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Sarah telefoneó a Marjorie el viernes después de Acción de Gracias a las nueve de la mañana. No estaba en la oficina pero la localizó en el móvil. La agente dio por sentado que la llamaba para hablar de la casa de la calle Scott. El servicio de recogida había arrojado todas las tablas y las cortinas a un contenedor y un equipo de limpieza se había pasado una semana restregando, frotando y puliendo hasta dejar la casa impecable. La convocatoria de agentes estaba prevista para el martes y por el momento la respuesta había sido buena. Marjorie esperaba que acudieran casi todos los agentes inmobiliarios de la ciudad.

– En realidad no te llamaba por eso -dijo Sarah cuando Marjorie hubo terminado su informe sobre la mansión de la calle Scott y añadido que a los agentes incluso les gustaba el precio acordado. Teniendo en cuenta el estado de la casa, su enorme superficie y sus incomparables detalles, el precio les parecía justo-. Te llamaba por un apartamento. Para mí. Creo que me gustaría encontrar un apartamento realmente agradable en Pacific Heigthts. Mi madre lleva años insistiéndome en ello. ¿Crees que podríamos encontrar algo? -preguntó esperanzada.

– Naturalmente -dijo Marjorie, encantada-. En Pacific Heights estamos hablando de medio millón de dólares. Los pisos son más caros, sobre el millón si están en buen estado, y las casas rondan los dos millones. Podríamos buscar en otras zonas, pero serán casas que necesiten mucha remodelación. En la actualidad las casas semiderruidas cuestan cerca del millón de dólares incluso en barrios donde no te gustaría vivir. Las propiedades no son baratas en San Francisco, Sarah.

– Caray. Estando así los precios, quizá deberíamos pedir más por la casa de la calle Scott.

Sin embargo, ambas sabían que esa casa era un caso especial y necesitaba mucho trabajo.

– No te preocupes, te encontraremos algo agradable -la tranquilizó Marjorie-. En estos momentos tengo algunas cosas. Consultaré su situación y me aseguraré de que no están reservadas. ¿Cuándo quieres empezar a buscar?

– ¿Tienes hoy algún momento libre? Mi bufete ha cerrado hasta el lunes y no tengo nada que hacer.

– Te llamaré dentro de una hora -le prometió Marjorie.

Entretanto, Sarah puso una lavadora y tiró las plantas muertas. No podía creer que llevaran ahí tanto tiempo y que no hubiera reparado antes en ellas. Eso decía mucho sobre su actitud, y se reprendió por ello. Cuando Marjorie volvió a telefonearla, le dijo que tenía cuatro apartamentos para enseñarle, dos muy bonitos, uno normalito y otro interesante, aunque quizá demasiado pequeño, pero valía la pena echarle un vistazo. Este último estaba en Russian Hill y aunque el barrio no la entusiasmaba, Sarah decidió verlo de todos modos. Los otros tres estaban en Pacific Heights, a unas manzanas de su casa. Quedaron en verse a las doce. Pese a saber que tardaría un tiempo en encontrar lo que quería, Sarah estaba muy ilusionada. Quizá su madre pudiera ayudarla a decorarlo. Las artes domésticas no eran su punto fuerte.

Sarah ya había calculado que si pagaba un diez por ciento de entrada por un apartamento nuevo, todavía le quedaría mucho dinero de Stanley para invertir. El diez por ciento de medio millón de dólares, si compraba por esa cantidad, eran solo cincuenta mil dólares. Eso significaba que aún le quedarían setecientos mil para invertir. Si le entrara la locura y decidiera comprar una casa de dos millones de dólares, tendría que pagar doscientos mil de entrada y, por tanto, todavía le quedaría medio millón. Y en el bufete ganaba dinero suficiente para pagar una hipoteca. En cualquier caso, no quería una casa. No necesitaba tanto espacio. Un apartamento parecía una solución mucho mejor.

