7

Sarah no tuvo noticias de Phil hasta las cuatro de la tarde del sábado. La llamó al móvil cuando ella se hallaba haciendo recados. Le dijo que todavía le duraba el mal humor y le prometió que la invitaría a cenar para compensarla. Apareció a las seis con una chaqueta deportiva y un jersey, y había reservado mesa en un restaurante nuevo del que Sarah hacía semanas que oía hablar. Finalmente disfrutaron de una velada encantadora que compensó el tiempo que habían estado separados. Phil incluso se quedó más horas de lo habitual el domingo, de hecho hasta bien entrada la tarde. Siempre compensaba de algún modo a Sarah cuando le daba plantón y eso hacía más difícil enfadarse con él. Por eso seguían juntos. Phil le daba una de cal y otra de arena.

Durante la cena en el restaurante nuevo Sarah le había mencionado su visita a la casa de Stanley, pero enseguida advirtió que el tema le traía sin cuidado. Phil comentó que, por lo que contaba, parecía un montón de escombros. Le costaba creer que hubiera alguien dispuesto a dedicarle todo ese trabajo, y cambió de tema antes de que Sarah pudiera contarle lo de la reunión con los arquitectos. Sencillamente, no le interesaba. Prefería hablar de un nuevo asunto en el que estaba trabajando. Era otro caso de acoso sexual, pero mucho más transparente que el que había cerrado esa semana. Desde el punto de vista legal era fascinante, y el domingo por la tarde Sarah estuvo un buen rato analizándolo con él. Vieron una película de vídeo y antes de que Phil se marchara, hicieron el amor. Fue un fin de semana corto pero dulce. Phil tenía un don especial para salvar las situaciones, para tranquilizar a Sarah y retenerla.

El lunes Sarah se marchó a trabajar de un humor excelente e impaciente por conocer a los herederos de Stanley. Cinco de ellos no habían podido dejar sus trabajos y vidas en otras ciudades, y los dos primos de Nueva York estaban demasiado mayores y enfermos para viajar. Así pues, esperaba a doce. Sarah había pedido a su secretaria que preparara la sala de juntas con café y pastas. Sabía que lo que se avecinaba iba a ser una gran sorpresa para todos. Cuando llegó, algunos herederos ya estaban esperando en el vestíbulo. Dejó la cartera en el despacho y salió a recibirlos. Al primero que vio fue al director de banco de St. Louis, un hombre de sesenta y tantos años y aspecto distinguido. Le había contado que era viudo y tenía cuatro hijos mayores, y Sarah había intuido, por la conversación, que uno de ellos precisaba atención especial. Puede que, pese a tener dinero, el legado de Stanley le fuera de gran ayuda.

El último heredero apareció poco antes de las diez. Había ocho hombres y cuatro mujeres. Algunos se conocían, y mucho mejor que a Stanley, que para algunos no era más que un nombre. Los había que ni siquiera habían oído hablar de él y hasta ignoraban que hubiera existido. Dos de las mujeres y tres de los hombres eran hermanos y vivían repartidos entre Florida, Nueva York, Chicago, St. Louis y Texas. El hombre de Texas lucía un sombrero de vaquero y botas. Era el capataz de un rancho en el que llevaba trabajando treinta años, vivía en una caravana y tenía seis hijos. Su esposa había fallecido la primavera anterior. Los primos estaban charlando animadamente mientras Sarah se abría paso entre el grupo. Iba a proponerles visitar la casa de Stanley por la tarde. Pensaba que, como mínimo, debían verla antes de decidir qué hacer con ella. Había analizado las diferentes opciones, que explicaba detalladamente en una hoja junto con la estimación de Marjorie. Se trataba de un cálculo aproximado, pues hacía muchos años que no existía ni se vendía una casa de esas características, y el estado en que se encontraba afectaba a la cifra que podían pedir por ella. No existía un método exacto para calcular su precio. Pero Sarah quería concentrarse primero en la lectura del testamento.

Tom Harrison, el presidente de banco de St. Louis, se sentó a su lado en la sala de juntas. Sarah casi sintió que debía ser él quien pidiese silencio. El hombre llevaba un traje azul marino, camisa blanca, corbata azul de corte conservador y el pelo blanco perfectamente cortado. Sarah no pudo evitar pensar en Audrey. Tom tenía la edad idónea y mucha más clase que todos los hombres con los que había salido su madre. Seguro que hacían una buena pareja, pensó con una sonrisa mientras se volvía hacia los demás herederos. Las cuatro mujeres estaban sentadas a su derecha, Tom Harrison a su izquierda, y los demás se habían repartido por el resto de la mesa. Jake Waterman, el vaquero, ocupaba un extremo. Se estaba poniendo morado de pastas y ya iba por su tercera taza de café.

Los herederos la miraron atentamente cuando Sarah les pidió silencio. Tenía los documentos en una carpeta, delante de ella, junto con una carta lacrada que Stanley había entregado seis meses antes a una socia de Sarah, escrita de su puño y letra. Sarah desconocía su existencia y cuando la socia se la entregó esa misma mañana, le explicó que Stanley había dado instrucciones de que no la abriera hasta la lectura del testamento. El anciano había dicho que se trataba de un mensaje adicional para sus herederos que no alteraba ni hacía peligrar lo que él y Sarah ya habían estipulado. No era la primera vez que Stanley añadía unas líneas para ratificar y confirmar su testamento, y aseguró a la socia de Sarah que todo estaba en orden. Respetando los deseos de Stanley, Sarah no había abierto la carta y planeaba leerla después del testamento.

