Capítulo 2

La ceremonia fue muy bonita. A Jordan se le saltaron las lágrimas cuando su hermano y su mejor amiga se dieron el sí. Creyó que nadie lo habría notado, pero cuando tomó el brazo de Noah para salir de la iglesia, éste se agachó hacia ella para susurrarle:

– Llorona.

Él lo había notado, claro. No se le escapaba nada.

Después de las fotos de rigor, los asistentes se separaron, y Jordan terminó dirigiéndose al banquete con los novios. Aunque era como si hubiese ido en el maletero del coche, porque estaban tan ensimismados mirándose el uno al otro que ni la vieron.

Kate y Dylan habían entrado en el club de campo los primeros, y Jordan se había quedado fuera, en la escalinata, para esperar que el resto de invitados llegara y se reuniera con ella.

Era una tarde preciosa, pero el aire era algo fresquito, algo no habitual en esa época del año en Carolina del Sur. Las puertas cristaleras del salón que daban a la terraza lateral estaban abiertas. Las mesas, preparadas con manteles de lino blanco y candelabros, estaban adornadas con centros de rosas y hortensias. Jordan sabía que el banquete sería fabuloso, la comida excepcional (había probado algunas de las cosas que había elegido Kate), y la orquesta magnífica. Aunque no planeaba bailar demasiado. Había sido un día muy largo, y se estaba quedando sin fuerzas. Una brisa fría recorrió el porche, y se estremeció. Se frotó los brazos desnudos para entrar en calor. Le encantaba el vestido sin tirantes de color rosa pálido que llevaba, pero era evidente que no estaba pensado para que su portadora estuviera abrigada.

El frío no era lo único que le molestaba. Las lentillas la estaban volviendo loca. Por suerte, había metido las gafas en la chaqueta del esmoquin de Noah junto con el estuche de sus lentillas y el lápiz de labios. Era una lástima que no se le hubiera ocurrido meterle también una rebeca.

Oyó una carcajada y se volvió justo a tiempo de ver a la hermana menor de Kate, Isabel, sujetar el brazo de Noah e inclinarse hacia él. Vaya por Dios, ya empezábamos.

Isabel era una chica preciosa. Tenía los cabellos rubios y los ojos azules, como Noah. En este sentido, ambos eran bastante parecidos, y aunque él era mucho más alto, podrían haber sido parientes. Aunque la idea resultaba escalofriante, puesto que Isabel coqueteaba descaradamente con él. Era muy inocente. Noah, no. La hermana de Kate sólo tenía diecinueve años y, por la mirada de adoración que dirigía a Noah, era evidente que estaba totalmente embelesada. Había que decir en favor de Noah que él no la estaba animando. De hecho, no le prestaba demasiada atención, ya que estaba escuchando lo que le decía Zachary, el menor de los Buchanan.

– Te pillé.

Jordan, que no había oído acercarse a nadie, dio un respingo. Su hermano Michael le había pinchado el costado con un dedo y estaba ahora a su lado sonriendo como un idiota. Cuando era pequeño, le encantaba pillarla por sorpresa, y darle un susto de muerte, lo mismo que a su hermana Sidney. Le entusiasmaba que gritaran. Jordan creía que con la edad habría perdido esta horrorosa costumbre pero, al parecer, cuando estaba con ella, a veces se portaba como un niño. Bien mirado, lo mismo les ocurría a todos sus hermanos.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Michael.

– Estoy esperando.

– Sí, eso es evidente. ¿A quién o qué estás esperando?

– A las demás damas de honor, pero sobre todo a Isabel. Se supone que debo mantenerla alejada de Noah.

Michael se volvió y captó la escena a los pies de la escalinata. Isabel estaba prácticamente pegada a Noah.

– ¿Y cómo te va? -dijo con una sonrisa enorme.

– De momento, bien.

Su hermano soltó una carcajada mientras observaba a Isabel, que por fin había conseguido captar toda la atención de Noah. Se había puesto coloradísima.

– Tenemos un trío -resumió Michael.

– ¿Perdón?

– Míralos -explicó-. Isabel está colada por Noah, Zachary está colado por Isabel, y por la forma espeluznante en que esa mujer observa a Noah, como un puma que espera la cena, diría que está bastante colada por él. -Se encogió de hombros y añadió-: En realidad, es un cuarteto.

– No es un trío, un cuarteto ni un octeto -lo contradijo Jordan.

