11

El lunes Sarah redactó una carta para los diecinueve herederos del patrimonio de Stanley. La envió por fax a quienes tenían fax y por correo certificado a los demás, adjuntando la oferta que Marjorie había preparado en calidad de agente inmobiliaria. Todo era oficial y había sido enviado a las diez de la mañana.

A las once Tom Harrison llamó desde St. Louis, y cuando Sarah descolgó el auricular en su despacho, soltó una carcajada.

– Me estaba preguntando si te atreverías a hacerlo, Sarah. Tus ojos se iluminaron en cuanto entraste en esa casa. Me alegro por ti. Creo que eso es exactamente a lo que Stanley se refería cuando hablaba de buscar nuevos horizontes, aunque debo confesar que sería capaz de pagarte el doble por que no cargaras con semejante caserón. Pero si te gusta, adelante. Cuentas con toda mi aprobación. Por mi parte, acepto la oferta.

– Gracias, Tom -dijo Sarah, emocionada.

Ese día la llamaron cuatro herederos más. Y el martes otros nueve. Quedaban, por tanto, cinco. Dos de ellos dieron su aprobación el miércoles. Para entonces el banco ya le había dado una respuesta. No tenían inconveniente alguno en concederle una hipoteca e incluso un crédito para pagar la entrada hasta que pudiera disponer del legado de Stanley. Marjorie le había aconsejado que encargara un informe sobre termitas, únicamente por si las moscas, y eso hizo. Había algunos problemas, pero sorprendentemente nimios y de esperar en una casa tan antigua. Nada que no tuviera fácil arreglo. Stanley había mandado hacer un informe sísmico para asegurarse de que la casa no se le caería encima en caso de terremoto. Por tanto, los únicos problemas reales eran los que Sarah ya conocía.

Las tres últimas aprobaciones llegaron el jueves, y en cuanto lo hicieron Sarah llamó al banco, a Marjorie y a Jeff Parker, las únicas personas que estaban al tanto de su locura. Jeff soltó un aullido de alegría. La había telefoneado el martes, cuando a Sarah todavía le faltaban cinco respuestas. Todos los herederos estaban encantados de quitarse la casa de encima y satisfechos con el precio. Era un quebradero de cabeza que ninguno deseaba. Habían acordado firmar las arras en tres días, algo casi insólito. Eso significaba que, técnicamente, la casa sería suya el domingo.

– Tenemos que hacer algo para celebrarlo -dijo Jeff cuando escuchó la noticia-. ¿Qué me dices de otro sushi?

Era fácil y rápido, y quedaron en un restaurante de la calle Fillmore a las siete y media. Sarah tuvo que reconocer que era agradable tener algo que hacer y alguien a quien ver durante la semana. Mucho más divertido que comer un sándwich en el despacho o ver la tele en casa y olvidarse por completo de cenar.

Hablaron de la casa durante dos horas, mientras cenaban. A Jeff se le habían ocurrido un montón de ideas desde su charla del martes. Quería ver si podía ayudarla a hacer algo más elegante con la escalera de servicio y había diseñado una cocina entera para la planta baja. No era más que un boceto, pero a Sarah le encantó. Proponía, además, un gimnasio en el sótano, donde ahora estaba la cocina, con sauna y baño turco incluidos.

– ¿No costará una fortuna? -preguntó Sarah con cara de preocupación, aunque sabía que a Phil le encantaría. Todavía no le había contado nada. Pensaba hacerlo el fin de semana.

– No tiene por qué. Podemos utilizar unidades prefabricadas. Y hasta podrías poner un jacuzzi.

Sarah se echó a reír.

– Eso sí que sería todo un lujo.

Le encantaba el diseño de la cocina, era bonito y funcional. Delante de las ventanas que daban al jardín había espacio para poner una mesa de comedor amplia y cómoda. Jeff estaba invirtiendo mucho tiempo y energía en el proyecto. De vez en cuando eso le hacía preguntarse a cuánto ascenderían sus honorarios. Pero era evidente que estaba tan entusiasmado con la casa de la calle Scott como ella. Se encontraba en su salsa.

– Caray, Jeff, me encanta esa casa. ¿A ti no? -Sarah esbozó una sonrisa radiante.

– Ya lo creo que sí -respondió, satisfecho y relajado después de la cena. Estaban bebiendo té verde-. Hacía años que no disfrutaba tanto con un proyecto. Estoy deseando hincarle el diente. -Sarah le explicó que había llamado a los fontaneros y electricistas y quedado con ellos la semana siguiente para que pudieran hacerle un presupuesto. Todos le habían dicho que no podrían empezar hasta después de Navidad-. Espera a que desmantelemos el lugar, lo saneemos de arriba abajo y lo volvamos a armar.

– Tal y como lo describes, da miedo -dijo ella con una sonrisa. Pero él parecía muy tranquilo. Si alguien podía hacer el trabajo, ese era Jeff.

– A veces da miedo, pero cuando terminas, la sensación es increíble.

