17

El avión aterrizó en el aeropuerto de Charles de Gaulle a las ocho de la mañana, hora parisina. Sarah tardó una hora en recoger su equipaje y cruzar la aduana. A las diez estaba atravesando los Campos Elíseos en un taxi con una amplia sonrisa en el rostro. Había dormido bien en el avión. Las once horas de vuelo se le habían hecho eternas, pero finalmente estaba en París. Se sentía como la heroína de una película cuando cruzó la plaza de la Concorde con sus fuentes y el puente de Alejandro III en dirección a Los Inválidos, donde estaba enterrado Napoleón. Se hospedaba en la orilla izquierda, en un pequeño hotel del boulevard Saint-Germain, el corazón del Barrio Latino. Jeff le había dado el nombre del hotel, recomendado por Marie-Louise. Era perfecto.

Sarah dejó el equipaje en la habitación y salió a caminar por París. Se detuvo en un café para tomar un café filtre y cenó sola en un restaurante. Al día siguiente fue al Louvre y, como buena turista, subió a un Bateau Mouche. Visitó Notre Dame y el Sacre Coeur y admiró la Ópera. Había estado en París otras veces, pero aquella ocasión era especial. Nunca se había sentido tan liberada, tan ligera. Pasó tres días estupendos en la ciudad y luego tomó un tren a Dordogne. El conserje de su hotel en París le había recomendado un lugar para alojarse. Dijo que era sencillo, limpio y pequeño, justo lo que Sarah estaba buscando. No había viajado para hacer alarde. Y la sorprendía lo a gusto que estaba sola. Se sentía muy segura, y pese a su limitado francés, la gente se mostraba muy amable y atenta.

Al bajar del tren tomó un taxi hasta el hotel. Era un viejo Renault que avanzaba dando tumbos por la carretera, y el paisaje era precioso. Se hallaba en tierra de caballos y divisó varios establos. También algunos castillos, la mayoría en estado ruinoso. Se preguntó si el de Lilli se hallaría en ese estado o si lo habrían restaurado. Estaba impaciente por verlo. Había anotado cuidadosamente el nombre del castillo y se lo mostró al recepcionista del hotel. El hombre asintió y le dijo algo ininteligible en francés, luego le indicó su emplazamiento en un mapa y en un inglés entrecortado le preguntó si quería que alguien la llevara en coche. Sarah dijo que sí. Como ya anochecía, el recepcionista le prometió que un coche estaría esperándola por la mañana.

Esa noche Sarah cenó en el hotel. Pidió un delicioso foie gras elaborado cerca de Périgord y acompañado de manzanas asadas, seguido de ensalada y queso. De vuelta en su habitación se metió bajo el edredón de plumas y durmió como un bebé hasta la mañana siguiente. La despertó el sol que se filtraba por las ventanas. No se había molestado en cerrar los pesados postigos. Prefería la luz del sol. La habitación tenía un cuarto de baño privado con una enorme bañera. Después de bañarse y vestirse, bajó para desayunar un café au lait servido en cuenco y cruasanes hechos esa misma mañana. Solo le faltaba un compañero con quien compartir todo eso. No tenía a nadie con quien hablar de lo buena que estaba la comida o de lo bello que era el paisaje mientras el conductor que le había prometido el recepcionista la llevaba al Château de Mailliard, el castillo donde su bisabuela había vivido durante sus años en Francia.

Estaba a media hora en coche del hotel, y antes de llegar vieron una hermosa iglesia. En otros tiempos había pertenecido al castillo, le explicó el joven conductor en un inglés chapurreado. A renglón seguido se adentraron lentamente en una carretera estrecha y fue entonces cuando Sarah lo vio. De enormes proporciones, tenía torrecillas, un patio y varios anexos. Erigido en el siglo XVI, era muy bello, aunque actualmente se hallaba en fase de reconstrucción. Un pesado andamio rodeaba el edificio principal y, como en la calle Scott, había varios obreros trabajando diligentemente.

