Jordan no podía evitar angustiarse por su familia. No dejaba de pensar en sus padres durmiendo en la cama mientras un asesino desalmado deambulaba por su casa. Lo que hacía que la situación fuera aún más escalofriante era que había dos guardaespaldas profesionales de guardia y el intruso había podido esquivarlos.
Noah la estrechaba entre sus brazos. Y Jordan escuchaba cómo describía todas las posibilidades: lo que podría haber ocurrido, lo que no ocurrió y lo que podría ocurrir en el futuro. Ya lo había oído todo de labios de Nick, que se había puesto furioso al enterarse del allanamiento de morada en casa de sus padres.
– También sabías lo de Laurant, ¿verdad? -preguntó Jordan. Noah no respondió lo bastante rápido para su gusto-. ¿Verdad?
– ¡Ay! Deja de pellizcarme. Y sí, sabía lo de Laurant.
– ¿Y por qué no me lo has dicho?
Le sujetó la mano antes de que pudiera volver a pellizcarle.
– Nick me pidió que no lo hiciera, Jordan.
– No me lo digas; no quería preocuparme.
– Correcto.
Apartó la mano, se alejó de él y se sentó en la cama.
– Mi padre, Laurant… ¿Hay algún secreto más?
– No, que yo sepa -aseguró Noah-. Y no te servirá de nada enojarte.
Que Noah estuviera tan tranquilo no le sentó nada bien.
– Bueno, ya estoy enfadada.
– No seas tan dura con tu hermano. Nick sólo intentaba protegerte.
– No le defiendas, Noah.
– Sólo digo que Nick creía que ya tenías muchas cosas por las que preocuparte. Iba a ponerte al corriente de todo cuando regresaras a Boston. Y Laurant está bien.
– Está en el hospital -apuntó ella-. Eso no es estar bien.
– Está recibiendo los cuidados que necesita.
– Si tú fueses mi hermano y te ocultase algo así -indicó Jordan a la vez que sacudía la cabeza-. ¿Cómo te sentirías?
Noah la miró de reojo.
– Si yo fuese tu hermano, tendríamos que preocuparnos por un problema mucho más importante, cariño.
Para indicar a qué se refería, deslizó una mano por debajo de la camiseta de Jordan y le tiró de la cinturilla del pantalón corto.
– De acuerdo, no he puesto un buen ejemplo. -Recogió los papeles-. Es que no soporto los secretos -murmuró.
– ¿De veras? Pues se te da muy bien guardarlos -dijo él, y ahora parecía enfadado.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Jordan, sorprendida por su cambio de humor-. Yo no guardo secretos.
– ¿Me quieres hablar sobre esa pequeña cicatriz junto a tu seno derecho?
Fingir que no sabía de qué hablaba no serviría de nada. Conociendo a Noah, le quitaría la camiseta para señalársela.
– ¿Qué pasa con esa cicatriz?
– Creo recordar que he oído hablar de tu intervención quirúrgica.
– Eso ocurrió… hace tiempo -comentó Jordan mientras intentaba pensar en una forma de salir del rincón en el que ella misma se había acorralado-. No fue nada.
– Sólo te haré una pregunta: ¿no te encontraste un bulto en el pecho…?
– Era un bultito de nada -reconoció ella.
Noah prosiguió sin tener en cuenta su interrupción.
– ¿Y fuiste al hospital para practicarte una intervención quirúrgica sin decírselo a nadie de tu familia?
Jordan inspiró hondo.
– Sí, pero era un procedimiento sencillo… una biopsia…
– Eso no importa. No querías que nadie se preocupara, ¿no es cierto? ¿Y si algo hubiese salido mal? ¿Y si el procedimiento sencillo hubiese terminado siendo una intervención quirúrgica importante?
– Kate me llevó al hospital. Habría avisado a todo el mundo.
– ¿Y tú crees que eso está bien?
– No -admitió Jordan-. Estuvo mal. Pero estaba asustada. Y contárselo a todo el mundo lo volvía más real.
Por extraño que pudiera parecer, Noah lo entendió. Le sujetó la mano y se la oprimió.
– Te diré algo. Si alguna vez me haces algo así, te aseguro que me las pagarás.
La idea de que Jordan pudiera ocultarle algo así de grave le encrespaba.
– Se acabaron los secretos -le prometió Jordan.
– Ya lo creo.
Jordan intentó levantarse.
– ¿Qué haces? -preguntó Noah.
– Iba a leer, pero no estoy de humor para pensar en viejas enemistades.
– Léeme algo -pidió Noah después de tirar de Jordan hacia él-. Tal vez una batalla -sugirió-. Eso te relajará.
– Sólo a un hombre podría ocurrírsele que la narración de una batalla sangrienta pueda resultar relajante.