Sarah confiaba en que la casa estuviera acabada para el verano o, como muy tarde, para la Navidad siguiente. Jeff no creía que necesitaran todo un año. Pagó la cuenta y miró a Sarah con expresión burlona. Jeff era un hombre de rostro aniñado pero mirada sabia. Parecía joven y mayor al mismo tiempo. Tenía cuarenta y cuatro años, tan solo seis más que Sarah. Y en algún momento había mencionado que Marie-Louise tenía cuarenta y dos, si bien Sarah le había echado muchos menos. Tenía un estilo atrevido y subido de tono que la hacía parecer más joven incluso que ella, cuyo estilo era muy diferente, más serio, al menos los días que iba al despacho. Esa noche vestía un traje pantalón azul marino. El domingo anterior había llevado vaqueros, unas Nike y un jersey rojo. A Jeff le gustaba esa forma de vestir. Cuando su madre conoció a Marie-Louise, le dijo que parecía una fulana, pero Jeff tenía que reconocer que a veces también le gustaba ese estilo. Sarah parecía más norteamericana, más natural y saludable, como una modelo de Ralph Lauren o la estudiante de Harvard que había sido.

– Me gustaría preguntarte algo -dijo con su expresión más aniñada-. Ya que vamos a pasar mucho tiempo trabajando juntos en la casa, ¿se me permite hacer preguntas personales? -Jeff había sentido curiosidad por Sarah desde el día que la conoció, y más aún desde que le dijo que iba a comprar la casa. Era una decisión muy valiente y la admiraba por ello.

– Claro -respondió con esa mirada inocente y franca que a él tanto le gustaba. Sarah parecía no tener secretos. Marie-Louise, por el contrario, tenía muchos, algunos nada agradables. No era una persona fácil-. Dispara.

– ¿Quién va a mudarse contigo a esa casa? -Pareció algo cortado después de decirlo, pero Sarah no.

– Nadie. ¿Por qué?

– ¿Me tomas el pelo? ¿Vas a vivir en una casa de cinco plantas y dos mil setecientos metros cuadrados y te extraña que te pregunte con quién? Diantre, Sarah, en esa casa podrías alojar a un pueblo entero. -Rieron mientras el camarero les servía más té-. Simplemente sentía curiosidad.

– Con nadie. Viviré sola.

– ¿Es lo que quieres? -La pregunta sonó como si Jeff se estuviera ofreciendo a acompañarla, pero ambos sabían que no era eso. Llevaba catorce años con Marie-Louise y aunque a Sarah le pareciera una persona difícil, a él parecía gustarle.

– Esa pregunta es algo más compleja -reconoció Sarah, mirándole por encima de su taza de té-. Depende del sentido que quieras darle. ¿Estoy buscando un marido? No, creo que no. Nunca he pensado que el matrimonio sea lo que me conviene. Genera más problemas que alegrías, aunque supongo que eso dependerá de con quién te cases. ¿Quiero hijos? Creo que no.

Por lo menos así ha sido hasta ahora. La idea de tener hijos me aterra. ¿Me gustaría vivir con alguien? Probablemente, o por lo menos estar con alguien a quien le apetezca estar siempre conmigo, aunque tenga su propia vida. Creo que eso es lo que de verdad querría. Me gusta la idea de compartir diariamente mi vida con otra persona. No es algo fácil de encontrar. Puede que haya perdido el tren.

Jeff había escuchado con atención, pero este último comentario le hizo reír.

– A tu edad tu tren no ha entrado siquiera en la estación. Hoy en día todas las mujeres que conozco esperan a los cuarenta o por lo menos a tu edad para establecerse.

– Tú no. Debiste de iniciar tu vida en pareja con Marie-Louise a los treinta.

– Eso es diferente. Puede que fuera un estúpido. Ninguno de mis amigos se ha casado antes de los treinta y tantos. Marie-Louise y yo teníamos una relación muy apasionada cuando éramos estudiantes. Todavía lo es gran parte del tiempo, pero tenemos nuestros más y nuestros menos. Supongo que como casi todo el mundo. A veces pienso que el hecho de trabajar juntos nos lo pone más difícil. Pero me gusta compartir mis días con alguien. Marie-Louise dice que soy demasiado inseguro, dependiente y posesivo.

Sarah sonrió.

– A mí no me lo parece.

– Porque no vives conmigo. Puede que tenga razón. Yo le digo que es demasiado fría e independiente, y condenadamente francesa. Odia este país, lo cual complica aún más las cosas. Viaja a Francia siempre que puede y se queda seis semanas en lugar de las dos que tenía planeadas.

– Eso no debe de ser fácil para vuestro negocio -dijo suavemente Sarah. A ella no le habría gustado una situación así.

– A nuestros clientes no parece importarles. Marie-Louise trabaja desde Francia y se mantiene en contacto con ellos por correo electrónico. Detesta vivir en Estados Unidos, lo cual es duro para mí. Les pasa a muchos franceses. Como a sus mejores vinos, viajar no les sienta bien. -Sarah sonrió de nuevo. Jeff no estaba siendo cruel con respecto a Marie-Louise, sino simplemente sincero. El día que Sarah la conoció no le pareció una mujer feliz ni agradable. No debía de ser fácil convivir con ella-. ¿Y qué me dices de ti? ¿No hay nadie en tu vida cotidiana?

