Sarah dio su primera cena en la calle Scott un fin de semana después. Puso la mesa en la cocina e invitó a Mimi y a George, a su madre y a Jeff. A fin de justificar su presencia, pensaba presentarlo como el arquitecto que la estaba ayudando con la casa. Lo suyo era todavía muy reciente y no estaba preparada para compartirlo con su familia. Pero era una forma relajada de que lo conocieran. El día antes Jeff le había dicho por teléfono que estaba nervioso. Ella le dijo que pensaba que su madre se comportaría, que su abuela era adorable y que George era un hombre muy tranquilo. Jeff no las tenía todas consigo. Aquello era importante para él y quería que todo saliera bien.
Esa semana ya se habían visto tres veces. Una noche Jeff apareció con comida india (picante para él, suave para ella) cuando Sarah estaba pintando su vestidor. La encontró con el pelo salpicado de pintura rosa y, entre risas, le enseñó a hacerlo y acabó ayudándola. Cuando se acordaron de la comida ya era más de medianoche, pero a Sarah le encantó el vestidor cuando, al día siguiente, se despertó y corrió a comprobar el color. Rosa pastel, exactamente el tono que quería, en pinceladas limpias y suaves.
Jeff apareció de nuevo al día siguiente y Sarah cocinó para los dos. Hablaron de todo, desde películas extranjeras hasta decoración y política, y ninguno consiguió hacer nada en la casa.
Y el viernes él la llevó a cenar y al cine, para «mantener viva su condición de novios», según dijo. Cenaron muy bien en un pequeño restaurante francés de la calle Clement y vieron una película de misterio. No era una película seria, pero les gustó y volvieron a besarse durante un largo rato cuando él la dejó en casa. Todavía iban despacio, pero se veían mucho. Jeff había pasado con ella el sábado, pintando, y la ayudó a poner la mesa para su primera cena. Sarah preparó una pata de cordero con puré de patatas y una enorme ensalada. Él había traído pastel de queso y algunas pastas francesas. Y la mesa quedó muy bonita cuando Sarah colocó en el centro un cuenco con flores. La cocina tenía un aspecto fantástico. Estaba impaciente por que Mimi y su madre llegaran. Quería contarles todo lo que había averiguado acerca de Lilli y su charla con la abuela de Pierre. Su encuentro había sido cosa del destino.
Mimi y George fueron los primeros en llegar. Mimi parecía tan feliz como siempre. Le dijo a Jeff que era un placer conocerlo y que había hecho un gran trabajo ayudando a su nieta con la casa. Fueron directamente a la cocina, porque por el momento no había otro lugar donde sentarse salvo la cama de Sarah. Y nada más contemplar la cocina que ahora ocupaba el lugar donde habían estado las antecocinas, Mimi aplaudió.
– ¡Santo Dios, es preciosa! ¡En mi vida he visto una cocina tan grande! -La vista del jardín era tranquila y encantadora. Los electrodomésticos y las encimeras de granito blanco con armarios claros habían sido distribuidos con inteligencia, y en medio estaba la isla de madera maciza. La gran mesa redonda parecía que estuviera en el jardín. A Mimi le encantó-. Recuerdo la vieja cocina. Era un lugar oscuro y lúgubre, pero la gente que trabajaba en ella me trataba muy bien. Yo solía escapar de mi niñera para esconderme allí, y los sirvientes me daban todas las galletas que quería.
El recuerdo la hizo reír. No parecía afligida por estar en la casa, sino feliz. Enlazó su brazo al de Jeff y se lo llevó a recorrer la casa mientras le contaba un montón de recuerdos y anécdotas. Seguían arriba cuando Audrey llamó a la puerta y Sarah fue a abrir. Estaba resoplando y se disculpó por el retraso.
– No llegas tarde, mamá. Mimi acaba de llegar. Está dando una vuelta por la casa con mi arquitecto. George me estaba haciendo compañía en la cocina.