Decidió complacerlo. Se acercó más a Noah, se recostó en su pecho y se puso el montón de papeles en el regazo.
Noah echó un vistazo a las hojas por encima del hombro de Jordan.
– ¿Has avanzado mucho? -quiso saber.
– No estoy segura. He elegido al azar una o dos historias de cada siglo. Cuando llegue a casa, me obligaré a leerlo todo.
– ¿Qué quieres decir con eso de que te obligarás a leerlo todo? Si no crees que nada de lo que hay sea exacto…
– Muy bien, quiero leerlo todo. Y, después, voy a investigar por mi cuenta. Quiero descubrir la verdad -afirmó-. Estoy segura de que algunas de las historias son, en parte, ciertas. La mayoría se ha transmitido de padres a hijos. -Le pasó el montón-. Elige una.
Jordan observó cómo Noah hojeaba las páginas.
– Espera -pidió a la vez que le arrebataba una hoja-. Acabo de ver… Aquí está de nuevo.
Levantó la página para mostrársela.
– ¿Lo ves? En el margen. El profesor volvió a escribir el año 1284. Lo he visto en el margen de otras dos páginas. ¿Y qué es eso? ¿Una corona? ¿Un castillo? El 1284 tiene que ser el año en que él creía que surgió la enemistad. ¿No te parece?
– Puede -concedió Noah-. Los números están muy marcados, como si los hubiera repasado una y otra vez para no olvidarse.
– No. No necesitaría escribir la fecha más de una vez. Si lo que me contó sobre su memoria era cierto, no tenía que anotar nada. Lo recordaría. Creo que debió de garabatearlo distraídamente mientras pensaba en otra cosa.
– Espera. ¿Qué te contó sobre su memoria?
– Alardeó de ella -explicó Jordan-. Dijo que tenía una memoria extraordinaria. Jamás olvidaba una cara o un nombre por más tiempo que hubiera transcurrido. Escribía estos relatos para organizarlos para que algún día otras personas pudieran leerlos, pero recordaba todos los detalles de memoria. Afirmaba que era un lector insaciable. Que leía en Internet los periódicos que no conseguía en papel. -Noah recordó todos los periódicos esparcidos por el suelo del salón del profesor-. Repasa el resto de las páginas -sugirió Jordan-. Mira si hizo algún otro bosquejo o anotó cualquier otra fecha.
No encontró nada en su montón, pero sí había un par en la mitad inferior del que tenía Noah.
– ¿Qué te parece esto? -Noah le señalaba algo dibujado en el margen superior de la página.
– Puede que sea un perro o un gato… Con esa melena, tiene que ser un león. Diría que es un león.
El último dibujo que encontró era más reconocible. Otra corona. Un dibujo muy malo de una corona torcida.
– ¿Sabes qué creo? -dijo Noah-. Que el profesor MacKenna estaba loco.
– Admito que era raro, y que estaba obsesionado con su trabajo.
– Creo que se lo inventó todo.
– Yo no -negó Jordan con la cabeza-. Puede que la loca sea yo, pero creo que realmente hay un tesoro escondido.
Noah siguió ojeando las páginas.
– Algunas de estas historias no tienen fecha.
– Puede que haya que deducirla. Tal vez se mencione el nombre de un rey… o una nueva arma, como una ballesta -señaló Jordan-. Eso nos proporcionaría un período de tiempo aproximado, pero lo demás son sólo suposiciones.
– Lee ésta.
Noah le pasó los papeles y se recostó en la cama. Como si fuera lo más normal del mundo, la acercó hacia él y le rodeó el cuerpo con un brazo.
Jordan empezó a leer en voz baja y clara.
Nuestro querido rey está muerto, y en este momento de terrible aflicción, los clanes se han enzarzado en una batalla tras otra para adquirir poder y control sobre los demás. Tenemos un pretendiente al trono que lucha por gobernar, y existe una constante agitación política.
La codicia ha arraigado en los corazones de nuestros líderes. Desconocemos cómo terminará todo, y tememos por nuestros hijos. No existe suelo por el que caminar que no esté cubierto de sangre, ni cueva en la que encontrar refugio para nuestros ancianos y nuestros pequeños. El camino está desolado. Hemos sido testigos del asesinato y de la infidelidad. Y ahora de la traición.
Los MacDonald combaten contra los MacDougal, y la costa occidental es su campo de batalla. En el sur, los Campbell luchan contra los Ferguson, y los MacKey y los Sinclair vierten su sangre en el este. No hay ningún lugar donde guarecerse.
Pero lo que más tememos ahora es la traición en el norte. Los MacKenna cuentan con nuevos aliados del otro extremo del mundo para ayudarles a destruir a sus enemigos, los Buchanan.
