Capítulo 20

El profesor MacKenna había vivido en una tranquila calle sin salida, aproximadamente a un kilómetro y medio de la calle principal. Era un lugar deprimente. No había árboles, arbustos ni hierba que adecentaran las feas casas de estilo parecido, que, en su mayoría, necesitaban reparaciones urgentes.

El jefe Joe Davis estaba esperando a Noah y a Jordan. Tenía la parte delantera de la camisa empapada. Cuando Jordan y Noah llegaron a la puerta principal, el jefe se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la nuca.

– ¿Hace mucho que esperas? -preguntó Noah.

– No, sólo un par de minutos. Pero qué calor que hace, joder. Perdona por el taco, Jordan. -Abrió la puerta-. Os lo advierto, dentro hace más calor aún. MacKenna tenía todas las ventanas cerradas y las persianas bajadas, y que yo sepa, jamás ponía el aire acondicionado. Hay un aparato instalado en una ventana, pero no estaba enchufado. -Sujetó la puerta abierta y avisó-: Cuidado por donde pisáis. Alguien ha destrozado la casa.

Jordan tuvo arcadas al entrar en el salón. Un olor a pescado recocido mezclado con algo metálico impregnaba el ambiente.

La superficie total de la casa no debía de superar los setenta y cinco metros cuadrados. Había pocos muebles. En una pared, frente a un ventanal cubierto con una sábana blanca, había un sofá de cuadros escoceses en tonos grises, tan destartalado que Jordan pensó que el profesor lo debía de encontrar tirado en alguna calle. Delante del sofá, había una mesa de centro cuadrada de roble, y a un lado, una mesita redonda con una lámpara con la pantalla desgarrada. En el rincón, sobre un cajón, había un viejo televisor Philips.

No podía ver si había o no alguna alfombra en el salón. El suelo estaba cubierto de periódicos, algunos amarillentos por el paso del tiempo, y también había libretas rotas y libros de texto hechos trizas por codas partes. En algunos sitios, el montón de papeles tenía unos treinta centímetros de altura.

Avanzaron entre la basura para llegar al comedor, situado a un lado de la casa. El único mueble que lo ocupaba era un gran escritorio. El profesor había utilizado una silla plegable de madera, pero alguien la había lanzado contra la pared, y yacía rota en el suelo.

Un multiplicador de tomas de corriente, situado sobre el escritorio, tenía enchufados cinco cargadores de móvil. Pero los teléfonos no estaban. Jordan casi tropezó con un alargador. Noah la sujetó por la cintura antes de que se diera de cabeza con la mesa.

– ¡Cuidado! -exclamó Joe.

Jordan asintió mientras se separaba de Noah y se dirigía hacia la cocina desprovista de luz. Ahí, el olor era mayor, incluso peor. Había platos sucios en el fregadero, lo que suponía un banquete para las cucarachas que pululaban por la encimera, y una bolsa de una tienda que el profesor había utilizado como cubo de la basura rebosaba su contenido, ya en descomposición, cerca de la puerta trasera.

Jordan regresó al salón y se dirigió al pasillo. En un extremo había un cuarto de baño (sorprendentemente limpio, si se tenía en cuenta el estado del resto de la vivienda), y en el otro, un pequeño dormitorio. Alguien había arrancado los cajones del tocador y los había dejado tirados en el suelo. También le había dado la vuelta al colchón y al somier de la cama de matrimonio y los había destrozado con una navaja.

Noah llegó detrás de Jordan, observó el dormitorio unos cinco segundos, se dio la vuelta y volvió al comedor.

– ¿Crees que quien haya destrozado la casa encontró lo que buscaba? -preguntó Jordan mientras lo seguía.

– ¿Por qué hablas en singular? Pudo ser más de una persona -indicó Joe.

– ¿Qué falta, Jordan? -preguntó Noah.

– ¿Además de productos de limpieza? El ordenador del profesor.

– Exacto -dijo Noah.

– Los cables sí que están -comentó Joe-. ¿Los veis? En el suelo, detrás del escritorio. Y mirad los cargadores de móvil. Me juego lo que sea a que utilizaba teléfonos imposibles de rastrear.

A Jordan le pareció ver que algo se movía bajo uno de los periódicos. Tal vez un ratón. No se sobresaltó. Quería hacerlo, pero se contuvo.

– Voy a salir… a tomar aire fresco.

No esperó a que le dieran permiso. Cuando llegó a la acera, se frotó los brazos y se estremeció al pensar que algún insecto se le pudiera haber colado por debajo de la ropa.

Noah y Joe salieron diez minutos después.

– El ratón te ha asustado, ¿verdad, cariño? -le susurró Noah al pasar a su lado.

– Yo…

A veces, deseaba que Noah no fuese tan observador.

– ¿Qué, Jordan, quieres abrir el maletero? -soltó Noah entonces desde la parte trasera del coche.

– No tiene gracia -replicó ella.

La sonrisa burlona en el rostro de Noah sugería lo contrario. Después de abrirlo él, se volvió hacia Joe.

