El domingo por la mañana Phil y Sarah se despertaron tarde. El sol estaba alto e inundaba el dormitorio. Él se levantó y fue a darse una ducha mientras ella se desperezaba en la cama y pensaba en lo sucedido la noche antes. En el día que Phil había pasado con su amigo sin dignarse llamarla siquiera, en cómo había hablado de la ex mujer y la novia de Dave, y en el fantástico sexo que habían tenido. Todo ello formaba un puzzle donde las piezas no encajaban. Sarah tenía la sensación de estar uniendo piezas que mostraban un pedazo de bosque, un trozo de cielo, medio gato y una parte de la puerta de un granero. Juntas, no formaban una escena. Sarah conocía las imágenes, pero ninguna estaba completa, y tampoco ella se sentía completa. Se dijo una vez más que no necesitaba un hombre para sentirse bien. Y en su relación con Phil había muchas cosas insatisfactorias. Quizá eso fuera cuanto necesitaba saber para actuar. Entre ellos nunca parecía existir una conexión real, por la sencilla razón de que Phil no quería conectar de verdad con nadie.
– ¿A qué viene esa cara tan triste? -le preguntó cuando salió de la ducha. Estaba completamente desnudo, frente a ella. Su cuerpo perfecto habría hecho perder el sentido a cualquier mujer.
– Estaba pensando -respondió Sarah, recostada sobre las almohadas.
Aunque ella no se daba cuenta, también estaba preciosa. Tenía un cuerpo esbelto y atlético, la oscura melena extendida sobre la almohada, los ojos del color de un cielo límpido. Phil era muy consciente de su belleza. Sarah nunca sacaba partido ni prestaba atención a su físico.
– ¿En qué? -preguntó Phil, sentándose en el borde de la cama mientras se secaba el pelo con una toalla. Parecía un vikingo.
– En que detesto los domingos porque falta poco para que el fin de semana termine y dentro de unas horas ya no estarás.
– Pues disfruta de mí mientras esté, boba. Ya tendrás tiempo de deprimirte cuando me haya ido, aunque no veo por qué. La semana que viene volveré. Llevo cuatro años haciéndolo.
Ahí estaba justamente el problema para ella. Aunque era obvio que no para él. Entre ellos existía un serio conflicto de intereses. Como abogados, debería ser evidente para ambos, y sin embargo Phil no lo veía. A veces era preferible vivir en la negación de la realidad.
– ¿Por qué no salimos a desayunar?
Sarah asintió. Le gustaba salir con él, y estar en casa con él. Después de quedarse un rato observándolo, tuvo una idea.
– Mañana van a valorarme la casa de Stanley Perlman. Tengo las llaves y he quedado con la agente inmobiliaria antes de ir al despacho. ¿Quieres que vayamos a verla después de desayunar? Estoy deseando echarle un vistazo. Puede ser divertido. Es una casa alucinante.
– No me cabe duda -repuso, incómodo, al tiempo que se levantaba y le mostraba toda la belleza de su cuerpo-, pero las casas viejas no me entusiasman. Me sentiría como un ladrón, fisgoneando de ese modo.
– No estaríamos fisgoneando. Soy la abogada a cargo de la herencia. Puedo entrar en esa casa cuando quiera. Y me encantaría verla contigo.
– Tal vez en otro momento, nena. Estoy hambriento y después de desayunar tengo que volver a casa. Me espera otra semana de declaraciones y me he traído del despacho dos cajas llenas de trabajo.
Pese a sus esfuerzos por disimularlo, Sarah no pudo evitar poner cara de decepción. Phil siempre le hacía lo mismo. Ella confiaba en pasar el día con él y él encontraba un pretexto para no hacerlo.
Los domingos, por lo general, no se quedaba a comer y hoy no iba a ser diferente, lo que hacía aún más indignante que hubiera pasado el sábado con Dave. Pero esta vez Sarah se levantó sin decir una palabra. Estaba harta de ser la pedigüeña en la relación. Si Phil no quería pasar el día con ella, encontraría algo que hacer por su cuenta. Podía llamar a una amiga. Hacía tiempo que no salía con sus amigas porque los fines de semana estaban ocupadas con sus maridos e hijos. Le gustaba pasar los sábados a solas con Phil, y los domingos no le apetecía hacer de carabina con otra gente. Así pues, los dedicaba a visitar museos y anticuarios, paseaba por la playa de Fort Mason o trabajaba. Los domingos nunca habían sido santo de su devoción. Le parecía el día más solitario de la semana. Y ahora más que nunca. Cuando Phil se marchaba se tornaban en extremo agridulces. El silencio en su apartamento la deprimía profundamente. Y ya intuía que hoy no sería diferente.
Trató de pensar qué iba a hacer mientras se vestía. O por lo menos trató de fingir buen humor cuando salieron del apartamento para ir a desayunar. Phil llevaba puesta una cazadora de aviador marrón, unos vaqueros y una camisa azul, inmaculada y perfectamente planchada. En casa de Sarah guardaba la ropa justa para pasar el fin de semana y vestir decentemente. Había tardado casi tres años en dar ese paso. Y puede que dentro de otros tres, pensó tristemente Sarah, consienta quedarse hasta el domingo por la noche. O de cinco, se dijo con sarcasmo mientras bajaba detrás de Phil. Este estaba silbando y de un humor excelente.
Muy a su pesar, Sarah disfrutó enormemente del desayuno. Phil le contó divertidas anécdotas y un par de chistes escandalosos. Imitó a alguien de su oficina y, pese a tratarse de una tontería, la hizo reír. Lamentaba que no quisiera acompañarla a ver la casa de Stanley. No quería ir sola, así que decidió esperar a verla el lunes por la mañana con la agente inmobiliaria.