Los herederos la estaban mirando con expectación. Sarah se alegraba de que hubieran tenido la deferencia de acudir en persona en lugar de pedirle que enviara el dinero. Tenía la impresión de que a Stanley le habría gustado conocerlos a todos, o a la mayoría. Sabía que dos de las mujeres eran secretarias y no se habían casado. Las otras dos estaban divorciadas y tenían hijos mayores. Casi todos tenían hijos, unos más jóvenes que otros. Tom era el único que no parecía necesitar el dinero. Los demás habían hecho un gran esfuerzo para ausentarse del trabajo y pagarse el vuelo a San Francisco. Se diría que el premio que se disponían a recibir iba a cambiar sus vidas para siempre. Sarah sabía mejor que nadie que la cifra iba a dejarlos boquiabiertos. Estaba feliz de poder compartir este momento con ellos. Únicamente lamentaba que Stanley no pudiera estar presente, pero confió en que lo estuviera de espíritu. Contempló los rostros de las personas sentadas alrededor de la mesa. El silencio era sepulcral.

– En primer lugar, quiero darles las gracias por haber venido. Sé que para algunos de ustedes ha supuesto un gran esfuerzo. Sé que habría significado mucho para Stanley que acudieran hoy aquí. Lamento que no llegaran a conocerle. Era un hombre excepcional y maravilloso. Durante los años que trabajamos juntos llegué a sentir una gran admiración y respeto por él. Es un honor para mí conocerles y haber cuidado de su patrimonio. -Sarah bebió un sorbo de agua y se aclaró la garganta. Abrió la carpeta que tenía delante y sacó el testamento.

Leyó por encima el texto preliminar, explicando su significado. La mayoría tenía que ver con impuestos y con las medidas tomadas para proteger el patrimonio de Stanley. Habían reservado una suma más que suficiente para pagar los impuestos en el momento de la autenticación. Las partes que les había dejado de sus empresas no se verían afectadas por los impuestos que el patrimonio debía al gobierno federal y al estado. Eso pareció tranquilizarles. Tom Harrison comprendía mejor que los demás lo que Sarah estaba leyendo. Finalmente llegó a la lista de bienes, repartidos en diecinueve partes iguales.

Sarah dijo los nombres por orden alfabético, incluidos los de los herederos ausentes. Tenía una copia del testamento para cada uno de ellos a fin de que pudieran examinarlo más tarde o entregarlo a sus abogados. Todo estaba en orden. Sarah había sido muy meticulosa en su proceder.

Leyó la lista de bienes junto con una estimación actual de su valor allí donde era posible. Algunos bienes eran más difíciles de evaluar, como los centros comerciales en el Sur y el Medio Oeste que Stanley tenía desde hacía años, pero Sarah había elaborado una lista de valores comparables para darles una idea de lo que podían valer. Los herederos podrían conservar algunos bienes de forma individual, pero en otros casos tendrían que decidir conjuntamente qué hacer con ellos, vender sus participaciones o comprarlas a los demás. Sarah explicó cada caso por separado, y dijo que estaría encantada de asesorarles o de hablarlo con ellos cuando quisieran, o con sus abogados, y de hacerles recomendaciones basándose en su experiencia con la cartera y el patrimonio de Stanley. Algunas cosas todavía les sonaban a chino.

Había acciones, bonos, inmuebles, centros comerciales, edificios de oficinas, complejos de apartamentos y pozos de petróleo, la inversión más lucrativa de Stanley de los últimos años y, en opinión de Sarah, del futuro, sobre todo teniendo en cuenta el actual clima político internacional. En el momento de su fallecimiento había una considerable liquidez. Y luego estaba la casa, de la que dijo que les hablaría más detenidamente después de la lectura del testamento y para la que podía ofrecerles diferentes opciones. Los herederos la miraban en silencio, tratando de entender los conceptos que Sarah les exponía y la lista de bienes que abarcaba de una punta a otra del país. Eran demasiadas cosas para asimilarlas de golpe y ninguno entendía muy bien qué significaban. Era prácticamente otro idioma, salvo para Tom, que miraba a Sarah sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo. Aunque desconocía los detalles, podía imaginar lo que todo eso implicaba y se estaba esforzando por registrarlo en su mente.

– En los días venideros haremos una valoración exacta de todos los bienes. No obstante, basándonos en lo que ya tenemos, y en algunas estimaciones bastante ajustadas, actualmente el patrimonio de su tío abuelo está valorado, tras deducir los impuestos, que han sido manejados separadamente, en unos cuatrocientos millones de dólares. Según nuestros cálculos, eso representa para cada uno de ustedes un legado de aproximadamente veinte millones de dólares, que después de pagar sus correspondientes impuestos quedarán en unos diez millones. Dependiendo de los valores actuales del mercado podría darse una variación de algunos cientos de miles de dólares, pero creo que no me equivoco al afirmar que el legado ascenderá a unos diez millones netos para cada uno.

Sarah se recostó en su asiento y respiró hondo mientras los herederos la miraban en completo silencio, hasta que de repente estalló el caos y todos se pusieron a hablar al mismo tiempo. Dos de las mujeres empezaron a llorar y el vaquero soltó un aullido de felicidad que rompió el hielo e hizo que los demás estallaran en risas. Se sentían exactamente como él. No podían creérselo. Muchos llevaban toda su vida viviendo de un pequeño sueldo, o algunos ni eso, como Stanley en sus comienzos.

– ¿Cómo demonios consiguió amasar todo ese dinero? -preguntó uno de los sobrinos nietos. Era un policía de Nueva Jersey recién jubilado. Estaba intentando arrancar un pequeño negocio de sistemas de seguridad y, al igual que Stanley, no se había casado.

– Era un hombre brillante -dijo Sarah con una sonrisa.

Ser testigo de un acontecimiento que iba a cambiar tantas vidas era una experiencia sorprendente. Tom Harrison estaba sonriendo. Algunos herederos parecían avergonzados, en especial los que nunca habían oído hablar de Stanley. Era como ganar la lotería pero mejor, porque alguien a quien ni siquiera conocían se había acordado de ellos y quería que tuvieran ese dinero. Aunque Stanley no tenía familia cercana, las personas con las que estaba emparentado significaban mucho para él, a pesar de no haberlas conocido. Eran los hijos que nunca tuvo. Ese era su momento, una vez fallecido, de ejercer de padre afectuoso y benefactor. Para Sarah era un honor participar del mismo y lo único que lamentaba era que Stanley no pudiera verlo.