El terrateniente MacKenna no muestra el menor interés en robar las tierras de los Buchanan ni en imponerse a los guerreros bajo su dominio, aunque sabemos que jamás podría conseguirlo. No, tal vez antes fuera ésa la intención de los MacKenna, pero ya no. Quiere destruirlos a todos, a todo hombre, a toda mujer, a todo niño. Su ira es temible.
Aunque no debemos hablar nunca abiertamente de ello, ni siquiera en voz baja, creemos que el terrateniente MacKenna ha hecho un pacto diabólico con el rey de Inglaterra. El rey envió a su emisario, un joven príncipe que llegó a la corte desde unos dominios remotos que en la actualidad gobierna el rey. Un testigo presenció esa reunión secreta, uno de los nuestros, y creemos que sus palabras son ciertas, porque es un hombre de Dios.
El rey quiere hacerse fuerte en el norte, y tiene los ojos puestos en las tierras de los Buchanan debido a su situación en las Highlands. Cuando haya conquistado esas tierras, sus soldados avanzarán hacia el sur y hacia el este. Conquistará Escocia, de clan en clan, y cuando estén bajo su poder, reunirá un ejército numeroso para dirigirse al norte hacia la tierra de los gigantes.
El príncipe le dijo al terrateniente que el rey ha oído hablar de la animosidad existente entre los Buchanan y los MacKenna, y aunque cree que destruir a los Buchanan con su ayuda debería ser recompensa suficiente, hará más atractivo el pacto concediendo al terrateniente un título y un tesoro de plata. El tesoro elevaría al terrateniente por encima de los demás clanes, porque posee un poder místico. Sí, con ese tesoro, el terrateniente se volvería invencible. Tendría el poder que deseaba, y se vengaría de los Buchanan.
La codicia se apoderó del terrateniente, y no pudo negarse a ese pacto diabólico. Llamó a sus aliados, pero no les habló de esa reunión con el emisario ni del pacto que había hecho. Se inventó una historia de infidelidad y de asesinato, y exigió que lo siguieran a la guerra.
Nosotros también tememos la cólera de los Buchanan, pero no podemos permitir esta matanza, y hemos decidido que uno de nosotros irá a ver a su terrateniente para ponerlo al corriente de este complot. No creemos que el rey de Inglaterra deba ostentar el poder en nuestro país. Puede que el terrateniente MacKenna quiera vender su el alma, pero nosotros, no.
Con gran temor, nuestro valiente amigo Harold fue solo a hablar con el terrateniente Buchanan. Cuando no volvió, creímos que los Buchanan lo habían matado. Pero Harold no había sufrido ningún daño. Regresó a nosotros, y su cuerpo estaba bien, pero el terror se había apoderado de su mente, porque, según nos informó, lo había visto. Harold había visto al fantasma. Había visto al león en la niebla.
– ¿Qué dices que vio? -la interrumpió Noah.
– Harold había visto al fantasma. Había visto al león en la niebla -repitió Jordan.
– ¿Un león en Escocia? -sonrió Noah.
– Quizá sea un león metafórico -sugirió ella-. Al fin y al cabo, estaba Ricardo Corazón de León.
– Sigue leyendo -pidió Noah.
– ¿Ha reunido el terrateniente Buchanan a sus aliados? -preguntamos.
– No -respondió-. Envió mensajeros al norte para llamar a un guerrero. Nada más.
– Entonces, todos morirán.
– Sí, morirán -dijo otro-. El rey inglés está tan seguro de la victoria que ha enviado una legión de soldados…
– ¿Una legión? -volvió a interrumpirla Noah-. Venga ya. ¿Sabes cuántos hombres serían?
– Noah, he leído que había un fantasma y un león en la niebla. ¿Qué importancia tiene una legión?
– Tienes razón -rio Noah.
– ¿Quieres que siga o no?
– Adelante -dijo-. Te prometo que no te interrumpiré más.
– ¿Dónde estaba? Ah, sí, la legión. -Encontró el sitio y empezó a leer de nuevo.
– El rey inglés está tan seguro de la victoria que ha enviado una legión de soldados con el tesoro al terrateniente MacKenna. También ha ordenado a estos soldados que se unan a los MacKenna en su lucha contra los Buchanan. El terrateniente MacKenna acaba de conocer esa noticia. No puede detener el avance, y sabe que sus aliados se volverán en su contra cuando descubran que tiene un pacto con el rey. No combatirán al lado de un soldado inglés.
Jordan dejó el papel.
– Lo hizo adrede -anunció.
– ¿Quién hizo qué? -preguntó Noah.
