Sarah había decidido trabajar hasta salir de cuentas. El último día, después del trabajo, sus colegas la agasajaron con una comida para celebrar el futuro nacimiento. Sarah no podía imaginar qué iba a hacer sin el despacho. La idea se le antojaba extraña. Ella era abogada. Iba a un despacho todos los días. Ahora, sin embargo, se disponía a pasarse seis meses en casa cuidando de un bebé. Tenía miedo de que el aburrimiento la volviera loca. Les dijo que probablemente volvería antes de tiempo, y una de las abogadas le dijo que tal vez no querría volver nunca más, algo que Sarah tachó de ridículo. Naturalmente que querría volver. A menos que se asociara con Jeff en el negocio de restaurar casas. Esa posibilidad también la atraía, sobre todo si era con él. Le encantaba la idea de trabajar cada día con Jeff. Se hallaba en un período de transición y cambio. Todo en su vida estaba cambiando, incluido el bebé que llevaba en el vientre. Después de la comida recogió su cartera y se marchó a casa. Y se puso a esperar. Y nada ocurrió. Su médico le dijo que era normal, sobre todo en las mujeres primerizas. La espera la estaba volviendo loca. Ella era muy puntual en todo. Y también lo estaba siendo ahora. Quien no lo estaba siendo era el bebé.
– ¿Qué se supone que debo hacer? -se quejó una noche a Jeff.
El bebé llevaba un retraso de diez días. Era el 1 de octubre.
Habían transcurrido exactamente nueve meses desde la boda de Mimi. Ella y George lo pasaban muy bien en Palm Springs y ya nunca viajaban a San Francisco. Pero habían prometido venir en Acción de Gracias para conocer al bebé. Si es que llegaba. A lo mejor nunca lo hacía. Sarah se arrepentía de haber dejado de trabajar, pero estaba demasiado pesada y cansada. Actualmente necesitaba la ayuda de Jeff para levantarse de la cama. Se sentía como la ballena embarrancada. El bebé era enorme.
– Diviértete, disfruta, relájate, ve de compras -propuso Jeff, y ella rió.
– Lo único que me cabe son los bolsos.
– Pues compra bolsos.
Sarah había empezado a quedar nuevamente con sus viejas amigas, las que tenían hijos. Finalmente tenía algo en común con ellas.
Jeff intentaba hacer la mayor parte del trabajo en casa. Quería estar cerca por si ocurría algo o por si Sarah le necesitaba. Habían instalado el cuarto del bebé en la habitación de la infancia de Mimi. Parecía lo más idóneo, dado que el bebé había sido concebido en su noche de bodas y Mimi había nacido en ese cuarto. Su madre la había tenido allí mismo. Lilli, la mujer que había roto tantos corazones y que había muerto tan joven. Sarah tenía cuarenta años y ahora sentía que era la edad adecuada para tener su primer hijo. Había esperado mucho tiempo para que la felicidad entrara en su vida. Primero Jeff y ahora aquello.
Esa tarde salieron a dar un paseo por el barrio. Caminaron hasta la calle Fillmore y a la vuelta Sarah apenas podía subir la cuesta, pero lo consiguió con la ayuda de Jeff. Estaban hablando de la idea de comprar una casa para revenderla. El proyecto la tentaba. Por la noche, después de cenar, siguió pensando en ello mientras se relajaba en la bañera, con las mismas contracciones que llevaba sintiendo desde hacía semanas. No eran aún las contracciones auténticas, solo las de entrenamiento. Las contracciones de Braxton. La estaban preparando para cuando naciera el bebé, si es que lo hacía. Jeff estaba tumbado en la cama, viendo la tele. Entró en una ocasión para asegurarse de que Sararí estaba bien y frotarle la espalda. Ahora le dolía constantemente porque el bebé pesaba mucho. El médico había dicho que le provocaría el parto en una semana, no antes, y que tanto el bebé como ella estaban bien.
Después del baño bajó a picar algo y regresó al dormitorio. Tenía la sensación de que necesitaba moverse. No podía permanecer tumbada y tampoco sentada. El momento se estaba acercando, pero no acababa de llegar. Al día siguiente tenía hora con su médico, y confiaba en que decidiera provocarle el parto. Se sentía preparada.
– ¿Estás bien? -Jeff se había pasado la tarde observándola. La notaba inquieta, pero de buen humor.
