Jordan se registró en el Home Away From Home Motel, donde le dieron una habitación espaciosa que daba al fondo del patio. La puerta tenía doble cerrojo. La habitación era cuadrada y estaba limpia. Con una cama de matrimonio frente a la puerta, y un escritorio y dos sillas junto a la pared, frente a la ventana, carecía de conexión para el portátil o de acceso a Internet, pero podría prescindir de ambas cosas por una noche.
Amelia Ann, la amiga de Angela, le hizo sentirse como una invitada de honor. Le llevó jaboncitos adicionales y unas toallas recién salidas de la secadora.
Después de deshacer la maleta, Jordan se quitó la ropa y se dio una sana ducha fría. Se lavó y secó el pelo, se puso una falda y una blusa, y le quedó el tiempo justo para dirigirse a The Branding Iron. No recordaba la última vez que había cenado a las seis, pero como no había comido nada desde el desayuno, tenía apetito.
La cena fue inolvidable… pero no en el buen sentido. Resultó que el profesor MacKenna le quitaba el hambre a cualquiera.
Aunque sólo eran las seis, el estacionamiento del restaurante estaba completo. Una camarera la acompañó desde la puerta hasta una mesa discreta situada al fondo del comedor.
– Tenemos mesas mejores, pero el hombre con quien ha quedado quería intimidad. Le enseñaré dónde está. No pida pescado; no huele muy bien. Enseguida les sirvo -añadió con una sonrisa.
El profesor MacKenna no se levantó cuando Jordan llegó a la mesa, ni siquiera se molestó en asentir cuando se sentó delante de él. Tenía la boca llena de pan, y debería haber esperado a tragarlo para hablarle, pero no lo hizo.
– Llega tarde -dijo, aunque costaba entenderlo con la bola de pan del tamaño de una pelota de golf que tenía en la boca.
Como apenas pasaban unos minutos de la hora, no le pareció necesario disculparse ni responder a su crítica absurda. Tomó una servilleta de lino, la desdobló y se la puso en el regazo. Observó que él todavía tenía la suya en la mesa y procuró desesperadamente no mirarle la boca mientras masticaba. Si no hubiese sido tan vulgar, habría resultado cómico.
Le entraron unas ganas terribles de salir pitando. ¿Qué diablos hacía allí? ¿No estaba totalmente feliz y satisfecha antes de la conversación que había tenido con Noah durante el banquete de boda? Y ahora, en cambio, estaba cenando con el profesor grosero. Fantástico. Qué aventura más maravillosa.
«Muy bien, cambio de planes», se dijo. «Acaba con esta cena del modo más rápido y apacible que puedas, consigue los documentos de la investigación, y lárgate.»
– Ya he pedido mi cena -dijo el profesor-. Eche un vistazo a la carta y elija algo.
Jordan abrió la carta y pidió lo primero que vio: un plato de pollo picante y un agua con gas. La camarera le llevó la bebida, le dirigió una mirada compasiva tras echar una ojeada significativa al profesor, y corrió hacia otra mesa, fingiendo no darse cuenta de que éste le estaba mostrando la cesta del pan vacía.
Jordan esperó para hablar a que el profesor tuviera la boca desocupada.
– Como profesor de historia -soltó-, sabrá que no puede ser que todos los miembros del clan Buchanan hayan sido malos. Estoy segura de que a lo largo de los siglos… -Dejó de hablar cuando vio que su interlocutor sacudía enérgicamente la cabeza-. ¿De veras cree que todos han sido horribles?
– Sí. Despreciables.
– Deme un ejemplo de algo despreciable que hicieran los Buchanan a los angelicales MacKenna -lo desafió.
El comportamiento y la actitud del profesor cambiaron en cuanto empezó a hablar sobre su investigación. Gracias a Dios, no masticaba cuando inició su lección de historia… su lección de historia sesgada y parcial.
– En 1784, el magnífico terrateniente Ross MacKenna envió a su única hija, Freya, al clan Mitchell. Estaba prometida en matrimonio con el hijo mayor del terrateniente Mitchell, quien, como todo el mundo sabía, heredaría el título de su querido padre en cuanto éste falleciera. Según mis documentos, la comitiva fue atacada brutalmente durante el trayecto hacia la propiedad de los Mitchell.
– ¿Los Buchanan la atacaron? -preguntó Jordan.
– No -negó el profesor con la cabeza-. No fueron los Buchanan. Fue el clan MacDonald. El terrateniente MacDonald estaba en contra de la alianza entre los MacKenna y los Mitchell porque creía que los volvería demasiado poderosos. La emboscada tuvo lugar a orillas del gran lago, y durante la escaramuza, la hermosa joven, Freya, cayó al agua.
Esperó a que Jordan reaccionara a lo que le había contado.
– ¿Se ahogó? -preguntó ella mientras pensaba en cómo el profesor podría achacar la muerte de la joven Freya a los Buchanan.
