misma que cualquier hombre le valdría.

Lo peor era que físicamente él era un hombre atractivo, no podría decirse que fuera apuesto ni un chico guapo, porque sus rasgos eran demasiado duros, pero definitivamente… resultaba tremendamente atractivo.

Había algo irresistible en los ojos grises, y los suyos eran de un tono más claro de lo habitual, con un ligero matiz azulado. La expresión de esos ojos era normalmente fría y lejana, como si careciera de sentimientos.

Él y Bret eran evidentemente buenos amigos, aunque ella no podía imaginar que tuviera una verdadera amistad con nadie. Cuando Bret hablaba de él, sin embargo, sonaba como si realmente estimara y respetara a Justice. «Un piloto de pilotos» era como Bret lo había descrito una vez. «Completamente frío lo juro: no hay un solo nervio en su cuerpo. Podría mantener firme un KG-10 en un huracán y no sudar».

Bailey había sido lo suficientemente curiosa para entrar después en Internet y averiguar qué era un KG-10.

Era fácil ahora imaginarlo en la cabina de la gran nave nodriza, manteniéndola firme mientras un avión tras otro subían hacia su cola a repostar combustible. No había leído cómo funcionaba eso exactamente, pero no le parecía que fuese una tarea fácil, y mucho menos a cientos de kilómetros por hora, azotado por fuertes vientos.

Emergió de sus pensamientos para darse cuenta de que había dejado de mirar su libro y que ahora sus ojos se dirigían a las manos de él, tan seguras y firmes sobre los mandos del avión. Mortificada, volvió a bajar la mirada de nuevo. Gracias a Dios, llevaba puestas las gafas de sol, así que él no podía darse cuenta de que lo había estado mirando, aunque probablemente se preguntaría cómo podía leer con aquellos cristales oscuros. No podía, pero él no tenía modo de saberlo.

Se sentía cohibida e incómoda, y no le gustaba, pues aquél no era en absoluto su estilo. Tenía que relajarse y pensar en otras cosas. Si no llevara las gafas puestas, podría leer de verdad, y el libro era bueno; pero cuando hizo ademán de quitárselas, cambió de opinión, deslizándolas de nuevo por su nariz. Eran un buen escudo y sentía que lo necesitaba.

Bueno, nada de leer. ¿Una siesta quizá?

Era demasiado pronto, media mañana. Podía fingir que dormía, lo mismo que había aparentado estar leyendo, aunque eso no cambiaría sus pensamientos.

Si hubiera traído su portátil podría concentrarse en algún juego, pero lo había dejado en casa. No tendría acceso a Internet ni a la red eléctrica durante las dos próximas semanas, así que una vez que la batería de su ordenador se hubiera descargado, habría sido un peso inútil que tendría que arrastrar, a menos que también se llevara baterías de repuesto, que no tenía, y ya cargaba con demasiado equipaje. Se suponía que el guía tenía vehículos que llevarían su equipo de camping y sus objetos personales de un lugar a otro, pero había tres botes, cada uno con seis plazas, lo que significaba que había que trasladar el equipo y las pertenencias de dieciocho personas. Esperaba que el guía tuviera vehículos lo suficientemente grandes.

La perspectiva de las próximas dos semanas la llenaba de emoción. El rafting sería divertido, emocionante, e incluso algunas veces francamente peligroso, pero durante dos semanas no tendría que medir cada palabra que dijera y no estaría rodeada de personas que la despreciaban abiertamente o la miraban con recelo. Podría relajarse, reírse y divertirse, ser ella misma. Durante dos semanas era libre.

Miró un rato por la ventanilla, observando la vasta extensión de Washington debajo de ellos. Las líneas comerciales eran rápidas, pero prefería volar en aviones más pequeños porque podía ver mucho mejor a alturas más bajas. El sordo zumbido del motor era hipnótico y, de hecho, dormitó un rato, con la cabeza apoyada contra el respaldo de cuero del asiento. El sol de la mañana daba en el parabrisas, calentando el interior del avión, hasta que empezó a sentir demasiado calor y se quitó la ligera chaqueta de seda. No se vestiría de seda durante dos semanas, pensó soñolienta; el saco de dormir de seda que había traído, para el caso de que con el otro más grueso tuviera demasiado calor no contaba.

Cuando miró el reloj vio con sorpresa que llevaban en el aire casi hora y media; el tiempo parecía que había pasado lentamente, pero quizá había dormitado más de lo que creía.

– ¿Dónde estamos? -preguntó levantando la voz para que él pudiera oírla.

Cameron levantó un auricular y la miró por encima del hombro.

– Dígame -contestó; su expresión era fría, pero su tono fue educado.

– ¿Dónde estamos? -repitió ella.

– Llegando a Idaho.

Ella miró a través del parabrisas y vio enormes montañas con las cumbres nevadas cerniéndose delante de ellos. Su corazón dio un brinco y no pudo reprimir un grito ahogado; parecía que estaban a punto de chocar contra aquellos picos a menos que aquel avioncito pudiera elevarse, y elevarse mucho.