Phil estaba de buen humor y se zampó un copioso desayuno. Sarah tomó un capuchino y tostadas. Nunca podía comer cuando él se disponía a dejarla. Aunque el hecho se repetía todas las semanas, siempre la entristecía. En cierto modo, se sentía rechazada. El fin de semana no había estado mal, pero lo ocurrido el sábado había sido un jarro de agua fría. Por la noche disfrutaron de un sexo fabuloso. Pero las mañanas de los domingos eran demasiado cortas, y la de hoy no iba a ser diferente. Le aguardaba otro día deprimente y solitario. Era el precio que tenía que pagar por no estar casada, por no tener hijos o por no tener una relación más comprometida. El resto de la gente siempre parecía tener a alguien con quien pasar los domingos. Ella no. Y se cortaría los brazos y la cabeza antes que llamar a su madre. En opinión de Sarah, eso no era la solución. Prefería estar sola. Pero le habría gustado pasar el día con Phil.
Había aprendido a ocultar lo que sentía cuando él se marchaba los domingos por la mañana. Se las arreglaba para mostrarse alegre y a veces incluso bromista cuando la besaba fugazmente en los labios y la acompañaba a su casa. Esta vez Sarah le pidió que la dejara en el restaurante porque quería pasearse por las tiendas de la calle Union. Lo que no quería, en realidad, era entrar en su apartamento vacío. Se despidió animadamente con una mano, como siempre hacía cuando él se alejaba con el coche para retomar su vida. Fin del fin de semana.
Caminó hasta el puerto deportivo, se sentó en un banco y observó a la gente que hacía volar las cometas. Entrada la tarde subió a pie hasta Pacific Heights y su apartamento. No se molestó en hacer la cama. Tampoco quería cenar, pero finalmente se preparó una ensalada y sacó algunas carpetas de su cartera. Eran las carpetas de Stanley Perlman, y si había algo que le hacía ilusión era ver su casa. Se la imaginaba de mil maneras. Lamentaba no conocer su historia. Tenía intención de pedir a la agente inmobiliaria que indagara en ella antes de ponerla en venta, pero primero quería ver la casa. Intuía que se trataba de una casa excepcional. Esa noche, cuando se acostó, volvió a pensar en ella.
Estaba conciliando el sueño cuando sonó el teléfono. Era Phil. Le contó que había estado toda la tarde preparando declaraciones. Sonaba cansado.
– Te echo de menos -dijo con voz tierna. Era la voz que siempre conseguía acelerar el corazón de Sarah. La voz del hombre que la noche antes le había hecho el amor con gran pasión y habilidad. Se recostó en la cama y cerró los ojos.
– Yo también -susurró.
– Pareces dormida -dijo él con dulzura.
– Lo estoy.
– ¿Estabas pensando en mí mientras te dormías? -Su voz sonó más sensual que nunca y Sarah rió.
– No -dijo, girando sobre un costado y contemplando el lado de la cama donde Phil había dormido esa noche. Ahora se le antojaba tremendamente vacío. Su almohada estaba tirada en el suelo-. Estaba pensando en la casa de Stanley Perlman. Estoy impaciente por verla.
– Estás obsesionada con esa casa -repuso él. Parecía decepcionado. Le gustaba cuando ella pensaba en él. Como Sarah le decía a menudo, todo tenía que girar alrededor de él. Y Phil no siempre lo negaba.
– ¿Eso crees? -lo provocó Sarah-. Pensaba que estaba obsesionada contigo.
– Más te vale -dijo satisfecho-. Yo estaba pensando en la noche de ayer. Cada vez lo pasamos mejor, ¿no crees?
Ella sonrió.
– Sí -convino, pero no estaba segura de que eso fuera bueno. Las más de las veces el excelente sexo que tenían no le dejaba ver claro. En su relación no era fácil separar el grano de la paja. Su vida sexual era, decididamente, grano. Pero en otros aspectos había mucha paja.
– Mañana he de madrugar. Solo quería darte un beso de buenas noches antes de acostarme y decirte que te echo de menos.
Sarah quiso recordarle que eso tenía fácil solución, pero se contuvo.
– Gracias.
Estaba conmovida. Era un detalle muy dulce. Phil era un hombre dulce, aunque a veces la defraudara. Puede que todos los hombres lo hicieran, puede que fuera algo intrínseco a las relaciones, se dijo. No estaba segura, nunca lo estaba. Esa era la relación más larga que había tenido en su vida. Con anterioridad siempre había estado demasiado ocupada con la universidad y el trabajo para comprometerse de lleno con un hombre.
– Te quiero, nena… -le dijo Phil con esa voz ronca que la derretía por dentro.
– Yo también te quiero, Phil… Te echaré de menos esta noche.
– Y yo. Te llamaré mañana.
Lo que más la entristecía era que Phil lograra disipar el acercamiento que habían conseguido durante el fin de semana creando nuevamente una distancia entre ellos durante la semana. No quería o no podía mantener la intimidad que se establecía entre ellos. Parecía sentirse más seguro manteniendo a Sarah a un brazo de distancia. Pero la noche antes ese brazo de distancia, decididamente, no había existido.
Después de colgar Sarah se quedó pensando en Phil. Se había salido con la suya. Estaba pensando en él y no en la casa de Stanley. Los ojos se le cerraron y antes de que se diera cuenta la alarma del despertador sonó y el sol estaba entrando por su ventana. Era lunes por la mañana y tenía que levantarse.