El vaquero se estaba enjugando las lágrimas, y después de sonarse la nariz dijo que compraría el rancho o se establecería por su cuenta. Sus hijos estudiaban en la universidad estatal y dijo que pensaba enviarlos a todos a Harvard, salvo al que estaba en la cárcel. Explicó que cuando volviera a casa le conseguiría un buen abogado. Lo habían pillado robando caballos y llevaba toda su vida metido en la droga. Puede que ahora tuviera una oportunidad de salir del pozo. Todos la tenían. Gracias a Stanley. Era el regalo póstumo que les hacía a todos ellos, incluso a los que no habían acudido. Todos le importaban por igual. Sarah estaba al borde de las lágrimas. No podía romper a llorar, habría sido poco profesional, pero compartir ese momento con ellos estaba siendo una experiencia inolvidable. Era el acontecimiento más feliz e importante que había vivido en sus doce años de abogacía. Y se lo debía a Stanley.

– Todos ustedes tienen ahora mucho en qué pensar -dijo, tratando de poner orden en la sala-. Hay bienes que poseerán de forma individual y otros de forma conjunta. Los he anotado todos y me gustaría que hoy habláramos de lo que quieren hacer con ellos. Sería más fácil para ustedes vender los bienes comunes, siempre que resulte aconsejable, y dividir los beneficios, todo de acuerdo con lo que nuestros asesores financieros les recomienden. En algunos casos probablemente ahora no sea el mejor momento de vender, y si ustedes están de acuerdo esperaremos y les aconsejaremos cuándo hacerlo.

Sarah sabía que estaba hablando de un proceso de meses y en algunos casos de incluso años. No obstante, explicó que las partes individuales de sus legados ascendían a siete u ocho millones de dólares. El resto les sería entregado más adelante, cuando se vendieran los bienes comunes. Stanley había intentado hacerlo todo de la forma más transparente posible sin perjudicar sus inversiones. No quería provocar peleas entre sus diecinueve parientes, los conociera o no. Y había hecho un gran trabajo, con la ayuda de Sarah, a la hora de dividir su patrimonio para que resultara fácil venderlo.

– También está el tema de la casa donde vivía su tío abuelo. La semana pasada fui a verla con una agente inmobiliaria para obtener una valoración realista. Es un lugar sorprendente y creo que deberían visitarlo. Fue construida en los años veinte y, por desgracia, nadie la ha reformado, restaurado o modernizado desde entonces. Es casi un museo. Su tío abuelo ocupaba una pequeña zona de la casa, concretamente el ático. Nunca vivió en la zona principal, que ha permanecido intacta desde que la comprara en 1930. El viernes invité a unos arquitectos especializados en esta clase de restauraciones para que me dieran una idea de lo que podría costar renovarla y repararla. Existe una amplia gama de posibilidades en lo que al proyecto se refiere. Podrían gastarse desde quinientos mil dólares para lavarle la cara y hacerla habitable hasta cinco millones para restaurarla de verdad y convertirla en una casa de interés turístico. Lo mismo ocurre con el precio de venta. La agente inmobiliaria dijo que podrían darles por ella entre uno y veinte millones, dependiendo de quién la compre y de los valores actuales del mercado inmobiliario. En su estado actual no les darán mucho, porque arreglarla supone un proyecto enorme y, por otro lado, no mucha gente desea vivir en una casa tan grande. Tiene unos dos mil setecientos metros cuadrados. Hoy día nadie estaría dispuesto a contratar el personal necesario para llevar una casa de semejantes dimensiones. De hecho, hasta tendría problemas para encontrarlo. Mi consejo es que la vendan. Lávenle la cara, retiren las tablas de las ventanas, pulan los suelos y denle una mano de pintura a las paredes, pero pónganla a la venta básicamente como está, sin emprender el costoso proyecto de hacer una nueva instalación eléctrica y de agua. Podría costar una fortuna. A menos, claro está, que alguno de ustedes quiera comprar a los demás su parte, mudarse a San Francisco y vivir en la casa. Había pensado que podríamos ir a verla esta tarde. Eso podría ayudarles a tomar una decisión. Es una casa muy bonita y ya solo por eso la visita merece la pena.

Los herederos empezaron a menear la cabeza antes de que Sarah hubiera terminado. Nadie tenía intención de mudarse a San Francisco, y todos coincidieron en que un proyecto de restauración de esa envergadura era lo último que deseaban. Las voces alrededor de la mesa estaban diciendo «Venda… deshágase de ella… désela a una inmobiliaria…». Ni siquiera estaban interesados en la mano de pintura y el lavado de cara. Eso entristeció a Sarah. Era como despedir a una antigua belleza. Su época había pasado y ya nadie quería saber nada de ella. Naturalmente, tendría que consultarlo con los demás herederos, pero si no habían venido siquiera para la reunión, probablemente pensarían igual.

– ¿Les gustaría verla esta tarde?

Solo Tom Harrison disponía de tiempo, si bien también opinaba que debían vender. Dijo que podía ir a verla camino del aeropuerto. Los demás volaban a primera hora de la tarde, y todos, de forma unánime, pidieron a Sarah que pusiera la casa en venta tal y como estaba. El legado de Stanley era tan generoso y estaban tan contentos que la venta de la casa y lo que pudieran obtener por ella apenas cambiaría las cosas. Aunque llegaran a darles dos millones, eso representaba únicamente cien mil dólares más para cada uno. O menos, una vez deducidos los impuestos. Para ellos, esa cantidad era ahora una minucia. Una hora antes habría sido una fortuna. Ya no significaba nada. Era increíble cómo la vida podía cambiar en un instante. Sarah observó a los herederos con una sonrisa. Todos tenían aspecto de ser personas honradas, y se dijo que a Stanley le habrían caído bien. Parecían individuos sanos, agradables, con quienes le habría gustado estar emparentado. Ellos, sin duda, estaban felices de su parentesco con Stanley.

