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El domingo por la mañana Marjorie pasó por su casa con los papeles de la oferta. A Sarah le parecieron bien y los firmó. Marjorie le entregó una copia para que pudiera enviarla por fax a los herederos de Stanley. El asunto resultaba un poco delicado, teniendo en cuenta que ella era la abogada encargada de la herencia. Pero estaba dentro de la legalidad.

– Deberías llamar a Jeff y Marie-Louise cuando regresen de Europa -le recordó Marjorie.

Sarah ya lo había pensado. No le había mencionado el tema a Phil cuando, el día antes, la telefoneó. Bastante sorpresa se había llevado ya el viernes cuando le contó que había estado mirando apartamentos. Si le revelaba que al día siguiente había hecho una oferta por una casa de dos mil setecientos metros cuadrados pensaría que había perdido por completo la chaveta.

Salió a desayunar sola, leyó The New York Times, hizo el crucigrama y regresó a su apartamento. Cuando entró decidió buscar la tarjeta de Jeff Parker y Marie-Louise Fournier y dejarles un mensaje en el contestador. Sabía que seguían en Europa, pero podían llamarla a su regreso. Quería recorrer nuevamente la casa con ellos, esta vez con más detenimiento. Si los herederos aceptaban la oferta, tendría que elaborar varias listas con todo lo que había que hacer. Los temas de electricidad y fontanería tendría que dejarlos en manos de un contratista, pero ella intentaría hacer otros trabajos menos importantes. Iba a necesitar la ayuda de Jeff y Marie-Louise, y mucho asesoramiento. Esperaba que no le cobraran una fortuna por sus servicios, pero no tenía más opción que confiar en ellos.

Marcó el número del despacho y esperó a que saltara el contestador. Jeff le había dado el número de sus dos móviles, el europeo y el estadounidense, pero estando tan lejos nada podían hacer por ella. El asunto podía esperar a que la oferta fuera aceptada y ellos regresaran a San Francisco. Sarah oyó que saltaba el contestador y luego, por encima, una voz masculina. Los dos intentaron hablar y el hombre al otro lado de la línea le pidió que aguardara mientras apagaba el contestador. Regresó poco después y Sarah probó de nuevo. No había reconocido la voz.

– Hola, me llamo Sarah Anderson y me gustaría dejar un mensaje para Jeff Parker y Marie-Louise Fournier. ¿Podría decirle a uno de los dos que me llame al despacho cuando regresen de Europa? -Sarah rezó para que fuera Jeff y no su desagradable compañera francesa, pero estaba dispuesta a tratar con quien dispusiera de tiempo para ayudarla.

– Hola, Sarah, soy Jeff -dijo con la voz cálida y tranquila que Sarah recordaba.

– ¿Qué haces ahí? Creía que estabas en Italia, o en París. -Había olvidado el itinerario y las fechas exactas de su viaje.

– Lo estaba. Marie-Louise sigue allí. Yo he vuelto porque tengo trabajo que hacer para un cliente y vamos algo retrasados.

Sarah respiró hondo y fue directamente al grano.

– Voy a hacer una oferta por la casa.

Jeff parecía desconcertado.

– ¿Qué casa?

– El veinte-cuarenta de la calle Scott -respondió con orgullo, y aunque no podía verlo, Sarah pudo oír su estupefacción.

– ¿Esa casa? ¡Uau, menuda sorpresa! Eres muy valiente. -Lo dijo en un tono ligeramente desalentador, como si pensara que Sarah había perdido un tornillo.

– ¿Crees que estoy cometiendo una locura?

– No -repuso Jeff pensativamente-. No, si la casa te gusta.

– Me encanta -dijo Sarah, algo más tranquila-. La construyó mi bisabuelo.

– Eso sí que es una sorpresa. Me fascina cuando las cosas vuelven a su punto de partida. En cierto modo, es como si siguieran el orden correcto. Espero que estés preparada para una obra de semejante magnitud -dijo con un tono de alegría en la voz, y Sarah rió.

– Lo estoy. Espero que vosotros también. Necesito vuestra ayuda y todos los consejos que podáis darme. Me he decantado por el plan A.

– ¿Qué era?

– Invertir medio millón de dólares en la restauración, hacer personalmente una buena parte del trabajo y controlar los gastos.

– Yo en tu lugar habría hecho exactamente lo mismo, sobre todo si mi familia hubiera sido la propietaria original.

– La diferencia está en que tú eres arquitecto, mientras que yo soy abogada. Sé mucho de herencias y leyes tributarias, pero nada de restauraciones. No sé ni clavar un clavo.

– Aprenderás. La mayoría de la gente que hace cosas en su casa empieza sin tener ni idea de lo que está haciendo. Aprenderás sobre la marcha y si cometes errores, los corregirás. -Le hablaba de forma alentadora y cordial. Sarah se alegró de que Marie-Louise no estuviese en San Francisco. Ella no habría sido ni la mitad de amable.