Una hora después salía apresuradamente de casa en dirección a Starbucks. Necesitaba una taza de café antes de reunirse en casa de Stanley con la agente inmobiliaria. Tenía la sensación de que estaba a punto de emprender la búsqueda de un tesoro. Se bebió el café y leyó el periódico en el coche mientras esperaba a la agente frente a la casa. Estaba tan enfrascada en la lectura que no reparó en la llegada de la mujer hasta que oyó unos golpecitos en la ventanilla.
Apretó enseguida el botón y la ventanilla bajó con rapidez. La mujer que había frente a ella tenía cincuenta y tantos años y un aspecto entre profesional y desfasado. Sarah había tratado con ella la venta de otras propiedades y le caía bien. Se llamaba Marjorie Merriweather y Sarah la miró con una sonrisa cálida.
– Gracias por venir -dijo mientras bajaba de su pequeño BMW de un año de antigüedad. Casi siempre lo dejaba en el garaje e iba al trabajo en taxi. En el centro de la ciudad no necesitaba coche y, además, costaba una fortuna dejarlo todo el día en el parking. Esta mañana, no obstante, le había convenido cogerlo.
– Ha sido un placer -aseguró Marjorie con una amplia sonrisa-. Siempre he querido ver esta casa por dentro. Tiene una gran historia detrás.
A Sarah le gustó oír eso. Siempre lo había sospechado, pero Stanley insistía en que no sabía nada de su pasado.
– Creo que deberíamos recabar información sobre ella antes de ponerla a la venta. Eso le daría un toque de distinción y compensaría las instalaciones de principios de siglo -dijo Sarah, riendo.
– ¿Tienes idea de cuándo renovaron el interior por última vez? -preguntó Marjorie mientras Sarah extraía las llaves del bolso.
– Pronto lo sabremos -respondió, subiendo los escalones de mármol que conducían a la puerta principal, una estructura de cristal cubierta por un exquisito enrejado de bronce que constituía, de por sí, una obra de arte. Sarah nunca había utilizado la puerta principal, pero no quería hacer entrar a la agente por la cocina. Ignoraba si Stanley había utilizado alguna vez esa puerta-. El señor Perlman adquirió la casa en 1930 y nunca me mencionó que la hubiera restaurado. La compró como inversión y su intención fue siempre venderla, pero nunca llegó a desprenderse de ella. Más por las circunstancias que por otra cosa. Simplemente se sintió a gusto en ella y se quedó. -Mientras hablaba, pensó en la diminuta habitación del ático, el cuarto del servicio donde Stanley había pasado setenta y seis años de su vida. No mencionó ese detalle a Marjorie. Probablemente repararía en él durante la visita-. Imagino que la casa no ha sido sometida a ningún tipo de reforma desde su construcción, que creo que el señor Perlman mencionó que fue en 1923. Pero nunca me dijo el nombre de la familia que la mandó construir.
– Era una familia muy conocida que hizo su fortuna en la banca durante la fiebre del oro. Llegaron de Francia con otros banqueros procedentes de París y Lyon y creo que continuaron en el negocio bancario a lo largo de varias generaciones, hasta que la familia se extinguió. El hombre que construyó esta casa se llamaba Alexandre de Beaumont. La construyó en 1923 para Lilli, su hermosa y joven esposa, cuando se casaron. Lilli era célebre por su belleza. Fue una historia muy triste. Alexandre de Beaumont perdió toda su fortuna en el crack de 1929 y creo que poco después, en torno a 1930, ella le abandonó.
La agente sabía muchas más cosas sobre la casa que Sarah o Stanley. Pese a los tres cuartos de siglo que había pasado en ella, Stanley nunca sintió un verdadero apego por la casa. Para él siempre fue una mera inversión y el lugar donde dormía. Nunca se preocupó por decorarla y nunca ocupó las dependencias principales. Era feliz viviendo en el cuarto del ático.
– Creo que fue entonces, en 1930, cuando el señor Perlman compró la casa. Pero jamás me mencionó a los Beaumont.
– Creo que el señor de Beaumont murió unos años después de que su esposa le dejara. Por lo visto, no volvió a saber nada de ella. O quizá esa sea la versión romántica de la historia. Me gustaría obtener más datos para el folleto.
Guardaron silencio mientras Sarah luchaba con las llaves. Finalmente, la pesada puerta de bronce y cristal cedió con un lento chirrido. Había pedido a la enfermera que descorriera la cadena antes de irse para poder acceder a la casa por la entrada principal. La puerta se abrió y reveló una profunda oscuridad.
Avanzó unos pasos y miró a su alrededor buscando un interruptor, seguida de Marjorie. Ambas se sentían en parte intrusas, en parte niñas curiosas. La agente abrió un poco más la puerta para que el sol les iluminara el camino, y fue entonces cuando vieron el interruptor de la luz. La casa tenía ochenta y tres años e ignoraban si seguiría funcionando. Había dos botones en el vestíbulo de mármol. Sarah apretó los dos y nada ocurrió. A través de la tenue luz pudieron ver que las ventanas del vestíbulo estaban tapadas con tablones.
– Debí traer una linterna -dijo Sarah, ligeramente irritada.
Aquello iba a ser más difícil de lo que había imaginado. En ese momento Marjorie se llevó una mano al bolso y le tendió una. Había traído otra para ella.
– Las casas antiguas son mi pasatiempo.
Encendieron las linternas y miraron a su alrededor. Había pesados tablones en las ventanas, un suelo de mármol blanco bajo sus pies que parecía no terminar nunca y una enorme araña de luces sobre sus cabezas, aunque probablemente los años habían deteriorado los cables que la conectaban al interruptor, junto con todo lo demás.
