Para finales de febrero Sarah ya tenía cañerías de cobre en toda la casa y nuevo cableado en algunas zonas. Los contratistas estaban trabajando por plantas. En marzo iniciaron las obras preliminares de la cocina. Resultaba emocionante ver cómo las cosas iban tomando forma. Había elegido los electrodomésticos de los catálogos que Jeff tenía en su estudio para que se los consiguiera a precio de mayorista. La casa todavía no estaba lista para que pudiera instalarse en ella, pero avanzaba con rapidez. Le dijeron que para abril el resto del trabajo eléctrico ya estaría terminado.
– ¿Por qué no te tomas unas vacaciones? -le propuso Jeff una noche en la cocina, cuando estaban tomando medidas para los electrodomésticos. Sarah quería poner una gran isla de madera maciza en el centro y Jeff temía que quedara todo demasiado recargado, pero ella insistía en que quedaría bien. Y al final tuvo razón.
– ¿Estás intentando deshacerte de mí? -dijo Sarah riendo-. ¿Te estoy volviendo loco?
Ella no, le dijo Jeff, pero Marie-Louise sí. Se hallaba en una de esas épocas en que lo odiaba todo de Estados Unidos, incluido él, y no hacía más que amenazarle con regresar a Francia. Era el momento del año en que echaba de menos la primavera en París. Y no se marcharía para pasar sus tres meses de verano en Francia hasta junio. Aunque detestaba reconocerlo, estaba deseando que se fuera. A veces era muy difícil convivir con ella.
– No hay mucho que puedas hacer hasta que terminemos la instalación eléctrica y la cocina. Creo que si te marchas unas semanas, a tu regreso ya podrás instalarte. Te sentaría muy bien hacer un viaje -insistió. A Jeff le encantaba ayudarla con la casa. Le remontaba a los tiempos en que había estado reformando su casa de Potrero Hill. La casa de Sarah era mucho más grande, naturalmente, pero prevalecían los mismos principios, si bien cada casa tenía sus peculiaridades.
– No puedo dejar el despacho tanto tiempo -protestó Sarah.
– Entonces danos dos semanas. Si te vas a mediados de abril te prometo que podrás mudarte el primero de mayo.
Sarah se puso a dar saltos de alegría y esa noche meditó la propuesta detenidamente.
No sabía qué hacer. No le gustaba dejar sin atender el despacho. Y tampoco tenía dónde ir. Ni con quién. Detestaba viajar sola, y todas sus amigas tenían hijos y maridos. Llamó a una amiga de la universidad que vivía en Boston, pero se estaba divorciando y no podía dejar solos a sus afligidos hijos. Sarah se consoló pensando que tampoco habría podido ir con Phil. En sus cuatro años de relación jamás había hecho un viaje con ella. Él solo viajaba con sus hijos. Sarah se lo propuso incluso a una de las abogadas del bufete, pero le dijo que en ese momento no podía marcharse. Desesperada, recurrió a su madre, quien le contó que acababa de organizar un viaje a Nueva York con una amiga para ir al teatro y a los museos. Sarah barajó la posibilidad de abandonar la idea y finalmente decidió ir sola. A renglón seguido, tocaba decidir dónde. En México siempre enfermaba y no le parecía un buen destino para ir sola. Le gustaba Hawai, pero dos semanas allí sería demasiado. En Nueva York siempre lo pasaba bien, pero acompañada. Ese mismo fin de semana, estaba contemplando la fotografía de Lilli, cuando de pronto supo exactamente dónde quería ir. A Francia, para seguir las huellas de Lilli. Recordó que Mimi le había contado que en una ocasión fue al castillo donde Lilli vivió con el marqués por el que había abandonado a su marido. Dijo que las ventanas estaban cubiertas de tablones, pero Sarah pensó que de todos modos sería interesante ir para tener una idea de dónde había vivido su bisabuela durante los años que estuvo en Francia. Después de todo, había pasado en ese país quince años de su vida, un período relativamente largo.
