¿Lo había logrado o no? ¿Iba a sobrevivir o a morir Jordan Buchanan? Irónicamente, la vida de Pruitt también estaba en juego. Si ella sobrevivía, tendría que regresar para terminar el trabajo, pero si moría, podría volver con su familia y a su trabajo.
La muchacha seguía en estado crítico. Pruitt había llamado dos veces al hospital esa noche para informarse. En la segunda ocasión lo habían pasado a la UCI, donde una enfermera eficiente pero agobiada, le había dicho que Jordan Buchanan no había recobrado el conocimiento.
Pruitt se había registrado en un motel venido a menos que había cerca del aeropuerto para esperar el resultado. Sólo había dormido un par de horas, pegado a las noticias de la televisión. El informativo de primera hora de la mañana de Channel 7 emitía un reportaje sobre el juez Buchanan y su impresionante carrera en los tribunales. En otra cadena local, ofrecían una entrevista grabada a una mujer madura y corpulenta con el pelo rubio oxigenado y las cejas pintadas que juraba haber visto el tiroteo y describía, muy animada, lo que había sucedido. Acababa de salir del hospital cuando se oyó el primer disparo. Insistía en que si hubiese salido un minuto después, habría sido ella la víctima inocente en lugar de la pobre hija del juez federal. Le explicó al entrevistador que cuando empezaron los tiros, estaba rodeando una ambulancia para dirigirse a su coche.
Todo lo que contó del tiroteo estaba mal. Afirmaba haber visto cómo dos hombres disparaban al juez, uno de ellos desde la ventanilla del copiloto de un sedán Chevy último modelo. Tanto el conductor como el pasajero abrieron fuego cuando el coche doblaba a toda velocidad la esquina. Lo que afirmaba no tenía ninguna lógica. Si hubiese habido dos hombres y ambos hubiesen disparado sus armas a la vez, uno de ellos habría estado apuntando a los coches estacionados.
El periodista de la televisión que hacía la entrevista no captó la incoherencia.
– Debió de ser aterrador -dijo con una voz que rezumaba falsa compasión-. ¿Vio cómo caía la hija del juez Buchanan? ¿Recuerda cuántos disparos hubo? ¿Vio a los agresores? ¿Podría identificarlos?
– No -contestó. Fue el único momento de toda la entrevista en que la mujer pareció nerviosa-. No, no podría identificar a ninguno de los dos hombres. Tenían la cara tapada, y llevaban capuchas.
Y así prosiguió. Cuanta más compasión e interés mostraba el locutor, más impresionante y más estrambótica se volvía la historia. La mujer, patéticamente, estaba sacando el máximo partido de su momento de gloria. Ansiosa por complacer e impresionar, sonreía a la cámara y seguía adornando su relato.
La buena noticia para Pruitt era que todos los informativos empezaban con la misma introducción: el intento de asesinato de un juez federal.
Era una suposición automática, y no tenían ninguna duda al respecto. ¿Por qué deberían tenerla? El juez había recibido amenazas de muerte. Él era el objetivo, claro, y su hija, alguien inocente que pasaba por allí.
Pero Pruitt todavía tenía que destruir las fotocopias de la investigación. Iba a comprar una trituradora de papel en una tienda de material para oficina. Ya había consultado la guía telefónica y había encontrado varias que estaban a treinta kilómetros del hospital como mínimo. Planeaba volver después al motel y pasarse la tarde destruyendo las hojas y metiendo el confeti de papel resultante en bolsas de plástico. Cuando hubiese terminado, tiraría las bolsas en el contenedor que había detrás del motel y se habría librado de ese problema.
Aquel escocés estúpido casi le había arruinado la vida. Pruitt no sentía ningún remordimiento por haberlo matado. El muy cabrón le había estado chantajeando y merecía morir. Era evidente que aquel imbécil no había imaginado hasta dónde era capaz de llegar Pruitt para protegerse.
Para Pruitt era una de esas extrañas vueltas que da la vida; eso era lo que era. Alguien había entrado en su concesionario para echar un vistazo mientras le reparaban el coche en el taller mecánico. Había visto a Pruitt y, más tarde, por teléfono, le había explicado con la voz disimulada que lo había reconocido de las informaciones sobre el juicio de Chernoff. El hombre se jactó de no olvidar nunca una cara, y la de Pruitt era especialmente memorable. En cierto momento, habían llevado a Pruitt al Palacio de Justicia a testificar en contra del patriarca de la familia Chernoff. Mientras lo entraban a toda prisa al edificio, había intentado taparse la cabeza, pero a pesar de que su abogado pretendió por todos los medios que su fotografía no apareciera en la prensa, las cámaras habían obtenido un par de buenos planos.