– Me parece que los octetos se incluirían en la categoría de orgías. ¿Has oído hablar de ellas?

No iba a permitir que la chinchara. Estaba concentrada en Zachary, que hacía todo lo posible por lograr que Isabel se fijara en él. No le habría extrañado que empezara a dar saltos mortales hacia atrás.

– Es una pena -comentó a la vez que sacudía la cabeza.

– ¿Lo de Zack? -dijo Michael y ella asintió-. No lo culpo. Isabel lo tiene todo. El cuerpo, la cara… Sin duda, tiene…

– Diecinueve años, Michael. Tiene diecinueve años.

– Sí, ya lo sé. Es demasiado joven para Noah y para mí, y ella cree que es demasiado mayor para Zachary.

El coche que transportaba a sus padres llegó a la entrada del club. Jordan observó que un guardaespaldas se colocaba exactamente detrás del juez cuando éste se dirigía hacia la escalinata. Otro guardaespaldas subía deprisa los peldaños delante de él.

Michael le dio un codazo cariñoso.

– No te preocupes por los guardaespaldas -le aconsejó.

– ¿A ti no te preocupan? -preguntó Jordan.

– Puede que un poco. Pero hace tanto tiempo que dura el juicio que me he acostumbrado a ver a nuestro padre con sus sombras. En un par de semanas, cuando dicte sentencia, habrá terminado todo. -Le dio otro codazo afectuoso-. No pienses en eso esta noche, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -prometió ella, aunque no sabía cómo iba a conseguirlo.

– Deberías empezar a celebrarlo -le indicó su hermano al ver que seguía preocupada-. Ahora que has vendido tu empresa y nos has hecho ricos a todos los accionistas, eres libre como el viento. Puedes hacer lo que quieras.

– ¿Y si no sé lo que quiero?

– Ya lo averiguarás con el tiempo -aseguró Michael-. Seguramente, te seguirás dedicando a la informática, ¿no?

Jordan no sabía qué haría. Suponía que si no seguía trabajando en algo relacionado con los ordenadores, estaría desperdiciando sus conocimientos. Era una de las pocas mujeres expertas en innovación informática. Había empezado su carrera profesional en una gran empresa, pero terminó montando su propio negocio, y con la inversión de su familia lo había hecho triunfar. Se había pasado los últimos años trabajando sin cesar. Sin embargo, cuando otra empresa le hizo una oferta estupenda para comprarle el negocio, no había dudado en vender. Era una mujer inquieta y le apetecía un cambio.

– Tal vez me dedique a la asesoría -comentó a la vez que se encogía de hombros.

– Sé que has recibido muchas ofertas -dijo Michael-, pero tómate algo de tiempo antes de lanzarte a hacer algo, Jordan. Espera y relájate. Diviértete un poco.

Jordan recordó que esa noche era de Dylan y de Kate. Ya se preocuparía por su futuro el día siguiente.

Noah estaba tardando una eternidad en subir la escalinata. No paraban de abordarlo familiares y amigos.

– ¿Por qué no entras? -la apremió Michael-. Y deja de preocuparte por Noah. Sabe lo joven que es Isabel. Y no hará nada indebido.

Michael tenía razón acerca de Noah, pero Jordan no podía decir lo mismo de Isabel.

– ¿Podrías ir a buscarla y llevarla dentro?

No tuvo que pedírselo dos veces. Su hermano había bajado ya algunos peldaños antes de que el portero le abriera la puerta a ella.

Después de todo, no era necesario que vigilara a Noah. Como Michael había dicho, era todo un caballero. Sin embargo, había jovencitas bastante insistentes que no lo soltaban, y a él no parecía importarle en absoluto ser el centro de su atención. Pero como todas superaban los veintiún años, Jordan imaginó que sabían lo que estaban haciendo.

La conducta virtuosa de Noah la liberó de sus responsabilidades, y empezó a divertirse. Pero, hacia las nueve ya no podía más con las lentillas, así que fue a buscar a Noah, que seguía teniendo su estuche y sus gafas en el bolsillo de la chaqueta. Estaba en la pista de baile con una rubia platino moviéndose al son de la música lenta. Jordan los interrumpió el tiempo necesario para recuperar el estuche de las lentillas y se dirigió hacia los lavabos de señoras.