Sarah no sintió que Jeff estuviera flirteando. Solo estaba siendo cordial, y sospechó que, al igual que ella, se sentía solo.

– No. Hay alguien a quien veo los fines de semana. Tenemos necesidades muy diferentes. Se divorció hace doce años y tiene tres hijos adolescentes con quienes cena una o dos veces por semana y pasa las vacaciones. Los fines de semana nunca se ven porque ellos están muy ocupados y él, en el fondo, tampoco quiere. Odia a su ex mujer con vehemencia, y también a su madre, y a veces vuelca su rabia en mí. Es abogado, como yo, y trabaja mucho. Pero lo que más le gusta es ir a lo suyo, al menos durante la semana, y a veces también los fines de semana. Lleva mal lo de intimar o lo de tener a alguien en su espacio todo el tiempo. Pasamos juntos las noches de los viernes y los sábados. Lo nuestro es un acuerdo estrictamente de fin de semana. Durante la semana va al gimnasio todas las noches y se niega rotundamente a verme. Y eso incluye las vacaciones.

– ¿Y eso te basta? -preguntó, intrigado, Jeff.

No le parecía una situación atractiva. Probablemente a Marie-Louise le habría gustado ese arreglo de haber podido tenerlo. Jeff jamás habría tolerado lo que Sarah acababa de describirle, y le sorprendía que ella sí lo tolerara. Tenía aspecto de ser una mujer que deseaba algo más, que necesitaba algo más. Pero quizá se equivocaba.

– ¿Sinceramente? -respondió Sarah-. No, no me basta. No hay nada peor que una relación de fin de semana. Lo detesto. Al principio me gustaba, pero a los dos años empezó a cansarme. Llevo un año quejándome de la situación, pero él no quiere ni oír hablar del tema. Ese es el trato, si me gusta bien y si no también. Es un duro negociador y un excelente abogado.

– ¿Por qué aceptas esa situación si no te satisface? -Jeff estaba cada vez más intrigado.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer? -preguntó ella con tristeza-. Ya no soy ninguna jovencita. No hay muchos hombres decentes por ahí de nuestra edad. La mayoría tiene fobia al compromiso. Han sufrido un fracaso matrimonial y no quieren otro, ni siquiera un compromiso a tiempo completo. Los solteros, por lo general, están trastornados y no soportan la idea de tener una relación, y los que valen la pena están casados y tienen hijos. Además, trabajo mucho. ¿Cuándo se supone que puedo salir y conocer a alguien? ¿Y dónde? No suelo ir a los bares y cada vez voy a menos fiestas. No bebo lo suficiente para pasármelo bien. Mis colegas de trabajo están todos casados y me niego a salir con hombres casados. De modo que he de conformarme con lo que tengo. Siempre pienso que llegará un día en que él querrá pasar más tiempo conmigo, pero ese día no acaba de llegar, y puede nunca lo haga. Esta situación le conviene más a él que a mí. Es un hombre agradable, aunque un poco egoísta a veces. Y cuando no me angustio por lo poco que nos vemos, disfruto mucho de su compañía. -No quiso añadir que el sexo era genial, incluso después de cuatro años.

– Nunca pasará más tiempo contigo -declaró, sin rodeos, Jeff. Su amistad se iba estrechando a medida que ponían las cartas emocionales sobre la mesa-. ¿Por qué iba a hacerlo? Tiene lo que quiere. Una mujer de fin de semana que está siempre a su disposición y le da pocos dolores de cabeza porque tú, probablemente, no quieres conflictos. Le cuidan dos días a la semana y el resto del tiempo disfruta de su libertad. Caray, para él es el arreglo perfecto. Para un tío que ya ha estado casado, que ya tiene hijos y que no quiere más de lo que tiene contigo, no hay duda de que eres un chollo.

Sarah sonrió y no discrepó.

– El caso es que no acabo de reunir el coraje necesario para dejarlo. Mi madre opina como tú. Lo considera un aprovechado. Pero sé lo que es pasar los fines de semana sola y si te soy sincera, los odio. Siempre los he odiado. No estoy preparada para volver a eso. Todavía no.

– No encontrarás una relación mejor a menos que estés dispuesta a pasar por eso.

– Tienes razón, pero es condenadamente difícil.

– Dímelo a mí. Es por eso por lo que Marie-Louise y yo seguimos juntos. Por eso y por la casa que compramos, el negocio que compartimos y el apartamento que tenemos en París, que yo pago y ella utiliza. Pero cada vez que nos separamos miramos a nuestro alrededor y se apodera de nosotros el pánico, de modo que volvemos. Después de catorce años al menos sabemos lo que podemos esperar. Ella no es una psicópata y yo no soy un perturbado. No nos sacamos los ojos ni somos infieles. O por lo menos eso espero. -Jeff esbozó una sonrisa compungida, dado que Marie-Louise se hallaba a nueve mil kilómetros de allí-. Pero sospecho que uno de estos días se marchará a París para no volver y tendremos que dividir el negocio, lo cual será perjudicial para ambos. Nos ganamos muy bien la vida trabajando juntos. Marie-Louise es una buena mujer, lo que pasa es que somos muy diferentes. Quizá eso sea bueno. Pero siempre está diciendo que no quiere envejecer en este país y yo no puedo imaginarme viviendo en París. Para empezar, todavía no hablo correctamente el francés. Me defiendo, pero sería difícil trabajar allí con mi nivel. Y si no estamos casados no puedo obtener el permiso de trabajo. Marie-Louise dice que jamás se casará y sé que no bromea. Y no quiere ni oír hablar de tener hijos.