El piloto volvió a colocarse el auricular, y a ella le pareció vislumbrar un gesto de satisfacción en su boca. Desde su ángulo de visión no podía asegurarlo, pero si la había oído gritar no le cabía la menor duda de que lo encontraba divertido. «Gilipollas», pensó con irritación.

Se volvió a acomodar en su asiento y miró las montañas. Todavía estaban a gran distancia, pero su tamaño era tan imponente que parecía que estaban agazapadas justamente frente a ella, como enormes bestias prehistóricas, esperando a que se acercara para levantarse y atacar.

¿Qué pasaba con las montañas? Siempre habían espoleado su imaginación. En realidad no eran más que enormes pliegues de tierra. Desde el aire le recordaban una hoja de papel que hubiera sido arrugada y después estirada a medias. Excepto si se trataba de volcanes, las montañas de hecho nunca hacían nada. Entonces, ¿por qué le parecían siempre tan vivas? No se refería a «vivas» en el sentido de que tuvieran árboles o animales de todos los tamaños merodeando en ellas, sino vivas en el sentido de que ellas mismas parecían vivir y respirar, tener personalidad propia, comunicarse unas con otras. Cuando era pequeña pensaba que las colinas eran hijas de las montañas y que cuando crecieran se convertirían en montañas; entonces a medida que fueran aumentando de tamaño, todas las casas construidas sobre ellas resbalarían. Recordaba que se sentía aterrorizada cada vez que iban de visita a una casa que estaba situada sobre el más pequeño desnivel, pues pensaba que en cualquier momento el suelo empezaría a levantarse bajo sus pies y comenzarían a deslizarse hacia la muerte.

Al crecer, sus conocimientos también se ampliaron, pero nunca olvidó completamente la sensación de que las montañas eran seres vivos.

Frente a ellos se estaban formando nubes grises que avanzaban y chocaban contra las cumbres a medida que una tormenta se preparaba para estallar. Las ancianas estaban vistiéndose de gala, pensó ella; las nubes rodeaban los hombros de las montañas como sucias estolas, con las cumbres nevadas destacándose arriba y las amplias bases verdes en la parte inferior.

Cuando se aproximaron más a las montañas, Justice empezó a ascender. El sonido del motor cambió cuando el aire se volvió menos denso. Los jirones de nubes se enroscaron en torno a ellos, y después se dispersaron; el aparato dio unos cuantos botes en el aire que la zarandearon.

Inclinándose hacia delante, trató de ver el altímetro, pero tropezaron con otra turbulencia y no pudo leer los números con claridad.

– ¿A qué altitud estamos? -preguntó en voz alta.

– A cuatro mil quinientos metros -dijo él sin quitar las manos de los controles ni mirarla-. Estoy subiendo a cinco mil trescientos.

El viento se volvió más suave cuando superaron la zona térmica de turbulencias. Ella miró hacia abajo, haciendo la operación mentalmente. Estaban a más de cuatro kilómetros de altura. El Titanic se había hundido a una profundidad parecida en el océano, casi a tres kilómetros y medio. Era una gran profundidad, pensó imaginándose el brillante transatlántico con las luces apagadas deslizándose hacia abajo, destrozado y oscuro, sin vida. Tembló repentinamente a causa del frío, y alargó la mano para coger la chaqueta. Pero se detuvo antes de ponérsela al ver la primera ondulación de tierra gigante deslizarse debajo de ellos.

El motor tosió.

Sintió un vuelco en el estómago, como si estuviera en una montaña rusa. De repente el corazón le estaba golpeando con fuerza en el pecho. Se inclinó de nuevo hacia delante.

– ¿Qué ha sido eso? -Su tono era un poco tenso, con una nota de alarma.

Él no contestó. Su postura había cambiado en una milésima de segundo, de relajada a completamente alerta. Eso la asustó más que la ligera interrupción en el monótono zumbido del motor. Se agarró al borde del asiento, clavando las uñas en el cuero.

– ¿Algo va mal?

– Todas las lecturas son normales -respondió él brevemente.

– Entonces, ¿qué…?

– No lo sé. Estoy descendiendo un poco.

Un poco estaba bien, pensó ella sin poder reaccionar, mirando fijamente las montañas enormes y afiladas, que de repente parecían estar demasiado cerca de ellos y que se aproximaban cada vez más. No podía bajar mucho o chocaría contra las cumbres. Pero el motor parecía haberse suavizado; si ese pequeño hipo hubiera sido síntoma de algo grave, ¿no se habría repetido?

El motor tosió de nuevo, tan fuerte que el avión se estremeció. Bailey estaba petrificada, mirando la neblina en las hélices, escuchando el motor mientras deseaba que el sonido se normalizara de nuevo. «Sigue funcionando, sigue funcionando -suplicaba para sus adentros-. Sigue funcionando». Se imaginaba el sonido uniforme, la hélice dando vueltas tan rápido que no pudiera verla. En su mente el avión se elevaba por encima de las montañas, si se concentraba con la suficiente energía ocurriría de verdad…

El motor petardeó durante unos segundos… y se paró.

El silencio fue repentino y absoluto. Con una muda emoción vio cómo el movimiento de la hélice se hacía más lento y las aspas se volvían visibles con toda claridad. Y entonces… se detuvieron.

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