Volvió a pedir silencio, aunque cada vez le era más difícil. Los herederos estaban impacientes por abandonar la sala y llamar a sus cónyuges, hermanos e hijos. Era una gran noticia y querían compartirla. Sarah les aseguró que el dinero empezaría a llegarles en un plazo de seis meses, o incluso antes si conseguían autenticarlo. El patrimonio gozaba de total transparencia.

– Aún nos queda un asunto pendiente. Al parecer Stanley, su tío abuelo, pidió que les leyera una carta. Hoy mismo me he enterado de que se la entregó a uno de mis socios hace seis meses. Según me han explicado, contiene un codicilo sobre el testamento que yo todavía no he visto. Mi socia me entregó la carta esta mañana y me dijo que Stanley quería que la leyera después de la lectura del testamento. Está lacrada y desconozco por completo su contenido, pero me han asegurado que no altera de modo alguno el testamento. Con su permiso, voy a leerla y luego haré una copia para cada uno. Cumpliendo la voluntad de Stanley, la carta ha permanecido sellada desde que mi colega la recibió.

Sarah supuso que era un mensaje amable o un pequeño añadido para los herederos que Stanley sabía que nunca llegaría a conocer. Era el lado dulce y ásperamente sentimental de Stanley que Sarah había conocido y adorado. Abrió el sobre con un abrecartas que había llevado a la reunión para ese fin. Los herederos trataban cortésmente de prestar atención, si bien en la sala reinaba una electricidad y una excitación casi palpables por todo lo que habían escuchado ya. Les costaba estarse quietos, y era comprensible. También Sarah estaba feliz por ellos. El simple hecho de anunciarles semejante regalo la había emocionado. No era más que la mensajera, pero hasta eso había sido para ella motivo de dicha. Le habría gustado quedarse con algún recuerdo sentimental, pero no lo había. Stanley solo tenía libros y la ropa que habían donado a Goodwill. No poseía un solo objeto o recuerdo que mereciera la pena conservar. Su vasta fortuna y su casa eran sus únicas posesiones, sus únicas pertenencias. Tan solo dinero. Y diecinueve desconocidos a quienes dejárselo. Eso decía mucho de su vida y de quién había sido. Pero para Sarah Stanley había sido importante, tanto como él lo era ahora para ellos. En sus últimos años de vida ella fue, de hecho, la única persona a la que Stanley había querido. Y ella también le había querido a él.

Sarah volvió a aclararse la garganta y empezó a leer la carta. Le sorprendió comprobar que las manos le temblaban. La conmovía profundamente ver la letra trémula de Stanley sobre el papel, y como él había prometido, al final había una frase que ratificaba el testamento actual, con dos de sus enfermeras como testigos. Todo estaba en orden. Sarah, con todo, sabía que esas iban a ser las últimas palabras de su amigo Stanley que iba a leer en su vida, aunque fueran oficiales y no estuvieran dirigidas a ella. Era como su último suspiro desde la tumba, el último adiós para todos ellos. Nunca volvería a ver la letra de Stanley ni a oír su voz. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras trataba de impedir que le temblara la voz. En ciertos aspectos, Stanley había significado más para ella, como amigo y como cliente, que para cualquiera de sus herederos.

– A mis queridos parientes y a mi amiga y abogada Sarah Anderson, la mejor abogada en su especialidad y una mujer maravillosa -comenzó mientras las lágrimas le nublaban la vista. Respiró hondo y prosiguió-. Ojalá os hubiera conocido. Ojalá hubiera tenido hijos y envejecido con ellos y con sus hijos, y con vosotros. Me he pasado la vida entera amasando el dinero que os he dejado. Dadle un buen uso, haced cosas que sean importantes para vosotros. Dejad que os cambie la vida para bien. No permitáis que se convierta en vuestra vida, como me ocurrió a mí. No es más que dinero. Disfrutad de él. Mejorad vuestras vidas con él. Compartidlo con vuestros hijos. Y si no tenéis hijos, tenedlos pronto. Serán el mejor regalo que recibáis en la vida. Este es el regalo que yo os hago. Quizá os haya llegado el momento de disfrutar de una nueva vida, nuevas oportunidades, nuevos mundos que queríais descubrir y que ahora podéis conocer, antes de que sea demasiado tarde. El regalo que quiero dejaros es un regalo de opciones y oportunidades, de una vida mejor para vosotros y para las personas que son importantes para vosotros, no solo dinero. Al final, el valor del dinero está en la alegría que pueda traeros, en lo que hagáis con él, en el cambio que represente para la gente que amáis. Yo no amé a nadie en casi toda mi vida. Me limité a trabajar y ganar dinero. La única persona a la que quise en mis últimos años fue Sarah. Ojalá hubiera sido mi hija o mi nieta. Ella es todo lo que yo habría deseado en una hija.

»No os compadezcáis de mí. Tuve una buena vida. Fui feliz. Hice lo que quería hacer. Fue emocionante hacer una fortuna, crear algo de la nada. Llegué a California con dieciséis años y cien dólares en el bolsillo. En todos estos años esos dólares crecieron mucho, ¿no os parece? Eso demuestra todo lo que se puede conseguir con cien dólares. De modo que no malgastéis este dinero. Haced algo importante con él. Algo que realmente deseéis. Mejorad vuestra vida, dejad trabajos que detestéis o que os ahoguen. Permitíos crecer y sentiros libres con el regalo que os hago. Yo solo deseo vuestra felicidad, allí donde esté. Para mí, la felicidad fue crear una fortuna. Mirando atrás, lamento no haberme tomado el tiempo para crear una familia. Vosotros sois mi familia, aunque no me conozcáis y yo no os conozca. No he dejado mi dinero a la Asociación Protectora de Animales porque nunca me gustaron los perros y los gatos. No lo he dejado a organizaciones benéficas porque ya reciben suficiente dinero de otra gente. Os lo he dejado a vosotros. Gastadlo. Disfrutad de él. No lo malgastéis ni lo ahorréis. Sed mejores, más felices y más libres ahora que lo tenéis. Permitid que haga realidad vuestros sueños. Ese es el regalo que os hago. Cumplid vuestros sueños.