Tampoco Sarah. En eso coincidía con Marie-Louise, aunque en todo lo demás fueran diferentes.

– Caray, qué complicado que es todo hoy día. La gente tiene ideas muy neuróticas sobre las relaciones y sobre cómo quiere vivir su vida. Todo el mundo tiene problemas emocionales. Nada fluye. La gente no dice, sencillamente, «sí quiero» y trabaja para que su relación funcione. Hacemos extraños montajes que en parte funcionan y en parte no, o que quizá podrían funcionar o quizá no. Me pregunto si siempre ha sido así, aunque la verdad es que lo dudo -dijo Sarah con expresión meditabunda.

– Seguramente somos así porque no crecimos en un hogar con unos padres felices. Los matrimonios de la generación de nuestros padres seguían juntos toda la vida aunque se odiaran. En nuestra generación o no nos casamos o nos divorciamos a la primera de cambio. Nadie se esfuerza por hacer que las cosas funcionen. En cuanto la situación se pone difícil, salimos corriendo.

Sarah no discrepó.

– Puede que tengas razón -dijo. Era una teoría interesante.

– ¿Qué me dices de tus padres? ¿Eran felices? -preguntó Jeff, mirándola fijamente. Le gustaba Sarah. Intuía que era una buena persona, íntegra, de principios. Pero Marie-Louise también lo era, pese a su acritud. Y había tenido una infancia difícil que, lo reconociera o no, seguía afectándola.

– Naturalmente que no. -Sarah rió-. Mi padre era un alcohólico empedernido y mi madre se dedicaba a encubrirlo. Nos mantenía a los tres mientras él se pasaba el día en el cuarto, demasiado borracho para moverse. Yo le odiaba. Murió cuando yo tenía dieciséis años. Ni siquiera puedo decir que lo echara de menos, porque en realidad nunca estuvo a mi lado. De hecho, las cosas mejoraron cuando falleció. -Y hasta su muerte siempre deseó que estuviera lejos. Luego se sintió culpable por ello.

– Y tu madre, ¿volvió a casarse? -preguntó Jeff-. Debió de quedarse viuda muy joven, si tú solo tenías dieciséis años.

– Mi madre tenía un año más de los que yo tengo ahora. Trabajaba en una inmobiliaria, luego se hizo interiorista y empezó a ganarse bien la vida. Me pagó los estudios en Harvard y en la facultad de derecho de Stanford. Pero nunca volvió a casarse. Ha tenido un montón de novios, pero el que no es alcohólico tiene alguna tara, o eso piensa ella. Ahora sale principalmente con sus amigas y frecuenta los clubes de lectura.

– Es una pena -dijo Jeff con empatía.

– Sí. Ella asegura que es feliz, pero no la creo. Yo no podría serlo. Por eso me aferró a mi hombre de fin de semana. No quiero verme dentro de veinte años como mi madre, asistiendo a clubes de lectura.

– A este paso, eso es lo que te espera -declaró Jeff sin rodeos-. Ese hombre se está llevando los mejores años de tu vida. ¿Realmente crees que estará contigo dentro de veinte años?

– Seguramente no -reconoció Sarah-, pero lo está ahora, he ahí el problema. Supongo que tarde o temprano nuestra relación tocará a su fin, pero no seré yo quien lo provoque. Odio los fines de semana en soledad.

– Lo sé, y te entiendo. Yo también los odio. No pretendo parecer petulante. Yo tampoco tengo la solución.

Después de eso abandonaron el restaurante. Habían ido en coches separados, de modo que se despidieron con un abrazo y Sarah se marchó a casa. El teléfono estaba sonando cuando entró en su apartamento. Consultó la hora y le sorprendió comprobar que eran las once. Había desconectado el móvil durante la cena.

– ¿Dónde demonios te has metido? -Phil sonaba furioso.

– Por Dios, tranquilízate. Estaba cenando. Nada del otro mundo. Sushi.

– ¿Otra vez? ¿Con quién? -Casi atravesó el teléfono.

Sarah se preguntó si estaba celoso o, sencillamente, de mal humor. A lo mejor había salido y bebido más de la cuenta.

– ¿Qué importa eso si nunca estás aquí durante la semana? -Parecía irritada-. Salí a cenar con alguien con quien estoy realizando un proyecto. Fue una cena estrictamente de trabajo. -Y era cierto.

– ¿Qué es esto? ¿Una venganza porque necesito ir al gimnasio después del trabajo y hacer un poco de ejercicio? ¿Un castigo? Por Dios, no seas chiquilla.

