6

Para el jueves Sarah ya había obtenido respuesta de todos los herederos de Stanley salvo dos. Eran los dos primos mayores de Nueva York que vivían en sendas residencias. Al final decidió telefonearles personalmente. Uno de ellos padecía un Alzheimer severo, de modo que en el asilo le dieron el número de teléfono de su hija. Sarah la llamó y le habló de la lectura del testamento y del legado que Stanley había dejado a su padre. Le explicó que el dinero probablemente sería depositado en un fondo, dependiendo de las leyes de autenticación de Nueva York, y que ella y sus hermanos, si los tenía, lo heredarían cuando el padre falleciera. La mujer rompió a llorar de agradecimiento. Dijo que estaban pasando muchos apuros para poder pagar la residencia. Su padre tenía noventa y dos años y probablemente no duraría mucho más. El dinero que Stanley les dejaba no podría haber llegado en mejor momento. La mujer dijo que nunca había oído hablar de Stanley o de un primo de su padre que viviera en California. Sarah le prometió que le enviaría una copia de las secciones del testamento que le incumbían después de la lectura oficial, confiando en que la hubiera. El hombre que la había telefoneado desde St. Louis había confirmado su asistencia, aunque tampoco él había oído hablar nunca de Stanley. Parecía algo avergonzado, y dado su cargo de director de banco, Sarah supuso que no necesitaba el dinero.

El otro heredero que no había contestado tenía noventa y cinco años y no lo había hecho porque pensó que se trataba de una broma. Recordaba perfectamente a Stanley y explicó, con una sonora carcajada, que de niños se odiaban. Parecía todo un personaje, y dijo que le sorprendía que Stanley hubiera hecho dinero. La última vez que lo había visto era un muchacho alocado que quería marcharse a California. Explicó a Sarah que había dado por sentado que a esas alturas ya estaría muerto. Sarah le prometió que le enviaría una copia del testamento. Sabía que tendría que volver a ponerse en contacto con él para preguntarle qué quería hacer con la casa.

El jueves por la tarde programó la lectura del testamento para la mañana del lunes siguiente en su bufete. Asistirían doce herederos. El dinero tenía el don de despertar en la gente las ganas de viajar, incluso por un tío abuelo al que nadie conocía o recordaba. No había duda de que Stanley había sido la oveja negra de la familia y que su lana se había tornado blanca como la leche de resultas de la fortuna que había dejado a sus parientes. Sarah no podía decirles a cuánto ascendía dicha fortuna, pero les aseguró que era una suma importante. Tendrían que esperar hasta el lunes para escuchar el resto.

La última llamada de ese día fue de Marjorie, la agente inmobiliaria, para preguntarle si le iba bien quedar con los dos arquitectos restauradores al día siguiente. Le explicó que no podían ningún otro día porque el fin de semana tenían que viajar a Venecia para asistir a una conferencia de arquitectos especializados en restauraciones. Para Sarah el momento era perfecto, pues de ese modo tendría más información que compartir con los herederos el día de la lectura del testamento. Quedó en reunirse con Marjorie y los arquitectos a las tres de la tarde del viernes. Haría que fuera su última reunión del día. Luego se marcharía a casa para empezar su fin de semana. Eso le dejaría tiempo para relajarse antes de que Phil apareciera horas más tarde, después del gimnasio. Habían hablado muy poco durante la semana. Los dos habían tenido mucho trabajo. Y él había estado de un humor de perros en cada ocasión. El abogado de la parte contraria los había hecho picadillo a él y a su cliente en las declaraciones. Sarah confió en que el humor le hubiera mejorado para el viernes por la noche, o tendrían un fin de semana desapacible. Sabía cómo se ponía Phil cuando perdía, en cualquier terreno. No era agradable de ver. Y quería, por lo menos, pasar un fin de semana decente con él. Por el momento, no se sentía muy optimista.