Le cogió el abrigo y lo colgó en el armario del vestíbulo, que era casi tan grande como el dormitorio de su antiguo apartamento. Los Beaumont lo utilizaban para guardar las capas y los abrigos de pieles de sus invitados cuando daban fiestas en el salón de baile. Sarah se había planteado la posibilidad de utilizarlo como despacho, pero le sobraban habitaciones y finalmente había decido instalarse en el estudio de la suite principal.
– ¿Has invitado a cenar a tu arquitecto? -Audrey parecía algo sorprendida y Sarah le elogió el peinado. Últimamente llevaba el pelo diferente, con unas ondas que la favorecían, y lucía unos pendientes de perla nuevos muy bonitos.
– Pensé que te gustaría conocerle -dijo antes de bajar la voz-. Sentía que debía invitarle. Me ha ayudado mucho. Me ha conseguido muchas cosas a precio de mayorista y ha hecho un gran trabajo en la casa.
Su madre asintió y la siguió hasta la cocina. Parecía algo distraída, y sonrió al ver a George sentado a la mesa con una copa de vino blanco, disfrutando de la vista del jardín.
– Hola, George. ¿Cómo va todo?
– Fantásticamente bien. Acabamos de regresar de Palm Springs. Tu madre se está convirtiendo en una auténtica golfista -dijo con orgullo.
– Yo también he estado tomando algunas clases de golf -explicó mientras Sarah le tendía una copa de vino con cara de asombro.
– ¿Desde cuándo?
– Desde hace unas semanas -respondió Audrey con una sonrisa. Sarah estaba pensando que nunca la había visto tan guapa cuando Mimi y Jeff entraron.
Audrey y Mimi se abrazaron. Mimi no podía dejar de hablar de lo bonita que había quedado la casa. Todavía necesitaba una mano de pintura, pero las lámparas nuevas y las arañas restauradas ya daban realce al lugar. Los paneles estaban relucientes, los cuartos de baño eran sencillos y funcionales. Pese a la ausencia de muebles, la casa ya empezaba a parecer un hogar. Y a Mimi le encantaba lo que Sarah estaba haciendo en su dormitorio. Jeff le había mostrado hasta el último detalle mientras Mimi le contaba anécdotas de su infancia y señalaba los rincones secretos de las habitaciones de los niños. Se habían hecho buenos amigos durante el paseo.
Sarah encendió las velas de la mesa y al rato se sentaron a cenar. Mimi elogió la pata de cordero y ella y George contaron anécdotas de sus actividades en Palm Springs. Sentado entre Sarah y Mimi, Jeff escuchaba con atención y parecía estar disfrutando del relato. Audrey le preguntó por el trabajo y Jeff habló de su pasión por las casas antiguas. Tanto ella como Mimi lo encontraban un hombre muy atractivo. Audrey, no obstante, sabía que vivía con una mujer, según le había contado su hija, de modo que su relación solo podía ser profesional. Así y todo, parecían haber hecho buenas migas.
– ¿Y qué has estado haciendo tú, mamá? -preguntó Sarah mientras guardaba los platos en el lavavajillas y Jeff la ayudaba a sacar el postre. Parecía conocer muy bien la cocina, comentó Mimi, y Sarah le recordó que la había diseñado él.
– Un arquitecto para todo -bromeó Mimi-. Hasta se ocupa de los platos.
– Lo pasé muy bien en Nueva York -dijo Audrey, respondiendo a la pregunta de su hija-. Vimos algunas obras de teatro estupendas y tuvimos un tiempo excelente. Fueron unos días maravillosos. Y tú, ¿qué tal por Francia?