– No, y está escrito que sabía nadar, pero empezó a llover, y hubo una gran conmoción en el lago. De repente, se oyó un grito, y uno de los MacKenna dirigió la vista hacia la orilla opuesta, justo a tiempo para ver cómo un guerrero Buchanan sacaba a Freya del agua. La muchacha seguía viva, porque agitaba los brazos.
– Bueno, pues resulta una historia buena sobre los Buchanan -indicó Jordan-. Acaba de decirme que un guerrero Buchanan le salvó la vida a esa mujer.
– Nunca volvió a saberse nada de la joven Freya -aclaró el profesor con el ceño fruncido.
– ¿Qué le pasó?
– Los Buchanan se la llevaron. Eso es lo que le pasó. La vio, la quiso y se la llevó.
Le pareció que el profesor esperaba que se horrorizase, y sabía que no le gustaría nada que se riera.
– ¿Sólo hubo un testigo de ese… secuestro?
– Un testigo fiable.
– Un MacKenna.
– Sí.
– Entonces, estará de acuerdo conmigo en que puede que se exagerara la historia para culpar a los Buchanan. -Antes de que el profesor pudiese rebatir su conclusión, Jordan preguntó-: ¿Puede darme otro ejemplo… con pruebas documentadas?
– Estaré encantado de hacerlo -aseguró el profesor. Por desgracia, le llegó la ensalada y empezó la historia mientras atacaba el plato. Jordan bajó la vista hacia la mesa para no tener que verlo-. Consulte los libros de historia -dijo mientras clavaba el tenedor en la lechuga-, y verá que en 1691, el rey Guillermo iii ordenó a los jefes de todos los clanes que firmaran un juramento de lealtad antes del 1 de enero de 1692.
»El clan MacKenna era el más respetado de toda Escocia. William MacKenna, como jefe, se dirigió a Inveraray el mes de noviembre con un grupo de miembros de su clan para firmarlo. Por el camino, los interceptó un mensajero que les indicó que el rey estaba introduciendo cambios en el juramento y que debían regresar a casa hasta que los mandara llamar. Cuando llegaron a sus propiedades, se encontraron con que alguien había dispersado sus ganados y quemado muchos de sus edificios. Cuando lograron restablecer el orden, se había rebasado la fecha límite.
»Entonces se enteraron de que el mensajero les había mentido y que no lo había enviado el rey. El juramento de lealtad no se había pospuesto.
Jordan soportó otra de las miradas ceñudas del profesor. Vaya por Dios. Ya sabía a dónde iría a parar esa historia.
– ¿Y? -Jordan lo instó a seguir-. ¿Qué ocurrió después?
– Le diré lo que ocurrió. -Soltó el tenedor y se inclinó hacia delante-. El rey Guillermo estaba furioso con los MacKenna por haber desobedecido su orden. Para castigarlos, les hizo pagar una cantidad enorme y ceder buena parte de sus tierras. Y lo que fue peor aún, perdieron el favor de la monarquía por varias décadas -explicó y, tras asentir, recogió el tenedor y pinchó con él un trozo de tomate-. No hay ninguna duda de quién envió el mensajero e hizo estragos en los MacKenna.
– Déjeme adivinar. ¿Los Buchanan?
– Exacto, corazón. Los despreciables Buchanan.
Había levantado la voz y prácticamente gritado las palabras «despreciables Buchanan». Otros comensales del restaurante los observaban y escuchaban. A Jordan le daba lo mismo que hiciera una escena. Aguantaría el tipo.
– ¿Hubo alguna prueba de que los Buchanan enviaran el mensajero o atacaran las tierras de los MacKenna?
– No fue necesario -replicó el profesor.
– Sin ninguna prueba documentada, son sólo habladurías y cuentos -dijo Jordan.
– El clan Buchanan era el único lo bastante solapado como para querer desacreditar a los venerados MacKenna.
– Eso es lo que dice un MacKenna. ¿Se le ocurrió alguna vez que tal vez se hubiese invertido la historia y que fueran los MacKenna quienes en algún momento habían atacado a los Buchanan?
La horrorosa expresión que adoptó la cara del profesor le indicó que le había dado donde más le dolía.
– Sé de lo que hablo -soltó con un puñetazo en la mesa-. No olvide que los Buchanan lo empezaron todo al robar el tesoro de los MacKenna.
– ¿En qué consistía exactamente ese tesoro? -indagó Jordan. Ése era el tema que había despertado su interés para empezar.
– Algo muy valioso que pertenecía legítimamente a los MacKenna -contestó el hombre. De repente, se irguió en la silla y frunció el ceño-. Eso es lo que quiere en realidad, ¿verdad? Cree que encontrará el tesoro… puede que para quedárselo. Bueno, le aseguro que los siglos lo han ocultado bien, y si yo no lo he encontrado, es imposible que usted dé con él. Todas las atrocidades que han cometido los Buchanan generación tras generación han ensombrecido el origen de la enemistad. Es probable que nadie lo descubra jamás.
No sabía por qué le irritaba tanto, pero de repente estaba resuelta a defender el buen nombre de su familia.
– ¿Conoce la diferencia entre hechos y fantasías, profesor?