El domingo habló con Mimi y averiguó que el castillo estaba en Dordogne, no lejos de Burdeos. Podía ser un viaje bonito. Siempre había querido conocer esa zona y los castillos del Loira, y adoraba París. Para el lunes ya había tomado la decisión de pasar dos semanas en Francia. Partiría el día siguiente al Domingo de Pascua, y comunicó a Jeff que le tomaba la palabra en cuanto a su promesa de que podría mudarse el primero de mayo. Faltaban seis semanas. Él le dijo que seguramente habrían terminado para entonces. Sarah había decidido que empezaría con la pintura una vez que estuviera instalada en la casa. Quería intentar colocar personalmente la moqueta, con ayuda de Jeff, en las pocas habitaciones donde tenía pensado usarla, como los vestidores, un despacho, una pequeña habitación de invitados y un cuarto de baño que tenía el suelo desportillado. Y allí donde fuera posible, pintaría ella misma. De lo contrario el trabajo de pintura le saldría por un ojo de la cara y tendría un fuerte efecto en su presupuesto. Además, le apetecía la idea de pintar personalmente algunas de las estancias, y el hecho de aprender a enmoquetar le hacía sentir que estaba ahorrando dinero. Por el momento no se había excedido del presupuesto.
Explicó a Audrey y a Mimi lo del viaje y Mimi le anotó toda la información que tenía sobre su madre, así como el nombre y la localización exacta del castillo. Era cuanto sabía. Su viaje no había dado frutos, pero a Sarah no le importaba. Le parecía un viaje interesante, y más que lo sería si lograba dar con alguien que hubiera conocido a Lilli, aunque hiciera sesenta años de eso.
Pasó las siguientes semanas poniéndose al día en el despacho y embalando sus cosas en el apartamento a fin de tenerlo todo a punto para poder mudarse a su regreso de Francia. Tenía intención de tirar la mayoría de sus pertenencias, o de donarlas a Goodwill. Únicamente se llevaría los libros y la ropa. El resto era horrible. No entendía por qué lo había conservado todo ese tiempo.
El Domingo de Pascua disfrutó de un agradable almuerzo con su madre y con Mimi en el Fairmont y al día siguiente Audrey partió hacia Nueva York. Estaba muy ilusionada. Mimi tenía previsto pasar algunos días en Palm Springs con George y jugar al golf. Y Sarah se marchó a París. La noche antes cenó con Jeff.
– Gracias por darme la idea del viaje. -Estaban en un restaurante indio. Jeff había pedido su curry picante, y Sarah había pedido el suyo suave, pero ambos estaban sabrosos-. Estoy deseando irme. Tengo intención de visitar el castillo donde vivió mi bisabuela.
– ¿Dónde está? -preguntó él con interés.
Jeff conocía la historia, pero no los detalles. Estaba tan intrigado como Sarah. Eso inyectaba vida y alma a la casa. Lilli había sido una mujer aventurera y algo extravagante para su época, sobre todo teniendo en cuenta que tenía veinticuatro años cuando se marchó a Francia. Había nacido la noche del terremoto de 1906 en un transbordador que se dirigía a Oakland para huir del fuego de la ciudad. Aquel fue el comienzo prometedor de una vida sumamente interesante y algo turbulenta. Su llegada al mundo la había provocado un terremoto y su muerte había estado salpicada por una guerra. Sarah encontraba igualmente curioso que su bisabuela hubiera muerto a la misma edad que tenía ella ahora. La suya había sido una vida breve pero intensa. Lilli falleció a los treinta y nueve años, y llevaba quince sin ver a sus hijos. Su marido, el marqués, murió el mismo año, en la Resistencia.
– El castillo está en Dordogne -explicó Sarah mientras los ojos de él lloraban por el curry. Jeff solía decir que le gustaban las mujeres y la comida picantes, aunque últimamente prefería la comida. Marie-Louise estaba cada día más picante y mordaz, pero él seguía al pie del cañón.
– Tus antepasados son mucho más interesantes que los míos -dijo.
– Lilli me tiene fascinada -reconoció Sarah-. Es un milagro que mi abuela haya salido tan normal, con una madre que la abandonó, un padre que desde ese día no volvió a levantar cabeza, todo el dinero que perdieron en el desplome de la bolsa y un hermano que mataron en la guerra. Pese a todo eso, es una mujer extraordinariamente sana y feliz. -Jeff no la conocía, pero había oído hablar mucho de ella y podía ver que Sarah la adoraba. Abrigaba la esperanza de conocerla algún día-. Ayer se fue a Palm Springs con su novio. Su vida es mucho más excitante que la mía. -Sarah rió. No había salido con nadie desde su ruptura con Phil, pero el viaje le hacía mucha ilusión y Jeff se alegraba por ella. Pensaba que era una gran idea seguir las huellas de Lilli y le habría encantado acompañarla-. Por cierto, ¿cómo te va con Marie-Louise? -Del mismo modo que ella, antes de la ruptura, le hablaba de Phil, él seguía hablándole de Marie-Louise. Se habían convertido en buenos amigos trabajando juntos en la casa. Y, como siempre, Sarah lucía el alfiler en la solapa. Era el símbolo de su liberación y de su pasión por la casa. Y le gustaba más aún por el hecho de que se lo hubiera regalado Jeff.
