Bailey resopló, contenta con la distracción momentánea, que sospechaba era la razón de su cambio de tema de conversación.
– Por mi parte, yo creía que eras un reprimido. -Sabía que el tema de que alguien hubiera tratado de matarla no se había terminado, pero necesitaba tiempo para asimilar los detalles, tiempo para que se asentaran las emociones.
– ¿Ah, sí? -Le pellizcó el labio inferior; después la soltó-. Ya hablaremos de eso. Dios sabe que tendremos mucho tiempo, porque no saldremos de aquí en un día ni en dos.
Ella echó una mirada a su alrededor; era extraño lo familiar que se había vuelto aquel lugar, lo segura que se sentía allí comparado con el enorme esfuerzo que se imaginaba que iba a suponer salir por su cuenta. Y se debía a una cosa: al refugio. No se lo podía llevar, y pensar en construir otro todos los días era desalentador. Por otra parte, allí no tenían comida. Si nadie iba a buscarlos, tenían que rescatarse ellos mismos, y eso significaba salir de esa ladera helada antes de que su propia debilidad les impidiera intentarlo.
– Muy bien -dijo, encogiéndose de hombros-. Vamos a hacer las maletas.
Él curvó los labios en una ligera sonrisa, con aquella manera tan especial que tenía de hacerlo.
– No tan deprisa. No creo que pudiéramos llegar muy lejos hoy, y probablemente a los dos nos vendría bien otro día para aclimatarnos a la altura.
– Si esperamos un día más, nos quedaremos sin comida incluso antes de empezar -observó ella.
– Quizá no. Si pudiéramos encontrar mi chaqueta… Puse un par de barritas de cereales en el bolsillo. No lo he mencionado antes porque ninguno de los dos era capaz de buscarla además esperaba que nos rescataran y no las necesitáramos.
Un par de barritas energéticas duplicaría su reserva de comida, y podía significar la diferencia entre vivir o morir. Además, él necesitaba una chaqueta antes de empezar el viaje. Pensar en la ropa hizo que fijara su atención en otro problema.
– No puedes andar por ahí con esos zapatos.
Él se encogió de hombros.
– Tengo que hacerlo. Son todo lo que tengo.
– Quizá no. Tenemos el cuero que corté de los asientos, además de mucho cable que podemos usar como cordón. No creo que sea tan difícil hacer una especie de forro tipo mocasín para tus zapatos.
– Probablemente más difícil de lo que crees -dijo él secamente-. Pero es una idea estupenda. Nos tomaremos el día de hoy para prepararnos. Necesitamos beber todo lo que podamos, para hidratarnos antes de ponernos en marcha. Si fuéramos capaces de derretir la nieve más deprisa, podríamos beber más.
– Sería estupendo tener una hoguera -asintió ella con un ligero matiz de sarcasmo.
La única fuente de calor que tenían era su propio cuerpo, que derretía la nieve que metían en la botella de colutorio, pero no muy deprisa.
– Lástima que ninguno de los dos echara una caja de cerillas.
Él levantó la cabeza y aguzó la mirada. Se dio la vuelta y miró hacia el avión. A juzgar por su expresión, había recordado algo.
– ¿Qué? -preguntó Bailey con impaciencia, al ver que Cam permanecía en silencio-. ¿Qué? No me digas que tienes una caja de cerillas escondida en alguna parte en ese avión o juro que te quito la ropa mía que tienes puesta.
Él hizo una pausa y dijo pensativo:
– Ésa es la amenaza más estrambótica que me han lanzado jamás -afirmó, dirigiéndose al avión.
Bailey salió corriendo tras él, y a cada paso se hundía en la nieve.
– ¡Si no me dices…!
– No hay nada que decir todavía. No sé si esto funcionará.
– ¿Qué? -gritó ella a su espalda.
– La batería. Tal vez pueda hacer fuego con la batería, si no se ha descargado del todo, y si el tiempo no es demasiado frío. Por lo que sé, la batería podría estar descargada. O estropeada. -Empezó a apartar las ramas que le impedían llegar a los restos del avión.