Vio cierto alboroto en el vestíbulo. Un hombre de lo más extraño estaba discutiendo con el personal de seguridad del club de campo, que le pedía, sin éxito, que se marchara. Uno de los agentes federales ya lo había cacheado para asegurarse de que no llevara ninguna arma.

– Es inaudito que traten de este modo a un invitado -soltó el hombre-. Les digo que la señorita Isabel MacKenna estará encantada de verme. He perdido la invitación, eso es todo. Pero les aseguro que estoy invitado.

Vio que Jordan avanzaba hacia él y le dirigió una sonrisa radiante. Tenía un incisivo montado sobre los demás dientes, de modo que le sobresalía lo suficiente como para que el labio superior se le enganchara en él cada vez que hablaba.

Jordan no sabía si debía intervenir. El hombre actuaba de una forma muy rara. No dejaba de chasquear los dedos y de asentir con la cabeza como si diera la razón a alguien, aunque nadie hablaba con él en aquel momento. Su ropa también era extraña. Aunque era verano, el desconocido llevaba un blazer de lana con coderas de cuero. Huelga decir que sudaba abundantemente. Tenía la barba empapada. Y, no obstante las canas, Jordan no habría sabido decir qué edad tendría. El hombre llevaba un viejo portafolios de piel, del que asomaban un montón de papeles, sujeto contra el pecho.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó Jordan.

– ¿Es del banquete de boda de los MacKenna?

– Sí.

Se puso el portafolios bajo el brazo, se sacó una tarjeta arrugada y manchada del bolsillo y se la entregó con una sonrisa todavía más amplia.

– Soy el profesor Horace Athens MacKenna -anunció orgulloso. Esperó a que hubiera leído su nombre en la tarjeta y se la arrebató para volver a guardársela en el bolsillo. Y le siguió sonriendo mientras se daba unos golpecitos con los dedos en el bolsillo.

El personal de seguridad se había apartado, pero lo observaba con recelo. No era de extrañar, puesto que el profesor MacKenna era un poco raro.

– No sabe lo contento que estoy de estar aquí. -Alargó la mano hacia ella y añadió-: Esta celebración tiene una enorme trascendencia. Una MacKenna que se casa con un Buchanan. Es increíble. Sí, increíble -comentó Horace Athens MacKenna con una risita-. Imagino que nuestros antepasados MacKenna se estarán revolviendo en sus tumbas.

– Yo no pertenezco a la familia MacKenna -aclaró Jordan-. Me llamo Jordan Buchanan.

No le soltó la mano, sino que se acercó a ella. Había borrado la sonrisa de su rostro y parecía recapacitar.

– ¿Buchanan? ¿Es una Buchanan?

– Sí, exacto.

– Claro -dijo el hombre-. Por supuesto. Es una boda entre una MacKenna y un Buchanan. Tiene que haber miembros de la familia Buchanan. Es lógico, ¿no?

Le costaba seguir al profesor MacKenna. Su acento era fuerte y consistía en una mezcla poco corriente de escocés y sureño.

– Perdone. ¿Ha dicho que los antepasados de los MacKenna se estarían revolviendo en sus tumbas? -preguntó Jordan, segura de haberlo entendido mal.

– Sí, eso es lo que he dicho, corazón.

¿Corazón? Ese hombre resultaba cada vez más original.

– ¿Decía…?

– Imagino que los Buchanan también se estarán revolviendo en sus infames tumbas -añadió Horace Athens MacKenna.

– ¿Por qué razón?

– Por la enemistad, por supuesto.

– ¿La enemistad? No lo entiendo. ¿Qué enemistad?

El hombre sacó de repente un pañuelo y se secó el sudor de la frente.

– No estoy siendo nada claro. Debe pensar que estoy loco.

Pues sí, eso era exactamente lo que Jordan pensaba.

Por suerte, el hombre no esperaba que le contestara.

– Estoy muerto de sed -anunció, y señaló con la cabeza el salón del que Jordan acababa de salir-. Me sentaría bien un refresco.

– Sí, claro. Acompáñeme, por favor.

La tomó del brazo y dirigió una mirada desconfiada hacia atrás mientras caminaban.

– Soy profesor de historia en el Franklin College de Tejas -explicó a Jordan-. ¿Conoce esa universidad?

– No -admitió la joven.