– Eres tú el que está gritando, no yo -señaló Sarah-. ¿A qué viene ponerse así?

– Llevas cuatro años volviendo a casa todas las noches para plantar tu trasero delante de la tele y de repente sales todas las noches a cenar sushi. ¿Qué estás haciendo? ¿Tirándote a un puto japonés?

– Vigila tu vocabulario, Phil. Y tus modales. También salgo a cenar sushi contigo. Se trata de un asunto de trabajo. ¿Desde cuándo nos prohibimos tener cenas de trabajo durante la semana? -Se sentía ligeramente culpable porque lo había pasado bien y después de la primera hora se había convertido más en una cena de amigos. Pero era cierto que también habían hablado de trabajo-. Si tantas ganas tienes de saber qué hago durante la semana, ¿por qué no intentas pasar menos tiempo en el gimnasio para estar conmigo? Puedes hacerlo cuando quieras. Preferiría con mucho salir a cenar sushi contigo.

– ¡Que te jodan! -espetó Phil, y le colgó.

La respuesta no podría haber sido otra porque Sarah tenía razón y él lo sabía. No podía tener las dos cosas, libertad plena durante la semana y, al mismo tiempo, la seguridad de que ella permanecía encadenada a una pared, esperando los fines de semana para verlo. Y puede que hasta con un cinturón de castidad, si por él fuera. Phil tenía suerte de que Jeff Parker tuviera pareja, pensó Sarah. Porque pensaba que era un hombre realmente encantador. Y todas las valoraciones que había hecho sobre Phil y su grado de compromiso eran ciertas. La relación que tenía con Phil lo era todo menos ideal.

Phil telefoneó poco después para pedirle disculpas, pero Sarah dejó saltar el contestador. Había pasado una velada deliciosa con Jeff y no quería que se la estropeara. Estaba muy dolida. Phil la había acusado de engañarle con otro hombre, algo que ella nunca había hecho y nunca haría. No era esa clase de persona.

Al día siguiente volvió a llamarla mientras se estaba vistiendo aprisa y corriendo para ir a trabajar. Era viernes. Parecía nuevamente alterado.

– ¿Todavía quieres verme esta noche?

– ¿Por qué? ¿Tienes otros planes? -preguntó fríamente Sarah.

– No, pero temía que tú sí. -El tono de Phil también era frío. Se avecinaba un gran fin de semana.

– Mi plan era verte este fin de semana dado que, como quien dice, hace tres semanas que no nos vemos -repuso ella con acritud.

– No empecemos ahora con eso. Sabes perfectamente que tuve que pasar una semana en Nueva York tomando declaraciones y otra semana con mis hijos.

– Mensaje recibido. ¿Algo más?

– Esta noche iré a tu casa después del gimnasio.

– Vale -dijo Sarah, y colgó.

Empezaban con mal pie. Era evidente que los dos estaban resentidos. Ella por las tres semanas que llevaba sin verle, a pesar de que Phil podría haber pasado por su casa durante la semana, y él porque no le gustaba que ella saliera a cenar y desconectara el móvil. Y ese era el fin de semana que tenía pensado hablarle de la casa de la calle Scott e invitarle a verla. La rabieta de Phil no había conseguido desanimarla a ese respecto.

Telefoneó a Jeff camino del trabajo y le dio las gracias por la agradable cena.

– Espero no haber sido demasiado franco -se disculpó-. Suele ocurrirme cuando bebo demasiado té. -Sarah rió, y también él. Le dijo que se le habían ocurrido más ideas para la cocina e incluso el gimnasio-. ¿Tienes un hueco este fin de semana? ¿O estarás ocupada con él?

– Él se llama Phil, y los domingos suele irse en torno al mediodía. Podríamos vernos por la tarde.

– Genial. Llámame cuando se haya ido.

Sarah no le contó que Phil había tenido un ataque de celos por su causa. Estaba encantada con la idea de que la casa fuera a mantenerla ocupada. Así, las noches entre semana y las tardes de los domingos, cuando Phil se marchara, serían menos deprimentes. Con una casa de ese tamaño para restaurar, iba a estar muy atareada. Se comería todo su tiempo libre.

De regreso a casa pasó por el supermercado. Como hacía mucho que no se veían, había decidido preparar una cena especial. Se sorprendió de ver a Phil entrando por la puerta poco después de las siete.

– ¿No has ido al gimnasio? -Nunca llegaba a su casa antes de las ocho.

– Pensé que podría apetecerte cenar fuera -dijo, ya más tranquilo. Phil raras veces se disculpaba verbalmente después de ofenderla, pero siempre buscaba alguna forma de compensarla.

– Me encantaría -dijo Sarah con dulzura, y se levantó para besarle. Le sorprendió la fuerza de su abrazo y la vehemencia de sus besos. A lo mejor era cierto que había estado celoso. Sarah casi lo encontró enternecedor. Si salir a cenar sushi y apagar el móvil ejercían ese efecto en él, tendría que hacerlo más a menudo.

– Te he echado de menos -dijo cariñosamente Phil, y Sarah le sonrió.