Bailey agarró una rama y empezó a tirar de ella también. Las hélices habían dejado de girar cuando se estrellaron, así que los árboles habían sufrido menos destrozos, pero eso significaba que había menos ramas rotas, lo que a su vez implicaba que no era fácil quitarlas del camino. ¿Dónde había un hacha cuando uno la necesitaba?
– ¿Puedes hacer fuego con una batería? -preguntó ella jadeando, mientras la rama salía despedida otra vez a su posición original. Hizo rechinar los dientes y lo intentó de nuevo.
– Claro. Produce electricidad, y la electricidad es calor. Es sencillo, pero sólo si queda suficiente líquido en la batería. -Torció una rama hasta que se rompió, después la arrojó a un lado-. Puedo conectar un trozo de este cable a cada polo, y después a un trozo de cable pelado. Con suerte y bastante líquido, eso calentará el cable pelado lo suficiente para encender un trozo de papel, o algo que prenda, si podemos encontrar madera seca.
– Tenemos papel -dijo ella al instante-. Traje un cuaderno y unos cuantos libros de bolsillo y revistas.
Él hizo una pausa y la miró de reojo.
– ¿Para qué? Puedo entender que trajeras un libro, pero ibas a hacer rafting. Yo lo he hecho, así que sé lo agotador que es. Estarías demasiado agotada para poder leer. ¿Y para qué era el cuaderno?
– A veces me cuesta mucho dormir.
– Podrías haberme contado otro cuento. -Gruñó mientras agarraba otra rama y tiraba de ella-. Te has quedado frita las dos noches.
– Como nos encontramos en unas circunstancias tan normales, ¿verdad? -dijo ella dulcemente-. He estado aburrida como una ostra y por eso me entraba sueño.
Él soltó una risita.
– Si tenemos en cuenta lo que dormimos los dos ayer, lo asombroso es que siguiéramos durmiendo por la noche.
– Ventajas de estar enfermo y conmocionado, supongo.
Cuando se abrieron camino hasta la batería, él soltó un gran suspiro de alivio.
– Parece que está bien. Tenía miedo de que no fuera así, dado el destrozo que hay aquí atrás.
– ¿Puedes sacarla?
Él negó brevemente con la cabeza mientras revisaba el metal torcido y combado que recubría parcialmente la batería.
– Ni de broma, es imposible sin una sierra para cortar metal. Pero si consigo meter la mano aquí sin rebanarme los dedos…
– Déjame hacerlo a mí -dijo ella rápidamente, poniéndose a su lado-. Mis manos son más pequeñas que las tuyas.
– Y no tan fuertes -señaló él, mientras apoyaba el hombro contra un árbol y se estiraba todo lo que podía con la mano derecha. Mientras lo observaba ella se dio cuenta de que tenía los dedos azules de frío e hizo una mueca de dolor. Sabía por experiencia lo doloroso que era tener las manos al aire con ese frío y ese viento.
– Tienes que calentarte las manos antes de que sufras una congelación -dijo.
El soltó otro de esos gruñidos de macho que podía significar desde «Estoy de acuerdo» hasta «Deja de dar la lata», y aparte de eso no le prestó la menor atención. No podía obligarlo a calentarse las manos, así que se cruzó de brazos y se calló. No tenía objeto malgastar energía en hablarle. Cuanto antes fracasara o triunfase, antes pasaría a preocuparse de sí mismo.
Ella lo soportó durante unos tres segundos.
– Un caso claro de envenenamiento por testosterona, por lo que veo -comentó.
Su cabeza estaba parcialmente girada hacia otro lado, pero vio arrugarse su mejilla en una sonrisa.
– ¿Hablas conmigo?
– No, hablo con este árbol, más o menos con el mismo resultado.
– Estoy bien. Si puedo encender fuego me calentaré entonces.
Algún diablillo satánico la incitó a decir:
– Bien, si estás seguro.
– Estoy seguro.
– Porque creía que podría calentarte las manos de la misma forma que te calenté los pies, pero ya que estás bien… no importa.
Sus palabras flotaron en el aire helado. Una parte de ella se preguntaba si se había vuelto loca, pero ya no podía retirarlas, así que hizo lo posible por parecer despreocupada.