»También quiero dirigirme a mi querida Sarah, mi joven amiga y abogada. Ella ha sido como una nieta para mí, la única familia que he tenido, puesto que mis padres murieron cuando yo era un niño. Estoy muy orgulloso de ella, aunque trabaja demasiado. ¡Deja de trabajar tanto, Sarah! Espero que aprendas la lección de mí. Hemos hablado mucho de este tema. Quiero que salgas y disfrutes de la vida. Te lo has ganado. Ya has trabajado más de lo que mucha gente trabaja en toda su vida, con excepción, quizá, de mí. Pero no quiero que seas como yo. Quiero que seas mejor. Quiero que seas tú misma, que des lo mejor de ti. No le he dicho esto a nadie en cincuenta años, pero deseo que sepas que te quiero como a una hija, como a una nieta. Tú eres la familia que nunca tuve. Y agradezco hasta el último momento que has pasado conmigo, siempre trabajando duro, ayudándome a ahorrar dinero en impuestos para que pudiera dejárselo a mis familiares. Gracias a ti disponen de más dinero y confío en que ahora tengan mejor vida como resultado de tu trabajo y el mío.

»Quiero hacerte un regalo. Y quiero que mis familiares sepan por qué lo hago. Porque te quiero y porque te lo mereces. Nadie se lo merece tanto como tú. Nadie se merece una buena vida tanto como tú, incluso una gran vida. Yo quiero que la tengas, y si mis familiares te lo ponen difícil, volveré de la tumba y les daré una patada en el trasero. Quiero que disfrutes del regalo que te dejo y que hagas algo maravilloso con él. No te limites a invertirlo. Empléalo para llevar una vida mejor. En pleno uso de mis facultades, y con el cuerpo completamente deteriorado, maldita sea, por la presente te dejo a ti, Sarah Marie Anderson, la suma de setecientos cincuenta mil dólares. Pensé que un millón podría asustarte a ti y cabrear a mis familiares, y medio millón me parecía insuficiente, de modo que he buscado una cantidad intermedia. Ante todo, querida Sarah, te deseo una vida feliz y maravillosa, y has de saber que estaré velando por ti, con amor y agradecimiento, siempre. Y para todos vosotros ahí van mis mejores deseos y mi cariño, junto con el dinero que os he dejado. Que tengáis una vida digna y feliz, repleta de gente a la que queráis.

»Stanley Jacob Perlman.

Había firmado con la letra que Sarah había visto en tantos documentos. Era su último adiós a ella y a sus familiares. Sarah tenía las mejillas bañadas en lágrimas. Dejó la carta sobre la mesa y miró a los parientes de Stanley. En ningún momento había esperado recibir nada de él y tampoco estaba segura de que debiera hacerlo ahora. Pero también sabía que el codicilo, al haberse realizado a través de uno de sus socios, era legal. Stanley lo había hecho todo siguiendo la ley.

– No tenía ni idea de lo que había en esta carta -dijo con la voz ronca y emocionada-. ¿Alguno de ustedes tiene algo que objetar? -Sarah estaba dispuesta a renunciar al legado. Esas personas eran los parientes de Stanley, mientras que ella solo era su abogada, aunque la hubiera querido de verdad, a diferencia de ellos.

– Naturalmente que no -exclamaron las mujeres al unísono.

– Demonios, no -añadió Jake, el vaquero-. Ya ha oído lo que ha dicho, que si lo hacemos volverá para darnos una patada en el trasero. No me apetece tener un fantasma rondando por mi casa. Diez millones de dólares son más que suficientes para mí y para mis hijos. Puede que hasta me compre una esposa joven y sexy.

Los demás rieron y asintieron con la cabeza. Tom Harrison se dispuso a hablar mientras le daba palmaditas en la mano. Una de las mujeres le tendió un pañuelo de papel para que se sonara. Sarah estaba tan emocionada que prácticamente lloraba a lágrima viva. La mejor parte era la de que la quería. Aunque le había conocido con casi cien años, Stanley había sido el padre que nunca tuvo, el hombre que más había respetado en su vida, por no decir el único. En la vida de Sarah no habían abundado los hombres buenos.

– Se diría que usted se merece este legado mucho más que nosotros, Sarah. Es evidente que usted fue una gran fuente de consuelo y alegría para él y que nos ahorró mucho dinero -dijo Tom Harrison mientras los demás sonreían y asentían con la cabeza-. Mi más sincero pésame por su pérdida -añadió, haciendo que Sarah rompiera a llorar de nuevo.

– Le echo mucho de menos -dijo, y todos podían ver que así era. Algunos sintieron el deseo de abrazarla, pero se contuvieron. Ella era la abogada, apenas la conocían, pero tenían las emociones a flor de piel. Stanley había ejercido un profundo efecto en ellos y sacudido sus mundos hasta lo más hondo.

– A juzgar por lo que Stanley cuenta en la carta, usted hizo que sus últimos días fueran mucho más felices -dijo con dulzura una de las mujeres.

– Desde luego que sí, y ahora es millonaria -añadió Jake, y Sarah rió.

– No sé qué voy a hacer con el dinero.

Ganaba un buen sueldo, participaba de los beneficios del bufete y no tenía grandes gastos. En realidad, no había nada que deseara. Haría algunas inversiones sólidas, pese a las súplicas de Stanley de que se lo gastara. No tenía intención de dejar su trabajo y empezar a comprar abrigos de visón y viajar en crucero, aunque seguro que a él le habría gustado eso. Sarah no era dada a permitirse grandes lujos, ni siquiera ahora que podía. Ahorraba una gran parte de lo que ganaba.

