Hacia finales de enero Sarah ya se sentía mejor. Tenía mucho trajín en el despacho y los fines de semana trabajaba en la casa. Jeff tenía razón. Phil no se había rendido fácilmente. La había telefoneado incontables veces, le había escrito cartas, le había enviado rosas e incluso se había presentado sin avisar en la casa de la calle Scott. Sarah lo vio desde una ventana de arriba, pero no le abrió. Tampoco respondía a sus llamadas y mensajes, no le dio las gracias por las rosas y tiraba las cartas a la basura. Iba en serio. No había nada que hablar. Habían terminado. Sarah suponía ahora que probablemente se había pasado años engañándola. Dada la forma en que Phil había organizado sus vidas, le habrían sobrado las oportunidades. Ahora sabía que no podía confiar en él y eso le bastaba. No quería saber nada más de él. Phil tardó casi un mes en dejar de telefonearla. Y cuando lo hizo, Sarah supo que lo había superado. En una ocasión le había reconocido que había sido infiel a su esposa hacia el final de su matrimonio, pero decía que la culpa era de ella, que ella le había empujado a hacerlo. Tal vez ahora, se dijo Sarah, le echara la culpa a ella.
El patrimonio de Stanley estaba prácticamente saldado. Habían desembolsado ya una buena parte de los valores a los herederos y Sarah había recibido su legado de la parte líquida del patrimonio. Lo estaba administrando con prudencia entre los contratistas que Jeff le había conseguido. Uno de ellos había realizado un embargo sobre la casa, insistiendo en que era el procedimiento habitual, y ella le había obligado a levantarlo. Por el momento la restauración se mantenía dentro del presupuesto y Jeff se encargaba de supervisar a todos los subcontratistas. Sarah estaba haciendo una buena parte del trabajo y disfrutando de cada minuto. Le producía una gran satisfacción hacer tareas manuales después de toda la actividad mental que realizaba en el despacho. Y le sorprendía comprobar que extrañaba a Phil mucho menos de lo que había temido. Trabajar en la casa los fines de semana era una gran ayuda.
Hacia finales de enero se alegró de recibir una llamada de Tom Harrison. Tenía previsto viajar a San Francisco por cuestiones de trabajo y quería invitarla a cenar. Sarah se ofreció a mostrarle sus progresos en la casa y él dijo que sería un placer. Quedó en recogerlo en su hotel la noche de su llegada.
Cuando Tom aterrizó en San Francisco estaba diluviando, algo normal en esa época del año. Así y todo, dijo que lo prefería a la nieve de St. Louis. Camino del restaurante se detuvieron en la casa de la calle Scott y Tom se mostró impresionado por todo lo que Sarah había conseguido en tan poco tiempo. Ella ya no era consciente de los avances porque iba allí casi todos los días.
– Estoy impresionado, Sarah -dijo con una amplia sonrisa-. Para serte sincero, me pareció una locura que compraras esta casa, pero ahora me doy cuenta de por qué lo hiciste. Cuando la termines, será una casa preciosa. -Aunque demasiado grande para ella, de eso no había duda. Pero Sarah no había podido resistir la tentación de salvar semejante joya, y un pedazo de historia, en concreto de su propia historia.
– La construyó mi bisabuelo -dijo, y durante la cena le contó la historia de Lilli. Había elegido un restaurante nuevo que servía deliciosa comida francesa y asiática. Pasaron una velada muy agradable, lo cual no era de sorprender. Tom le había caído bien desde el principio. Estaría en la ciudad dos días, y entonces Sarah recordó algo-. ¿Estás libre mañana al mediodía? -preguntó con cautela. No quería que pensara que estaba intentando ligar con él. Tom sonrió.
– Podría estarlo. ¿En qué estás pensando? -Era un hombre sano, inteligente y amable. La trataba como a una hija, no como a una posible conquista, y eso la hacía sentirse cómoda.
– Probablemente te parecerá una tontería, pero me gustaría que conocieras a mi madre. Te la mencioné cuando nos conocimos, pero entonces no era buen momento. Como madre es una pelmaza, pero como mujer es muy agradable. Tengo la sensación de que podríais congeniar.