Durante el postre Sarah les explicó todo lo que le habían contado Pierre Pettit y su abuela cuando visitó el castillo de Mailliard en Dordogne. Le incomodaba un poco hablar tan abiertamente de Lilli a su abuela con otras personas delante, y se preguntó si a ella le ocurría lo mismo. Habló de las fotografías sobre las que Lilli había llorado y sobre las cartas que le habían sido devueltas y que había conservado. Mimi escuchaba con lágrimas en las mejillas, pero parecían lágrimas no tanto de dolor como de alivio.
– Nunca entendí por qué jamás intentó ponerse en contacto con nosotros. Ahora que sé que lo hizo me siento mejor. Probablemente era mi padre quien le devolvía las cartas.
Mimi guardó silencio durante un rato para asimilar lo que Sarah acababa de contarle. Había escuchado con suma atención, asentido varias veces, hecho algunas preguntas y llorado en más de una ocasión. Le dijo a Sarah que era un gran consuelo para ella saber qué había sido de su madre, saber que había amado y la habían amado profundamente y que sus últimos años habían sido felices. Era un gesto generoso por parte de Mimi, teniendo en cuenta todo lo que había perdido. Creció sin una madre porque Lilli había huido con el marqués. A Mimi le producía un sentimiento extraño, como de vacío, saber que su madre había vivido hasta que ella cumplió los veintiuno, habiéndola visto por última vez a los seis años. Fue una época muy dolorosa de su vida. Mimi dijo que a lo mejor algún día viajaría a Francia con George y visitaría el castillo de Mailliard. Deseaba ver dónde estaba enterrada Lilli y presentar sus últimos respetos a la madre que había perdido siendo una niña.
Fue una velada encantadora y todos lamentaron que tocara a su fin. Se disponían a levantarse cuando Audrey se aclaró la garganta e hizo tintinear su copa. Sarah supuso que quería desearle suerte con su nueva casa. Sonrió con expectación, como los demás, y Jeff interrumpió su conversación con Mimi. Habían hablado animadamente durante toda la noche, sobre todo de la casa, pero también de otros temas. Sarah podía ver que Mimi lo había cautivado.
– Tengo algo que deciros -anunció Audrey, mirando a su madre, a su hija y a George antes de dirigir un breve asentimiento de cabeza a Jeff. No sabía que iba a estar en la cena, pero no quería esperar más. Lo habían decidido en Nueva York-. Me caso -dijo sin más mientras todos la miraban de hito en hito. Los ojos de Sarah se abrieron de par en par y Mimi sonrió. A diferencia de su nieta, no estaba sorprendida.
– ¿En serio? ¿Con quién? -Sarah no podía creer lo que estaba oyendo. Ni siquiera sabía que su madre tuviera novio.
– La culpa es tuya. -Audrey sonrió, pero la expresión de Sarah seguía siendo de asombro-. Tú nos presentaste. Voy a casarme con Tom Harrison y me iré a vivir a St. Louis. -Miró a Mimi y a Sarah con expresión de disculpa-. Siento mucho dejaros, pero es el hombre más maravilloso que he conocido en mi vida. -Se rió de sí misma mientras los ojos se le llenaban de lágrimas-. Si no aprovecho esta oportunidad, puede que no tenga otra. Odio dejar San Francisco, pero Tom no está preparado para jubilarse aún ni lo estará en mucho tiempo. Tal vez volvamos aquí cuando lo haga, pero entretanto viviré en St. Louis.
Miró con ternura a Sarah y a su madre mientras ambas digerían la noticia. Jeff se levantó y se acercó para darle un abrazo y felicitarla. Fue el primero en hacerlo.
– Gracias, Jeff -dijo, conmovida, Audrey.
George se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
– Bien hecho. ¿Y cuándo es la boda? -Nada le gustaba tanto en esta vida como los bailes y las fiestas, y todos rieron cuando lo dijo.
– Creo que pronto. Tom no ve ninguna razón para esperar. Queremos hacer un viaje juntos este verano y pensó que bien podía ser nuestra luna de miel. Le gustaría ir a Europa. Se me declaró en Nueva York y hemos pensado que podríamos casarnos a finales de junio. Sé que puede parecer cursi, pero me gusta la idea de ser una novia de junio.