– Nosotros tampoco -coincidieron varias voces.

– Todos tendremos que meditar sobre lo que vamos a hacer con el dinero. Es evidente que Stanley quería que tuviéramos una buena vida -dijo un hombre sentado entre Jake, el vaquero de Texas, y el policía de Nueva Jersey. Sarah todavía no se sabía todos los nombres-. Y eso la incluye a usted, Sarah -añadió-. Ya ha oído lo que ha dicho Stanley. No lo guarde. Gástelo. Cumpla sus sueños.

Sarah ignoraba cuáles eran sus sueños. Nunca se había detenido a hacerse esa pregunta.

– Soy más ahorradora que gastadora -reconoció, antes de levantarse y sonreír a los presentes.

Hubo apretones de mano y abrazos por toda la sala. Algunos herederos abrazaron a Sarah. Cuando se fueron en sus rostros todavía se reflejaba el pasmo. Había sido una mañana cargada de emociones. La recepcionista pidió taxis al aeropuerto para todos. La secretaria de Sarah entregó a cada heredero un sobre amarillo con una copia del testamento y los documentos sobre las inversiones. En cuanto a la casa, la orden era venderla como estaba. Los herederos pidieron a Sarah que la pusiera a la venta de inmediato. Tom Harrison había accedido a visitarla únicamente por cortesía, y Sarah era consciente de que tampoco él estaba interesado. Nadie lo estaba. Era un caserón enorme en otra ciudad que ninguno de ellos quería ni necesitaba. Y tampoco necesitaban el dinero que pudiera reportarles. La casa de la calle Scott no tenía valor para ellos. Únicamente lo tenía para Sarah, porque era una casa muy bonita y porque su querido amigo Stanley, ahora su benefactor, había vivido en el ático. Pero tampoco ella, con su nueva fortuna, estaba interesada en esa casa, ni podía decidir qué debía hacerse con ella. La decisión de venderla había sido de los herederos.

Dejó a Tom Harrison en la sala de juntas y telefoneó a Marjorie desde su despacho. Le comunicó la decisión sobre la casa y le preguntó si le importaría reunirse con ella en media hora para mostrársela a uno de los herederos. Dejó claro, con todo, que era una visita de cortesía. Todos habían firmado un documento de cesión para que Sarah vendiera la casa en su estado actual por el precio que ella y Marjorie creyeran oportuno. Habían dejado el asunto en sus manos.

– ¿Vamos a poder lavarle un poco la cara? -preguntó Marjorie, esperanzada.

– Me temo que no. Me pidieron que contratara un equipo de limpieza para retirar trastos, como las cortinas y las tablas de las ventanas, y la vendamos como está.

Sarah todavía estaba tratando de asimilar el legado que Stanley le había dejado y recuperarse de las cariñosas palabras de su carta, palabras que le habían llegado directamente al corazón. La voz le temblaba, estaba ausente. Ahora, después de sus afectuosas palabras y su sorprendente legado, lo añoraba más que nunca.

– Eso afectará negativamente al precio -dijo Marjorie con pesar-. Detesto la idea de malvender esa casa. Se merece algo mejor. El que la compre se estará llevando una ganga.

– Lo sé. A mí tampoco me hace ninguna gracia. Pero no quieren quebraderos de cabeza. Esa casa no significa nada para el los, y después de dividirla en diecinueve partes, lo que reciban, comparado con el resto, no será mucho.

– Es una verdadera pena. En fin, nos veremos allí dentro de media hora. A las dos he de enseñar otra casa cerca de allí. No nos llevará mucho tiempo, teniendo en cuenta que se trata de una visita de cortesía.

– Hasta luego -dijo Sarah, y regresó a la sala de juntas.

Tom Harrison estaba hablando por el móvil con su oficina. Enseguida colgó.

– Ha sido una mañana increíble -dijo, tratando todavía de asimilar lo ocurrido. Se hallaba, como los demás, en estado de choque. Desde el principio había supuesto que se trataba de un patrimonio modesto, y había acudido por respeto a ese familiar que le había dejado un legado. Era lo mínimo que podía hacer.

– Para mí también -reconoció Sarah, todavía aturdida por la carta de Stanley y lo que representaba para ella. Setecientos cincuenta mil dólares. Era alucinante. Asombroso. Sensacional. Sumado a lo que había ahorrado en sus años de socia en el bufete, ahora tenía más de un millón de dólares. Se sentía una mujer rica. Así y todo, estaba decidida a no permitir que eso cambiara su vida y sus hábitos, pese a las advertencias de Stanley-. ¿Le apetece comer algo antes de ver la casa? -preguntó educadamente.

– No creo que me entre nada. Necesito tiempo para asimilar lo que acaba de ocurrir. Pero he de reconocer que siento curiosidad por esa casa.

Fueron en el coche de Sarah. Marjorie les estaba esperando en la puerta. Y a Tom Harrison la casa le impresionó tanto como les había impresionado a ellas. Pese a eso, se alegró de que hubieran decidido venderla. En su opinión, era un edificio histórico extraordinario y venerable, pero muy poco práctico en el mundo de hoy.

– Ya nadie vive así. Tengo una casa de trescientos sesenta metros cuadrados en las afueras de St. Louis y no logro dar con nadie que esté dispuesto a limpiarla. Una casa como esta sería un auténtica pesadilla, y si no puede venderse como hotel, probablemente tardaremos mucho tiempo en quitárnosla de encima.

El ayuntamiento no permitía abrir hoteles en esa zona.

– Tal vez -reconoció Marjorie, pese a saber que el mercado inmobiliario estaba lleno de sorpresas.

A veces, una casa que pensaba que nunca se vendería se la quitaban de las manos a los cinco minutos de ponerla a la venta, mientras que lo contrario ocurría con que otras que habría jurado que iban a venderse al instante y por el precio fijado. En el mercado inmobiliario los gustos e incluso los valores eran impredecibles. Era algo muy personal y quijotesco.