– ¡Vaya por Dios! -exclamó Tom, pero no parecía ofendido-. Hablas como una de mis hijas. Se pasa el día intentando emparejarme con las madres de sus amigas. Tengo que reconocer que ha habido algunas mujeres estupendas, pero supongo que a mi edad, estando solo, no puedes decir que no.
Sarah sabía que tenía sesenta y tres años. Audrey tenía sesenta y uno y seguía siendo una mujer atractiva. Le alegraba saber que Tom salía con las madres y no con las hijas. La mayoría de los hombres de su edad estaban más interesados en las segundas o, peor aún, en muchachas lo bastante jóvenes para ser sus nietas. A veces, pese a tener solo treinta y ocho años, Sarah se sentía mayor. Y los partidos para las mujeres de la edad de su madre escaseaban. Sabía que muchas amigas de Audrey recurrían a los servicios de citas por internet, a veces con buenos resultados. Pero, por lo demás, los hombres del grupo de edad de Audrey salían, en su mayoría, con mujeres de la edad de Sarah. En su opinión, Tom Harrison era perfecto, siempre y cuando a Audrey no le diera por ponerse exigente o agresiva y consiguiera ahuyentarlo.
Quedaron en comer juntos al día siguiente en el Ritz-Carlton. Sarah telefoneó a su madre en cuanto llegó a casa.
– Sarah, no puedo. -Audrey parecía cohibida. Durante los últimos meses, desde que conociera la casa, se habían llevado muy bien. En cierto modo, la casa representaba para ellas un interés común y un nuevo vínculo-. Ni siquiera le conozco. Seguramente lo que quiere es salir contigo y simplemente está siendo educado.
– No -insistió Sarah-. Te juro que es un hombre normal. Un viudo agradable, buena persona, atractivo, inteligente y distinguido del Medio Oeste. La gente de allí probablemente sea mucho mejor que la de aquí. Me trata como a una niña.
– Porque eres una niña. -Audrey rió con una candidez inusual en ella. Cuando menos, se sentía halagada. Hacía meses que no tenía una cita, y su última cita a ciegas había sido un desastre. El hombre tenía setenta y cinco años y una dentadura postiza que se le salía constantemente, estaba sordo como una tapia, era de extrema derecha, se negó a dejar propina en el restaurante y odiaba todo aquello en lo que ella creía. Quería matar a la amiga que le había organizado la cita. Esta no entendía que no le hubiera parecido «encantador». De encantador no tenía nada. El hombre era un cascarrabias. Y Audrey no tenía razones para pensar que Tom Harrison pudiera ser diferente, salvo la insistencia de Sarah de que lo era. Finalmente, cuando su hija le recordó que no era espionaje, ni cirugía a corazón abierto ni matrimonio, que solo era una comida, aceptó-. Vale, vale. ¿Cómo me visto? ¿Provocativa o formal?
– Formal pero alegre. No te pongas el traje negro. -Sarah no quería decirle que la avejentaba-. Ponte algo alegre que te haga sentir bien.
– ¿Leopardo? Me he comprado una chaqueta de ante con un dibujo de leopardo preciosa. La vi en una revista, a juego con unos zapatos dorados.
– ¡No! -espetó Sarah, casi gritando-. Parecerás una buscona… Perdona, mamá -se disculpó al percibir que su madre se ponía rígida.
– ¡Yo jamás he parecido una buscona!
– Lo sé, mamá, y lo siento -dijo, suavizando el tono-. Es solo que me parece un poco exagerado para un banquero de St. Louis.
– Puede que él sea de St. Louis, pero yo no -replicó altivamente su madre, antes de ceder un poco-. No te preocupes, ya encontraré algo.
– Sé que estarás guapísima y lo dejarás sin habla.
– Si tú lo dices… -repuso modestamente Audrey.