– ¿Estás seguro de que quieres guardar aquí las cajas? Estarán cubiertas de bichos en menos que canta un gallo.

– Las cerraré bien -aseguró el jefe-. Un par de ayudantes me ayudarán a revisar lo que hay en la casa, incluidas las cajas, página por página. No sé qué buscamos, pero espero que algo nos llame la atención.

– Joe -dijo Jordan, que había recordado algo de repente-, tengo el lápiz de memoria que el profesor me dio para llevar a casa. ¿Lo necesitarás?

– Necesitaré cualquier cosa que nos dé alguna pista sobre el profesor -respondió-. Me encargaré de que te lo devuelvan. Supongo que cuando hayamos terminado con todo esto -comentó al cargar la primera de las cajas para dirigirse con ella a la casa-, se lo enviaremos a un pariente. Es decir, si encuentro alguno -añadió.

– El profesor forma parte del clan MacKenna -le informó Jordan-, pero no me imagino que ninguno de sus miembros reclame los bienes del profesor. Estaba bastante chiflado.

Se sintió inmediatamente culpable por hablar así sobre el difunto, pero sólo estaba siendo sincera.

– ¿Has tenido ocasión de leer todos estos papeles? -preguntó Joe desde la puerta.

– No. He leído unos cuantos relatos de cada una de las cajas, pero nada más.

– Conecta el aire acondicionado del coche y espérame -le pidió Noah a Jordan mientras le abría la puerta y le entregaba las llaves-. Sólo tardaré un minuto.

– Pareces enojado.

– No estoy enojado, pero sí irritado. He tenido mucha paciencia, y como ya sabes, me cuesta mucho tenerla, pero esta vez lo he logrado, ¿no crees?

– Sí -concedió Jordan, que quería sonreír pero se contuvo.

– Sé que Joe ha hablado con el sheriff Randy Dickey, pero todavía no me ha dicho nada. Lo que significa que ha llegado a algún tipo de acuerdo. De modo que…

– Ya.

– Se me ha acabado la paciencia. Sube al coche.

Joe salió entonces. Noah se dirigió hacia él mientras estaba cerrando la puerta de entrada.

– ¿Se te ha olvidado contarme qué te ha dicho Randy Dickey? -le preguntó.

– No, no se me ha olvidado. Me parecía que tal vez podríamos hablarlo más tarde, mientras nos tomamos una cerveza.

– Cuéntamelo ahora.

– Tienes que entenderlo. Hasta el momento en que su hermano salió en libertad condicional, Randy estaba haciendo un buen trabajo como sheriff. La gente estaba contenta con él. Pero J.D. es impulsivo, y a Randy le gustaría darle una segunda oportunidad para que se redima. He accedido a ello.

– Tú no eres quién para hacerlo -lo cortó Noah.

– Sí lo soy -afirmó Joe-. A no ser que Jordan denuncie a J.D. por el golpe que le dio, ni tú ni ella tenéis demasiado que decir al respecto. No es que me esté poniendo borde. Sólo te estoy contando lo que hay. Y como he dicho antes, yo tengo que vivir en este pueblo y eso significa que tengo que llevarme bien con las autoridades. El sheriff Randy puede ponerme las cosas muy difíciles. Da igual que esté en otro condado. Puede hacerlo.

– Oh, sí. Da la impresión de ser muy buen sheriff.

– No quiero decir eso -aclaró Joe-. Sólo quiere un favor, nada más.

– Y si no se lo haces, entonces te complicará las cosas…

– Muy bien, de acuerdo -dijo con las manos en alto-. Sé lo que he dicho. Pero J.D. es su hermano -repitió-. Y volverá a la cárcel en un periquete si Jordan lo denuncia, y Randy estará en deuda conmigo si no lo hace.

– Creía que no querías conservar el cargo de jefe.

– Mi mujer dice que no debería dejar que mi ego me domine -explicó avergonzado Joe-. La última vez me dejaron de lado, pero ahora soy jefe de policía, y los concejales podrían convencerme de que siguiera en el cargo, si es lo que quieren.

– Quiero hablar con Randy -lanzó Noah.

– Ya se lo he dicho, y le parece bien.

– ¿Le parece bien? -Noah notó que se estaba acalorando-. ¿Dónde está ahora?

– ¿Quieres que te diga la verdad?

– No, Joe. Miénteme.

– Oye, no hace falta que te mosquees. Ahora mismo, Randy está buscando a su hermano. Para serte sincero, no sabe dónde está J.D., y me ha dicho que le preocupa muchísimo que J.D. pueda hacer alguna tontería.

– J.D. ya ha superado la fase de las tonterías.

– Aparecerá, y cuando lo haga, Randy lo traerá para que hablemos con él y arreglemos las cosas -explicó Joe.

– ¿Que arreglemos las cosas? J.D. es sospechoso en una investigación de homicidio.

– Pero es mi investigación de homicidio -recordó Joe.

– El plazo no ha cambiado, Joe -indicó Noah sin prestar atención al comentario del jefe-. Randy tiene hasta mañana para llevar a J.D. a la comisaría.

– ¿Y si no logra encontrarlo?

– Lo haré yo.

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