Marjorie propuso, muy a su pesar, ponerla a la venta por dos millones de dólares debido a su estado. Sarah sabía que a los herederos no les importaría que se vendiera por menos con tal de deshacerse de ella, y Tom estuvo de acuerdo.

– La anunciaremos por dos millones y veremos qué pasa -dijo Marjorie-. Siempre podemos considerar otras ofertas. Contrataré un servicio de limpieza y convocaré a los agentes. Dudo que pueda tenerlo todo atado antes de Acción de Gracias -que era la semana siguiente- pero le prometo que la casa estará puesta a la venta una semana después. Convocaré a los agentes el martes posterior a Acción de Gracias y el miércoles ya podrá salir oficialmente al mercado. Es probable que alguien la compre confiando en ganarle la batalla al ayuntamiento. Esta casa podría transformarse en un precioso hotelito si los vecinos estuvieran dispuestos a tolerarlo, aunque lo dudo.

Las dos sabían que semejante batalla podía durar años y que la persona que la emprendiera tendría muy pocas probabilidades de ganar. Los habitantes de San Francisco se resistían vehementemente a la apertura de comercios en sus barrios residenciales, lo cual era comprensible.

Tom pidió ver la parte de la casa donde Stanley había vivido y Sarah, con el corazón apesadumbrado, lo condujo hasta la escalera de servicio. Era la primera vez que veía la habitación desde la muerte de Stanley. La cama de hospital seguía allí, pero él no. Parecía un cascarón vacío. Sarah se volvió con lágrimas en los ojos y regresó al pasillo mientras Tom Harrison le daba palmadlas en el hombro. Era un hombre amable y tenía pinta de ser un buen padre. Le había contado, mientras aguardaban a que comenzara la reunión, que la hija necesitada de atención especial era ciega y sufría una lesión cerebral debido a que nació prematuramente y estuvo privada de oxígeno. Ahora tenía treinta años, seguía viviendo con su padre y recibía los cuidados de una enfermera. A Tom le resultó muy difícil hacerse cargo de ella cuando su esposa, que le dedicaba casi todo su tiempo, falleció. Pero no quería ingresarla en una institución. Como muchas cosas en la vida, era un serio reto y él parecía aceptarlo.

– No puedo creer que Stanley viviera en una de las habitaciones del servicio toda su vida -comentó Tom mientras bajaban, meneando tristemente la cabeza-. Debió de ser un hombre sorprendente. -Y bastante excéntrico.

– Lo era -dijo Sarah, pensando de nuevo en la increíble herencia que Stanley le había dejado. Como les ocurría a los demás herederos, todavía no se lo acababa de creer. Tom aún parecía estupefacto. Diez millones de dólares…

– Me alegro de que Stanley la recordara en su testamento -dijo Tom generosamente cuando alcanzaron el vestíbulo. El taxi que Sarah le había pedido para trasladarlo al aeropuerto esperaba fuera-. Llámeme si alguna vez viaja a St. Louis. Tengo un hijo de aproximadamente su edad. Acaba de divorciarse y tiene tres hijos adorables. -Sarah se echó a reír y Tom la miró avergonzado-. Deduzco, por lo que Stanley cuenta en la carta, que no está casada.

– No, no lo estoy.

– Estupendo. En ese caso, venga a St. Louis. Fred necesita conocer a una buena mujer.

– Envíelo a San Francisco, y llámeme si alguna vez vuelve por aquí -dijo afectuosamente Sarah.

– Lo haré. -Tom le dio un abrazo paternal. Se habían hecho amigos en una sola mañana y casi tenían la sensación de pertenecer a la misma familia. Y en parte así era, a través de Stanley. Estaban unidos por la generosidad y la benevolencia con que los había bendecido a todos-. Cuídese.

– Usted también -dijo Sarah, acompañándolo hasta el taxi y sonriendo bajo el pálido sol de noviembre-. Me encantaría presentarle a mi madre -añadió con picardía, y el hombre rió.

Estaba bromeando, aunque no era una mala idea. Pero sabía que su madre sería una lata para cualquier hombre. Además, Tom parecía demasiado normal. No padecía ningún trastorno. Si Audrey entablaba una relación con él, no tendría motivos para ir a alcohólicos anónimos, y ¿qué haría entonces? Sin un alcohólico en su vida se moriría de aburrimiento.

– De acuerdo. Traeré a Fred conmigo y cenaremos con su madre.

Sarah se despidió agitando una mano mientras el taxi se alejaba antes de regresar a la casa para ultimar los detalles con Marjorie. Se alegraba de haber entrado en la habitación de Stanley con Tom. Había roto el hechizo. Dentro de ese cuarto no había nada de lo que esconderse o por lo que llorar. Ahora no era más que una habitación vacía, el cascarón donde Stanley había vivido y del que se había despojado. Stanley se había marchado pero viviría para siempre en su corazón. Le costaba asimilar el hecho de que sus circunstancias hubieran cambiado de forma tan súbita, tan radical. Era mucho menos de lo que tenían que asimilar los demás herederos, pero para ella constituía, así y todo, un regalo enorme. Decidió no contárselo a nadie por el momento, ni siquiera a su madre o a Phil. Necesitaba acostumbrarse a la idea.

Ella y Marjorie hablaron de la contratación del servicio de limpieza y de la convocatoria de los agentes. Luego firmó el documento que confirmaba el precio de venta en nombre de los herederos, los cuales habían suscrito un poder notarial en el despacho para que Sarah pudiera vender la casa y negociar por ellos. Los herederos ausentes habían recibido un documento idéntico por fax para que lo firmaran. Sarah y Marjorie sabían que el asunto llevaría su tiempo, y a menos que apareciera un comprador con mucha imaginación y amante de la historia, no iba a ser una venta fácil. Una casa de esas dimensiones, en el estado en que estaba, iba a asustar a la mayoría de la gente.

– Que tengas un buen día de Acción de Gracias si no nos vemos antes -le deseó Marjorie-. Te llamaré para contarte cómo va la convocatoria.