Marjorie y los dos arquitectos la estaban esperando frente a la casa cuando Sarah llegó a las tres en punto del viernes. La agente le dijo que no se inquietara, que habían llegado antes de hora, e hizo las presentaciones. El hombre era alto y de aspecto agradable, moreno como Sarah pero con algo de blanco en las sienes. Tenía los ojos de color castaño claro y sonrió mientras los presentaban. Su apretón de manos era firme y actuaba con naturalidad. Llevaba unos pantalones caqui, camisa con corbata y americana. Y aparentaba unos cuarenta y pocos años. No había nada destacable en él. No era excesivamente guapo, y parecía una persona competente, curiosa y tranquila. A Sarah le gustó su sonrisa, la cual parecía iluminarle el rostro y aumentar su atractivo. Tenía un carácter afable, eso se apreciaba al instante, y pudo entender por qué a Marjorie le gustaba trabajar con él. Sarah solo necesitó intercambiar con él unas palabras para intuir que poseía un gran sentido del humor y no se tomaba demasiado en serio. Se llamaba Jeff Parker.

Su socia era todo lo contrario. Mientras que él, advirtió Sarah, era alto como Phil o incluso más, ella era diminuta. El pelo de él era oscuro y apagado, el de ella rojo y brillante, y tenía los ojos verdes y una piel clara salpicada de pecas. Él sonreía. Ella tenía la expresión ceñuda. Parecía una mujer irascible, difícil, enfadada. Él tenía un trato amable, ella no. Iba vestida con una chaqueta de cachemir verde chillón, vaqueros azules y zapatos de tacón. Él tenía un estilo discreto, ella vistoso y moderno, con un toque sensual. Él parecía el clásico estadounidense, con su americana y sus pantalones caqui, y en cuanto ella abrió la boca, Sarah advirtió que era francesa, y que lo parecía. Sabía arreglarse con gracia y estilo. Y había cierta impaciencia en su actitud, como si le fastidiara estar ahí. Se llamaba Marie-Louise Fournier, y aunque hablaba con un fuerte acento, su inglés era impecable. Parecía tener prisa, e hizo que Sarah enseguida se sintiera incómoda. Jeff estaba relajado, interesado en la casa, y parecía que tuviera todo el día para estar allí. Marie-Louise miró varias veces su reloj mientras Sarah abría la puerta, y comentó algo a Jeff en francés. Lo que él le susurró a su vez en inglés pareció tranquilizarla, pero su cara seguía siendo casi de enfado.

Sarah se preguntó si la impaciencia de la mujer era porque sabía que probablemente no iban a asignarles el trabajo. Solo estaban allí en calidad de asesores. Marjorie les había advertido que seguramente la casa se vendería como estaba. Y eso significaba, para Marie-Louise, que esa reunión era una pérdida de tiempo. Jeff, en cambio, se alegraba de haber ido. Estaba fascinado con todo lo que Marjorie le había contado. Las casas antiguas eran su pasión. A Marie-Louise no le gustaba perder el tiempo. Para ella, el tiempo era dinero. Jeff explicó a Sarah que tenían una relación personal y profesional desde hacía catorce años. Se habían conocido en la escuela de Bellas Artes de París y llevaban juntos desde entonces. Le contó, con una sonrisa, que Marie-Louise vivía en San Francisco contra su voluntad y que todos los años se marchaba tres meses a Francia. Dijo que detestaba vivir en Estados Unidos pero que seguía allí por él. Al oír eso los ojos de Marie-Louise echaron chispas, pero no dijo nada. Aparentaba la edad de Sarah y tenía una figura increíble. Parecía una mujer sumamente quisquillosa y desagradable, pero hasta ella se aplacó cuando entraron en la casa y Sarah y Marjorie les mostraron todo lo que habían visto y descubierto en su anterior visita. Jeff se detuvo frente a la magnífica escalera y contempló boquiabierto las tres plantas coronadas por el techo abovedado y la increíble araña de luces. También Marie-Louise parecía impresionada, y dijo algo al respecto a su pareja en voz baja.