El vestíbulo, espacioso y de techos altos, estaba recubierto de bellos paneles y flanqueado por sendas estancias destinadas, probablemente, a sala de espera para las visitas. No había un solo mueble. El suelo de las dos salas de espera era de madera antigua, muy bonita, y las paredes estaban decoradas con artesonados labrados que parecían proceder de Francia. Y en cada una de ellas había una espectacular araña de luces. Stanley había comprado la casa totalmente vacía, pero en una ocasión le contó a Sarah que los antiguos propietarios habían dejado todos los apliques y lámparas originales. Entonces ella y Marjorie vieron que también había una chimenea de mármol antiguo en cada estancia. Las dos salas eran de idéntico tamaño y podrían transformarse en exquisitos estudios o despachos, según la futura utilidad que se le diera a la casa. Quizá la de un hotel pequeño y elegante, o un consulado, o el hogar de alguien increíblemente rico. Por dentro parecía un pequeño palacio francés, y Sarah siempre había pensado eso mismo de la fachada. En toda la ciudad, y probablemente en todo el estado, no había otra casa de ese estilo. Era la típica mansión o pequeño castillo que uno esperaría ver en Francia. Y el arquitecto, según le contó Marjorie, era francés.
Cuando se adentraron en el vestíbulo de mármol divisaron una enorme escalera en el centro. Tenía los peldaños de mármol blanco y un pasamanos de bronce a cada lado. Ascendía majestuosamente hacia las plantas superiores, y era fácil imaginarse a hombres con chistera y frac y mujeres con vestidos de noche circulando por ella. Arriba de todo pendía una araña de luces gigantesca. Sarah y Marjorie retrocedieron con cautela, las dos pensando lo mismo. Después de todos esos años era imposible conocer el grado de seguridad de la casa. De repente Sarah temió que pudiera caerse. Y mientras retrocedían, al otro lado divisaron un inmenso salón con cortinajes en las ventanas. Se acercaron para comprobar si estaban cubiertas por tablones y las pesadas cortinas se les deshicieron en las manos. Las ventanas eran, en realidad, puertaventanas que conducían al jardín. Ocupaban una pared entera y solo tenían tablones en la parte superior, formando semicírculos. Al descorrer las cortinas del resto de las ventanas vieron que los cristales estaban sucios pero sin cubrir. El sol entró en la estancia por primera vez desde que Stanley Perlman compró la casa, y cuando miraron a su alrededor, Sarah abrió los ojos de par en par y soltó una exclamación ahogada. En un lado había una chimenea enorme, con una repisa de mármol, artesonado y paneles de espejos. Parecía un salón de baile. Los suelos de madera parecían tener varios siglos de antigüedad. También en este caso era evidente que habían sido extraídos de un castillo francés.
– Santo Dios -susurró Marjorie-. En mi vida he visto nada igual. Ya no existen casas como esta, y aquí desde luego nunca existieron.
Le recordaba a las «casitas» de Newport construidas por los Vanderbilt y los Astor. En la costa Oeste no había nada que se le pudiera comparar. Semejaba una miniatura del palacio de Versalles, justamente lo que Alexandre de Beaumont había prometido a su esposa. La casa era su regalo de bodas.
– ¿Estamos en el salón de baile? -preguntó, boquiabierta, Sararí. Sabía que había uno, pero jamás había imaginado algo tan bello.
– Creo que no -respondió Marjorie, disfrutando de cada minuto de su visita. Aquello era mucho mejor de lo que había imaginado-. Los salones de baile solían construirse en el primer piso. Esta estancia debe de ser el salón principal, o uno de ellos.
Al otro lado de la casa encontraron una estancia parecida pero algo más pequeña, conectada a la primera por una pequeña rotonda. La rotonda tenía suelos de mármol taraceado y una fuente en el centro con aspecto de haber funcionado en otros tiempos. Si se cerraban los ojos podía imaginarse esos grandes bailes y fiestas de los que solo se hablaba en los libros.
En la planta baja había otros salones más pequeños donde, explicó Marjorie, las damas de la antigua Europa podían descansar y aflojarse el corsé. También había varias despensas y cuartos de servicio donde se subía la comida preparada en las cocinas. En el mundo moderno las despensas podrían convertirse en cocina, pues hoy día nadie querría la cocina en el sótano. La gente ya no disponía de un ejército de sirvientes para que se pasara el día subiendo y bajando bandejas. Sarah divisó una hilera de montaplatos y al abrir uno para inspeccionarlo, una de las cuerdas se le quebró en las manos. En la casa no había señales que revelaran la presencia de roedores. Las cosas no estaban roídas y tampoco había moho ni humedad. El equipo de limpieza de Stanley se había encargado de mantener la casa limpia, pero, así y todo, el paso del tiempo había hecho sus estragos. En la planta baja también encontraron seis cuartos de baño, cuatro de mármol, evidentemente para los invitados, y dos más sencillos, de baldosa, para el servicio. El espacio destinado al numeroso personal doméstico que probablemente habían tenido era extenso.
Marjorie y Sarah se dispusieron a visitar las demás plantas. Sarah sabía que la casa tenía ascensor, pero Stanley nunca lo había utilizado. De hecho, lo había mandado acordonar, pues pensaba que utilizarlo en la actualidad podía ser peligroso. Stanley había subido y bajado valientemente las escaleras hasta que las piernas le fallaron. Y cuando ya no pudo caminar, dejó de bajar.