Al declarar y contar los secretos de la familia, Pruitt estaba violando un código no escrito, pero le habían prometido inmunidad, y su libertad valía cualquier precio que tuviera que pagar. Había trabajado como matón y como cobrador para la familia Chernoff, y le había dado nombres al fiscal. También había declarado bajo juramento que había visto cómo su jefe, Ray Chernoff, había asesinado a su propia esposa, Marie Chernoff. Los detalles que Pruitt proporcionó sobre el crimen fueron tan precisos que el jurado le creyó. Cuando ese crimen se añadió a todos los demás, Chernoff fue sentenciado a tres cadenas perpetuas consecutivas.
La mayoría de lo que Pruitt le había contado al jurado era verdad. Fue bastante concreto sobre los asesinatos que ordenaba su jefe cuando un «cliente» se negaba a cooperar. Sólo había retocado un poco algunos hechos importantes. Había mentido al asegurar que él jamás había matado a nadie. También lo había hecho al afirmar que había presenciado cómo Ray había apuñalado mortalmente a su mujer. En realidad, había sido Paul Pruitt quien había matado a Marie Chernoff. Y, al presentársele la ocasión, había culpado del asesinato a Ray Chernoff.
Tras el veredicto, sacaron a Ray de la sala gritando que se vengaría de Pruitt.
Matar a Marie era lo más difícil que Pruitt había hecho en su vida, y todavía entonces seguía pensando en ella. Oh, cómo la había amado.
Había sido un auténtico mujeriego antes de conocerla en una fiesta navideña. Pero se enamoró de ella en cuanto la vio. Empezaron su aventura esa misma noche, y él le declaró su amor eterno en todos los encuentros clandestinos que tuvieron a partir de entonces.
Pero a la dulce Marie empezó a consumirla la culpa. Se encontraba con él y se abría de piernas, pero después se vestía e iba a la iglesia a encender una vela por haber cometido el pecado de adulterio. Pasado cierto tiempo, ni siquiera eso era suficiente para ella. Le dijo a Pruitt que quería poner fin a su aventura, que confesaría sus pecados a su marido y le suplicaría perdón. Pruitt recordó haber levantado el cuchillo y haberse acercado a ella. No tenía intención de matarla. Sólo quería asustarla un poco, hacerle comprender que si hablaba, sus vidas habrían acabado. Pero Marie se puso histérica y no pudo detenerse. Lloró mientras la apuñalaba.
Justificaba sus actos diciéndose a sí mismo que no había tenido ninguna otra solución a su alcance. Ray podría haber perdonado a Marie su infidelidad pero, desde luego, jamás lo habría perdonado a él. En el fondo, todo se había reducido a matar o morir.
Cuando encerraron a Ray Chernoff, creyó que podría tener alguna posibilidad. Pero las cosas no salieron bien. Aunque Chernoff estaba entre rejas, seguía teniendo muchos contactos en el exterior, y la protección que le había prometido el Gobierno era ridícula. Aunque lo trasladaran a otro sitio, estaría vigilado. No, tenía que cuidar de sí mismo. Vivió varias semanas obsesionado hasta que finalmente un día llegó a casa y vio una sombra en la escalera. No había la menor duda de que el hombre que se ocultaba en el rellano del piso por encima del suyo iba armado y lo estaba esperando. Pruitt se marchó y se escondió en un bar que había calle abajo hasta que no hubo moros en la costa. Después, regresó con cautela a su casa e hizo lo que tenía que hacer. Hasta donde todo el mundo sabía, Paul Pruitt había fallecido ese día.
Los últimos quince años había vivido una mentira. Había sido muy prudente. Pasados los diez primeros años, empezó a relajarse. Se había mudado lo más lejos de su hogar que había podido y se había instalado en un pueblo de Tejas. Había logrado un empleo como vendedor de automóviles en Bourbon y, con el tiempo, consiguió convertirse en el propietario del concesionario.
Cuando la gente le sugería que hiciera más publicidad, se negaba. No quería tener ninguna cámara cerca. Estaba contento justo donde estaba. Tenía dinero suficiente para sentirse importante. Puede que su ego fuera más fuerte que él una o dos veces. Le gustaba que la gente lo admirara. En esa parte del mundo se había ganado cierto respeto como Dave Trumbo, y le gustaba que se alegraran de verlo cuando iba a algún sitio.
La llamada de un hombre anónimo que lo había reconocido amenazó con quitárselo todo. Después de ese primer mensaje, había intentado localizar a su autor. Cada vez que metía el dinero en el sobre y lo enviaba a otro apartado de correos distinto, trataba de averiguar quién era el chantajista, pero cada vez que el hombre misterioso llamaba, le daba una dirección diferente. Había llegado a esconderse y a esperar junto a una de las estafetas de correos para ver quién se llevaba el paquete, que había marcado con un rotulador fluorescente amarillo. Se había pasado dos largos días, con sus noches correspondientes, sentado en un coche, en una calle de Austin, con unos prismáticos en el regazo a la espera de poder ver a ese cabrón. Después de que nadie recogiera el dinero durante todo ese tiempo, regresó a Bourbon. Cuando el mes siguiente la petición de dinero aumentó, se asustó más.