– Supongo que bien -respondió él-. Su visión de la vida es algo más francesa que la mía. Dice que una vida sin discusiones es como un huevo sin sal. No me iría nada mal una dieta sin sal, pero me temo que Marie-Louise no se sentiría querida si no discutiéramos constantemente. -No había duda de que la quería, pero vivir con ella era un auténtico reto. Cada vez que discrepaban, ella amenazaba con marcharse. Para Jeff la situación era estresante. A veces tenía la impresión de que a Marie-Louise le gustaba esa clase de relación. No conocía otra forma de funcionar. Su familia era así. Cuando iba con Marie-Louise a verla, a veces tenía la sensación de que empezaban a dar portazos desde buena mañana porque sí. Lo mismo podía decirse de sus tíos y primos. Su familia nunca hablaba en un tono de voz normal. Se comunicaban a gritos-. Supongo que no es un rasgo francés sino un problema personal, y no me gusta.
No podía imaginarse viviendo así el resto de su vida, pero ya llevaba catorce años. Sarah tampoco podía imaginarse viviendo de ese modo, pero si él seguía haciéndolo sería porque así lo quería.
– Creo que es como la relación entre Phil y tú -dijo cuando hubieron terminado de cenar. La boca le ardía a causa del curry, pero le encantaba-. Con el tiempo te acostumbras a ella y olvidas que puede ser diferente. Es asombroso a lo que somos capaces de adaptarnos a veces. Por cierto, ¿has sabido algo de él?
– No. Hace dos meses que se dio por vencido. -Fiel a su palabra, Sarah no había vuelto a hablar con él. Y ya no le echaba de menos. Echaba de menos tener a alguien a veces, pero no a él-. Probablemente tenga una novia nueva a la que engañar. Ahora me doy cuenta de que él es así. -Se encogió de hombros y hablaron de nuevo sobre el viaje. Partiría al día siguiente. El vuelo a París era largo.
– No te olvides de enviarme una postal -le dijo Jeff cuando la dejó en su apartamento, y ella le dio las gracias por la cena. No se despidieron con un beso. Sarah no quería jugar a eso con Jeff, ahora que ella estaba libre y él no. Sabía que saldría herida. Y él respetaba sus deseos. Sarah le importaba demasiado para querer hacerle daño, y estaba estrechamente ligado a Marie-Louise, para bien o para mal. Actualmente era para mal, pero la situación podía cambiar en cualquier momento. Jeff nunca sabía con quién iba a despertarse por la mañana, si con Bambi o con Godzilla. A veces se preguntaba si Marie-Louise padecía un trastorno bipolar.
– Llámame si ocurre algo en la casa que yo deba saber o si hay alguna decisión que tomar.
Jeff tenía su itinerario de viaje, al igual que Mimi y el bufete. Sarah iba a alquilar un móvil francés en el aeropuerto y prometió llamarle para darle el número. También pensaba llevarse el ordenador portátil por si su secretaria necesitaba ponerse en contacto con ella por correo electrónico.
– Deja de pensar en esas cosas y disfruta de tus vacaciones. A tu vuelta te ayudaré con la mudanza. -El rostro de Sarah se iluminó. Estaba impaciente por mudarse. Pero primero tenía un emocionante viaje por delante-. Te mantendré al tanto de nuestros progresos por e-mail.
Sarah sabía que lo haría. Jeff era muy bueno comunicando lo que estaban haciendo en la casa. Hasta el momento solo habían tenido sorpresas agradables. Era como si el proyecto hubiera estado escrito desde el principio. El proceso de restauración había sido un sueño, como si Lilli y Stanley hubiesen querido que esa casa fuera suya, cada uno por razones diferentes. Ya la sentía como su hogar. Entrar a vivir en ella sería la guinda del pastel. Ya había decidido que ocuparía el dormitorio de Lilli, y había encargado una cama enorme con un cabecero de seda rosa pálido. Se la enviarían a su regreso.
– Bon voyage! -dijo Jeff mientras Sarah subía los escalones y se daba la vuelta agitando una mano. Entró en el edificio y él se alejó pensando en ella. Confiaba en que tuviera un buen viaje.