Marjorie y Sarah avanzaron con tiento hasta la majestuosa escalera situada en el centro del vestíbulo admirando hasta el último detalle a su alrededor, suelos, marquetería, artesonado, molduras, ventanas, arañas de luces. El techo que se alzaba sobre la gran escalera tenía una altura de tres plantas y dominaba el cuerpo principal de la casa. Por encima estaba el ático donde había vivido Stanley y por debajo el sótano. La escalera, con todo su esplendor y elegancia, ocupaba un amplio espacio en el centro.
Descolorida y gastada, la alfombra que cubría la escalera parecía persa, y las barras que la fijaban a los escalones eran de fino bronce con una pequeña cabeza de león en cada extremo. Hasta el último detalle de la casa era exquisito.
El primer piso acogía otros dos salones espléndidos, una sala de día con vistas al jardín, una sala de juego, una sala de música dotada en otros tiempos de un piano de cola y el extraordinario salón de baile del que Sara y Marjorie habían oído hablar. Era, efectivamente, una réplica exacta de la Sala de los Espejos de Versalles. Cuando Sarah descorrió las cortinas para dejar entrar la luz, como había hecho en las demás estancias, casi se le escapó un grito. En su vida había visto nada tan bello. Ahora sí que no podía entender por qué Stanley se había negado a vivir en la casa. Era demasiado bonita para permanecer vacía tantos años, sin ser amada. Pero era evidente que a Stanley le había traído sin cuidado esa clase de esplendor y elegancia. A él solo le importaba el dinero, y de repente Sarah sintió una profunda tristeza. Finalmente comprendía lo que el anciano quería decirle. Stanley Perlman no había malgastado su vida, pero se había perdido muchas cosas buenas. No quería que a Sarah le ocurriera lo mismo, y ahora comprendía por qué. Esa casa simbolizaba todo lo que Stanley había poseído pero en realidad no había tenido. Jamás la amó ni disfrutó de ella, nunca se permitió ampliar los horizontes de su vida. La habitación del ático donde había pasado tres cuartos de siglo simbolizaba su vida, y lo que nunca había tenido: compañía, belleza, amor. Sarah se sintió apesadumbrada. Ahora comprendía mejor a Stanley.
Al final de la majestuosa escalera, en la segunda planta, tropezaron con una enorme puerta de doble hoja. Sarah supuso que estaba cerrada con llave. Forcejearon con ella y cuando estaban a punto de rendirse, la puerta cedió, revelando una colección de habitaciones tan bellas y acogedoras que, por fuerza, tenía que tratarse de la suite principal. Un rosa pálido, apenas perceptible, cubría las paredes. El dormitorio, con vistas al jardín, tenía una decoración digna de María Antonieta. Había una sala de estar, varios vestidores y dos extraordinarios cuartos de baño de mármol, más grandes que el apartamento de Sarah, obviamente diseñados para Lilli y Alexandre. Las piezas eran exquisitas, el suelo de ella de mármol rosa, el de él de mármol beige, ambos de una calidad digna de los Uffizi de Florencia.
Dos salitas flanqueaban la entrada a la suite principal, y al otro lado estaban lo que debían de ser los cuartos de sus hijos, uno claramente para una niña y otro para un niño. Los vestidores y los cuartos de baño estaban revestidos de bellos azulejos con dibujos de flores y veleros. Cada hijo gozaba de un espacioso dormitorio dotado de grandes ventanales. También había un enorme cuarto de juegos y habitaciones más pequeñas, probablemente para las institutrices y criadas que atendían cada una de sus necesidades. Mientras Sarah miraba a su alrededor con tierno asombro, le asaltó una duda y se volvió hacia Marjorie.
– Cuando Lilli se marchó, ¿se llevó a sus hijos con ella? Si lo hizo, no me extraña que Alexandre estuviera destrozado.
El pobre hombre habría perdido no solo a su bella esposa, sino también a sus hijos, además de todo su dinero. Semejante pérdida habría bastado para hundir a cualquiera, y más aún a un hombre.
– Creo que no -respondió pensativamente Marjorie, haciéndose la misma pregunta-. La historia que leí sobre ellos y la casa no decía mucho al respecto. Contaba que Lilli había «desaparecido». No me llevé la impresión de que los niños se hubieran ido con ella.
– ¿Qué crees que fue de ellos y de su padre?
– Quién sabe. Alexandre murió relativamente joven, supuestamente de pena. La información que leí no decía nada sobre su familia. Creo que se extinguió. En San Francisco ya no queda ninguna familia con ese apellido. A lo mejor regresaron a Francia, a sus raíces.
– O a lo mejor murieron -dijo Sarah con pesar.
Sarah condujo a Marjorie hasta la escalera de servicio y juntas subieron al ático. Se detuvo en el pasillo con la mirada gacha mientras Marjorie procedía a inspeccionar las habitaciones. No quería ver el cuarto donde Stanley había vivido. Sabía que le daría mucha pena. Cuanto le importaba de él estaba ahora en su corazón y en su pensamiento. No necesitaba ver su cuarto, ni la cama donde había fallecido. La parte de Stanley que amaba estaba con ella. El resto carecía de importancia. Se acordó de El Principito, el relato de Saint-Exupéry que tanto le gustaba, y su frase favorita: «Lo verdaderamente importante en la vida es invisible a los ojos, solo el corazón puede verlo». Ella sentía eso con respecto a Stanley. Siempre lo llevaría en el corazón. Él había sido un gran regalo en su vida durante sus tres años de amistad. Nunca lo olvidaría.
