Por primera vez en su lamentable vida, J.D. tenía miedo de verdad. Se había hundido en un agujero tan profundo que no sabía si podría llegar a salir nunca de él.
El problema era su jefe. Ese hombre le aterraba. Sólo tenía que mirarlo de cierta forma para que a J.D. se le helara la sangre. Había visto esa mirada cuando estaba en la cárcel. Los condenados a cadena perpetua que no tenían nada que perder adoptaban esa actitud. Mata o muere asesinado. Eso era lo que significaba esa mirada.
Cal le había enseñado a mantenerse alejado de esos hombres, y lo había protegido de ellos en muchísimas ocasiones. Nadie se enfrentaba con Cal; por lo menos, nadie en su sano juicio.
Ahora Cal no podía protegerlo. Estaba totalmente solo, y su jefe no se diferenciaba en nada de los asesinos de los que se había escondido en la cárcel. Su jefe adoptaba la misma actitud, y era más despiadado que la mayoría de ellos. J.D. le había visto levantar al profesor y arrojarlo hacia una pared como si fuese un disco volador. Pero no era su fuerza lo que le asustaba, sino la expresión en sus ojos al acabar con la vida de ese hombre. J.D. sabía que esa mirada acecharía sus sueños toda su vida.
La codicia había matado al tal MacKenna, y la codicia lo había convertido a él en cómplice de un asesinato. Ahora era demasiado tarde para lamentarse. Estaba metido en ese agujero, y notaba cómo la tierra se le caía encima para enterrarlo.
Su jefe le había ordenado que se deshiciera del cadáver y que retuviera a la mujer en el pueblo hasta que pudiera averiguar qué sabía. Y sólo se le había ocurrido una forma de hacerlo: incriminarla en el asesinato. Entonces su hermano la encerraría en la cárcel. Por lo menos, ése había sido su plan, pero todo se había torcido cuando la mujer encontró el cadáver en el condado equivocado. Sabía que había reaccionado mal al ver que tenía un móvil en la mano, pero sólo pudo pensar que tenía que arrebatárselo. No, eso no era verdad. En ese momento no había pensado. Si lo hubiese hecho, jamás le habría pegado.
Había cometido la idiotez de creer que Maggie podría arreglar las cosas a su favor. Al fin y al cabo, era la jefa de policía, y sabía que haría lo que él le dijera.
Pero como Cal solía decir, la mala suerte sólo trae mala suerte. J.D. entendía ahora el significado de esa frase. Maggie no podía arreglar nada después de que la despidieran. Ya no tenía poder. Y, por si eso no era suficiente mala suerte, la mujer apellidada Buchanan estaba relacionada con el FBI.
Le había dado pavor contarle a su jefe lo del hermano de la mujer y el otro agente del FBI, que se había pegado a ella como un mal perfume a una chaqueta nueva.
Por suerte para J.D., su jefe ya sabía lo del FBI. Le había dicho a J.D. que por muchos agentes del FBI que hubiese en el pueblo, tenía que retenerla hasta que pudiera verla a solas para interrogarla. Al oír la forma en que había pronunciado la palabra «interrogarla», J.D. había deseado poder escapar. Pero también era demasiado tarde para eso. El incidente con Lloyd se había encargado de que lo fuera.
No había sido ninguna casualidad que coincidiera con Lloyd cuando el mecánico estaba cargando el coche para irse del pueblo. Maggie le había avisado de que Jordan Buchanan le estaba contando, a cualquiera que quisiera escucharla, que Lloyd había actuado de un modo muy sospechoso cuando había ido a recoger su coche. Hasta había sugerido que Lloyd sabía que el cadáver estaba en el maletero.
J.D. sólo había querido hablar con Lloyd para averiguar qué había visto el día anterior, pero en cuanto el mecánico lo vio, corrió dentro de su casa e intentó atrincherarse en ella.
– Sólo quiero hablar contigo, Lloyd -había dicho J.D.
– Vete o llamaré al sheriff -gritó Lloyd-. ¡Hablo en serio! ¡Lo haré!
– ¿Te olvidas de dónde vives?
– ¿Qué clase de pregunta es ésa?
– Vives en el condado de Jessup, imbécil, lo que significa que si llamas al sheriff, estarás llamando a mi hermano. Y ya sabes que él hará lo que yo le pida -mintió.
– ¡Puta mierda!
– Exacto -bramó J.D. -. Déjame entrar y hablaremos. Esperaré lo que haga falta a que te decidas. No voy a hacerte daño, Lloyd.
– Hiciste daño a ese otro hombre.
– No. Te lo juro. No le hice nada. Ya estaba muerto cuando lo encontré. Alguien, no voy a decirte quién, me ordenó que lo metiera en el coche de la mujer. Eso es lo único que hice.
– Si te creo, ¿dejarás que me vaya del pueblo? -preguntó Lloyd-. No volveré hasta que todo esto se acabe y ese hombre del FBI se marche de Serenity.
– Eso es exactamente lo que esperaba que hicieras, ¿sabes? Marcharte del pueblo hasta que el agente del FBI se largue.
– ¿Por qué tienes que entrar entonces?
– No tengo que hacerlo -aseguró J.D.-. Y te diré qué vamos a hacer. Si quieres, puedes llamarme y decirme dónde te has escondido, y si no está demasiado lejos, te enviaré a una de mis mejores chicas para que te haga compañía. Se pasará una noche entera como mínimo cuidando de ti. Puedo ofrecerte…
– De acuerdo, te llamaré -soltó Lloyd con entusiasmo.
Al salir, J.D. sabía que Lloyd lo estaba observando por la mirilla, de modo que no sonrió. Convencido de que no llamaría al jefe Davis ni al sheriff, regresó tranquilamente a su furgoneta. Luego, condujo hasta la esquina, apagó el motor y esperó a que Lloyd saliera, para seguirlo.
No lo había matado. Simplemente había llamado a su jefe y le había dicho dónde estaba Lloyd. En lo que a él se refería, no había hecho nada malo. Sólo había informado de algo.