– Nuevo dueño -explicó el conductor, señalando el edificio-. ¡Arreglar! -Sarah asintió. Por lo visto, alguien lo había comprado recientemente-. ¡Muy rico! ¡Vino! ¡Muy bueno! -Se sonrieron. El nuevo propietario había hecho su fortuna con el vino.

Sarah se apeó del coche y miró a su alrededor, intrigada por los edificios anexos y las tierras circundantes. Había huertos y viñas, y un establo gigantesco, aunque sin rastro de caballos. El castillo debió de ser muy bonito en la época de Lilli, se dijo. Lilli tenía el don de ir a parar a casas sorprendentes, pensó con una sonrisa, y de dar con hombres que sabían mimarla. Se preguntó si había sido feliz en el castillo, si había echado de menos a sus hijos o a Alexandre, o la casa de San Francisco. Aquello era muy diferente y se hallaba muy lejos de su hogar. Y aunque no era madre, Sarah no podía imaginar que alguien pudiera abandonar a sus hijos. Al pensar en ello su corazón se compadeció de Mimi.

Ningún obrero le prestó atención y Sarah estuvo cerca de una hora deambulando por la propiedad. Le habría gustado ver el castillo por dentro, pero no se atrevía a entrar, de modo que se quedó fuera y levantó la vista para contemplarlo. Había un hombre en una ventana, mirándola. Se preguntó si iba a pedirle que se marchara. Al cabo de unos minutos el hombre apareció en la entrada y caminó hasta ella con cara de extrañeza. Alto y con el pelo blanco, vestía un jersey, unos vaqueros y botas de trabajo, pero no parecía un obrero. Tenía un porte autoritario, y mientras se acercaba Sarah reparó en el grueso reloj de oro que lucía en la muñeca.

Puis-je vous aider, mademoiselle? -preguntó educadamente. La había estado observando durante un rato. Aunque parecía inofensiva, se preguntó si era periodista. Por allí no iban muchos turistas, pero sí periodistas, buscándolo a él.

– Lo siento. -Sarah levantó las manos con una sonrisa tímida-. Je ne parle pas francais. -Era cuanto sabía decir, que no hablaba francés-. Soy estadounidense.

El hombre asintió.

– ¿Puedo ayudarla, señorita? -preguntó de nuevo, esta vez en inglés-. ¿Está buscando a alguien? -Hablaba un inglés con acento pero impecable.

– No. -Sarah negó con la cabeza-. Solo quería ver el castillo. Es precioso. Mi bisabuela vivió aquí hace muchos años.

– ¿Era francesa? -preguntó él, intrigado. De cincuenta y pocos años, era un hombre muy atractivo. Parecía fuerte e inteligente, y observaba a Sarah con detenimiento.

– No, estadounidense, pero se casó con un marqués. El marqués de Mailliard. Se llamaba Lilli. -Sarah hablaba como si estuviera ofreciendo referencias, y el hombre sonrió.

– Mi bisabuela también vivió aquí -dijo, todavía sonriendo-. Y también mi abuela, y mi madre. De hecho, trabajaban aquí. Es probable que mi abuela trabajara para la suya.

– En realidad era mi bisabuela -le recordó Sarah, y él asintió-. Lamento la intromisión. Solo quería ver dónde vivía.

– Viene poca gente por aquí -dijo el hombre, estudiando a Sarah. Parecía una jovencita, con sus vaqueros y sus zapatillas deportivas, el jersey sobre los hombros y el pelo recogido en una trenza-. El palacio permaneció cerrado más de sesenta años. Lo compré el año pasado en un estado ruinoso. Nadie lo había tocado desde la guerra. Lo estamos restaurando a fondo. Acabo de mudarme.

Sarah asintió con una sonrisa.

– Yo acabo de comprar la casa de mi bisabuela en San Francisco. Es enorme, aunque no tanto como esta. Lleva deshabitada desde 1930, salvo por algunas habitaciones del ático. Mi bisabuelo la vendió cuando mi bisabuela se marchó después del crack de 1929. La estoy restaurando y a mi vuelta me instalaré en ella.