Deambularon por la casa durante dos horas, examinándolo todo con detenimiento mientras Jeff hacía anotaciones en una libreta amarilla y Marie-Louise comentarios lacónicos. Sarah detestaba reconocerlo, pero no le caía bien. La socia del equipo le parecía insoportable. A Marjorie tampoco le gustaba demasiado, le confesó en voz baja cuando llegaron a la suite principal, pero le aseguró que ambos eran muy buenos en su trabajo y formaban un gran equipo. Marie-Louise era, sencillamente, una persona difícil, y no parecía muy feliz. Sarah podía ver que no lo era. Pero Jeff lograba compensar todo eso con su trato cálido y relajado y sus extensas explicaciones. Dijo que el artesonado era muy valioso, probablemente de principios del siglo XVIII, y que había sido extraído de algún castillo francés, comentario que provocó la reacción, esta vez en inglés, de Marie-Louise.

– Es increíble la cantidad de tesoros que los estadounidenses se llevaron de nuestro país y que nunca debieron salir. Hoy en día eso sería impensable. -Miró a Sarah como si hubiera sido la responsable directa de ese insulto a la cultura francesa.

Sarah no pudo hacer otra cosa que asentir con la cabeza. El asunto no admitía discusión. Lo mismo podía decirse de los suelos, los cuales no había duda de que eran mucho más antiguos que la casa y probablemente habían sido arrancados de un castillo francés y enviados a Estados Unidos. Jeff dijo que esperaba que a los herederos no se les ocurriera arrancar los suelos y el artesonado para subastarlos en Christie's o Sotheby's. Podrían obtener una fortuna por ellos, pero confiaba en que se quedaran donde estaban, y también Sarah. Le habría parecido un crimen desmantelar la casa a esas alturas, después de haber sobrevivido intacta tanto tiempo.

Al final de la visita se sentaron en los peldaños de la majestuosa escalera y Jeff hizo una evaluación extraoficial. En su opinión, restaurar completamente la casa, con instalación eléctrica nueva y tuberías de cobre, le costaría al nuevo propietario cerca de un millón de dólares. Apurando mucho, pero sin que eso afectara a la calidad, podía hacerse por la mitad, aunque no resultaría fácil. La putrefacción de las ventanas y puertaventanas era normal y no le preocupaba en exceso. De hecho, le sorprendía que no estuvieran peor. Ignoraba qué había debajo de los suelos o detrás de las paredes, pero él y Marie-Louise habían restaurado casas más antiguas que esa en Europa. Había mucho que hacer, pero podía hacerse. Y añadió que adoraba esa clase de retos. Marie-Louise no abrió la boca.

Jeff explicó que hacer una cocina nueva no era demasiado trabajo y estuvo de acuerdo con Sarah y Marjorie en que debía estar en la planta baja. En su opinión, el sótano podía vaciarse y transformarse en trastero. Era posible modernizar el mecanismo del ascensor respetando su aspecto exterior. Y creía que todo lo demás debía conservarse. Se necesitarían artesanos para restaurar y dar barniz a la madera. El artesonado debía tratarse con sumo cuidado y precisión. El resto necesitaba pintura, barniz o lustre. Las arañas de luces se hallaban en perfecto estado y podía hacerse que volvieran a funcionar. Había numerosos detalles con los que se podía jugar, como montar un sistema de luces indirectas. Todo dependía del trabajo y el dinero que el nuevo propietario estuviera dispuesto a invertir. La fachada se hallaba en buen estado y la casa tenía una construcción sólida. Haría falta un sistema de calefacción moderno. Eran muchas las cosas que el nuevo propietario podía hacer dependiendo del dinero que quisiera gastarse y las ganas que tuviera de alardear. A él, personalmente, le encantaban los cuartos de baño tal y como estaban. En su opinión, eran muy bonitos y una parte integral de la casa. Se podían modernizar las tuberías sin alterar su aspecto.