– El rey. Envió a los soldados a sabiendas que los aliados de los MacKenna se volverían en contra del terrateniente. También sabía que se enterarían del pacto. Los clanes sabrían que los MacKenna habían unido sus fuerzas con las del rey. Por un montón de plata. Toda una traición.
– Y acabarían matándose entre sí.
– Sí -afirmó Jordan-. Que es exactamente lo que quería el rey. ¿Cómo pudo creer el terrateniente MacKenna que el rey de Inglaterra cumpliría su palabra?
– La codicia lo había cegado. ¿Recibió el tesoro? -preguntó.
Jordan volvió a tomar el papel.
– La victoria fue de los Buchanan.
– Yo estaba de su lado -aseguró Noah-. Eran los débiles. Además, estoy en la cama con una Buchanan. Tenía que ser leal.
Jordan no comentó nada. Siguió leyendo y, entonces, se detuvo.
– Oh, no. No voy a leer estas descripciones del combate. Basta con decir que había partes cercenadas de muchos cuerpos y cabezas desaparecidas. Los pocos soldados ingleses que sobrevivieron volvieron a Inglaterra. Ojalá supiera qué rey era -comentó.
– ¿Qué le ocurrió al terrateniente MacKenna?
Jordan leyó por encima otra página antes de responder.
– Ah, aquí está. «El terrateniente MacKenna perdió su tesoro y la promesa de un título que le hizo el rey.»
– ¿Qué título concretamente?
– No lo sé. Pero lo perdió. Vivió el resto de sus días en la ignominia. Y no te lo pierdas: su clan culpó a los Buchanan. Estoy segura de que el profesor MacKenna encontró una forma de tergiversarlo todo para poder culpar también a los Buchanan.
– ¿De qué?
– Supongo que de todo. De los soldados ingleses, del tesoro…
– El terrateniente debió de tener que reinterpretar los hechos para lograr que su clan le creyera.
– La leyenda lo contiene todo -Jordan estuvo de acuerdo-. Codicia, traición, reuniones secretas, asesinatos, y sin duda, infidelidad. Había infidelidad en la historia, pero me salté esa parte.
– Las cosas no han cambiado mucho a lo largo de los siglos. ¿Sabes la lista de los chantajes de J.D. que Street imprimió? Es la misma historia. Infidelidad, codicia, traición. En la lista hay de todo.
– Espero que estés exagerando un poco -dijo Jordan-. Sé que Charlene engañaba a su prometido, pero siempre hay alguien que no se comporta. ¿Podría ver la lista?
Noah empezó a salir de la cama, pero Jordan lo detuvo.
– Déjalo. No tengo que verla. Dímelo tú. ¿Está Amelia Ann en la lista?
– Sí. Pero no es por nada ilegal. La trataron de una enfermedad venérea, y J.D. lo sabía. Le pagó cien dólares para que no se lo contara a su hija.
– Es probable que le costara mucho reunir cien dólares. No querría defraudar a su hija. Podría ser peor.
– Es peor. ¿Recuerdas los videos que Street encontró en casa de J.D.?
– Sí.
– Sus víctimas no eran las únicas personas a las que grabó. Era evidente que le gustaba ver también alguna de sus aventuras sexuales. Y una de las cintas llevaba una etiqueta que decía «Amelia Ann».
– ¿Hablas en serio? -exclamó Jordan, que se había quedado boquiabierta-. ¿Amelia Ann y J.D.? -Esperó un momento para asimilar la información y, acto seguido, sugirió-: Eso significa que J.D. podría haberle contagiado la enfermedad de transmisión sexual, ¿no?
– Es posible -concedió Noah.
– Espero que Candy no se entere nunca. ¿Qué le pasa a la gente de este pueblo? ¿No han oído nunca hablar de la televisión por cable?
– El sexo supera a la televisión por cable a cualquier hora del día o de la noche, cariño.
– Eso no está bien -dijo Jordan a la vez que negaba con la cabeza-. No está nada bien.
Ya había oído bastante sobre las escabrosas vidas secretas de los habitantes del pueblo. Recogió los papeles, los metió en el maletín y volvió a la cama.
Noah tenía los ojos cerrados.
– ¿Noah?
– ¿Sí?
– ¿Te gustan las mujeres con pantalones muy cortos y zapatos con tacón de aguja?
– ¿A qué viene esa pregunta? -Se había apoyado en un codo para mirarla-. ¿Quién lleva pantalones muy cortos y zapatos con tacón de aguja? -preguntó.
– Amelia Ann.
– ¿Ah, sí?
– Oh, por favor. No me digas que no te has fijado, Noah.
– No es mi tipo -dijo él.
Jordan sonrió y se recostó sobre el pecho de Noah al alargar la mano para apagar la luz.
– Buena respuesta -comentó.