A las once y media salió deprisa y corriendo de su edificio, pasó un momento por Starbucks y a las doce en punto se encontraba con Marjorie en la primera dirección, el apartamento de Russian Hill. A Sarah no le gustó. Marjorie tenía razón. Era un garaje convertido en vivienda y no lo consideró adecuado para ella. Y los tres apartamentos de Pacific Heights le parecieron pequeños y fríos. Si iba a gastarse medio millón de dólares, quería algo con personalidad. Marjorie le dijo que no se desanimara, que antes de que finalizara el año saldrían muchos apartamentos a la venta y más aún después de Navidad. La gente no quería vender su vivienda durante las fiestas, explicó. Todo eso era un mundo nuevo para Sarah. Estaba descubriendo los horizontes de los que Stanley hablaba en su carta. Estaba haciendo justamente lo que él le había pedido a ella y a los demás que hicieran. Stanley le había abierto una puerta importante.

Camino de sus respectivos coches, Sarah y Marjorie hablaron nuevamente de la posibilidad de comprar una casa. Sarah seguía pensando que era demasiado para ella. Tener tanto espacio y nadie con quien compartirlo podría deprimirla. Marjorie sonrió.

– No estarás sola toda la vida, Sarah. Aún eres muy joven.

Al lado de ella, lo era. Marjorie la veía como una chiquilla. Sarah, no obstante, negó con la cabeza.

– Ya tengo treinta y ocho años. Quiero algo donde me sienta a gusto sola. -Después de todo, esa era la realidad de su vida.

– Encontraremos exactamente lo que quieres -le prometió Marjorie-. Las casas y los apartamentos son como los idilios. Cuando ves el lugar adecuado para ti, lo sientes y todo sale rodado. No tienes que suplicar, ni insistir, ni forzar las cosas.

Sarah asintió con la cabeza mientras pensaba en Phil. Ella llevaba cuatro años suplicando e insistiendo y estaba empezando a dolerle. Hacía dos días que no sabía nada de él. Era evidente que Phil no tenía ninguna necesidad de insistir, o de pensar en ella.

Finalmente la llamó por la noche, después de que Sarah hubiese ido a ver una película sola. La película había sido una porquería y las palomitas estaban rancias. Cuando sonó el teléfono, se hallaba tumbada en la cama, todavía vestida, compadeciéndose de sí misma.

– Hola, nena, ¿cómo estás? Te llamé antes pero tenías el móvil apagado. ¿Dónde estabas?

– En el cine, viendo una de esas estúpidas películas extranjeras donde no pasa nada. La gente roncaba tan fuerte que no era posible oír los diálogos. -Phil rió. Parecía estar de excelente humor. Dijo que lo estaba pasando muy bien con sus hijos-. Gracias por llamar el día de Acción de Gracias -añadió Sarah con cinismo. Si ella se sentía mal, que también él se sintiera mal, se dijo. Le irritaba oírlo tan contento, y más aún habiendo sido excluida.

– Lo siento, nena. Quería llamarte pero al final se me hizo tarde. Estuve en una discoteca con los niños hasta las dos de la mañana. Me había dejado el móvil en la habitación y para cuando regresamos ya era demasiado tarde para llamarte. ¿Cómo fue?

– Bien. Mi abuela y yo hablamos de algunas cosas interesantes de su infancia. Rara vez lo hace. Fue agradable.

– ¿Y qué has hecho hoy? -Phil hablaba como si hubiera telefoneado a uno de sus hijos en lugar de a la mujer de la que estaba enamorado.

Y a Sarah no le pasó inadvertida la mención de la discoteca. No se sentía como una parte de su vida, o por lo menos una parte importante. Casi parecía una llamada de cortesía y estaba demasiado triste para poder disfrutarla. De hecho, solo estaba consiguiendo deprimirla aún más. Para Phil, ella no era más que una mujer con la que pasar los fines de semana. Sarah quería más, pero él no. Con Phil las cosas nunca cambiaban.

– He estado viendo apartamentos -respondió en un tono neutro.

– ¿Por qué? -Phil parecía sorprendido. Sarah no era dada a pensar en esas cosas. Y los apartamentos eran caros. Por lo visto las cosas le iban mejor de lo que pensaba.

– En realidad, por mi sillón y mis plantas muertas -respondió Sarah, riendo.