Él se quedó muy quieto, después retrocedió lentamente, se enderezó y volvió el rostro hacia ella.
– Quizá me he apresurado al hablar. Es cierto que me duelen los dedos.
– Entonces es mejor que te apresures para hacer ese fuego -dijo ella alegremente, haciendo un gesto con las manos-. ¡Ale, ale!
Cam la miró con cara de querer decir: «Ya te pillaré», y después volvió a meterse en los entresijos del avión. El ángulo en el que había caído hacía incómoda cualquier actividad, y los árboles estorbaban.
– Bien, ahora vamos a cortar cable -dijo finalmente-. Necesitamos tenerlo todo preparado antes de intentar esto, porque si hay líquido ahí puede que no sea mucho, y a lo mejor sólo tenemos una oportunidad.
– ¿Qué tenemos que hacer?
– Primero, buscar un lugar tan protegido del viento como podamos y hacer un círculo con piedras. Después, buscar madera seca para usarla como combustible. Probablemente algunos de los trozos más pequeños que utilizaste en el refugio para tapar los huecos se habrán secado un poco. Dudo que encontremos algo más seco. Si tú haces eso, yo empezaré a sacar la parte interior de la corteza de estos árboles.
El viento era un problema; se arremolinaba entre las montañas, lo que significaba que en realidad no había ninguna zona abrigada. Al cabo de un rato, frustrada, abrió sus maletas y las puso de pie, alineándolas y formando un parapeto levemente curvado frente al refugio. Era una solución chapucera, porque las maletas no podían estar demasiado cerca del fuego, ya que se quemarían; así que sólo proporcionaban una protección parcial contra el viento.
Sacó la nieve de la zona cercada, después Cam utilizó el destornillador del equipo de herramientas para cavar repetidamente en la tierra helada, hasta que consiguió horadarla. Usó la punta del martillo para sacar la tierra suelta. El hueco para el fuego sólo tenía unos centímetros de profundidad cuando encontró piedra, pero tendría que servir así.
Había un montón de piedras sueltas para hacer un círculo alrededor de la hoguera. Cam las recogió mientras Bailey buscaba leña seca. Como él había predicho, la más seca que encontró estaba en el refugio. Cada vez que sacaba un palo de su sitio, llenaba el espacio que quedaba con una rama nueva que arrancaba de un árbol. Todavía tenían que dormir en ese refugio una noche más, así que quería que fuera lo más cómodo posible.
Utilizando su navaja, Cam peló una parte de la corteza exterior de un árbol y después hizo lo mismo con la parte interior, hasta que tuvo un puñado de algo que se parecía a un nido de pájaro. Dispuso cuidadosamente la corteza raspada y unas cuartillas de papel enrollado arrancadas del cuaderno de Bailey encima, y después unos trozos más grandes de madera sobre todo ello.
– Es madera verde, así que no va a dar mucho calor, pero la ventaja es que tampoco se quemará rápidamente -anunció.
Siempre y cuando consiguieran encenderla, pensó ella, pero no dijo nada.
Si funcionaba la batería, tendrían que ingeniárselas para llevar la llama desde el avión hasta el pequeño hoyo. El viento continuaba soplando, lo que significaba que no podían simplemente enrollar una hoja de papel, encenderla y trasladarla hasta allí. Bailey vació el contenido del botiquín de metal color aceituna y se lo dio a él. Usando de nuevo él útil destornillador, le hizo agujeros en una de las caras, cubrió el fondo con un poco de tierra de la que había sacado cavando el hoyo para la hoguera, después arrancó unas agujas de un pino y las puso sobre la tierra. Enrolló otra hoja de papel, cortó una tira de gasa y la metió suelta dentro del rollo de papel.
Bailey lo miraba sin hacer ningún comentario. Había guardado silencio durante la última media hora, porque los preparativos eran muy importantes. Tener una hoguera era imprescindible. Se sentía casi mareada al pensar en ello.
Todo lo que faltaba era el cable. Le quitó el aislante a un pedazo corto, peló los dos extremos de dos pedazos mucho más largos, y conectó rápidamente un extremo de cada uno de los trozos más largos al trozo corto, retorciendo los brillantes hilos de cobre para unirlos.
