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Sarah se dirigió en coche al cementerio de Colma y, tras dejar atrás la larga hilera de concesionarios de automóviles, llegó a Cypress Lawn poco antes de las nueve. Explicó a la secretaria de la oficina por qué se encontraba allí y a las nueve en punto estaba en el mausoleo, aguardando la llegada del personal del cementerio con las cenizas de Stanley. Colocaron la urna dentro de una pequeña cámara y, bajo la mirada atenta de Sarah, tardaron otra media hora en sellarla con la pequeña lápida de mármol. A Sarah le molestó que la lápida no llevara inscripción, pero los del cementerio le aseguraron que en un mes la sustituirían por otra lápida con el nombre y las fechas.

Cuarenta minutos después todo había terminado. Sarah salió al fuerte sol de la mañana vestida con un traje y un abrigo negros. Algo aturdida, levantó la vista al cielo y dijo: «Adiós, Stanley», antes de subir de nuevo al coche y poner rumbo a su despacho.

A lo mejor Phil tenía razón y su comportamiento era poco profesional. Pero en cualquier caso estaba terriblemente afligida. Ahora tenía trabajo que hacer para Stanley, el trabajo que habían planificado con tanto esmero durante los años que habían dedicado a organizar juntos su patrimonio y comentar las nuevas leyes tributarias. Sarah tenía que esperar a tener noticias de los herederos. Ignoraba el tiempo que llevaría eso, o si tendría que perseguirlos. Sabía que tarde o temprano conseguiría ponerse en contacto con todos ellos. Tenía muy buenas noticias que darles, de un tío que ni siquiera conocían.

Durante el trayecto trató de no pensar ni en Phil ni en Stanley. Repasó mentalmente la lista de cosas que tenía que hacer. Había enterrado a Stanley con la sencillez y la discreción que él deseaba. Había iniciado los trámites para autenticar el patrimonio. Tenía que llamar a la agente inmobiliaria para tasar la casa y ponerla a la venta. Tanto ella como Stanley ignoraban cuánto podía valer. Había pasado mucho tiempo desde la última tasación y el mercado inmobiliario se había disparado desde entonces. Así y todo, nadie había reformado la casa en sesenta años, y necesitaba muchos retoques. Quien la restaurara, tendría que hacerlo desde el sótano hasta el ático, y probablemente costaría una fortuna. Sarah tendría que preguntar a los herederos cuántos arreglos querían hacer antes de poner la casa en venta. A lo mejor preferían venderla como estaba y dejar el trabajo a los nuevos propietarios. A ellos les tocaba decidir. Aun así, quería obtener una valoración antes de que los herederos viajaran a San Francisco para la lectura del testamento.

En cuanto llegó al despacho llamó a una agente inmobiliaria. Quedaron en ir a ver la casa la semana siguiente. Iba a ser la primera vez que Sarah la recorrería entera. Tenía las llaves pero no quería ir sola. Sabía que se pondría muy triste. Recorrer la casa le parecía, en cierto modo, una intrusión, así que sería más fácil en compañía de la agente inmobiliaria y, como había dicho Phil, más profesional. Estaba trabajando para un cliente además de un amigo. A su sepelio Sarah había asistido exclusivamente como amiga.

Después de hablar con la agente inmobiliaria su secretaria le comunicó por el interfono que tenía a su madre al teléfono. Sarah vaciló unos instantes, respiró hondo y atendió la llamada. Adoraba a su madre, pero le desagradaba la forma en que conseguía invadir su espacio.

– Hola, mamá -dijo en un tono alegre y despreocupado.

No le gustaba compartir con ella sus congojas, porque siempre acababan hablando de cosas de las que no quería hablar. A Audrey no le importaba sobrepasar los límites que Sarah le ponía. Sus años en terapia y en grupos de alcohólicos anónimos no habían conseguido enseñarle eso-. Anoche oí tu mensaje, pero como decías que estabas preparándote para salir no te llamé -explicó Sarah.

– Pareces deprimida. ¿Qué te ocurre?

Al cuerno con el tono alegre y despreocupado.

