Paul Newton Pruitt no iba a dejar que nadie destruyera su nueva vida. Había trabajado mucho para llegar a donde estaba, y no iba a salir huyendo para empezar otra vez de cero. Esta vez, no.
Había llegado muy lejos. Matar no le quitaba el sueño. Primero había sido ese fantoche escocés; después el tonto de Lloyd, y por último, J.D., su afanoso pero codicioso ayudante.
No había tenido ningún reparo en acabar con la vida de ninguno de ellos. Ni tampoco remordimiento alguno. Pruitt ya había asesinado una vez antes y había aprendido una valiosa lección: haría lo que fuera para protegerse.
Le había parecido que J.D. sería un chivo expiatorio perfecto. Y colocar los cadáveres en los coches de Jordan Buchanan le había permitido ganar tiempo. Después, deshacerse de J.D. eliminaría lo único que quedaba que los relacionaba con él.
Eso creía Pruitt.
Había sido uno de los primeros en conocer el resultado de la autopsia de J.D. No debería haber quedado nada del cadáver que pudiera examinarse, pero no había sido así. El cráneo fracturado lo había delatado, y la muerte accidental de J.D. había pasado a ser un homicidio.
Para él era vital hacerse con las fotocopias de los documentos del profesor MacKenna.