Se acercaron al avión uno al lado del otro. Ella sostenía la caja y él el cable.
– Si funciona, cuando se encienda el papel tú cierra la tapa y lleva la caja a la hoguera -le ordenó-. Yo tendré que soltar los cables de la batería para que no se desperdicie nada de energía; podríamos tener que volver a intentarlo. El papel enrollado se quemará más lentamente, así tendrás suficiente tiempo para llevar la llama a la hoguera. En cuanto llegues, no me esperes, ve encendiendo el fuego.
Ella asintió. El corazón le latía tan fuerte que se sentía casi enferma. «Por favor, funciona», rogaba en silencio. Necesitaban aquello.
Se quedó de pie junto a él, sosteniendo uno de los cables aislados en posición, de modo que el que no estaba aislado tocara la punta del rollo de papel. Cam tuvo que meterse literalmente a presión entre uno de los árboles y los restos del avión, a unos treinta centímetros del suelo, para poder alcanzar la batería con las dos manos y conectar los cables largos, uno al polo positivo y otro al negativo. Cuando terminó se quedó en la misma postura, con sus agudos ojos clavados en la caja que sostenía Bailey.
Ella trataba de no temblar mientras sujetaba el cable pelado contra el papel.
– ¿Cuánto tardará?
– Dale unos cuantos minutos.
Parecía que había pasado una hora. El tiempo se arrastraba mientras ellos miraban angustiados al papel con expectación, deseando ver una espiral de humo, una señal de quemadura, rogando que pasara algo.
– Por favor, por favor, por favor -recitaba ella en voz baja. No sucedía nada. Cerró los ojos porque no podía soportar seguir mirando. A lo mejor si dejaba de mirar, el papel empezaría a echar humo. Era una esperanza infantil, un pensamiento estúpido, como si con su mirada, ella impidiera que se encendiera.
– ¡Bailey! -La voz de él sonó cortante. Sobresaltada, abrió los ojos. Lo primero que vio fue la espiral de humo, delgada y delicada, tan transparente como un espejismo. Se retorcía hacia arriba casi titubeante, para ser arrebatada por el viento. Con cautela cambió un poco de postura, acercando la caja a la protección de su cuerpo.
En el papel empezó a crecer una mancha marrón de quemadura, se extendió a la gasa y se introdujo en ella. Una llama brillante y minúscula empezó a lamer la gasa. Los extremos del papel empezaron a curvarse.
– Vete -dijo Cam, y ella cerró con cuidado la tapa, casi de inmediato se dio la vuelta y se apresuró a ir al punto preparado para encender la hoguera. Arrodillada junto a la pirámide de combustible, papel y madera, abrió con cautela la caja, tratando de proteger lo mejor posible la frágil llama. El papel enrollado estaba a medio consumir.
Sacó cuidadosamente el rollo de la caja e insertó el extremo encendido en el nido de corteza raspada y papel que había en el centro del montón.
Con un destello, la encantadora llamita se volvió más brillante y más alta, saltó para agarrar el papel y después la corteza. Mientras miraba, los pequeños palos apilados empezaron a echar humo y después a brillar cuando la llama cogió fuerza.
Ella se echó a reír con tanta tensión que creyó que también se le iban a saltar las lágrimas. Se dio la vuelta y vio que Cam venía hacia ella con una amplia sonrisa en la cara. Con un grito de alegría saltó, corrió hacia él arrojándose en sus brazos. Él la agarró, la levantó del suelo y la hizo girar.
– ¡Ha funcionado! -gritó ella, agarrándose a sus anchos hombros y colocando las piernas en torno a sus caderas para sujetarse.
Él no dijo nada. Sus manos le agarraron el trasero y presionaron para acercar su cuerpo. Una erección dura como la piedra empujó con urgencia la suavidad y el calor que sentía entre las piernas. Sobresaltada, alzó la vista y su carcajada se interrumpió bruscamente. Vio sus ojos de un gris vivido, brillando con calor y deseo, y entonces la besó.