Sarah estaba más nerviosa que Tom y su madre cuando fue a reunirse con ellos en el vestíbulo del Ritz-Carlton a las doce. Llegaba tarde y los encontró charlando animadamente. Tom había adivinado quién era Audrey. Y Sarah se sintió orgullosa al verla. Estaba fantástica. Lucía un vestido de lana rojo, con cuello alto y manga larga, que marcaba su figura sin resultar vulgar, zapato alto, un collar de perlas y el pelo recogido en un moño francés. Sobre el vestido lucía un abrigo de lana negro, muy bonito, que tenía sus años pero le sentaba muy bien. Y él vestía un traje azul marino de rayas finas, camisa blanca y una bonita corbata azul. Sarah pensó que hacían muy buena pareja, y la conversación fluyó como el agua. Sin dejarle apenas meter baza, hablaron de sus hijos, sus viajes, sus difuntos cónyuges y su afición a los jardines, la música sinfónica, el ballet, el cine y los museos. Parecían coincidir en casi todo. A Sarah le dieron ganas de aplaudir de alegría mientras comía un sándwich de dos pisos y ellos sopa y ensalada de cangrejo. Tom habló de lo mucho que le gustaba San Francisco y Audrey contó que nunca había estado en St. Louis pero que le encantaba Chicago. Conversaron de tantas cosas durante tanto rato que Sarah al final tuvo que dejarlos para regresar al despacho. Tenía una reunión y ya llegaba tarde, y tras su partida ellos siguieron hablando sin pausa. ¡Bingo!, se dijo sonriendo cuando abandonaba el hotel. ¡Misión cumplida!
Por la tarde, después de la reunión, telefoneó a su madre y esta le confirmó que tenía razón, que era un hombre encantador.
– Aunque puede que poco aconsejable desde el punto de vista geográfico -reconoció Sarah. St. Louis no estaba precisamente a la vuelta de la esquina. Pero tanto Audrey como Tom habían hecho un nuevo amigo-. Por cierto, mamá, tiene una hija que necesita atención especial. Creo que es ciega y padece una lesión cerebral, y vive con él. -Había olvidado mencionárselo antes del almuerzo, pero creía que debía saberlo.
– Lo sé, Debbie -contestó su madre, como si lo supiera todo sobre Tom y fuera amigo de ella, no de Sarah-. Hablamos de ella cuando te fuiste. Es una historia trágica. Nació prematuramente y sufrió la lesión durante el parto. Eso sería impensable hoy día. Tom me contó que tiene a gente maravillosa cuidando de ella. Debe de ser muy difícil para él, ahora que está solo.
Sarah la escuchaba atónita.
– Me alegro de que te haya gustado, mamá -dijo, sintiéndose como si le hubiera tocado la lotería. Había sido un placer verlos charlar durante el almuerzo.
– Es muy guapo, y muy agradable -añadió Audrey.
– Estoy segura de que te llamará la próxima vez que venga a la ciudad. Tuve la impresión de que tú también le gustaste.
Audrey podía ser encantadora cuando quería, sobre todo con los hombres. Únicamente se mostraba implacable con su hija. Sarah todavía recordaba lo mucho que había cuidado de su padre, por muy borracho que estuviera. Y tenía plena certeza de que Tom no era ningún alcohólico.
– Hemos quedado esta noche para cenar -confesó Audrey.
– ¿En serio? -Sarah parecía estupefacta.
– Tenía planes con sus socios, pero los canceló. Es una pena que se marche mañana.
– Tengo la sospecha de que volverá.
– Puede -dijo Audrey sin excesiva convicción, pero lo estaba pasando bien por el momento. Y también su hija. Era perfecto. Ojalá se le diera tan bien buscar pareja para ella, aunque por ahora no quería salir con nadie. Quería estar sola. La relación con Phil había sido demasiado decepcionante y dolorosa. Y tenía mucho trabajo en la casa. Por el momento al menos, no quería estar con ningún hombre. Y Audrey llevaba mucho tiempo sin tener a un hombre de verdad a su lado.
– Pásalo bien esta noche. Estabas muy guapa en la comida.
