J.D. Dickey era el matón del pueblo. Poseía un talento natural: no tenía que esforzarse demasiado para lograr que la gente lo detestara. Ganarse fama de perverso le producía un placer infinito, y sabía con certeza que había logrado su objetivo cuando bajaba la calle principal de Serenity y la gente se apresuraba a alejarse de él. Su expresión lo decía todo. Le tenían miedo, y para J.D., el miedo significaba poder. Su poder.
El nombre completo de J.D. era Julius Delbert Dickey, hijo. Pero no le gustaba mucho porque le sonaba demasiado femenino para la imagen de dureza que quería transmitir, de modo que, cuando todavía iba a secundaria, empezó a aleccionar a los habitantes de su pueblo natal para que lo llamaran por sus iniciales. Los pocos que se resistían a hacerlo eran sometidos a su forma especial, aunque nada sofisticada, de modificación de la conducta: les daba una paliza de muerte.
Había dos hermanos Dickey y ambos habían crecido en Serenity. J.D. era el primogénito. Randall Cleatus Dickey llegó dos años después.
Los hermanos Dickey no habían visto a su padre en más de diez años. Una cárcel federal de Kansas le estaba proporcionando alojamiento y comida durante veinticinco años por un atraco a mano armada que, como le había explicado al juez que lo condenó, había salido mal. Visto a posteriori, se había dado cuenta de que, después de todo, quizá no debería haber disparado a ese guardia de seguridad tan entrometido. El pobre hombre sólo estaba haciendo su trabajo.
La madre de J.D. y Randy, Sela, sólo estuvo con ellos hasta que terminaron la secundaria. Luego, decidió que ya estaba harta de la maternidad. Cansada y desengañada de intentar que sus pendencieros hijos se mantuvieran alejados de los problemas, sin conseguirlo, hizo las maletas y se marchó del pueblo en mitad de la noche. Los chicos imaginaron que no volvería en mucho tiempo porque se había llevado todos los botes de laca. Los productos de belleza capilar eran la única debilidad de su madre, que siempre tenía por lo menos cinco o seis botes a mano.
No la extrañaron, ni tampoco sus quejas por su escasez de medios, y como J.D. era quien se encargaba más o menos de todo, la vida no les cambió demasiado cuando se fue. Habían sido muy pobres de niños, y seguían siendo muy pobres, pero J.D. estaba decidido a cambiar la situación. Tenía grandes planes, pero necesitaba dinero para llevarlos a cabo. Mucho dinero. Quería poseer un rancho. Le tenía echado el ojo a un terreno situado a sólo cincuenta kilómetros al oeste del pueblo. Con doscientas hectáreas, era de pequeñas dimensiones para los estándares de Tejas, pero J.D. creía que una vez se hubiera establecido como ranchero, podría apoderarse de todas las tierras colindantes. El rancho que planeaba poseer constaba de una tierra de primera calidad con varios abrevaderos para el ganado que iba a adquirir en cuanto se le ocurriese una buena forma de conseguir algo de dinero. También había un lago ideal para pescar, y a su hermano Randy le encantaba pescar.
Sí, señor; se iba a convertir en un vaquero. Le daba la impresión de estar ya a medio camino de conseguirlo. Tenía las botas y el sombrero, y había trabajado en un rancho dos veranos seguidos mientras cursaba secundaria. La paga era un asco. La experiencia, valiosísima.
El sueño de J.D. tuvo que esperar cinco años de buena conducta. Había matado a un hombre en una pelea en un bar, y le habían caído cinco años por homicidio involuntario. Existían circunstancias atenuantes. Según los testigos, el desconocido había iniciado la pelea y le había hecho unos buenos cortes a J.D. con la navaja antes de que éste lo dejara fuera de combate. No había tenido intención de acabar con la vida del hombre, pero un fuerte puñetazo y la mala suerte habían querido que el desconocido se golpeara la cabeza al caer.
J.D. se jactaba ante su hermano de que habría tenido que cumplir más años de condena si no hubiese dirigido una mirada asesina a cada uno de los miembros del jurado al abandonar la sala.
Randy veía el incidente de otro modo. De hecho, el encarcelamiento de su hermano le había abierto los ojos, y por primera vez comprendió que el verdadero poder estaba del lado de la ley. Así que mientras J.D. cumplía su sentencia, Randy se convirtió en un ciudadano respetuoso de la ley, y en unos años, había conseguido influir en suficientes personas como para ser elegido sheriff del condado de Jessup.
J.D. no podía haberse alegrado más por su hermano. El nuevo cargo y la nueva posición de Randy en la comunidad eran logros que había que celebrar. Después de todo, tener un sheriff en la familia podía resultar muy útil.