Tenían una relación extraña. La mayor parte del tiempo Phil no quería verla, pero cuando ella hacía su vida, se ponía celoso, pillaba una rabieta y le decía que la echaba de menos. Parecía como si siempre uno de los dos tuviera que estar molesto, como si la balanza tuviera que estar siempre con un extremo arriba y el otro abajo. Nunca podían estar al mismo nivel. Era una verdadera lástima.

Esa noche Phil la llevó a cenar al restaurante que ella eligió y en cuanto llegaron a casa insistió en que estaba cansado y le pidió que le acompañara a la cama. Sarah captó sus intenciones y no puso inconveniente. Llevaban tres semanas sin hacer el amor. Y mientras lo hacían sintió que él había estado ávido de ella. Sarah también, pero algo menos porque la casa la había tenido muy entretenida. Aún no le había mencionado el tema. Quería esperar al sábado por la mañana, después de desayunar. Pensó que para entonces su humor habría mejorado. No sabía muy bien por qué, pero intuía que a Phil no iba a hacerle mucha gracia. Detestaba los cambios y había que reconocer que se trataba de una casa increíblemente grande.

Por la mañana le preparó huevos revueltos con tocino, con magdalenas de arándanos que había comprado el día anterior. También le preparó una mimosa con champán y zumo de naranja y le llevó el periódico a la cama.

– Oh, oh -dijo Phil con una sonrisa picara mientras ella le tendía un capuchino cubierto de copos de chocolate-. ¿Qué estás tramando?

– ¿Por qué lo dices? -repuso ella, sonriendo maliciosamente.

– El desayuno estaba delicioso. El capuchino estaba en su punto. Nunca me traes el periódico a la cama. Y el champán con zumo de naranja ha sido la bomba. -Le clavó una mirada nerviosa-. Una de dos, o vas a dejarme o me has sido infiel.

– Ni una cosa ni otra -dijo Sarah con expresión triunfal. Se sentó en el borde de la cama, incapaz de seguir conteniendo su entusiasmo. Se moría de ganas por contarle lo de la casa y conocer su opinión. Confiaba en poder llevarlo esa tarde a verla-. Tengo algo que contarte. -Le miró con una sonrisa.

– ¿Bromeas? -dijo él, nervioso-. Eso ya lo he notado. ¿Qué has hecho?

– Voy a mudarme -dijo sencillamente Sarah.

Phil puso cara de pánico.

– ¿De San Francisco?

Sarah rió complacida. Parecía realmente asustado. Era una buena señal.

– No. A unas manzanas de aquí.

La miró aliviado.

– ¿Has comprado un apartamento? -preguntó, sorprendido-. Me dijiste que habías decidido no hacerlo.

– Es cierto. No he comprado un apartamento, he comprado una casa.

– ¿Una casa? ¿Para ti sola?

– Para mí sola. Y para ti los fines de semana, si quieres.

– ¿Dónde está?

Parecía escéptico. Sarah enseguida se dio cuenta de que no le parecía una buena idea. Él ya había pasado por la experiencia de comprar una casa, cuando estaba casado. Ahora mismo no quería otra cosa que el pequeño apartamento donde vivía. Tan solo tenía un gran dormitorio y un diminuto cuarto al fondo con una litera triple para sus hijos. Casi nunca se quedaban a dormir, lo cual era comprensible. Tenían que hacer contorsionismo para poder entrar. Cuando Phil quería verlos, se los llevaba fuera. El resto del tiempo vivían con su madre. Le bastaba con cenar con ellos una o dos veces por semana.

– Está en la calle Scott, no lejos de aquí. Podríamos ir a verla esta tarde, si quieres.

– ¿Cuándo firmas las arras? -Phil dio un sorbo a su capuchino.

– Mañana.

– ¿Bromeas? ¿Cuándo cerraste el trato?

– El jueves. Los dueños aceptaron mi oferta. La he comprado tal y como está. Hay que hacerle muchos arreglos -reconoció.

– Por Dios, Sarah, te estás creando un quebradero de cabeza innecesario. ¿Qué sabes tú de arreglar casas?

– Nada, pero voy a aprender. Muchos de los arreglos quiero hacerlos yo misma.

Phil puso los ojos en blanco.

– Tú alucinas. ¿Qué estabas fumando cuando decidiste hacer eso?

– Nada. Reconozco que es una locura, pero una buena locura. Es mi sueño.

– ¿Desde cuándo? Solo hace una semana que empezaste a buscar.

– Era la casa de mis bisabuelos. Mi abuela nació allí.

– Esa no es razón para comprarla. -Phil pensó que en su vida había oído una estupidez igual, y todavía no conocía toda la historia. Sarah quería ir poco a poco. La miró con escepticismo-. ¿De qué año es?

– Mi bisabuelo la construyó en 1923.

– ¿Cuándo la reformaron por última vez? -preguntó, interrogando al testigo.

– Nunca le han hecho nada -respondió Sarah con una sonrisa tímida-. Todo es de origen. Ya te he dicho que necesita muchos arreglos. He calculado que podría tardar un año en restaurarla. No voy a mudarme enseguida.