– Nada, es solo que estoy cansada. Tengo mucho trabajo. Uno de mis clientes falleció ayer y estoy intentando organizarlo todo para el tema de la herencia. Hay mucho que hacer.

– Lo siento de veras. -Audrey sonaba sincera, lo cual era de agradecer. A Sarah no le molestaban las muestras de solidaridad de su madre, sino lo que solía venir después. Sus preguntas, y hasta sus comentarios amables, resultaban siempre invasores y excesivos-. ¿Te ocurre algo más?

– No. Estoy bien. -Sarah advirtió que su voz se debilitaba y se odió por ello. Arriba, arriba, arriba, se dijo, o mamá empezará a acorralarte. Audrey siempre notaba si estaba disgustada, por mucho que ella se esforzara por disimularlo, y después de eso empezaban el interrogatorio y las acusaciones. O, peor aún, los consejos. Todo aquello que Sarah no tenía ganas de escuchar-. ¿Cómo estás tú? ¿Adónde fuiste anoche? -preguntó, tratando de distraer a su madre. A veces funcionaba.

– A un nuevo club de lectura con Mary Ann.

Mary Ann era una de las muchas amigas de su madre. Audrey había pasado sus veintidós años de viudez distrayéndose con otras mujeres, jugando al bridge, asistiendo a cursos, yendo a grupos de mujeres y haciendo viajes con ellas. A lo largo de los años había salido con algunos hombres, pero el que no era alcohólico era problemático o estaba casado. Se diría que atraía a los hombres disfuncionales como un imán. Y cuando se hartaba de ellos, regresaba con sus amigas. En esos momentos se hallaba en una de sus fases célibes después de un breve idilio con otro alcohólico, o eso decía ella. A Sarah le costaba creer que hubiera tantos alcohólicos en el planeta, pero si había uno en los alrededores, seguro que Audrey daba con él.

– Qué divertido -dijo Sarah, refiriéndose al club de lectura.

No podía imaginar nada peor que asistir a un club de lectura con un montón de mujeres. El simple hecho de imaginar algo así la animaba a seguir viendo a Phil los fines de semana. No quería terminar como su madre. Y aunque Audrey llevaba años insistiéndole, jamás había asistido a una reunión de Hijos Adultos de Alcohólicos, un grupo que su madre estaba convencida de que era lo que Sarah necesitaba. Sarah había hecho terapia durante un breve período entre la escuela universitaria y la facultad de derecho, y creía haber resuelto al menos algunos de sus traumas, tanto con respecto a su madre como a su padre. Nunca había salido con un alcohólico. Los hombres que elegía eran emocionalmente inaccesibles, su especialidad, porque pese a su presencia física en la casa, en realidad nunca llegó a conocer a su padre. Éste, como consecuencia de su alcoholismo, había vivido desconectado de ellas.

– Quería informarte de que vamos a celebrar Acción de Gracias en casa de Mimi.

Mimi era la madre de Audrey y la abuela de Sarah. Tenía ochenta y dos años, hacía diez que había enviudado tras un largo y feliz matrimonio y llevaba una vida amorosa más sana que su hija o incluso que Sarah. Se diría que había una fuente inagotable de viudos agradables, normales y felices de su edad. Mimi salía casi todas las noches y, a diferencia de Audrey, casi nunca con otras mujeres. Se lo pasaba mucho mejor que su hija y su nieta.

– Muy bien -dijo Sarah, anotándolo en el calendario-. ¿Quieres que lleve algo?

– Puedes ayudarme a preparar el pavo.

– ¿Irá alguien más?

A veces su madre invitaba a alguna amiga que no tenía dónde ir. Y su abuela solía invitar a algún amigo, o incluso al novio de turno, algo que siempre conseguía irritar a Audrey. Sarah sospechaba que era envidia, pero nunca se lo decía.

– No estoy segura. Ya conoces a tu abuela. Dijo algo de invitar a uno de esos hombres con los que sale porque tiene a los hijos en las Bermudas. -Mimi poseía una fuente inagotable de hombres y amigos y nunca había estado en un club de lectura. Tenía cosas mucho más divertidas que hacer.

– Ya -dijo distraídamente Sarah.

– No estarás pensando en invitar a Phil, ¿verdad? -preguntó deliberadamente Audrey.