Su conversación era cada vez más acalorada. Ninguno de los dos lograba a duras penas contener los gritos, y Jordan se dejó llevar y soltó algún que otro insulto al clan del profesor.
La conversación terminó en cuanto llegó la cena. Jordan no podía creerse el pedazo descomunal de carne casi cruda acompañado de una enorme cantidad de patata hervida que colocaron frente al profesor. En comparación, su platito de pollo parecía una ración infantil. El profesor agachó la cabeza y no volvió a levantarla hasta que hubo devorado hasta el último bocado. No le quedó ni un gramo de cartílago o de grasa en el plato.
– ¿Le apetece más pan? -le preguntó Jordan con calma.
A modo de respuesta, le pasó la cesta vacía. Jordan logró captar la atención de la camarera y pidió educadamente más pan. Por la expresión recelosa de la mujer, supuso que había oído la discusión, y le sonrió para asegurarle que todo iba bien.
– Vive su trabajo con mucha pasión -le obsequió Jordan al profesor. Había decidido que si no empezaba a complacerlo, podía marcharse sin permitirle ver su investigación, y el viaje habría sido totalmente en balde.
– Y admira mi dedicación -respondió el hombre, que a continuación empezó otro relato sobre los viles Buchanan. Se detuvo el rato suficiente para pedir el postre, y cuando éste llegó, había retrocedido hasta el siglo xiv.
Todo en Tejas era grande, incluida la comida. Se quedó mirando la cabeza del profesor mientras éste se zampaba un pedazo monumental de tarta de manzana con dos cucharadas de helado de vainilla.
A un camarero se le cayó un vaso. El profesor echó un vistazo a su alrededor y vio lo concurrido que estaba entonces el comedor. Pareció encogerse en la silla mientras observaba con atención quién iba y venía.
– ¿Pasa algo? -preguntó Jordan.
– No me gustan las multitudes -explicó antes de tomar un sorbo de café y añadir-: He almacenado unos cuantos datos en un lápiz de memoria. Está en una de las cajas para Isabel. ¿Sabe qué es un lápiz de memoria? -Antes de que Jordan pudiera responder, el profesor siguió hablando-. Lo único que tiene que hacer Isabel es poner el lápiz de memoria en su ordenador. Es como un disquete, y puede contener muchísimos datos.
Su tono condescendiente la irritó infinitamente.
– Me aseguraré de que lo reciba -dijo.
El profesor MacKenna le indicó entonces el precio del lápiz de memoria.
– Supongo que usted o la señorita MacKenna me lo reembolsarán -comentó.
– Sí. Yo misma se lo pagaré.
– ¿Ahora?
Se sacó un recibo del bolsillo y la miró expectante. Era evidente que esperaba el dinero en ese mismo momento, así que Jordan sacó el billetero y se lo pagó. Como era de los que no se fían de nadie, contó el dinero antes de guardárselo en la cartera.
– En cuanto a mi investigación… Tengo tres cajas grandes. He hablado mucho con Isabel, y muy a pesar mío, he decidido dejar que se las lleve para hacer fotocopias. Me ha asegurado de que se hace totalmente responsable, así que confiaré en la integridad de una MacKenna. Sabré si falta algo. Tengo una memoria fotográfica. Cuando he leído algo, lo recuerdo. -Se dio unos golpecitos con el índice en la frente-. Recuerdo los nombres y las caras de personas que conocí hace diez o veinte años. Está todo aquí. Lo que es importante y lo que no lo es.
– ¿Cuánto tiempo tengo para hacer las fotocopias? -inquirió Jordan, con la esperanza de desencallar la conversación.
– He estado muy ocupado organizando mi viaje y podré marcharme antes de lo que había previsto. Tendrá que quedarse en Serenity y hacer aquí las fotocopias. No debería llevarle más de dos días. Puede que tres -concedió.
– ¿Hay algún local con fotocopiadoras?
– No creo -contestó-. Pero en el supermercado hay una que puede usarse, y estoy seguro de que hay otras en el pueblo.
Tras dos tazas más de café, el profesor pidió la cuenta. A medida que se acercaba la hora de despedirse, los minutos parecían hacerse más largos. Cuando llegó la cuenta, el profesor la empujó hacia ella. Para entonces, el gesto no le sorprendió a Jordan.
Su hermano Zachary siempre había sabido cómo asquearla. Se le daba mucho mejor que a cualquiera de sus demás hermanos, pero esa noche el profesor MacKenna lo había superado. En aquel momento, el profesor se secó los labios con la servilleta, que había permanecido doblada en la mesa a lo largo de toda la cena, y se levantó.
– Quiero estar en casa antes de que oscurezca -anunció.
– ¿Vive lejos de aquí? -preguntó Jordan, ya que faltaba al menos una hora para que anocheciera.
– No -contestó el profesor-. Le llevaré las cajas al coche. ¿Cuidará bien de ellas? Isabel me habló muy bien de usted, y confío en ella.
– Cuidaré bien de ellas -prometió.
Diez minutos más tarde, había pagado la cuenta, tenía las cajas en el coche y se había librado, de momento, del profesor.
Se sintió liberada.