– Es muy buena. Está en las afueras de Austin. Yo enseño historia medieval, o por lo menos, lo hacía hasta que heredé una cantidad inesperada de dinero y decidí dejar de trabajar un tiempo. Tomarme un período sabático. Verá -prosiguió-, hará unos quince años empecé a investigar la historia de mi familia. Ha sido una afición muy estimulante para mí. ¿Sabía que existe una enemistad entre nosotros? -No le dio tiempo a contestar-. Quiero decir, una enemistad entre los Buchanan y los MacKenna. Si la historia significa algo, esta boda no debería haberse celebrado nunca.

– ¿Debido a una enemistad?

– Exacto, corazón.

Muy bien, ya era oficial: estaba chiflado. De repente, Jordan agradeció que el agente federal lo hubiera cacheado para comprobar si llevaba un arma escondida, y empezó a inquietarle estar hablando con él en el salón, en especial si tenía intención de montar una escena. Por otra parte, parecía inofensivo, y conocía a Isabel… Por lo menos, eso había dicho.

– En cuanto a Isabel… -empezó a decir, decidida a averiguar de qué conocía el profesor a la hermana de Kate.

Pero el hombre estaba tan concentrado en su historia que no la escuchó.

– Esta enemistad existe desde hace siglos, y cada vez que creo haber llegado a su origen, va y resulta que me encuentro con otra contradicción. -Asintió varias veces con fuerza y, después, dirigió otro vistazo rápido hacia atrás como si temiera que alguien fuera a acercársele sigilosamente-. Me enorgullece decir que he seguido el rastro de la enemistad hasta el siglo xiii -se jactó.

En cuanto se detuvo para tomar aliento, Jordan sugirió que fueran a buscar a Isabel.

– Estoy segura de que estará encantada de verlo -comentó.

«O más bien horrorizada», pensó.

Recorrieron el pasillo y entraron en el salón justo cuando un camarero pasaba con una bandeja de plata llena de copas de champán. El profesor tomó una, se tragó el contenido y alargó rápidamente la mano para tomar otra.

– Caramba, qué refrescante. ¿Hay comida? -preguntó sin rodeos.

– Sí, por supuesto. Venga, le encontraremos un asiento en una de las mesas.

– Gracias -dijo, pero no se movió-. En cuanto a la señorita MacKenna, el caso es que todavía no la conozco. -Recorrió el salón con la mirada mientras hablaba-. De hecho, tendrá que decirme quién es. Hace cierto tiempo que nos escribimos, pero no tengo ni idea de qué aspecto tiene. Sé que es joven y que este año irá a la universidad -añadió. Dirigió una mirada astuta a Jordan antes de seguir-: Me imagino que se estará preguntando cómo di con ella para empezar. -Antes de que Jordan pudiera responderle, se pasó el grueso portafolios de un brazo al otro e hizo un gesto a un camarero para que le acercara otra bebida-. Tengo por costumbre leer todos los periódicos que puedo. Me gusta estar al día. Evidentemente, leo los principales periódicos por Internet. Lo leo todo, desde la política hasta las necrológicas, y retengo en la memoria la mayor parte de lo que leo -se jactó-. No miento. Jamás olvido nada. Mi cerebro es así. También he estado estudiando la historia de mi familia, y vinculada a ella, está la propiedad de una cañada: Glen MacKenna. En el registro averigüé que la señorita MacKenna heredará esas estupendas tierras de aquí a unos años.

– Tengo entendido que el tío abuelo de Isabel le dejó un terreno de tamaño considerable en Escocia -asintió Jordan.

– Glen MacKenna no es un terreno cualquiera, corazón -la reprendió, del modo en que un profesor sermonea a uno de sus alumnos-. Esas tierras están relacionadas con la enemistad, y la enemistad está relacionada con esas tierras. Los Buchanan y los MacKenna están en guerra desde hace siglos. No sé cuál fue el origen exacto de la disputa, pero tiene algo que ver con un tesoro que los infames Buchanan robaron en la cañada, y estoy resuelto a averiguar qué era y cuándo se lo llevaron.

Jordan no hizo caso del insulto a sus antepasados y retiró una silla para que el profesor se sentara en la mesa más cercana. El hombre dejó caer en ella el portafolios.

– La señorita MacKenna ha mostrado mucho interés en mis investigaciones -dijo-. Tanto que la he invitado a venir a verme. No podría traerlo todo aquí, ¿sabe? Llevo años indagando al respecto.

Como la observaba expectante, Jordan supuso que esperaba alguna clase de respuesta, de modo que asintió y preguntó:

– ¿Dónde vive usted, profesor?