El rubor cubrió sus mejillas y Sarah sonrió. Estaba feliz por ella. En ningún momento imaginó que el encuentro que había tramado tendría semejante final. Solo se había atrevido a esperar que fueran amigos y se vieran de vez en cuando. Aquello era como ganar el bote en Las Vegas.
– ¿Estabas con él en Nueva York? -preguntó intrigada.
– Sí -dijo Audrey con una amplia sonrisa.
En su vida había sido tan feliz. Sarah había estado en lo cierto. Tom era un hombre estupendo.
De regreso de Nueva York había hecho escala en St. Louis para conocer a los hijos de Tom. La recibieron con los brazos abiertos y pasó un tiempo con Debbie y sus enfermeras. Le leyó cuentos que solía leerle a Sarah cuando era niña mientras Tom las contemplaba desde la puerta con lágrimas en los ojos. Audrey estaba dispuesta a echarle una mano con las enfermeras y con los cuidados de Debbie, como había hecho su difunta esposa. Quería hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudarle.
Miró en torno a la mesa con los ojos vidriosos.
– Me siento muy culpable por abandonaros. -Se volvió hacia Sarah y su madre-. Pero no puedo dejar escapar esta oportunidad. Tom me hace tan feliz…
Sarah se levantó para abrazarla y Mimi se puso en la cola. Las tres mujeres estaban llorando de alegría mientras Jeff sonreía a George. Le violentaba un poco participar de un momento tan íntimo, pero los dos hombres parecían emocionados.
– ¡Qué gran noche! -exclamó George.
Sarah fue a la nevera a por una botella de champán que había traído de su apartamento y Jeff se ofreció a abrirla. Brindaron por la novia y por Tom y de repente Sarah cayó en la cuenta de que tenían una boda que organizar.
– ¿Dónde tenéis pensado casaros, mamá?
– Caray, no tengo ni idea -dijo Audrey, dejando la copa sobre la mesa-. Todavía no lo hemos hablado. Será en San Francisco, eso seguro. Vendrán todos los hijos de Tom, con excepción de Debbie. Queremos una boda íntima, únicamente la familia y algunos amigos. -En el caso de Audrey, eso significaba una docena de mujeres con las que salía desde hacía veinte años-. La hija de Tom quiere organizamos una fiesta en St. Louis, pero creo que no queremos una gran boda. -Audrey no tenía un amplio círculo de amigos y Tom no conocía a nadie en San Francisco.
– Se me ocurre una idea -dijo Sarah con una sonrisa-. Para entonces mi casa ya estará pintada. -Aún faltaban casi dos meses para la boda-. ¿Por qué no os casáis aquí? Podrías ayudarme a organizarlo todo. Alquilaríamos mobiliario y puede que algunas plantas. Podríamos celebrar la ceremonia en el salón y servir las copas en el jardín… sería maravilloso, y es una casa de la familia. ¿Qué me dices?
Audrey la miró y su rostro se iluminó.
– Me encantaría. Tom no es muy religioso y creo que estaría más cómodo aquí que en una iglesia. Se lo preguntaré, pero la idea me parece fantástica. ¿Qué opinas tú, mamá? -Se volvió hacia Mimi, que le estaba sonriendo con cariño.
– Estoy muy contenta por ti, Audrey, y creo que sería maravilloso hacerlo aquí, si Sarah se siente capaz. Significaría mucho para mí.
Audrey dijo que contrataría músicos y un servicio de catering, y su florista podría encargarse de las flores. Lo único que Sarah tenía que hacer era estar allí. Y de las invitaciones se encargarían ella y Tom. Sarah todavía no acababa de creérselo. Su madre iba a casarse y a mudarse a St. Louis.