– Por lo visto a su bisabuela le gustaban las casas grandes, mademoiselle, y los hombres capaces de regalárselas. -Sarah asintió. Esa era Lilli-. Usted y yo tenemos mucho en común. Estamos haciendo lo mismo en ambas casas. -Sarah rió y él la secundó-. Espero que su bisabuela sea capaz de apreciarlo. ¿Le gustaría ver el castillo por dentro?

Era un hombre muy hospitalario. Sarah titubeó y finalmente aceptó. Estaba deseando visitar el castillo y poder describírselo a Mimi, a su madre y a Jeff.

– Solo me quedaré unos minutos, no quiero ser una molestia. Mi abuela me contó que vino hace años pero que, como usted bien ha dicho, lo encontró cerrado. ¿Por qué no ha vivido nadie aquí en todo este tiempo?

– Por falta de herederos. El último marqués no tenía hijos. Unas personas lo compraron después de la guerra pero murieron al poco tiempo, y en la familia se generó una gran batalla. Pelearon por el castillo durante veinte años y nunca lo habitaron. Finalmente se olvidaron del tema, la gente que lo había querido ya no estaba en este mundo y el resto no deseaba vivir aquí. Llevaba muchos años en venta, pero nadie era lo bastante insensato para comprarlo hasta que llegué yo. -El hombre rió y saludó a los obreros antes de entrar.

El interior del castillo era vasto y un poco lúgubre. Tenía unos techos altísimos, una gran escalera que conducía a los pisos superiores y largos pasillos donde Sarah podía imaginar retratos de antepasados. Ahora había alfombras enrolladas contra las paredes. De los muros pendían apliques para velas, y a medida que avanzaban los altos ventanales dejaban entrar el sol. Se dijo que la casa de San Francisco era más bonita y luminosa, pero infinitamente más pequeña. El castillo tenía un aire tenebroso que encontraba algo triste. La vida allí era muy diferente. Se preguntó una vez más si Lilli había sido feliz en ese castillo, en su vida de marquesa. Era una vida muy distinta.

El nuevo propietario la condujo hasta el primer piso y le mostró los enormes dormitorios y varias librerías todavía repletas de libros. Había un salón con una chimenea en la que cabía un hombre erguido, y así se lo demostró su anfitrión. Luego, cayendo repentinamente en la cuenta, le tendió una mano.

– Perdone que no me haya presentado. Soy Pierre Pettit. -Le estrechó la mano y Sarah se presentó a su vez-. Nada que ver con el marqués de Mailliard -bromeó-. Usted es bisnieta de una marquesa y yo bisnieto de una campesina y nieto de una cocinera. Mi madre estuvo sirviendo aquí cuando era joven. Compré el castillo porque mi familia trabajó en él durante todo el tiempo que los Mailliard lo habitaron. Originariamente eran siervos. Pensé que había llegado el momento de poner un Pettit en el castillo, dado que no quedaba ya ningún Mailliard. Los campesinos son una estirpe más resistente y con el tiempo dominarán el mundo. -Pierre rió-. Me alegro mucho de conocerla, Sarah Anderson. ¿Le apetece una copa de vino?

Sarah titubeó, y él la invitó a pasar a una enorme cocina que todavía constituía una reliquia del pasado. Los fogones tenían al menos ochenta años y se parecían mucho a los que ella acababa de tirar.

Sarah no lo sabía, pero Pierre Pettit era uno de los vinateros más importantes de Francia. Exportaba vino a todo el mundo, sobre todo a Estados Unidos, pero también a otros países. Sacó una botella de un estante y Sarah se quedó de piedra al ver el nombre y el año. Era un Château Margaux del 68.

– Fue el año que yo nací -dijo con una sonrisa tímida, aceptando la copa que él le tendía.

– Hubiera debido respirar un rato -se disculpó Pierre, y la acompañó a ver el resto del castillo.