– En medio de ninguna parte -sonrió y, acto seguido, aclaró-: Debido a mi situación financiera… a mi herencia -se corrigió-, he podido trasladarme a un pueblo tranquilo llamado Serenity, en Tejas. Me paso los días leyendo e investigando -añadió-. Me gusta la soledad, y el pueblo es realmente un oasis. Sería un sitio encantador para vivir en él el resto de mi vida, pero seguramente volveré a Escocia, donde nací.

– ¿Cómo? ¿Va a volver a Escocia? -dijo Jordan mientras buscaba con la mirada a Isabel por el salón.

– Sí, así es. Quiero visitar todos los sitios sobre los que he leído cosas. No los recuerdo. -Señaló el portafolios-. He escrito parte de nuestra historia para la señorita MacKenna. La mayoría del dolor que ha tenido que soportar el clan MacKenna ha sido culpa del clan Buchanan -afirmó a la vez que la señalaba con un dedo acusador-. Quizá también quiera usted echar un vistazo a mi investigación, pero le advierto que ahondar en estas leyendas y tratar de llegar al fondo de las cosas puede convertirse en una obsesión. Aunque también es una forma encantadora de olvidar la monotonía de la vida diaria. Incluso puede llegar a ser una pasión.

Menuda pasión. Como matemática e informática, Jordan trataba con hechos y no con cosas abstractas, con fantasías. Podía diseñar cualquier programa empresarial junto con el software informático correspondiente. Le encantaba resolver rompecabezas. No se le ocurría una mayor pérdida de tiempo que investigar leyendas, pero no iba a iniciar una discusión bizantina con el profesor. Iba a encontrar a Isabel lo más rápido posible. Después de dejar en una mesa al profesor MacKenna con un plato de comida delante, inició su búsqueda.

Isabel estaba fuera, y a punto de sentarse, cuando Jordan la sujetó por un brazo.

– Ven conmigo -la instó-. Tu amigo el profesor MacKenna ha llegado. Tienes que ocuparte de él.

– ¿Está aquí? ¿Ha venido? -Parecía estupefacta.

– ¿No lo invitaste?

Negó con la cabeza. Luego, cambió de parecer.

– Espera. Puede que lo hiciera, pero no formalmente. Quiero decir que no estaba en la lista. Hemos estado en contacto, y le mencioné dónde se celebraría la boda y el banquete porque me escribió que recorrería Carolina del Norte y del Sur, y que estaría en esta zona más o menos por estas fechas. ¿Y dices que se ha presentado? ¿Cómo es?

– Es difícil de describir -sonrió Jordan-. Tendrás que verlo por ti misma.

– ¿Te habló del tesoro? -preguntó Isabel mientras seguía a Jordan hacia el interior.

– Un poco -dijo Jordan.

– ¿Y de la enemistad? ¿Te ha dicho que los Buchanan y los MacKenna han estado siempre peleando? Esa enemistad existe desde hace siglos. Como voy a heredar Glen MacKenna, quiero saber todo lo posible sobre la historia.

– Pareces entusiasmada -comentó Jordan.

– Lo estoy. Ya he decidido que me voy a especializar en historia y a elegir música como segunda especialidad. ¿Ha traído el profesor documentos de su investigación? Me explicó que tenía cajas y cajas…

– Ha traído un portafolios.

– ¿Y las cajas?

– No lo sé. Tendrás que preguntárselo.

El profesor mostró mejores modales con Isabel. Se levantó y le estrechó la mano.

– Es un gran honor conocer a la nueva propietaria de Glen MacKenna. Cuando vaya a Escocia, me aseguraré de contar a los demás miembros de mi clan que la he conocido, y que es una muchacha tan hermosa como me imaginaba. -Y, después, se volvió hacia Jordan-. También les hablaré de usted -sentenció.

No fue lo que dijo sino cómo lo dijo lo que despertó su curiosidad.

– ¿De mí?

– Bueno, de los Buchanan -aclaró-. Seguro que sabe que Kate MacKenna se ha casado por debajo de su nivel.

El comentario desató la cólera de Jordan.

– ¿Y eso por qué? -preguntó, irritada.

– Bueno, pues porque los Buchanan son unos salvajes. Por eso. -Señaló el portafolios y añadió-: Lo que llevo aquí es sólo una muestra de algunas de las atrocidades que han cometido contra los pacíficos MacKenna. Debería leerlas, y así sabría lo afortunado que es su pariente por haberse casado con una MacKenna.