J.D. Dickey acabó con todo eso. Pruitt no lo había visto nunca, pero le habían hablado de él. Sabía que había estado en la cárcel y también sabía que su hermano era el sheriff del condado de Jessup.
Tenía que admitir que J.D. había tenido agallas al entrar en su oficina, cerrar la puerta y decirle con toda tranquilidad que podía ayudarle a resolver su problemilla.
Recordaba haberle preguntado a qué problemilla se refería.
J.D. había puesto de inmediato las cartas boca arriba. Le explicó que había iniciado una nueva línea de negocio que le resultaba bastante lucrativa. Se dedicaba al chantaje. Antes de que Pruitt pudiera reaccionar al oír esta confesión, J.D. levantó las manos y le aseguró que él no le había estado chantajeando y que no tenía ninguna intención de hacerlo en el futuro.
Quería trabajar para él. Recordaba la conversación casi palabra por palabra. J.D. le había contado que se pasaba los días y las noches recorriendo los barrios y escuchando conversaciones con su equipo de vigilancia. Si oía algo interesante, como un hombre que engañaba a su mujer, tomaba nota. A veces, había entrado incluso en una habitación para instalar un micrófono o una cámara. Había descubierto que grabar en video escenas de sexo le permitía ganar mucho dinero. Algunos habitantes de Serenity tenían costumbres sexuales peculiares. J.D. le puso entonces varios ejemplos.
J.D. tardó un rato en volver a su problema, pero a Pruitt no le importó. Le fascinaba lo que estaba oyendo. J.D. abordó finalmente el tema de su chantajista. Le explicó que estaba estacionado en la calle de la casa de ese hombre y le había oído hablar con Pruitt por uno de sus móviles. No sabía qué había hecho Pruitt, pero supuso que probablemente tenía una aventura o que tal vez se trataba de algo más grave, como defraudar a Hacienda dinero del concesionario. J.D. dijo que no le importaba lo que hubiera hecho, pero que podía ayudarle a librarse de su chantajista. Podría echarlo del pueblo. Y lo haría gratis si Paul lo ponía en nómina para resolver problemas futuros. Sugirió que podría ser como una especie de abogado y estar a su servicio.
Pruitt accedió rápidamente. Aliviado al ver que J.D. no tenía ni idea sobre su verdadera identidad, en aquel mismo momento tomó la decisión de convencerlo para que le ayudase a deshacerse del chantajista. Luego, él se desharía de J.D.
Cuando le dio el nombre del profesor, J.D. no tenía ni idea de que estaba firmando la sentencia de muerte de MacKenna. Pruitt le dijo a J.D. que quería hablar con el profesor MacKenna antes de que lo asustara para que abandonara el pueblo. Le pidió a J.D. que se encontrara con él en casa de MacKenna, aunque J.D. no sabía que el profesor iba a morir.
Pruitt recordaba cómo se había reído al explicarle a J.D. que se había convertido en cómplice de un asesinato, y ordenarle que se deshiciera del cadáver del profesor por él.
J.D. estaba aterrado. Pero a Pruitt no le importaba. Le dijo que si seguía sus órdenes, todo saldría bien. Lo más importante era deshacerse del cadáver.
Al volver la vista atrás, se daba cuenta de que debería haber sido más concreto. También debería haberse percatado de lo idiota que era J.D. Al pensar en ello, sacudió la cabeza. J.D. se creía muy inteligente. Dejó el cadáver de MacKenna en el coche de Jordan Buchanan porque, como era forastera, creía que podrían culparla de la muerte del profesor. Lo tenía todo atado. O eso creía él.
Pero J.D. no había previsto que Lloyd lo vería metiendo el cadáver del profesor en el maletero. Y no había esperado que Pruitt, o Dave, como él lo llamaba, haría lo que fuera necesario para que Lloyd no abriera la boca. De hecho, no había pensado demasiado en nada. Desde luego, no había pensado que Dave Trumbo lo mataría.
Paul Pruitt se llevó las manos al pecho y se echó hacia atrás. Habría sido mucho más sencillo para todos los implicados que J.D. se hubiera llevado el cadáver del profesor al desierto y lo hubiera enterrado allí, pero el muy imbécil había tenido que intentar ser inteligente.
Pruitt se durmió preguntándose si J.D. habría muerto cuando lo había golpeado desde detrás o si simplemente se habría quedado inconsciente y habría sentido cómo el fuego lo devoraba.