– Te echaré mucho de menos, mamá -dijo cuando la acompañó a la puerta. Tenían un montón de detalles que organizar, y Audrey rezumaba entusiasmo por todos sus poros, especialmente por el novio, como debía ser-. Fuiste tú quien me aconsejó que alquilara la casa para bodas cuando la tuviera terminada -añadió, riendo-. Nunca pensé que tu boda sería la primera.
– Ni yo. -Audrey rodeó a su hija con un brazo-. Puedo servirte de conejillo de Indias. Espero que uno de estos días la boda que celebremos en esta casa sea la tuya. -Lo decía de corazón-. Por cierto, me gusta tu arquitecto, es encantador. Es una pena que tenga novia. ¿Van realmente en serio?
Audrey siempre estaba haciendo de celestina, pero esta vez Sarah se le había adelantado y por partida doble. No obstante, aún no estaba preparada para decirle que salía con Jeff. Quería esperar un tiempo, disfrutar en privado del proceso de descubrirse mutuamente.
– Vivieron juntos catorce años -dijo Sarah en tiempo pasado, pero Audrey estaba demasiado emocionada con todo lo demás para reparar en ese detalle.
– Es una pena… y creo que dijiste que tienen una casa y un negocio juntos. En fin, también está Fred, el hijo de Tom. Es adorable y acaba de divorciarse. Ya tiene un millón de pretendientas. Le conocerás en la boda.
– Me parece que no tengo ganas de hacer cola, mamá. Además, geográficamente no me conviene. Soy socia de un bufete de abogados en San Francisco.
– Bueno, ya encontraremos a alguien -la tranquilizó Audrey, pero Sarah no estaba intranquila. Ahora se sentía a gusto sola, y aunque todavía fuera un secreto, estaba saliendo con Jeff. No estaba desesperada por encontrar un hombre. Y en su opinión, ya lo tenía. Un gran hombre.
– Te llamaré pronto, mamá. Me alegro mucho por ti y por Tom -dijo Sarah, despidiéndose con un beso.
Mimi y George se marcharon unos minutos después. Hacían una pareja adorable. Sarah le dijo a Mimi que esperaba que la siguiente boda fuera la suya. Mimi le respondió con una risita ahogada que no dijera bobadas y George dejó escapar una carcajada. Estaban bien así, asistiendo a sus bailes y fiestas, jugando al golf y divirtiéndose en Palm Springs. Tenían todo lo que deseaban sin estar casados. Tom, en cambio, sería estupendo para Audrey, que todavía era lo bastante joven para desear un marido. Mimi dijo que era feliz tal y como estaba.
Cuando todos se hubieron marchado reinó una extraña calma. Sarah regresó a la cocina pensando en lo raro que se le hacía que su madre se fuera a vivir a otra ciudad. Ya la echaba de menos. En los últimos meses su relación había mejorado tanto que para ella iba a suponer una gran pérdida. Se sentía como una niña abandonada. No se atrevía a expresar ese sentimiento con palabras, porque la hacía sentirse ridícula, pero era lo que sentía.
– Vaya nochecita -dijo cuando entró en la cocina. Jeff estaba llenando el lavavajillas-. No me lo esperaba en absoluto -añadió, acercándose para ayudarle-, pero me alegro mucho por mi madre.
– ¿Te parece bien? -Jeff la miró directamente a los ojos. La conocía mejor de lo que Sarah creía, y se preocupaba por ella-. ¿Es un buen hombre? -Le gustaba su familia, y de repente sintió que deseaba proteger a Audrey, aunque apenas la conociera.