– Básicamente, en esta casa podrías invertir todo el dinero que quisieras. Con un millón de dólares se podrían hacer maravillas y conseguir exactamente lo que deseas. En el caso de que el nuevo propietario quisiera vigilar lo que gasta, probablemente podría hacerlo por la mitad, siempre y cuando fuera un chiflado como yo y le gustara realizar personalmente gran parte del trabajo. Si quisiera echarle dos millones, o incluso tres, también podría, pero no es necesario. Son cálculos aproximados, y podría concretarlos un poco más para mostrárselos a un comprador seriamente interesado en la casa. Por un millón de dólares podría devolverle su aspecto original. Y probablemente por la mitad de ese dinero -insistió- si estuviera dispuesto a hacer personalmente una gran parte del trabajo. Eso le llevaría más tiempo, pero un proyecto de esta índole no debe hacerse con prisas. Hay que trabajar bien, con cuidado, para no dañar ni romper detalles de la casa que son importantes. Yo recomendaría un equipo reducido de obreros trabajando aquí entre seis meses y un año, un propietario cuidadoso que sepa lo que está haciendo y le interese el proyecto, y un arquitecto honrado que no intente desplumarlo. Si contrata a la gente equivocada, podría acabar pagando cinco millones, pero eso no tiene por qué ocurrir. Marie-Louise y yo restauramos dos castillos en Francia el año pasado por menos de trescientos mil dólares entre los dos y ambos eran más grandes y antiguos que esta casa. Allí es más fácil encontrar artesanos, pero en la Bahía también tenemos buenos profesionales. -Tendió su tarjeta a Sarah-. Si surge un comprador puedes darle nuestros nombres. Será un placer para nosotros asesorarle tanto si nos contrata como si no. Estas casas son mi pasión. Me encantaría que apareciera alguien que deseara restaurarla bien. Sería un placer para mí ayudar en lo que hiciera falta. Y Marie-Louise es un genio con los detalles, una perfeccionista. Juntos hacemos un gran trabajo.

Por una vez Marie-Louise sonrió. Sarah comprendió entonces que debía de ser más simpática de lo que aparentaba. Ella y Jeff formaban una pareja interesante. Marie-Louise parecía una mujer inteligente y competente, aunque fría. Tenía pinta de quisquillosa y muy francesa. Jeff, por su parte, era cálido, relajado y cordial, y Sarah ya se sentía cómoda con él. Trabajar con Marie-Louise no debía de ser nada fácil.

– Marjorie me ha comentado que tú y tu mujer os vais mañana a Venecia -dijo Sarah mientras cruzaban lentamente el vestíbulo. Llevaban en la casa más de dos horas. Eran más de las cinco.

– Así es. -Jeff sonrió. Le gustaba el interés de Sarah por el proyecto y el profundo respeto que mostraba por la casa de su difunto cliente.

Sarah quería obtener el máximo de información posible para los herederos, aunque dudaba de que quisieran hacer el trabajo. Obtendrían mucho más dinero por la casa si realizaban algunas mejoras, pero creía probable que no desearan tomarse la molestia. Lo único que Sarah podía hacer era darles la información. Lo que hicieran con ella no era asunto suyo. No le correspondía a ella tomar las decisiones. Las órdenes debían darlas los herederos.

– Estaremos en Italia dos semanas -le explicó Jeff-. Puedes llamar a nuestro móvil europeo si necesitas hablar con nosotros. Te daré el número. Pasaremos una semana en la conferencia de Venecia, unos días de descanso en Portofino y un par de días en París con la familia de Marie-Louise. Y por cierto -añadió despreocupadamente-, no estamos casados. Aunque somos socios en todos los sentidos de la palabra -Jeff sonrió a Marie-Louise, que de repente adoptó una expresión picara y sumamente sexy-, mi socia no cree en el matrimonio. Lo considera una institución puritana que corrompe las buenas relaciones. Probablemente tenga razón, porque llevamos juntos mucho tiempo. -Intercambiaron una sonrisa.

– Mucho más del que yo había previsto -intervino Marie-Louise-. Pensaba que lo nuestro sería una aventura de verano, pero Jeff consiguió arrastrarme hasta aquí contra mi voluntad. Soy prisionera de esta ciudad -dijo, poniendo los ojos en blanco.

Jeff rió. Llevaba años escuchando la misma queja, y no parecía molesto. Se diría que les gustaba trabajar juntos, aunque Sarah se dijo que él era mucho más amable con los clientes que ella. Marie-Louise era tremendamente seca, hasta el punto de resultar grosera.