– Si no estás demasiado ocupado, me gustaría que echaras otro vistazo a la casa. Cobrando, naturalmente. Necesito que me asesores sobre qué es lo primero que debo hacer. Me refiero al trabajo de electricidad y fontanería. Necesito orientación para poder poner en marcha el proyecto, y precisaré de muchos consejos durante el transcurso del mismo.

– Para eso estamos. ¿Cómo tienes la semana? ¿Cuándo te iría bien que pasara? Creo que Marie-Louise aún estará fuera unas semanas. La conozco cuando se junta con su familia en París. Cada día retrasa su regreso un poco más. Calculo que aún tardará tres semanas en volver. Podemos esperar a que vuelva o puedo empezar yo solo.

– Para serte franca, preferiría no esperar.

– Por mí perfecto. ¿Cómo lo tienes esta semana?

– Fatal. -Sarah estaba pensando en las reuniones con sus clientes y en el trabajo que todavía estaba haciendo para la autenticación del patrimonio de Stanley. Y el martes por la mañana tenía una vista en los juzgados.

– Yo también -dijo Jeff, consultando su agenda-. Se me ocurre una idea. ¿Tienes algo que hacer esta tarde?

– No, pero tú sí -contestó Sarah, sintiéndose culpable-. Imagino que no estás leyendo ni viendo la tele.

– No, pero he conseguido adelantar mucho entre ayer y hoy. Puedo tomarme unas horas, si quieres que nos encontremos en la casa. Además, ahora eres una dienta. Se trata de trabajo.

– Me encantaría. -Sarah no tenía nada que hacer en toda la tarde. La casa ya estaba empezando a llenar sus días.

– Estupendo. Te veré allí dentro de media hora. De hecho, ¿por qué no compramos unos sándwiches por el camino? Podríamos hablar de tu proyecto mientras comemos.

– Me parece bien -respondió Sarah. No había estado tan ilusionada por algo desde su ingreso en Harvard.

– Pasaré a recogerte dentro de diez minutos. ¿Dónde vives?

Le dio la dirección y quince minutos después Jeff estaba llamando a su puerta. Sarah bajó corriendo y subió al Jeep que la esperaba fuera.

– ¿Qué le ha pasado al Peugeot? -preguntó.

– No se me permite usarlo -contestó Jeff con una sonrisa.

Pararon en una charcutería de la calle Fillmore para comprar sandwiches y limonada y finalmente llegaron a la casa que Sarah confiaba en que, con un poco de suerte, pronto fuera suya. Advirtió a Jeff de que todavía no lo era y él sonrió con despreocupación.

– Lo será. Lo presiento.

– Yo también -dijo Sarah con una risita al tiempo que abría la puerta.

Jeff se tomaba su trabajo muy en serio. Había traído dos cámaras, un metro profesional, un cuaderno de dibujo y varios instrumentos y herramientas para tomar medidas y hacer comprobaciones. Le explicó que durante las obras iba a ser preciso proteger los suelos y el artesonado. Le recomendó dos casas de fontanería y tres electricistas que no le cobrarían una fortuna, y en cuanto a él le propuso cobrar por horas, de acuerdo con el trabajo hecho, en lugar de cobrar un porcentaje de los costes. Dijo que el cobro por horas le saldría más a cuenta. Estaba siendo sumamente razonable, se metía debajo de las cosas, encima, zarandeaba, golpeaba paredes y comprobaba la madera, las baldosas y el yeso.

– La casa está en muy buen estado teniendo en cuenta su antigüedad -dijo al cabo de una hora.

No había duda de que el estado de los cables y las tuberías era desastroso, pero se alegró de comprobar que no había fugas visibles en toda la casa, lo cual, dijo, era insólito.

– En general, Stanley cuidaba bastante de ella. Aunque prefería vivir en el ático, no quería que se viniera abajo. El año pasado cambió el tejado.

– Una decisión inteligente. El agua puede hacer estragos y a veces las fugas son difíciles de localizar. -Estuvieron allí hasta casi las seis y al salir ambos llevaban en la mano una potente linterna. Sarah se sentía completamente a gusto en la casa. Había pasado una tarde muy entretenida examinando su estado con Jeff. Y eso no era más que el principio. Él ya había llenado una libreta entera con anotaciones y bosquejos-. Y no voy a cobrarte por el trabajo de hoy -dijo mientras la ayudaba a subir al Jeep.

– ¿Bromeas? Hemos estado cinco horas.

– Es domingo. No tenía nada mejor que hacer y ha sido divertido. Lo de hoy es un regalo. De hecho, me lo he pasado tan bien que deberías ser tú quien me cobrara. Probablemente tus horas sean más caras que las mías -bromeó.

Según los precios que le había mencionado por teléfono, se diría que cobraban tarifas similares.