– Sí. Es solo que estoy cansada de no hacer nada -dijo Sarah, mordisqueando una galleta. Últimamente siempre tenía ardor de estómago y nada conseguía aliviarlo. Pero sabía que pronto desaparecería. Jeff se compadeció de ella cuando regresó trabajosamente a la cama y se levantó tres veces para ir al lavabo. Dijo que la galleta le había dado dolor de barriga.
– ¿Por qué no intentas dormir? -propuso él con dulzura.
– No estoy cansada -contestó ella con voz lastimera-. Y me duele mucho la espalda.
– No me extraña. Ven aquí, te la frotaré.
Sara se tumbó de costado y se sintió mejor después del masaje. Luego se quedó dormida mientras él la observaba con una tierna sonrisa.
Estaban siendo los días más dulces de su vida, allí, esperando el nacimiento de su hijo, con Sarah yaciendo a su lado. Al cabo de una hora también él se durmió. Y en mitad de la noche despertó de un sueño profundo. Podía oír a Sarah gimoteando y jadeando en la oscuridad, a su lado. Cuando la tocó, tenía la cara empapada de sudor. Despabilando de golpe, corrió a encender la luz.
– Sarah, ¿estás bien?
– No. -Meneó la cabeza. Apenas podía hablar.
– ¿Qué ocurre? ¿Qué notas?
Las contracciones le estaban robando literalmente la respiración. Por fin. Había despertado de un sueño profundo, dando a luz, demasiado atónita para poder avisarle.
Ambos comprendieron entonces que las contracciones en el cuarto de baño habían sido reales, y que la agitación, el dolor de espalda y de barriga se habían debido a que estaba de parto desde hacía un buen tiempo. No habían reconocido ningún síntoma. Jeff le tocó el estómago y consultó la hora. Tenía contracciones cada dos minutos. Les habían indicado que fueran al hospital cuando las tuviera cada diez. El bebé estaba llegando. Jeff no sabía qué hacer. De repente Sarah empezó a gritar. Eran aullidos largos, primitivos, entremezclados con gritos cortos y secos.
– Sarah, cariño, te lo ruego… tenemos que ir al hospital. Ahora.
– No puedo… no puedo moverme… -Gritó de nuevo con la siguiente contracción e intentó incorporarse, pero no pudo. Estaba empujando.
Jeff cogió el teléfono y llamó a urgencias. Le dijeron que dejara la puerta de la casa abierta y no se separara de la parturienta. Pero Sarah no le dejaba irse. Lo tenía fuertemente agarrado del brazo y estaba llorando.
– Vamos… Sarah… tengo que bajar a abrir la puerta.
– ¡No! -Se puso morada y le miró aterrorizada. Estaba retorciéndose de dolor y empujando al mismo tiempo, y de repente en la habitación estalló un largo gemido que se mezcló con sus gritos, y un rostro encarnado y brillante, con un pelo negro y sedoso, asomó por entre las piernas de Sarah, los miró a los dos y dejó de llorar. Observados por su hijo, Sarah y Jeff rompieron a llorar y se abrazaron al tiempo que oían las sirenas.
– ¡Dios mío! ¿Estás bien? -Sarah asintió. Jeff acarició el rostro del bebé y lo colocó suavemente sobre la barriga de su madre. El timbre de la puerta estaba sonando-. Enseguida vuelvo.
Bajó los escalones de dos en dos, dejó entrar al personal médico y regresó corriendo junto a Sarah.
Los enfermeros examinaron a la madre y al hijo y dijeron que ambos estaban bien. Un enfermero corpulento cortó el cordón, envolvió al bebé en una sábana y se lo entregó a una Sarah radiante. Jeff no podía dejar de llorar. Ella y el bebé formaban la imagen más bella que había visto en su vida. Se los llevaron en la ambulancia para examinarlos en el hospital y Jeff los acompañó. El bebé estaba perfectamente. Tres horas más tarde los enviaron a casa y Sarah telefoneó a Audrey y a Mimi. William de Beaumont Parker había venido al mundo en la misma casa donde había nacido su bisabuela ochenta años antes y donde habían vivido sus tatarabuelos. Los padres no cabían de felicidad. Una gran bendición les había sido otorgada en la casa de Lilli. Sarah sostuvo al bebé, rodeada por los brazos de Jeff, y los tres se quedaron dormidos. Aunque Sarah jamás lo habría creído posible, ese era el día más feliz de su vida.