– Gracias, cariño -dijo Audrey con una ternura que Sarah no había oído en mucho tiempo-. ¡No toda la diversión va a ser para Mimi! -exclamó, y las dos rieron.
Últimamente su abuela estaba muy ocupada con George y daba la impresión de que había descartado a sus demás pretendientes. Después de Navidad Mimi le había explicado que «iban en serio». Sarah estuvo en un tris de preguntarle si ya tenía su anillo de prometida. Se alegraba de verlos tan felices. Había en ellos una inocencia dulce.
Sarah no volvió a saber de su madre hasta unos días después de su cena con Tom. Para entonces él ya había vuelto a St. Louis. Le había dejado un mensaje en el contestador dándole las gracias por haberle presentado a su encantadora madre y prometiéndole que la llamaría cuando volviera a San Francisco. Sarah ignoraba de cuánto tiempo estaba hablando, y el sábado, cuando pasó por casa de su madre para dejar la ropa de la tintorería que había quedado en recogerle, reparó en un jarrón repleto de rosas rojas.
– Déjame adivinar -dijo, fingiendo desconcierto-. Mmm… ¿de quién pueden ser?
– De un admirador -dijo Audrey con una risita mientras Sarah le tendía la ropa-. Vale, de acuerdo, son de Tom.
– Impresionante. -Sarah pudo ver de un solo vistazo que había dos docenas-. ¿Has sabido algo de él desde que se marchó?
– Nos comunicamos por correo electrónico -explicó tímidamente Audrey.
– ¿En serio? -Sarah la miró atónita-. No sabía que tuvieras ordenador.
– Me compré un portátil el día siguiente a su partida -confesó, sonrojándose-. Es muy divertido.
– Creo que debería abrir un servicio de contactos -dijo Sarah, sorprendida de todo lo que había sucedido en apenas unos días.
– Podrías utilizarlo contigo.
Sarah le había contado que había terminado con Phil. No le explicó el motivo, simplemente le dijo que se les había acabado la cuerda y por una vez Audrey no insistió en el tema.
– Ahora estoy demasiado ocupada con la casa -explicó. Llevaba puesto el pantalón de peto y allí se dirigía en esos momentos.
– No lo utilices como excusa, como haces con el trabajo.
– No lo hago.
– Tom me ha dicho que le encantaría presentarte a su hijo. Es un año mayor que tú y acaba de divorciarse.
– Lo sé, y vive en St. Louis. Con semejante distancia entremedio, no creo que lleguemos muy lejos, mamá. -Y puede que tampoco Audrey, pero conocer a Tom le había levantado el ánimo y la autoestima.
– ¿Qué me dices del arquitecto al que contrataste? ¿Es soltero y buena persona?
– Está bien, y también la mujer con la que vive desde hace catorce años. Trabajan juntos y tienen una casa en Potrero Hill.
– Entonces no te conviene. Bueno, seguro que aparece alguien cuando menos te lo esperes.
– Sí, como el estrangulador de la colina o Charles Manson. Estoy impaciente por conocerlo -repuso Sarah con cinismo. Últimamente estaba algo resentida con los hombres. Phil le había dejado un mal sabor de boca.
– No seas tan negativa -la reprendió su madre-. Pareces triste.
Sarah negó con la cabeza.
– Solo estoy cansada. Esta semana he tenido mucho trabajo en el despacho.
– ¿Y cuándo no? -preguntó Audrey, acompañándola hasta la puerta. En ese momento sonó el pitido del ordenador y ambas exclamaron al unísono-: ¡Tienes un e-mail!
Sarah enarcó una ceja y sonrió.
– ¡La llamada de Cupido!
Se despidió con un beso y se marchó. Se alegraba de que el encuentro entre su madre y Tom hubiera funcionado. La relación no podía ir muy lejos, con él en St. Louis, pero seguro que sería bueno para los dos. Tenía la impresión de que Tom, al igual que Audrey, se sentía solo. Todo el mundo necesitaba rosas de vez en cuando. Y un e-mail de un amigo.