– Eso espero. Por lo que me estás contando, se diría que te has comprado un enorme problema. Te va a costar una fortuna. -Sarah no le contó que la tenía gracias a Stanley Perlman. Phil nunca le hacía preguntas sobre dinero y ella tampoco a él. Era algo de lo que no hablaban-. ¿Cuántos metros tiene?

Sarah sonrió. Era el factor decisivo. Casi lo dijo riendo.

– Dos mil setecientos.

– ¿Me tomas el pelo? -Phil apartó la bandeja del desayuno y saltó de la cama-. ¿Te has vuelto loca? ¿Dos mil setecientos? ¿Qué era antes? ¿Un hotel? Maldita sea, ni que se tratara del Fairmont.

– Es más bonito aún -contestó Sarah con orgullo-. Quiero llevarte a verla.

– ¿Sabe tu madre lo que has hecho? -Como si eso le importara a alguno de los dos. Phil jamás mencionaba a su madre. La aversión era mutua.

– Todavía no. Se lo contaré a todos el día de Navidad. Quiero sorprender a mi abuela. No ha visto la casa desde que tenía siete años.

– No entiendo a qué viene todo esto. -Phil la fulminó con la mirada-. Te comportas como si estuvieras chiflada. Llevas semanas actuando de una forma muy extraña. Uno no compra una casa como esa así como así a menos que lo vea como una inversión y piense sacarle un beneficio después de restaurarla, pero así y todo sería una locura. No dispones de tiempo para embarcarte en un proyecto como ese. Trabajas tanto como yo. Eres abogada, por lo que más quieras, no contratista o decoradora. ¿En qué estabas pensando?

– Tengo más tiempo libre que tú -replicó Sarah con calma.

Estaba harta de sus comentarios insultantes sobre la casa y sobre ella. Actuaba como si le estuviera pidiendo que pusiera dinero, y no era el caso.

– ¿De dónde sacas que tienes más tiempo libre que yo? La última noticia que tengo es que estabas trabajando catorce horas diarias.

– Yo no voy al gimnasio. Eso representa cinco noches libres por semana. Y puedo trabajar en la casa los fines de semana.

– ¿Y qué se supone que he de hacer yo entretanto? -preguntó, indignado, Phil-. ¿Girar los pulgares mientras tú friegas ventanas y pules suelos?

– Puedes ayudarme. En cualquier caso, los fines de semana nunca estás conmigo durante el día. Siempre acabas haciendo tus cosas.

– Eso es mentira y lo sabes. No puedo creer que hayas hecho algo tan estúpido. ¿Realmente piensas vivir en una casa de ese tamaño?

– Es preciosa. Espera a verla. -Sarah estaba ofendida por todo lo que Phil había dicho, y por su forma de expresarse. Si se hubiera molestado en mirarla lo habría visto en sus ojos, pero estaba demasiado ocupado rebajándola-. Tiene hasta un salón de baile -continuó con calma.

– Genial. Podrías alquilárselo a Arthur Murray para pagarte la reforma. Sarah, creo que has perdido un tornillo -dijo, y se sentó de nuevo en la cama.

– Eso parece. Gracias por tu apoyo.

– A estas alturas de nuestras vidas lo que tenemos que hacer es simplificar las cosas. Tener menos, implicarnos menos. ¿Quién necesita un quebradero de cabeza como ese? No tienes ni idea en lo que te estás metiendo.

– Te equivocas. El jueves por la noche estuve cuatro horas con el arquitecto.

– De modo que era ahí donde estabas. -Phil lo dijo con una mezcla de petulancia y alivio. El asunto lo había tenido inquieto, por eso la había invitado a cenar por la noche-. ¿Ya has contratado a un arquitecto? No has perdido el tiempo, por lo que veo. Y gracias por pedirme consejo.

– Me alegro de no haberlo hecho, si esa iba a ser tu reacción.

– Te debe de salir el dinero por las orejas. No sabía que a tu bufete le fueran tan bien las cosas.

Sarah no respondió. La forma en que había conseguido el dinero no era asunto suyo. No tenía intención alguna de explicárselo.

– Déjame decirte algo, Phil -comenzó con voz afilada-. Puede que a ti te apetezca «simplificar» tu vida y tener cada vez menos cosas, pero a mí no. Tú has estado casado, tienes hijos y has tenido una casa grande. Has pasado por todo eso, pero yo no. Vivo en una porquería de apartamento desde que me doctoré, con los mismos muebles cutres que tenía en Harvard. Ni siquiera tengo una maldita planta. Y puede que yo sí quiera hacer algo grande, bello y estimulante. No pienso quedarme aquí sentada el resto de mi vida, rodeada de plantas muertas y esperando a que aparezcas los fines de semana.

– ¿Qué estás diciendo? -Phil había empezado a elevar la voz, y ella también.

– Estoy diciendo que este proyecto me hace mucha ilusión y que estoy impaciente por empezar. Y si no eres capaz de apoyarme o por lo menos de mostrar respeto, ya puedes irte al infierno. No te estoy pidiendo que pongas dinero, ni siquiera que me ayudes. Lo único que tienes que hacer es sonreír, asentir y animarme. ¿Tanto te cuesta hacer eso?