Con el tono de su voz lo decía todo. Había catalogado acertadamente a Phil de problema desde el principio. Audrey era una experta en hombres neuróticos. Lo había dicho como si estuviera preguntando si pensaba llevar un tubo de ensayo con lepra a la cena. Cada año hacía la misma pregunta y cada año conseguía irritar a Sarah. Conocía perfectamente la respuesta. Sarah nunca invitaba a Phil el día de Acción de Gracias. Él pasaba ese día con sus hijos y nunca la invitaba a sumarse a ellos. En cuatro años, Sarah jamás había pasado una festividad con Phil.

– Naturalmente que no. Estará esquiando con sus hijos en Tahoe.

Cada año hacían lo mismo, como bien sabía Audrey. Ese año no sería diferente. Nada en la relación lo era desde hacía cuatro años.

– Imagino que no te ha invitado, para variar -repuso su madre en un tono ácido. Había odiado a Phil desde el primer día y la situación no había hecho más que empeorar desde entonces. De lo único de lo que no lo había acusado aún era de homosexual y alcohólico-. Me parece una vergüenza que no te invite. Eso demuestra lo poco que le importa esta relación. Sarah, tienes treinta y ocho años. Si quieres tener hijos será mejor que te busques a otro hombre y te cases. Phil nunca cambiará. Tiene demasiados traumas. -Su madre, naturalmente, tenía toda la razón, y Sarah sabía que Phil se negaba a recibir cualquier tipo de ayuda terapéutica.

– Eso no es lo que me tiene preocupada esta mañana, mamá. Tengo otras cosas de que ocuparme aquí, en el despacho. Además, Phil necesita estar con sus hijos y es bueno que pase tiempo a solas con ellos.

Aunque no tenía intención alguna de confesárselo, hacía un año que ese asunto también le molestaba a ella. Había coincidido con los hijos de Phil en varias ocasiones pero él nunca la incluía en los fines de semana o las vacaciones que pasaban juntos. Phil le decía exactamente lo que ella acababa de decirle a su madre. Que necesitaba pasar tiempo a solas con sus hijos, que eso era sagrado. Como ir al gimnasio cinco noches por semana, lo que excluía la posibilidad de verse si no era durante los fines de semana. Después de cuatro años de relación, a Sarah le habría gustado que Phil la hubiera invitado a pasar las vacaciones con él, pero eso no formaba parte del trato. Ella era estrictamente su novia de fin de semana. No le resultaba fácil aceptar el hecho de que llevara tanto tiempo aguantando esa situación. En cuatro años nada había cambiado. Aunque no fuera su intención casarse, a Sarah le habría gustado que en esos cuatro años Phil hubiera suavizado un poco sus rígidas normas.

– Creo que te estás engañando, Sarah. Phil es un vago.

– No, no lo es. Es un abogado muy reconocido -repuso, sintiendo que volvía a tener doce años. Audrey siempre conseguía hacerla sentir acorralada.

– No me refiero a su profesión, sino a su relación contigo, o a la ausencia de relación. ¿Hacia dónde crees que va esto después de cuatro años?

Sarah nunca había esperado que su relación fuera a ningún lugar, salvo, quizá, a verse uno o dos días más por semana. Así y todo, siempre la incomodaba que su madre sacara el tema. Le hacía sentir que estaba haciendo algo mal.

– Por el momento no queremos nada más, mamá. ¿Por qué no te relajas un poco? En estos momentos no tengo tiempo para pensar en otra cosa. Estoy muy concentrada en mi profesión.

– A tu edad, yo ya tenía una profesión y una hija -replicó Audrey con suficiencia.

Sarah se reprimió las ganas de recordarle que su marido sí había sido un vago en todos los sentidos. Un cero a la izquierda como esposo y como padre, incapaz incluso de conservar un trabajo. Pero calló, como siempre hacía. No quería pelearse con su madre, y ese día menos que nunca.

– Ahora mismo no quiero hijos, mamá. -Y quizá nunca los quisiera. Tampoco un marido, si existía la más mínima probabilidad de que acabara siendo como su padre-. Estoy feliz así.