– Lleva intentando convencerme de que me mude a París desde que llegó a San Francisco, pero yo crecí aquí y esto me gusta. París es una ciudad demasiado grande para mí, como Nueva York. Yo soy un chico de California, y aunque Marie-Louise nunca lo reconocerá, la mayor parte del tiempo se siente a gusto aquí. Sobre todo en invierno, cuando en París llueve y hace frío.

– ¡No estés tan seguro! -se apresuró a responder Marie-Louise-. Uno de estos días te daré una sorpresa y regresaré a París para siempre.

Sarah lo sintió como una amenaza más que como una advertencia. Jeff, sin embargo, dejó que el afilado comentario le resbalara por la espalda.

– Tenemos una casa fantástica en Potrero Hill que yo mismo renové antes de que el barrio se pusiera de moda. Durante años fue el único edificio decente de toda la manzana. Ahora el barrio ha subido de categoría y estamos rodeados de casas fantásticas. Hice todo el trabajo con mis propias manos. Estoy enamorado de esa casa -dijo con orgullo.

– Nuestra casa de París es más bonita -repuso remilgadamente Marie-Louise-. Está en el distrito séptimo. La hice yo. Paso allí todos los veranos mientras Jeff insiste en congelarse en la niebla de esta ciudad. Odio los veranos en San Francisco.

Había que reconocer que eran fríos y brumosos. Estaba claro que Marie-Louise no tenía intención de quedarse a vivir para siempre en San Francisco. Hablaba como si todavía tuviera en mente volver a Francia, algo que no parecía preocupar a Jeff. Probablemente sabía que eran amenazas vacías. Así y todo, a Sarah le extrañaba que después de catorce años juntos todavía no se hubieran casado. Aunque Marie-Louise parecía una mujer muy independiente, se diría que Jeff, a su manera, también. Ella se quejaba mucho pero no conseguía desviarlo de su camino.

Sarah les agradeció la consulta y las estimaciones de Jeff sobre lo que podrían costar las obras de restauración. Existía un margen amplio, dependiendo de lo que el nuevo propietario deseara hacer en la casa y el trabajo que estuviera dispuesto a realizar personalmente. Sarah no podía hacer nada salvo dar la información a los herederos.

Les deseó una feliz estancia en Venecia, Portofino y París y unos minutos después Marie-Louise y Jeff se alejaban en un viejo Peugeot que ella se había traído de Francia. Dijo, mientras subía al vehículo, que no confiaba en los coches estadounidenses.

– ¡Ni en ninguna otra cosa! -añadió Jeff, y todos rieron.

– Menuda joya -comentó Sarah cuando ella y Marjorie se dirigieron a sus respectivos coches.

– Trabajar con Marie-Louise no es fácil, pero es buena en lo que hace. Tiene un gusto exquisito y mucho estilo. Trata a Jeff como a un trapo y a él parece gustarle. Siempre ocurre igual. Las brujas se quedan siempre con los mejores partidos. -Sarah rió. Aunque no le gustaba reconocerlo, así era la mayoría de las veces-. ¿No te parece que está como un tren? -dijo Marjorie, y Sarah sonrió.

– No sé qué decirte. -Phil sí estaba como un tren, para su gusto. Jeff no. Pero le parecía un hombre agradable-. Pero es muy cordial y se diría que sabe lo que hace. -Era evidente que sentía pasión por las casas antiguas y que le gustaba su trabajo.

– Los dos saben lo que hacen. Se complementan mutuamente. Dulce y agrio. Y parece que funciona, tanto en casa como en la oficina, aunque creo que tienen sus altibajos. De vez en cuando ella se harta de San Francisco y se marcha a Francia. En una ocasión estuvo fuera un año entero mientras él trabajaba en un gran proyecto que yo le había pasado. Pero siempre vuelve y él siempre la acoge. Supongo que está loco por ella, y Marie-Louise sabe que tiene a su lado algo bueno. Jeff es firme como una roca. Es una pena que no se hayan casado. Él sería todo un padrazo si tuvieran hijos, pero a ella no la veo muy maternal que digamos.

– Tal vez los tengan más adelante -dijo Sarah, pensando en Phil. Apenas faltaban unas horas para empezar su fin de semana juntos, su recompensa por lo mucho que trabajaba en el bufete durante la semana.