Marjorie la siguió hasta el segundo piso y la informó de que el ático tenía veinte habitaciones de servicio. Dijo que si el nuevo propietario echaba abajo algunos tabiques, podría obtener varios dormitorios espaciosos, y había seis cuartos de baño y todos funcionaban. Los techos, no obstante, eran mucho más bajos que en las tres plantas principales.
– ¿Te importa que me dé otra vuelta por la casa para hacer algunas anotaciones y dibujos? -preguntó educadamente. Tanto ella como Sarah estaban abrumadas. En su vida habían visto estancias tan bellas, hechas con tanto arte y con detalles tan exquisitos, salvo en los museos. Marjorie había leído que los jefes artesanos que habían construido la casa provenían de Europa-. Enviaré a alguien para que haga planos y fotografías, si nos encargas la venta, claro. Pero me gustaría tener algunos bosquejos para recordar la forma de las estancias y el número de ventanas.
– Adelante.
Sarah había previsto dedicar toda la mañana a ese asunto. Llevaban en la casa dos horas pero no tenía ninguna cita en el despacho hasta las tres y media. Además, estaba impresionada con la seriedad y el respeto que Marjorie mostraba por la casa. Sabía que había elegido a la mujer idónea para vender la casa de Stanley.
Marjorie sacó un pequeño bloc de dibujo en la suite principal y se puso a calcular distancias y hacer anotaciones mientras Sarah se paseaba por los cuartos de baño y los vestidores, abriendo multitud de armarios. No porque esperara encontrar algo, pero le divertía imaginar los vestidos que Lilli había guardado en ellos cuando vivía en la casa. Probablemente había tenido un montón de joyas y pieles increíbles, y puede que hasta una diadema. Todo había sido vendido, sin duda, casi un siglo atrás. Sarah sintió una profunda tristeza al pensar en la desgracia, económica y personal, que había caído sobre esa familia. En todos esos años que había estado visitando a Stanley jamás se detuvo a pensar demasiado en los anteriores propietarios. Stanley nunca hablaba de ellos y tampoco parecía que le importaran. Ni siquiera se refería a ellos por sus nombres. De repente, el apellido Beaumont se le antojaba muy importante. Tras la información que Marjorie había compartido con ella, en su cabeza no podía dejar de imaginar cómo habían sido esas personas, incluidos los hijos. Y el apellido le sonaba. Probablemente había oído hablar de ellos en alguna ocasión. La familia De Beaumont había sido importante en la historia de la ciudad. Sarah sabía que había oído ese apellido antes pero no recordaba dónde ni cuándo. Quizá de niña, durante la visita a algún museo con el colegio.
Cuando abrió el último armario, el cual conservaba el intenso aroma del cedro pese al olor a cerrado, advirtió que había sido uno de los armarios donde Lilli guardaba sus pieles, probablemente armiños y martas. Al mirar en los recodos más oscuros, como si esperara encontrar a alguien, algo en el suelo llamó su atención. Lo iluminó con la linterna y vio que era una fotografía. Se arrodilló para cogerla. Estaba cubierta de polvo, y quebradiza. Era la foto de una mujer joven y elegante bajando por la majestuosa escalera con un vestido de noche. Sarah se dijo que era la criatura más hermosa que había visto en su vida. Alta y escultural, tenía el cuerpo ágil de una diosa. Llevaba el pelo recogido en un moño con bucles enmarcándole el rostro, según la moda de entonces. Y tal como Sarah había imaginado, lucía un enorme collar de brillantes con una diadema a juego. Parecía que estuviera bailando, con un pie envuelto en una sandalia plateada apuntando hacia afuera, y riendo. Sarah nunca había visto unos ojos tan grandes, penetrantes y cautivadores. Era una fotografía que hipnotizaba, y enseguida supo que era Lilli.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó Marjorie al pasar apresuradamente por su lado con un metro y una libreta. No quería robarle demasiado tiempo y estaba intentando hacer las cosas con rapidez. Se detuvo un breve instante para contemplar la fotografía-. ¿Quién es? ¿Lo pone en el dorso?
A Sarah ni se le había ocurrido mirar. Allí, con tinta borrosa pero todavía legible, y letra florida, aparecía escrito: «Mi querido Alexandre, siempre te amaré, tu Lilli». Los ojos de Sarah se llenaron de lágrimas. Sintió que las palabras iban directas a su corazón, como si conociera a Lilli y pudiera sentir el dolor de su marido cuando ella se marchó. La esencia de esa historia le rompió el corazón.
– Quédatela -dijo Marjorie mientras regresaba a la suite principal-. Los herederos no la echarán de menos. Es evidente que estabas destinada a encontrarla.
Sarah no se opuso y se quedó mirando la foto con fascinación mientras esperaba a que Marjorie terminara. Se resistía a guardarla en el bolso por miedo a dañarla. El hecho de saber lo que les había sucedido a Lilli y Alexandre después, hacía que la fotografía y la dedicatoria en el dorso resultaran aún más significativas y punzantes. ¿Había olvidado Lilli la fotografía en el armario cuando se marchó? ¿La había visto Alexandre? ¿Se le había caído a alguien al vaciar la casa para vendérsela a Stanley? Lo más extraño de todo era que Sarah tenía la sobrecogedora sensación de haber visto esa foto antes, aunque no lograba recordar dónde. Quizá en un libro, o en una revista. O a lo mejor la había imaginado. En cualquier caso, le resultaba inquietantemente familiar. No solo había visto a la mujer de la fotografía, sino que sabía que había visto esa foto en concreto. Quiso hacer memoria pero no pudo.