Media hora después estaban de nuevo en la cocina. El castillo había sido muy bello en otros tiempos pero ahora era un lugar lóbrego. Pierre le había explicado su proyecto mientras lo recorrían y preguntado cosas sobre su casa. Sarah le contó lo que estaba haciendo y lo mucho que disfrutaba, y también la historia de Lilli.

– Cuesta creer que abandonara a sus hijos, ¿no cree? Yo no tengo hijos, pero no puedo imaginar a una mujer haciendo algo así. ¿La odia su abuela por ello?

– Nunca habla de su madre, pero creo que no. Sabe muy poco de ella. Tenía seis años cuando la abandonó.

– Debió de romperle el corazón a su marido -dijo compasivamente Pierre.

– Eso creo. Falleció quince años más tarde, pero mi abuela cuenta que después de perder su fortuna y a su esposa, se convirtió en un ermitaño y fue la pena lo que lo mató.

Pierre Pettit meneó la cabeza y bebió un sorbo de vino.

– Las mujeres son capaces de esas cosas -dijo, mirando a Sarah-. Pueden ser criaturas crueles, por eso nunca me casé. Además, es mucho más entretenido que te rompan el corazón muchas mujeres que no una sola.

Se echó a reír y Sarah rió con él. No parecía un hombre al que le hubieran roto el corazón, sino alguien que había roto más de uno y disfrutaba con ello. Pierre era muy atractivo, poseía mucho carisma y un gran ojo para los negocios. Estaba invirtiendo una fortuna en restaurar el castillo.

– ¿Sabe? Creo que hay alguien a quien le gustaría conocer -dijo pensativamente-. Mi abuela. Era la cocinera en esta casa cuando su bisabuela vivía aquí. Tiene noventa y tres años y está muy delicada. No puede caminar, pero lo recuerda todo con minuciosidad. Todavía conserva una memoria excelente. ¿Le gustaría conocerla?

– Desde luego. -Los ojos de Sarah se iluminaron.

– Vive a una media hora de aquí. ¿Quiere que la lleve? -se ofreció Pierre, dejando su copa con una sonrisa.

– ¿No será mucha molestia? Tengo un chófer esperando fuera. Podría indicarle cómo ir.

– Ni hablar. Además, no tengo nada que hacer aquí. Vivo en París. Solo he venido unos días para supervisar el trabajo. -Le había contado a Sarah que llevaban un año de reformas y que aún faltaban dos para terminar-. La llevaré en mi coche. Me gusta visitar a mi abuela y ella siempre me regaña porque no voy a verla lo bastante a menudo. Ahora tengo un buen pretexto, porque mi abuela no habla inglés. Le haré de intérprete.

Salió con paso firme y Sarah le siguió, feliz de haberle conocido y de tener la oportunidad de hablar con una mujer que había conocido a Lilli. Confiaba en que su memoria fuera tan buena como la de su nieto. Deseaba poder volver a casa con algo que contar a Mimi sobre su madre. Deseaba hacerle ese regalo y estaba agradecida a Pierre Pettit por su ayuda.

La dejó en el patio y dijo que enseguida volvía. Cinco minutos después reapareció al volante de un precioso Rolls negro descapotable. Pierre Pettit sabía cuidarse. Sus antepasados habría sido siervos, pero no había duda de que él era un hombre muy rico.

Sarah se sentó a su lado después de explicar al conductor que el caballero del Rolls la devolvería al hotel. Quiso pagarle, pero el joven dijo que se lo añadirían a la cuenta. Instantes después Sarah y Pierre partieron. Por el camino charlaron relajadamente. Él le preguntó sobre su trabajo y su vida en San Francisco. Sarah le explicó que era abogada y Pierre le preguntó si estaba casada. Sarah respondió que no.

– Todavía es joven -dijo él con una sonrisa-. Algún día se casará. -Lo dijo casi con petulancia, y Sarah no dudó en aceptar el desafío. Le gustaba ese hombre, y había sido muy amable con ella. Estaba disfrutando enormemente de su paseo por la campiña en el Rolls. Habría sido difícil no hacerlo. Era un precioso día de abril y estaba en Francia, paseando en un Rolls-Royce con un hombre sumamente atractivo, dueño de un castillo. Era casi surrealista.