– Podrías cambiar el sillón y tirar las plantas, en lugar de comprarte un apartamento. Me parece una solución un poco radical para un par de plantas muertas.

– Pensé que sería divertido mirar -confesó Sarah.

– ¿Lo fue?

– En realidad no. Acabé totalmente deprimida. Así y todo, he decidido que quiero mudarme. La agente inmobiliaria me dijo que seguro que encontraré algo después de Navidad.

– Señor, te dejo sola un par de días y mira la de travesuras que haces -bromeó Phil, y Sarah no se molestó en corregirlo. No había sido «un par de días». Entre la semana de declaraciones en Nueva York, el viaje a Tahoe con sus hijos y la absurda norma de verse solo los fines de semana, hacía dos semanas que no se veían. Y aún tendría que pasar otra antes de que volvieran a verse. Ya puestos, ¿por qué no dejar transcurrir un mes?, le entraron ganas de decir. Parecía que Phil estuviera intentando demostrar algo, pero en realidad simplemente estaba siendo Phil-. No te mudes antes de mi vuelta. Tengo que bajar a echar un vistazo a mis hijas. Están en el jacuzzi con un montón de universitarios.

¿Y con quién estaba él en el jacuzzi?, no pudo evitar preguntarse Sarah. En realidad no importaba. Lo que importaba era que él no estaba en el jacuzzi con ella, ni en ningún otro lugar. Vivían en mundos separados y estaba harta de eso. Se sentía demasiado sola sin él, sobre todo en las épocas de vacaciones.

Esa noche tuvo un sueño agitado y se despertó a las seis de la mañana, olvidó que era sábado y empezó a prepararse para ir a trabajar. Entonces cayó en la cuenta de su error y regresó a la cama. Tenía otros dos días de fiesta por delante antes de poder huir al bufete. Ya había revisado todas las carpetas que se había traído del despacho, consultado todos los apartamentos anunciados en el periódico y visto todas las películas que quería ver. Telefoneó a su abuela, pero tenía el fin de semana lleno, y no quería ver a su madre. Si llamaba a sus amigas casadas solo conseguiría deprimirse aún más. Estarían ocupadas con sus maridos e hijos. ¿Qué había hecho con su vida? ¿Acaso trabajar, distanciarse de sus amigas y encontrar un novio de fin de semana era cuanto había conseguido en los últimos diez años? No sabía qué hacer con su tiempo libre. Necesitaba un proyecto. Decidió ir a un museo y camino del mismo pasó por delante de la casa de la calle Scott. No fue un acto deliberado, simplemente dobló la esquina y allí estaba. Para Sarah representaba mucho más ahora que sabía que la había construido su bisabuelo y que su abuela pasó en ella sus primeros años de vida. Confió en que la persona que comprara la casa supiera amarla como se merecía.

De pronto se descubrió pensando en los dos arquitectos que Marjorie le había presentado y en si lo estarían pasando bien en Venecia y París. Empezó a barajar la idea de hacer un viaje. Tal vez debería ir a Europa. Hacía años que no iba. No le gustaba viajar sola. Se preguntó si Phil querría acompañarla. Estaba intentando llenar las lagunas de su vida a fin de darle sentido y dinamismo. Sentía como si el motor de su vida se hubiera parado y estuviera intentando arrancarlo de nuevo pero no supiera cómo.

Deambuló por el museo sin rumbo fijo, contempló cuadros que le traían sin cuidado, regresó a casa sin prisas, barajando todavía la idea de un viaje a Europa, y de repente se descubrió pasando de nuevo por delante de la casa de Stanley. Paró, bajó del coche y se quedó mirándola. La ocurrencia que acababa de pasar por su cabeza era una locura. No solo una locura. Era completamente absurda. Phil tenía razón, por una vez en su vida. En lugar de cambiarse el sillón y tirar las plantas muertas, estaba pensando en comprarse un apartamento. Por lo menos podía justificarlo diciendo que era una inversión. Mientras que aquello, aquello era una ruina. No solo se comería el dinero que Stanley le había dejado, sino todos sus ahorros. Pero si Marjorie estaba en lo cierto, una casa pequeña y corriente en Pacific Heights le costaría lo mismo, mientras que esta encerraba un pedazo de historia, de su propia historia. La había construido su bisabuelo, su abuela había nacido en ella, y un hombre al que Sarah había querido y respetado había vivido en el ático. Y si lo que necesitaba era un proyecto, ese se llevaba la palma.