Las dos mujeres iban de piso en piso mientras Marjorie hacía sus dibujos y anotaciones. Una hora más tarde regresaban al vestíbulo, tenuemente iluminado por la luz que se filtraba desde el gran salón. La sensación lúgubre, el halo de misterio, se habían desvanecido. Ahora estaban en una casa muy bella que llevaba largo tiempo abandonada y desatendida. Para una persona que dispusiera del dinero necesario para resucitarla y darle el uso acertado, restaurar esa casa y devolverle su lugar como importante pieza histórica de la ciudad sería un proyecto extraordinario.
Salieron al sol de noviembre y Sarah cerró la puerta con llave. Habían hecho un rápido recorrido por el sótano, que contenía la antigua cocina, una reliquia de otro siglo, el enorme comedor del servicio, los aposentos del mayordomo y el ama de llaves y otras veinte habitaciones de servicio, además de la caldera, la bodega, la fresquera, la nevera y un cuarto para arreglar flores, con todas las herramientas todavía allí.
– ¡Uau! -exclamó Marjorie cuando se detuvieron en los escalones-. No tengo palabras. En mi vida he visto nada igual, salvo en Europa y Newport. Esta casa es más bonita aún que la de los Vanderbilt. Ojalá demos con el comprador idóneo. Debería volver a la vida y ser tratada como un proyecto de restauración. En parte me gustaría que fuera convertida en museo, pero creo que sería aún mejor que alguien que la amara de verdad viviera en ella.
La agente se había quedado de piedra cuando se enteró de que Stanley había vivido toda su vida en el ático, y comprendió que el hombre había sido un excéntrico. Sarah se había limitado a decir que era un hombre sencillo y sin pretensiones. Marjorie no había insistido en el tema, pues advirtió que la joven abogada sentía un gran cariño por su antiguo cliente y hablaba de él con sumo respeto.
– ¿Quieres hablar del asunto ahora? -preguntó Sarah. Era mediodía y no tenía ganas de ir al despacho aún. Necesitaba asimilar lo que había visto.
– Será un placer, aunque todavía necesito pensar en ello. ¿Tomamos un café?
Sarah asintió y Marjorie la siguió en su coche hasta Starbucks. Se sentaron en un rincón tranquilo, pidieron dos capuchinos y Marjorie echó un vistazo a sus notas. La casa no solo era excepcional, sino que ocupaba una parcela enorme, con un emplazamiento excelente y un jardín extraordinario, aunque hacía años que ya nada crecía en él. Pero en manos de la persona adecuada, tanto la casa como el jardín podrían convertirse en un lugar de ensueño.
– ¿Cuánto crees que vale la casa? Extraoficialmente, por supuesto. No te lo tendré en cuenta.
Sabía que Marjorie tenía que hacer cálculos y tomar medidas de sus dimensiones. Esa primera visita había sido meramente de reconocimiento para ambas. Así y todo, las dos se sentían como si hubieran encontrado el tesoro más grande del mundo.
– Caray, Sarah, no sé -contestó con franqueza-. Una casa, grande o pequeña, solo vale lo que una persona esté dispuesta a pagar por ella. Es una ciencia del todo inexacta. Y cuanto más grande y más original es la casa, más difícil resulta establecer su valor. -Sonrió y dio un sorbo a su capuchino. Lo necesitaba. Había sido una mañana increíble para las dos. Sarah estaba deseando contárselo a Phil-. No puedo compararla con ninguna otra casa -prosiguió-. ¿Cómo valoras una casa como esa? No hay nada que se le parezca, salvo, quizá, el Frick de Nueva York. Pero esto no es Nueva York, es San Francisco. A la mayoría de la gente le asustaría una casa de esas dimensiones. Costará una fortuna restaurarla y decorarla, y haría falta mucha gente para llevarla. Ya nadie vive así. En este barrio no están permitidos los hoteles y nadie la compraría para abrir un colegio. Los consulados están cerrando sus residencias y alquilando apartamentos para su personal. Va a hacer falta un comprador muy especial para esta casa. Cualquier precio que le pongamos será una cifra arbitraria. En estos casos los vendedores y los agentes inmobiliarios siempre hablan de compradores extranjeros, como un importante árabe, o un chino de Hong Kong, o un ruso. Pero es muy probable que al final la compre una persona de aquí, como alguien del mundo de la alta tecnología de Silicon Valley, pero han de querer una casa como esa y comprender qué están comprando… No sé… ¿Cinco millones? ¿Diez? ¿Veinte? No obstante, si nadie está dispuesto a emprender semejante proyecto, los herederos tendrán suerte si reciben tres millones, o incluso dos. Y podría tardar años en venderse. Es imposible predecirlo. ¿Cuánta prisa tienen en venderla? Tal vez quieran ponerle un precio que permita una venta rápida y quitársela de encima como está. Solo confío en que la compre la persona adecuada. Si te digo la verdad, me he enamorado de esa casa -confesó Marjorie al tiempo que Sarah asentía con la cabeza.
– Y yo. -Había dejado la fotografía de Lilli sobre el asiento delantero del coche para no estropearla. La joven mujer tenía algo mágico-. No me gustaría nada que los herederos la malvendieran. Esa casa merece ser tratada con más respeto. Pero todavía no los conozco y por el momento solo me ha respondido uno. Vive en St. Louis, Missouri, y es director de un banco, así que dudo mucho que quiera una casa aquí.
Sarah suponía que ningún heredero la querría. Ninguno vivía en San Francisco, y como no conocían a Stanley, la casa no tenía valor sentimental para ellos. Como no lo había tenido para Stanley. Tanto para él como para los herederos su valor era estrictamente monetario. Y seguro que a ninguno le apetecía ponerse a restaurar una casa en San Francisco. Era absurdo. Sarah estaba segura de que querrían vender la mansión cuanto antes y en su estado actual.