– ¿Cuándo piensas cambiar de apartamento? Por Dios, Sarah, vives en una choza. Es hora de que te mudes a un lugar decente y tires todas esas porquerías que arrastras desde la universidad. Necesitas un apartamento como Dios manda, propio de una persona adulta.

– Soy una persona adulta y me gusta mi apartamento -dijo Sarah con la mandíbula apretada. Acababa de enterrar a su amigo y cliente favorito, Phil la había decepcionado y lo último que necesitaba era que su madre la pinchara con el tema de su apartamento y su novio-. Tengo que trabajar. Nos veremos el día de Acción de Gracias.

– No puedes pasarte la vida huyendo de la realidad, Sarah. Has de enfrentarte a tus problemas. Si no lo haces, malgastarás tus mejores años con Phil o con hombres como él.

Audrey tenía más razón de la que Sarah estaba dispuesta a reconocer. Quería más de Phil, pero no estaba segura de que, en el caso de pedírselo, las cosas fueran a cambiar. A lo mejor decidía dejarla, y entonces no tendría a nadie con quien pasar los fines de semana. La idea de quedarse sola no la atraía lo más mínimo, y no quería sustituir a Phil por clubes de lectura, como su madre. Era un problema al que Sarah tenía que enfrentarse, pero no se sentía preparada para hacerlo en esos momentos.

Y lo último que necesitaba era tener a su madre encima. Eso solo conseguía que la situación le pareciera aún más terrible.

– Gracias por tu interés, mamá, pero ahora he de colgar. Tengo mucho trabajo. -Sarah cayó en la cuenta de que hablaba como Phil. Evitaba el problema. Uno de sus juegos favoritos.

Y lo negaba. Ella llevaba años practicando eso último.

Estaba nerviosa cuando colgó. Le costaba apartar de su mente las preguntas y las críticas mordaces de su madre. Audrey siempre intentaba despojarla de sus defensas y dejarla completamente desnuda para examinarle hasta el último poro. Su escrutinio era intolerable y los juicios sobre su vida la hacían sentirse aún peor lo que ya se sentía. Temía el día de Acción de Gracias. Ojalá pudiera irse a Tahoe con Phil. Al menos estaría su abuela para animar la velada. Siempre lo hacía. Y probablemente invitaría a uno de sus novios, siempre hombres agradables. Mimi tenía un don especial para atraer a los hombres agradables allí donde iba.

Al rato recibió una llamada de su abuela para confirmar la invitación de Acción de Gracias que ya había recibido a través de su madre. La conversación con Mimi fue animada, cariñosa y breve. Su abuela era una joya. Después de eso Sarah ató los últimos cabos sueltos relacionados con el patrimonio de Stanley, elaboró una lista de preguntas para la agente inmobiliaria y comprobó que las cartas para los herederos hubieran salido ya. Hecho esto, se puso a trabajar para otros clientes. Sin apenas darse cuenta el día se había convertido en otra jornada de trece horas. Eran cerca de las diez cuando llegó a casa y medianoche cuando Phil la llamó por teléfono. Sonaba cansado y dijo que estaba a punto de meterse en la cama. Había regresado del gimnasio nada menos que a las once y media. A Sarah se le hacía extraño que Phil viviera a unas manzanas de su casa y, sin embargo, cinco días a la semana actuara como si residiera en otra ciudad. Le resultaba difícil no sentirse todo lo unida a él que querría, sobre todo cuando había otras cosas inestables en su vida. A veces le costaba comprender por qué el simple hecho de verse algún día entre semana representaba tanto problema. Después de cuatro años, Sarah no creía que fuera mucho pedir.

Charlaron durante cinco minutos, hablaron de lo que harían ese fin de semana y a los diez minutos de haber colgado Sarah concilio un sueño agitado, sola en la cama que no había hecho en toda la semana.

Tuvo pesadillas relacionadas con su madre y se despertó dos veces durante la noche llorando. Cuando, al día siguiente, se levantó con la cabeza y el estómago doloridos, se dijo que era por Stanley. Nada que una taza de café, dos aspirinas y un duro día de trabajo en el despacho no pudieran curar. Siempre lo hacían.

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