– Uno nunca sabe qué hace que una relación funcione -comentó filosóficamente Marjorie antes de desear suerte a Sarah con los herederos de Stanley.

– Te informaré de lo que hayan decidido después de la reunión.

Estaba claro que querrían vender la casa. La única duda era en qué estado, si restaurada o no, y hasta qué punto. A Sarah le habría encantado supervisar el proyecto pero sabía que las posibilidades de algo así eran prácticamente nulas. Seguro que los herederos no iban a estar dispuestos a gastarse un millón de dólares, ni siquiera medio, en restaurar la casa de Stanley y esperar seis meses o un año antes de venderla. No le cabía duda de que el lunes tendría que decirle a Marjorie que pusiera la casa en venta tal y como estaba.

Se despidieron y Sarah regresó a casa para esperar a Phil. Después de cambiar las sábanas se derrumbó en el sofá con un montón de trabajo que se había traído del despacho. A las siete sonó el teléfono. Era Phil, desde el gimnasio. Sonaba horrible.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Sarah. Parecía enfermo.

– Hoy se ha resuelto el caso. No te imaginas lo cabreado que estoy. El abogado de la parte contraria nos hundió. Al gilipollas de mi cliente le habían pillado demasiadas veces con los pantalones bajados. No tuvimos opción.

– Lo siento mucho, cariño. -Sarah sabía lo mucho que Phil detestaba tener que tirar la toalla. Por lo general luchaba hasta el final-. ¿A qué hora vendrás? -Estaba deseando verle. Había tenido una semana interesante, sobre todo por el tema de la casa de Stanley. Aún no había podido contárselo porque Phil había estado demasiado absorto en sus declaraciones. Prácticamente no habían hablado en toda la semana, y cuando se llamaban, él no tenía tiempo para conversar.

– Esta noche no iré a tu casa -dijo sin más, y Sarah se quedó petrificada. Era muy raro que Phil cancelara una noche de fin de semana a menos que estuviera enfermo.

– ¿No? -Había estado impaciente por verle, como siempre.

– No. Estoy de muy mal humor y no quiero ver a nadie. Mañana estaré mejor.

Sarah se llevó una gran decepción al oír eso y lamentó que no quisiera hacer el esfuerzo de ir. Podría animarlo.

– ¿Por qué no vienes después del gimnasio? Podríamos encargar algo de cena, y podría darte un masaje -propuso esperanzada, esforzándose por sonar convincente.

– No, gracias. Te llamaré mañana. Me quedaré en el gimnasio unas horas. Puede que descargue toda mi agresividad jugando a squash. Esta noche sería una compañía pésima.

Probablemente tuviera razón, pero, de todos modos, a Sarah le apenaba no verlo. Lo había visto de mal humor otras veces y no era una situación agradable. Así y todo, habría preferido tenerlo en casa de mal humor a no verlo en absoluto. Las relaciones no se basaban únicamente en verse los días buenos. Sarah también deseaba compartir con Phil los días malos. Intentó hacerle cambiar de parecer, pero él la cortó bruscamente.

– Olvídalo, Sarah. Te llamaré por la mañana. Buenas noches. -En sus cuatro años de relación, raras veces había hecho algo así. Pero cuando Phil estaba disgustado, el mundo entero se detenía y él solo deseaba bajarse.

No había nada que ella pudiera hacer. Se quedó un largo rato en el sofá, mirando al vacío. Pensó en el arquitecto que había conocido esa tarde y en su difícil compañera francesa. Recordó lo que Marjorie le había contado, que Marie-Louise había dejado a Jeff varias veces para irse a París, pero que siempre volvía. También Phil. Sabía que se verían por la mañana, o en algún momento durante el sábado, cuando a él le apeteciera llamarla. Pero en esa solitaria noche de viernes eso era poco consuelo. Phil ni siquiera se dignó a llamarla cuando llegó a casa. Sarah estuvo levantada hasta la medianoche, trabajando y esperando oír el teléfono. Cuando Phil estaba disgustado, en su vida no había espacio para nadie más. El mundo giraba a su alrededor, o por lo menos eso pensaba él. Y, por el momento, no se equivocaba.

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