– ¿Profesor, está insultando intencionadamente a Jordan? -dijo Isabel, estupefacta.

– Es una Buchanan -respondió el profesor-. Me estoy limitando a exponer los hechos.

– ¿Qué fiabilidad tiene su investigación? -Jordan había cruzado los brazos y miraba con el ceño fruncido al maleducado profesor.

– Soy historiador -replicó éste-. Barajo hechos. Reconozco que algunas de las historias podrían ser… leyendas, pero existe suficiente documentación como para que las historias sean creíbles.

– Como historiador, ¿cree que tiene pruebas de que todos los MacKenna son unos santos y todos los Buchanan son unos malvados?

– Sé que suena parcial, pero las pruebas son irrefutables. Léalo -volvió a retarla-, y llegará a una única conclusión.

– ¿Que los Buchanan son unos salvajes?

– Eso me temo -corroboró el hombre con alegría-. Además de ladrones -añadió-. Han ido usurpando tierras a los MacKenna hasta que Glen MacKenna apenas mide la mitad que antes. Y, por supuesto, también robaron el tesoro.

– El tesoro que inició la enemistad -comentó Jordan sin ocultar su irritación.

El profesor le dedicó una sonrisa maliciosa y, sin prestarle más atención, se volvió hacia Isabel.

– No podía viajar con todas las cajas -le explicó a la joven-, y tendré que dejarlas en un almacén cuando me vaya a Escocia. Si quiere verlas, será mejor que venga a Tejas durante las próximas dos semanas.

– ¿Se marcha en dos semanas? Pero voy a empezar el curso y… -Se detuvo, tomó aliento y sentenció-: Puedo empezar una semana más tarde.

– Isabel -la interrumpió Jordan-, no puedes faltar toda una semana. Tendrás que comprobar los horarios, conseguir los libros… No puedes salir disparada hacia Tejas. ¿Por qué no te envía el profesor los archivos de su investigación por correo electrónico?

– La mayoría de mis investigaciones son manuscritas y sólo he introducido en el ordenador unos cuantos nombres y fechas. Podría enviárselos, y lo haré en cuanto llegue a casa, pero sin mis papeles, carecerán de sentido para ustedes.

– ¿Por qué no manda las cajas por correo? -sugirió Jordan.

– Oh, no. No podría hacer eso -comentó el hombre-. El gasto sería…

– Nosotras le abonaríamos el importe -se ofreció Jordan.

– No me fío del correo. Podrían perderse las cajas, y son años de investigación. No, no. No me arriesgaré a que eso ocurra. Tendrá que ir a Tejas, Isabel. Quizá cuando yo vuelva… aunque…

– ¿Sí? -quiso saber Isabel, que creía que había encontrado una solución.

– Puede que, si mi situación financiera lo permite, decida quedarme en Escocia, y si lo hago, la documentación de mi investigación seguirá almacenada hasta que pueda volver a buscarla. Si desea leer lo que he reunido, es ahora o nunca -afirmó.

– ¿No podría pedir que le fotocopiaran los archivos? -preguntó Isabel.

– No tengo a nadie que lo haga, y yo no tengo tiempo. Me estoy preparando para mi viaje. Tendrá que hacerse las fotocopias usted misma cuando venga.

Isabel soltó un suspiro enorme de frustración, y a Jordan le supo mal su dilema porque comprendió que esa información era muy importante para ella. A pesar de lo que le irritaba que el profesor hubiera elaborado un informe parcial que atacaba a sus antepasados, lamentaba que Isabel no pudiera saber más cosas sobre la historia de sus tierras.

– Tal vez decida investigar un poco por mi cuenta -insinuó, y se levantó para dejar que Isabel y el profesor terminaran de hablar.

El odioso hombrecillo le había molestado, y estaba decidida a obtener nuevos datos que demostraran que estaba equivocado. ¿Los Buchanan eran todos unos salvajes? ¿Qué clase de profesor de historia generalizaría de este modo? ¿Qué credibilidad tenía? ¿Era realmente profesor de historia? Iba a investigarlo, desde luego.

– Tal vez le demuestre que los santos eran los Buchanan -afirmó.

– Lo dudo mucho, corazón. Mi investigación es impecable.

Jordan se volvió para mirarlo mientras se iba.

– Eso ya lo veremos -sentenció.

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