– Podríamos darle una mano de pintura y lavarle la cara -propuso Marjorie-. Mejor dicho, deberíamos. Sacar brillo a las arañas de luces, retirar los tablones de las ventanas, tirar las cortinas raídas, encerar el suelo y darle barniz a los paneles. Pero eso no mejorará el estado de los cables y las cañerías. Alguien tendrá que construir una cocina nueva, probablemente en las despensas de la planta baja. Y hará falta un ascensor nuevo. Hay mucho trabajo que hacer y eso cuesta dinero. Ignoro cuánto querrán invertir los herederos para venderla. Puede que nada. Espero que el informe de las termitas sea optimista.
– El señor Perlman restauró el tejado el año pasado. Por lo menos eso ya está hecho -explicó Sarah, y Marjorie asintió complacida.
– Y no vi indicios de fugas de agua, lo cual es sorprendente -comentó Marjorie.
– ¿Podrías darme diferentes estimaciones? Cuánto podría pedirse por ella en su estado actual, qué costaría lavarle la cara y cuánto podría pedirse por ella una vez restaurada.
– Haré lo que pueda -le prometió Marjorie-. Pero debo ser franca contigo. Estamos en aguas desconocidas. Esa casa podría venderse por veinte millones o por apenas dos. Todo depende del comprador que consigamos y de la prisa que tengan los herederos por vender. Si quieren quitársela de encima cuanto antes, tendrán suerte si consiguen dos millones o incluso menos. A casi todos los compradores les asustará una casa como esa y los problemas que puedan encontrar una vez iniciado el proyecto. La fachada está en buen estado, lo cual es una excelente noticia, pero hay que cambiar algunas ventanas. La putrefacción de la madera es algo normal incluso en las casas nuevas. El año pasado tuve que cambiar diez ventanas de mi casa. -La piedra del exterior parecía sólida. Y se podía acceder a los garajes del sótano, pero el camino, construido para los automóviles estrechos de los años veinte, habría que ensancharlo. Tanto Marjorie como Sarah sabían que había mucho trabajo por delante-. Trataré de darte algunas cifras aproximadas antes de que termine la semana. Hay un arquitecto al que me gustaría telefonear para que me dé su opinión sobre la envergadura del proyecto. Él y su socia están especializados en restauraciones. Trabaja muy bien, aunque estoy segura de que tampoco él ha emprendido nunca una reforma semejante. No obstante, sé que ha hecho cosas para el Museo de la Legión de Honor y que estudió en Europa. Su socia también es muy buena. Creo que te gustarán. ¿Podríamos enseñarles la casa si no están muy ocupados?
– Cuando quieras. Tengo las llaves. Estoy a tu entera disposición. Te agradezco mucho tu ayuda, Marjorie.
Ambas tenían la sensación de que habían pasado la mañana en otra época y acababan de regresar a su siglo. Había sido una experiencia inolvidable.
Se despidieron fuera de Starbucks y Sarah se dirigió a su despacho. Para entonces ya era casi la una. Llamó a Phil desde el teléfono del coche, todavía aturdida y mirando de vez en cuando la fotografía de Lilli que descansaba en el asiento del acompañante. Lo localizó en el móvil. Estaba en un descanso de la declaración y de un humor de perros. Las cosas no estaban yendo bien para su cliente. Había aparecido una prueba contra él que no le había mencionado. Al parecer, antes de mudarse a San Francisco había perdido otros dos juicios por acoso sexual en Texas.
– Lo siento -dijo dulcemente Sarah. Phil sonaba terriblemente tenso y dispuesto a matar a su cliente. Era otra de esas semanas-. Yo he tenido una mañana increíble -prosiguió, todavía emocionada por todo lo que había visto. Independientemente de lo que los herederos decidieran hacer con la casa, Sarah se alegraba de haberla visitado primero.
– ¿De veras? ¿Qué has hecho? ¿Inventar nuevas leyes tributarias? -El tono de Phil era sarcástico y desdeñoso. Sarah le detestaba cuando se ponía así.
– No. He ido a ver la casa de Stanley Perlman con la agente inmobiliaria. En mi vida he visto una casa tan bonita. Parece un museo, pero aún mejor.
– Genial. Luego me lo cuentas -repuso Phil. Parecía agobiado y nervioso-. Te llamaré esta noche, después del gimnasio. -Colgó sin darle tiempo a despedirse o hablarle de la casa, de la fotografía de Lilli, de lo que Marjorie le había contado. Pero a Phil no le iban esas cosas. Lo suyo eran los deportes y los negocios. Las casas antiguas le traían sin cuidado.
Sarah dejó el coche en el garaje del despacho y guardó la foto en el bolso, cuidando de no dañarla ni arrugarla. Diez minutos después, sentada frente a su mesa, la sacó y volvió a mirarla. Sabía que había visto esa foto antes, y confió en que allí adonde fuera Lilli hubiera encontrado lo que buscaba o logrado escapar de lo que estaba huyendo, y que independientemente de lo que le hubiera sucedido a ella, la vida hubiera sido bondadosa con sus hijos. Sarah dejó la fotografía sobre la mesa, preguntándose si debería mostrarla a los herederos. El rostro que la miraba desde la mesa era un rostro inolvidable, lleno de juventud y belleza. Al igual que las advertencias de Stanley a lo largo de los años, el rostro de Lilli le recordó que la vida era corta y preciosa, y el amor y la alegría efímeros.