– ¿Tom? Es maravilloso. Yo misma los presenté. Es uno de los herederos del patrimonio de Stanley Perlman y de esta casa. Pero nunca imaginé que se casarían. Sé que cenaron juntos cuando Tom estuvo aquí y que él le envió algunos correos electrónicos, pero mi madre no había vuelto a mencionármelo desde entonces. Creo que será muy feliz con él, y exceptuando sus comentarios mordaces, mi madre es una gran mujer. -La respetaba y la quería, aunque le hubiera hecho sufrir en el pasado. Pero esa época ya era historia. Y ahora que estaban más unidas que nunca, se marchaba-. La echaré de menos. Me siento como si acabaran de dejarme en el campamento. -Jeff sonrió y dejó de llenar el lavavajillas el tiempo suficiente para darle un beso en los labios.
– Estarás bien. Podrás ir a verla siempre que quieras y estoy seguro de que Audrey vendrá a veros a menudo. También ella os echará de menos a ti y a Mimi. Y ahora que lo recuerdo, tengo algo que confesarte.
– ¿Qué? -Jeff sabía tranquilizarla, y a Sarah le encantaba ese aspecto de él. Era un hombre estable y reconfortante. Nunca daba la impresión de estar a punto de echar a correr. Era la clase de hombre que se comprometía y permanecía, como había hecho con Marie-Louise hasta que esta se marchó.
– Mi confesión es que aunque salga contigo, me he enamorado perdidamente de Mimi. Quiero que huyamos y nos casemos, y si es necesario estoy dispuesto a enfrentarme a George. Es la mujer más dulce, adorable y divertida que conozco, mejorando lo presente, claro. Solo quería que supieras que voy a proponerle matrimonio uno de estos días. Espero que no te importe.
Sarah se estaba desternillando, feliz de que su abuela le hubiera caído tan bien. Mimi era una mujer irresistible y Jeff hablaba completamente en serio.
– ¿Verdad que es increíble? Es la mejor abuela del mundo. Nunca le he oído decir nada malo de nadie, se encariña con toda la gente que conoce y se lo pasa bien en todas partes. Todo el mundo la adora. No conozco a nadie con una actitud tan positiva ante la vida.
– Estoy totalmente de acuerdo -convino Jeff mientras ponía en marcha el lavavajillas y se volvía hacia Sarah-. Entonces, ¿no te importa si me caso con ella?
– En absoluto. Yo me encargo de la boda. Caray, eso te convertiría en mi abuelastro. ¿Tendré que llamarte abuelo?
Jeff hizo una mueca.
– Abuelo Jeff sonaría un poco mejor, ¿no crees? -dijo. Luego sonrió con picardía-. Eso significa que soy un viejo muy verde por salir contigo.
En realidad solo le llevaba seis años. Mientras lo decía, la estrechó entre sus brazos y la besó. Le había conmovido formar parte de su cena familiar y haber compartido, además, una gran noticia. Nadie la esperaba, pero había hecho que la velada resultara especialmente emotiva, sobre todo para Mimi, cuya hija deseaba casarse en la casa donde ella había nacido. Habían cerrado el círculo.
Sarah le ofreció otra copa de vino. Disponían de pocos lugares donde sentarse. Sarah solo tenía las sillas de la cocina y la cama de arriba. El resto del tiempo lo pasaban trabajando en la casa y no les importaba sentarse en el suelo. Pero en noches como esa las opciones eran limitadas. Y Sarah sentía que aún no tenía suficiente confianza con Jeff para invitarlo a tumbarse en su cama a ver la tele. Tampoco en el dormitorio tenía asientos, aunque había encargado un pequeño sofá rosa que tardaría meses en llegar.
Jeff dijo que ya había bebido suficiente y se quedaron charlando en la cocina un largo rato. Se daba cuenta de la incomodidad social que generaba la falta de mobiliario. Conocía bien las circunstancias de Sarah. Finalmente ella bostezó y él sonrió.
– Será mejor que te acuestes -dijo, levantándose.
Sarah le acompañó hasta la puerta.
Jeff la besó y de repente puso cara de desconcierto.
– ¿Qué día es hoy?