– En este caso quedamos en paz.

– Estupendo. ¿Quieres que cenemos juntos? ¿O estás ocupada? Podríamos empezar a repasar mis notas. Mañana me gustaría darte alguna información concreta.

No había duda de que el proyecto estaba en marcha.

– ¿Todavía no te has cansado de mí? -Sarah no quería aprovecharse de él, dado que tenía intención de hacer ella misma una buena parte del trabajo. Pero Jeff ya sabía eso y no parecía importarle. De hecho, era lo que le había aconsejado desde el principio.

– Será mejor que no me canse de ti ni de la casa. Ni tú de mí, porque me vas a ver hasta en la sopa durante los próximos seis meses, si es que hemos terminado para entonces. ¿Sushi?

– Genial.

Jeff la llevó a un restaurante de sushi, cerca de la calle Union, donde siguieron hablando animadamente de la casa. Sarah se alegraba de trabajar con él. Era evidente que amaba su profesión y cada vez parecía más entusiasmado con la casa. Se parecía a los proyectos que había dirigido en Europa.

La dejó en casa poco después de las ocho y media y prometió que la llamaría por la mañana. Cuando Sarah entró en su apartamento, el teléfono estaba sonando.

– ¿Dónde estabas? -Era Phil. Parecía preocupado.

– Comiendo sushi -respondió ella con calma.

– ¿Todo el día? Llevo llamándote desde las dos de la tarde. Dejé a mis hijos en casa antes de lo previsto. Te he dejado varios mensajes en el móvil.

Sarah no había consultado sus mensajes desde el mediodía. Había estado demasiado entretenida en la calle Scott.

– Lo siento. La verdad es que no esperaba que llamaras.

– Quería invitarte a cenar. -Phil parecía molesto.

– ¿Un domingo? Eso sí que es una novedad -bromeó Sarah.

– A las siete desistí y cené una pizza. ¿Quieres que vaya a tu casa?

– ¿Ahora? -Sonaba sorprendida, y estaba de mugre hasta las cejas. Ella y Jeff se habían pasado el día arrastrándose por el suelo de la casa, incluido el sótano. El servicio de limpieza había hecho un buen trabajo, pero así y todo se habían llenado de polvo. Todavía había suciedad en las grietas y los rincones más recónditos.

– ¿No puedes? -preguntó Phil.

– Sí, pero tengo un aspecto horrible. Si quieres puedes venir. Voy a meterme en la ducha.

Phil poseía llaves de su apartamento desde hacía dos años. No tenía nada que ocultarle. Pese a su insatisfactorio trato, siempre le había sido fiel, y él a ella. No pudo evitar preguntarse por qué había decidido ir. Se estaba secando el pelo cuando llegó.

– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó Phil con el entrecejo fruncido-. Cada vez que te llamo estás fuera. Has salido a cenar sushi y tú nunca sales sola a cenar. El viernes fuiste al cine sola. Y has estado mirando apartamentos. -Sarah sonrió misteriosamente. Estaba pensando en la casa de la calle Scott-. Además, estás rara.

– Caray, gracias -replicó ella burlonamente. ¿Qué esperaba? Se había ido de fin de semana con sus hijos y no la había invitado. A lo mejor pensó que iba a pasarse los días encerrada en casa, esperando con impaciencia que llegara el fin de semana siguiente para verlo. Esta vez no, aunque había ocurrido en otras ocasiones-. He estado haciendo cosas. Y he decidido que no voy a comprar un apartamento.

– Vaya, algo normal al fin. Empezaba a sospechar que estabas viendo a otro hombre.

Sarah sonrió y le rodeó con los brazos.

– Todavía no, pero lo haré uno de estos días si no estamos juntos con más frecuencia -repuso.

– Por Dios, Sarah, no empieces otra vez -espetó Phil.

– No empiezo. Has sido tú quien ha preguntado.

– Porque pensaba que te estabas comportando de una forma muy extraña.

No podía imaginar hasta qué punto. Y si Sarah conseguía la casa, su comportamiento se tornaría aún más extraño. Estaba deseando contárselo, pero primero quería hablar con el banco y conocer la respuesta de los herederos.

Phil se tumbó en el sofá, puso la tele y atrajo a Sarah hacia sí. Se puso cariñoso y media hora después se trasladaban al dormitorio. La cama estaba sin hacer y las sábanas sin cambiar, pero a Phil no pareció importarle. De hecho, nunca reparaba en ese detalle. Pasó la noche con ella, abrazado a su cuerpo, pese a ser domingo. Y por la mañana le hizo de nuevo el amor. Es curioso cómo intuye la gente que las cosas están cambiando, pensó Sarah en el coche, camino del trabajo. Y su vida estaba a punto de cambiar todavía más. Si conseguía la casa, su vida iba a cambiar radicalmente.

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