– ¡No! -dijo en voz alta.

Hurgó en el bolso, sacó las llaves, subió los escalones de la entrada, contempló la pesada puerta de bronce y cristal y giró la llave. Sentía como si algo más fuerte que ella la estuviera empujando a entrar, como si la corriente agitada de un río la estuviera arrastrando y no pudiera luchar contra ella. Avanzó despacio hasta el vestíbulo.

Como Marjorie había prometido, la casa estaba impecable. Los suelos brillaban, las arañas de luces titilaban con la luz de la tarde y la escalera de mármol estaba reluciente. La vieja alfombra había desaparecido, pero las barras de bronce seguían allí. Los pasamanos estaban perfectamente pulidos. La casa estaba limpia, pero todos sus problemas seguían allí, los cables viejos, las cañerías que nadie había cambiado en años, la cocina que era preciso trasladar a otra planta, la caldera que había que sustituir por un sistema de calefacción más moderno. El ascensor tenía unos ochenta años. Exceptuando los suelos y el artesonado, prácticamente no había nada en la casa que no necesitara algún tipo de arreglo. Jeff Parker había dicho que podría hacerse por medio millón de dólares si el nuevo propietario estaba dispuesto a hacer parte del trabajo y controlaba los gastos. Pero ella no sabía nada de restauraciones. No era capaz ni de cuidar del apartamento de dos habitaciones donde vivía. ¿En qué demonios estaba pensando? Se detuvo en el vestíbulo, preguntándose si no se habría vuelto loca. Quizá se debiera a su sensación de soledad, o a las discusiones con Phil por el poco tiempo que pasaban juntos, o al exceso de trabajo, o a la muerte de Stanley, o a la enorme suma que había heredado, pero el caso es que en esos momentos solo podía pensar en que si pagaba dos millones por la casa y daba doscientos mil dólares de entrada, le quedarían quinientos cincuenta mil dólares para restaurarla.

– ¡Dios mío! -exclamó, llevándose las manos a la boca-. Debo de estar loca. -Y sin embargo, no sentía que lo estuviera. Se sentía completamente cuerda, completamente segura. Contempló la enorme araña de luces y rompió a reír-. ¡Dios mío! -gritó de nuevo, esta vez con más fuerza…-. ¡Stanley, voy a hacerlo! -Empezó a bailar por el vestíbulo como una niña, corrió hasta la puerta, salió, echó la llave y regresó al coche. Telefoneó a Marjorie desde el móvil.

– No te desanimes, Sarah, seguro que encontramos algo -dijo la agente en cuanto descolgó, imaginando lo que Sarah iba a decirle.

– Me temo que ya lo hemos encontrado -repuso con un hilo de voz. Estaba temblando. En su vida se había sentido tan asustada, ni tan entusiasmada. Ni siquiera el día que presentó la tesis de su doctorado.

– ¿Has visto algo? Si me das la dirección puedo buscarla en el listado. Tal vez la tengamos nosotros.

– La tenéis -dijo Sarah con una risita, presa de una sensación de mareo.

– ¿Dónde está? -A Marjorie le pareció que hablaba de una forma extraña, y se preguntó si había estado bebiendo. No le habría sorprendido, teniendo en cuenta lo alicaída que la había encontrado el día anterior.

– Cancela la convocatoria.

– ¿Qué?

– Cancela la convocatoria.

– ¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo?

– Creo que me he vuelto loca. Voy a comprar la casa. Quiero hacerles una oferta a los herederos. -Ya había calculado la cantidad exacta y los herederos le habían dicho que aceptarían la primera oferta que les hicieran. Sarah podía ofrecer menos, pero no le parecía justo-. Quiero ofrecerles un millón novecientos mil dólares. Así cada heredero recibirá cien mil dólares justos.