– Gracias, tú también. -Sarah sonrió y subió al coche. Todavía faltaban diez días para las vacaciones de Acción de Gracias. Phil, como siempre, iba a pasarlas con sus hijos. Para ella iban a ser unos días tranquilos. Pero antes de eso aún les quedaba un fin de semana juntos.

Phil la llamó al móvil cuando se dirigía al despacho y le preguntó cómo había ido la reunión con los herederos de Stanley.

– ¿Se quedaron alucinados? -preguntó con interés.

Sarah se sorprendió de que se hubiera acordado y hubiera llamado para interesarse. Phil, por lo general, siempre se olvidaba de los casos que llevaba Sarah.

– Y que lo digas. -Nunca le había contado de cuánto dinero se trataba, pero Phil había deducido que era mucho.

– Qué tíos tan afortunados. A eso lo llamo yo una buena manera de hacer fortuna.

Sarah no le dijo que a ella también le había tocado una parte del pastel. Por el momento no quería contárselo a nadie. Pero sonrió y se preguntó qué diría Phil si le revelara que también ella era una tía afortunada. Diantre, más que afortunada. De repente se había convertido en una chica rica. Se sintió como toda una heredera mientras se dirigía en coche al centro. Y a renglón seguido él la dejó petrificada, como hacía a veces.

– Tengo malas noticias, nena -dijo mientras Sarah sentía un peso enorme en el corazón. Malas noticias, con él, significaba menos tiempo juntos. Y no se equivocaba-. El jueves he de ir a Nueva York. Me quedaré hasta el martes o el miércoles tomando declaraciones para un nuevo cliente. No te veré hasta después de las vacaciones de Acción de Gracias. En cuanto regrese de Nueva York recogeré a mis hijos y nos iremos directamente a Tahoe. Ya sabes cómo son esas cosas.

– Sí, lo sé -dijo Sarah, esforzándose por mostrarse comprensiva. Demonios, acababa de heredar casi un millón de dólares. ¿De qué se quejaba? Pero la decepcionaba no verlo. Iban a estar casi tres semanas sin verse, contando desde el último domingo. Era mucho tiempo para ellos-. Es una lástima.

– En cualquier caso, tú pasarás el día de Acción de Gracias con tu madre y tu abuela. -Lo dijo como si intentara convencerla de que estaría demasiado ocupada para verlo, lo cual no era cierto. Sarah pasaría en casa de su abuela unas horas, como siempre, y luego tendría tres solitarios días de fiesta sin él. Y él, naturalmente, no se lo compensaría dejándose ver más la semana siguiente a Acción de Gracias. Le haría esperar hasta el fin de semana. Cómo iba a perderse una noche en el gimnasio, o la oportunidad de jugar a squash con sus amigos.

– Tengo una idea -dijo, tratando de sonar animada, como si fuera una idea que nunca le hubiera propuesto antes. En realidad se la proponía cada año y nunca funcionaba-. ¿Por qué no me reúno contigo en Tahoe el viernes? Tus hijos ya son lo bastante mayores para que no les escandalice mi presencia. Podría ser divertido. Si quieres, podríamos pedir habitaciones separadas para no disgustarles. -Lo dijo con más alegría de la que sentía, tratando de sonar convincente.

– Sabes que no funcionaría, nena -replicó Phil con voz firme-. Necesito pasar tiempo a solas con mis hijos. Además, mi vida amorosa no es asunto de ellos. Ya sabes que no me gusta mezclar ambas cosas. Y no quiero que su madre reciba un informe de primera mano sobre mi vida. Nos veremos a mi regreso.

Así de sencillo. Sarah nunca se salía con la suya, pero lo intentaba cada año. Phil mantenía una clara división entre Iglesia y Estado. Entre ella y sus hijos. La había colocado en un casillero desde el primer día y no la había movido de allí desde entonces. «Idiota de fin de semana.» No le gustaba esa realidad. Acababa de heredar casi un millón de dólares que le abría mil puertas nuevas, salvo la que tanto deseaba con él. Por muy rica que se hubiera hecho de repente, nada había cambiado en su vida amorosa. Phil seguía siendo el hombre inaccesible de siempre, excepto bajo sus condiciones. Era emocional y físicamente inaccesible para ella, excepto cuando él elegía lo contrario. Y en época de vacaciones no elegía lo contrario. Por lo que a él se refería, las vacaciones eran de él y de sus hijos, y confiaba en que ella se las apañara sola. Ese era el trato. Phil había establecido las condiciones desde el principio y nunca las había cambiado.

– Lamento mucho que nos perdamos este fin de semana -dijo en un tono de disculpa pero con prisa.

– Yo también -dijo ella, apesadumbrada-. Pero lo entiendo. Nos veremos dentro de tres semanas, aproximadamente.

Como de costumbre, había sido rápida en sus cálculos. Siempre era capaz de calcular en cuestión de segundos cuántos días llevaban sin verse y los que faltaban para volver a estar juntos. Esta vez serían dos semanas y cinco días. Le pareció una eternidad. Si pudieran verse el fin de semana de Acción de Gracias no le parecería tan horrible. Mala suerte.

– Te llamaré más tarde. Tengo a alguien esperando fuera de mi despacho -dijo Phil.

– Claro. No te preocupes.

Sarah colgó y llegó al bufete diciéndose que no debía permitir que eso le estropeara el día. Le habían ocurrido cosas maravillosas. Stanley le había dejado una fortuna. ¿Qué importaba que Phil tuviera que ir a Nueva York y no pudiera pasar el fin de semana de Acción de Gracias con él, o incluso que no fuera a verle en tres semanas? ¿Qué demonios pasaba con sus prioridades?, se preguntó. ¿Había heredado setecientos cincuenta mil dólares y estaba triste porque no podía ver a su novio? Mas no eran sus prioridades lo que le preocupaba. La verdadera cuestión era: ¿qué pasaba con las prioridades de Phil?

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