Phil guardó un largo silencio. Luego se levantó, entró como una fiera en el cuarto de baño y cerró con un portazo. Sarah detestaba su reacción desde el principio y no entendía por qué le estaba haciendo eso. Quizá estuviera celoso, o se sintiera amenazado, o detestara los cambios. Fuera lo que fuese, no le gustaba verlo.

Cuando salió del cuarto de baño envuelto en una toalla y con el pelo mojado, Sarah ya tenía puestos unos vaqueros y una sudadera. Le miró con tristeza. Phil no había pronunciado aún una sola palabra amable. Todos sus comentarios habían sido crueles.

– Siento no haberme alegrado por ti -dijo con gravedad-. Pero es porque pienso que lo de la casa no es una buena idea. Estoy preocupado por ti.

– Pues no lo estés. Si es más de lo que puedo manejar, la venderé. Pero por lo menos lo habré intentado. ¿Quieres verla?

– La verdad es que no -reconoció él. Era todo una cuestión de control. A Phil le gustaban las cosas tal y como estaban y no quería que cambiaran. Nunca. Quería a Sarah en ese apartamento con el que estaba familiarizado, metida en casa las noches entre semana de manera que pudiera tenerla localizada. La quería triste, sola y aburrida mientras esperaba a que él apareciera los fines de semana. Sarah lo veía ahora más claro que nunca. Él no quería que tuviera estímulos en su vida, aunque los pagara de su bolsillo. El dinero no era la cuestión. Phil quería gozar de independencia y libertad, pero no soportaba que ella hiciera lo mismo-. Me enfadaré mucho si la veo. En mi vida he oído nada tan estúpido. Además, hoy tengo un partido de tenis. -Miró su reloj-. Y llego tarde, gracias a ti.

Sarah no respondió. Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Se sentó en la tapa del inodoro y rompió a llorar. Cuando salió veinte minutos más tarde, él ya no estaba. Le había dejado una nota donde decía que volvería a las seis.

– Gracias por un gran sábado -dijo mientras la leía.

Las cosas entre ellos estaban cada vez peor. Phil se comportaba como si quisiera comprobar hasta dónde podía llegar. Pero Sarah todavía no se sentía preparada para romper con él. Pensó en lo que Jeff Parker le había dicho mientras dejaba los platos en el fregadero, sin lavar. Tampoco hizo la cama. Le traía sin cuidado. ¿Para qué? Phil era un necio. Nada de lo que había dicho esa mañana había mostrado respeto alguno por ella. O afecto. De nada servía que le dijera que la quería si se comportaba de ese modo. Recordó que Jeff le había preguntado qué tenía que pasar para que ella dejara a Phil. Le había contestado que no estaba segura. Pero fuera lo que fuese, Phil estaba cada vez más cerca. Estaba atravesando límites que no había osado atravesar antes.

Esa tarde fue a la casa, entró y miró a su alrededor, pensando que quizá Phil tuviera razón. Quizá fuera una locura. Era el primer síntoma que tenía del arrepentimiento del comprador, pero al entrar en la suite principal pensó en la bella mujer que había vivido allí y huido a Francia dejando atrás a su marido y sus hijos. Y en su querido Stanley, que había vivido en el ático y nunca gozó de una vida plena. Deseaba convertir esa casa en un hogar feliz. La casa se lo merecía, y también ella.

Regresó a su apartamento justo antes de las seis y meditó sobre lo que iba a decirle a Phil. Llevaba todo el día pensando en cómo anunciarle que la relación había terminado. No quería, pero estaba empezando a sentir que no había otra salida. Ella se merecía mucho más de lo que él le daba. Cuando entró, no obstante, el apartamento estaba recogido y los platos lavados, olía a comida y había dos docenas de rosas en un jarrón. Phil salió del dormitorio y la miró.

– Creía que estabas jugando al tenis -dijo en un tono sombrío. Llevaba todo el día deprimida, por él, no por la casa.

– Lo cancelé. Regresé para disculparme por ser un gilipollas y despotricar contra ti, pero ya no estabas. Te llamé al móvil, pero lo tenías apagado. -Sarah lo había desconectado porque no quería hablar con él-. Lo siento, Sarah. Lo que hagas con la casa no es asunto mío. Me preocupa que sea demasiado para ti, pero la decisión es tuya.

– Gracias -respondió ella con tristeza antes de advertir que Phil también había hecho la cama. Nunca se ocupaba de esos menesteres e ignoraba si se trataba de una manipulación. Pero una cosa estaba clara. Él tampoco quería perderla. No estaba dispuesto a hacer bien las cosas y tampoco a dejarla escapar. La única diferencia entre los dos era que ella deseaba una relación de verdad, una relación que evolucionara y creciera, y el no. Él quería que todo siguiera como siempre, congelado en el tiempo. Ella no tenía suficiente con eso, pero después del esfuerzo que había hecho, no tuvo el coraje de decírselo.

– Estoy haciendo la cena -dijo Phil mientras la abrazaba-. Te quiero, Sarah.

– Yo también te quiero, Phil -respondió, y desvió la cara para que no pudiera verle las lágrimas.

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