– ¿Lo dices en serio? -Marjorie estaba estupefacta. Jamás habría imaginado que Sarah pudiera hacer algo así. Apenas unas horas antes le había dicho que quería un apartamento. ¿Qué demonios iba a hacer con una casa de dos mil setecientos metros cuadrados en la que necesitaría invertir dos años y cerca de un millón de dólares en reformas?-. ¿Estás segura?

– Lo estoy. Ayer me enteré de que la construyó mi bisabuelo. La desaparecida Lilli es mi bisabuela.

– ¡Santo Dios! ¿Por qué no lo mencionaste antes?

– Porque no lo sabía. Lo único que sabía era que había visto esa foto en algún lugar, y resulta que ayer volví a verla sobre la cómoda del dormitorio de mi abuela. Lilli era su madre. Nunca volvió a verla después de que se marchara.

– Es una historia asombrosa. Si lo tienes claro, Sarah, prepararé los documentos y presentaremos la oferta el lunes.

– Lo tengo claro. Soy consciente de que puede parecer una locura, pero sé que estoy haciendo lo correcto. Creo que fue el destino el que me llevó hasta esa casa. Y Stanley me dejó el dinero para comprarla. Sin él saberlo, me legó una herencia que va a permitirme comprar la casa y restaurarla. Siempre y cuando lo haga de la manera que propuso Jeff Parker, ocupándome personalmente de una buena parte del trabajo y vigilando lo que gasto. -Sabía que sonaba como una demente, pero era como si ante ella se hubiera abierto de repente un nuevo horizonte y todo lo que divisaba fuera bello y rezumara vida. De la noche a la mañana, la casa de Stanley se había convertido en su sueño-. Siento hablarte como si estuviera loca, Marjorie. Es por la emoción. En mi vida he hecho nada igual.

– ¿Qué? ¿Comprar una casa de noventa años y dos mil setecientos metros cuadrados que necesita una reforma completa? Pensaba que lo hacías todos los días. -Ambas rieron-. En fin, me alegro de no haber hecho ninguna oferta por las nimiedades que vimos ayer.

– Y yo -dijo, contenta, Sarah-. Esa es la casa que quiero.

– Bien. Mañana te llevaré los papeles de la oferta para que les eches un vistazo. ¿Estarás en casa?

– Sí, tirando a la basura todas mis cosas.

– Así me gusta, que no te precipites. -Marjorie sonrió mientras meneaba la cabeza-. Si te parecen bien, mañana mismo podrías firmar los papeles.

– El lunes llamaré personalmente a los herederos para comunicarles la oferta. O quizá se la envíe por fax. -Teniendo en cuenta lo hablado en la reunión de la semana anterior, no creía que los herederos pusieran ningún problema, pero tampoco quería dar nada por hecho hasta que expresaran su aprobación-. Y también tendré que llamar al banco. -Existía la posibilidad de que le adelantaran el dinero hasta que el legado de Stanley se materializara. Tenía un saldo excelente y hacía tiempo que era clienta.

– ¿Recuerdas lo que te dije, Sarah? -preguntó Marjorie en un tono de complicidad-. ¿Que las casas eran como los idilios? Cuando encuentras la adecuada para ti, enseguida lo sabes. No tienes que suplicar, ni insistir, ni pelear. Simplemente ocurre.

– Sinceramente, creo que esa casa es para mí. -Sarah sentía que era el destino.

– ¿Sabes una cosa? -dijo Marjorie-. Yo también lo creo. -Estaba feliz por ella. Sarah era una buena mujer y se merecía esa casa, si era lo que quería.

– Gracias -dijo Sarah, más tranquila ahora que hacía unos minutos. Aquello era lo más estimulante que había hecho en su vida. Y lo más aterrador.

Marjorie le prometió que pasaría con los papeles de la oferta al día siguiente. Sarah puso en marcha el coche y se fue a casa. En su vida se había sentido tan segura de algo, ni tan feliz. Estacionó y entró en su edificio con una amplia sonrisa. El veinte-cuarenta de la calle Scott le estaba haciendo guiños desde el horizonte y ella estaba impaciente por ir a su encuentro.

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