– No lo sé -farfulló Sarah mientras él la besaba de nuevo. Estaba calculando algo, pero Sarah ignoraba qué. Le gustaban las tonterías que hacía a veces, le hacían sentirse joven.
– Bueno, si la comida fue nuestra primera cita oficial… ¿Fue eso lo que acordamos?… -dijo, besándola una vez más-. Y luego hubo tres cenas… dos aquí y una fuera… lo que hacen cuatro… significa que esta noche es nuestra quinta cita, creo…
– ¿De qué estás hablando? -rió Sarah-. Eres un completo bobo. ¿Qué importa qué día sea hoy? -No entendía adonde quería ir a parar, y tampoco podían dejar de besarse. Fuera el día que fuera, era un gran día y Sarah adoraba sus besos. No podía despegarse de Jeff el tiempo suficiente para dejarle partir, y él parecía tener el mismo problema.
– Solo estaba tratando de decidir -dijo Jeff con la voz ronca por la pasión- si aún es pronto para preguntarte si puedo quedarme a pasar la noche… ¿Qué opinas tú?
Sarah soltó una risita. Le gustaba la idea, y se había estado haciendo la misma pregunta.
– Creía que ibas a casarte con Mimi… abuelo Jeff.
– Mmmm… es cierto… aunque el compromiso todavía no es oficial… y tampoco tiene por qué enterarse… a menos que… ¿Qué opinas tú, Sarah? ¿Quieres que me vaya? -preguntó, poniéndose súbitamente serio. No quería hacer nada que pudiera disgustarla. No tenía prisa, pero desde el día que se conocieron soñaba con pasar la noche con ella-. Si quieres que me vaya, me iré. -Se preguntaba si aún era pronto para ella. Para él no.
Y, al parecer, tampoco para ella. Sarah negó con la cabeza. Decididamente, no quería que se marchara. Esbozó una sonrisa tímida.
– Me encantaría que te quedaras… Es un poco violento, ¿verdad?… No puede decirse que mi dormitorio esté a unos pasos de aquí… -Tenían que subir dos pisos, lo que impedía poder llegar hasta su cama de una forma sutil.
– ¿Te reto a una carrera? -rió Jeff al tiempo que ella apagaba las luces y ponía la cadena en la puerta-. Te subiría en brazos, pero si te soy sincero, estaría hecho polvo para cuando alcanzáramos tu dormitorio. Viejas lesiones de mis tiempos de futbolista en la universidad… Pero si no hay más remedio podría llevarte sobre un hombro. No machaca tanto las lumbares.
Sarah sonrió mientras le cogía la mano y juntos tomaban la majestuosa escalera que conducía a su dormitorio. Su nueva cama lucía muy rosa y muy bonita en la habitación principal, y las dos lámparas de noche proyectaban una luz tenue.
– Bienvenido a casa -dijo suavemente, volviéndose hacia Jeff. El la estaba mirando maravillado. Con suma dulzura, le soltó el cabello y dejó que le cayera como una cascada por la espalda. Los enormes ojos azules de Sarah eran un pozo de honestidad y esperanza.
– Te quiero, Sarah -dijo con voz queda-. Te quise desde el primer día que te vi… Nunca pensé que sería lo bastante afortunado para vivir este momento…
– Yo tampoco -susurró ella, y Jeff la subió delicadamente a la cama.
Se desvistieron y se acurrucaron bajo las sábanas. Sarah apagó la lámpara de su mesilla y él apagó la lámpara de la suya, y se unieron en un abrazo que fue ganando intensidad a medida que su pasión aumentaba. Las manos de Jeff estaban empezando a hacer vibrar el cuerpo de Sarah al tiempo que le susurraba al oído:
– Siempre recordaré lo que sucedió en nuestra quinta cita.
Él la estaba provocando con sus palabras y sus labios mientras ella reía suavemente.
– Chisss… -dijo, y se fundió en él, en la cama del cabecero rosa, en la habitación que había sido de Lilli.