– ¿Por qué cree que algún día me casaré? Usted no se ha casado. ¿Por qué debería hacerlo yo?

– Ahhh… es una de esas, ¿verdad? Una mujer independiente. ¿Por qué no quiere casarse? -Disfrutaba picándola. Era evidente que le gustaban las mujeres, y Sarah sospechaba que las mujeres le adoraban.

– No necesito estar casada, soy feliz como estoy -respondió tranquilamente Sarah.

– No, no lo es -repuso él-. Hace una hora estaba sola en un viejo Renault sin nadie con quien hablar. Ahora está en un Rolls-Royce hablando conmigo, riendo y viendo cosas bonitas. ¿No es mejor así?

– No estoy casada con usted -señaló Sarah-. Estamos mucho mejor así, los dos. ¿No cree?

Pierre rió. Le gustaba la respuesta. Y le gustaba Sarah. Era inteligente y rápida.

– Quizá tenga razón. ¿Y los hijos? ¿No quiere tener hijos? -Sarah negó con la cabeza-. ¿Por qué no? La mayoría de la gente parece encantada con sus hijos.

– Trabajo mucho. No creo que pudiera ser una buena madre. No dispongo de tiempo. -Era una excusa fácil.

– Seguramente trabaja más de la cuenta -insinuó Pierre.

Hablaba como Stanley, pero este hombre era diferente. A él le gustaba pasarlo bien y disfrutar de las cosas. A diferencia de Stanley, había aprendido ciertos secretos de la vida.

– Puede. ¿Y usted? Probablemente tuvo que trabajar mucho para conseguir todo esto. -No lo había heredado, se lo había ganado a pulso.

Pierre contestó riendo.

– A veces trabajo demasiado y a veces juego demasiado. Me gustan los dos extremos en momentos diferentes. Hay que trabajar mucho para poder jugar mucho. Tengo un barco maravilloso en el sur. Un yate. ¿Le gustan los barcos?

– Hace tiempo que no subo a uno. -Desde su época en la universidad, cuando navegaba con sus amigos en Martha's Vineyard, pero estaba segura de que los barcos en los que había estado nada tenían que ver con el de Pierre.

Llegaron a casa de su abuela unos minutos después. Era una casita compacta, rodeada de una valla, y muy bien cuidada, con rosales delante y un diminuto viñedo detrás. Pierre bajó y abrió caballerosamente la portezuela a Sarah. Estar con él era toda una experiencia. Sarah tenía la sensación de estar en una película en la que ella era la protagonista. Estaba muy lejos de San Francisco.

Pierre llamó al timbre y abrió la puerta. Una mujer se acercó con paso presto mientras se secaba las manos en el delantal. Habló con Pierre y señaló a alguien en el jardín de atrás. Era la cuidadora de su abuela. Pierre condujo a Sarah por la casa hasta el jardín. Estaba llena de antigüedades y tenía cortinas alegres en las ventanas. Era una casa pequeña, pero Pierre cuidaba bien de su abuela. La encontraron sentada en una silla de ruedas en el jardín, con vistas a los viñedos y la campiña. Había vivido en esa parte del mundo toda su vida y su nieto le había comprado la casa muchos años atrás. Para ella era un palacio. Al verlo llegar sus ojos se iluminaron.

Bonjour, Pierre! -exclamó feliz antes de sonreír a Sarah.

Parecía contenta de verla, le gustaban las visitas, sobre todo la de su nieto. Era la alegría de su vida y se notaba que estaba orgullosa de él.

Bonjour, mamie.

Le presentó a Sarah y explicó el motivo de la visita. La abuela respondió con muchas exclamaciones y asentimientos de cabeza en señal de bienvenida. Mientras ella y Pierre charlaban animadamente, la cuidadora reapareció con galletas y limonada, sirvió unos vasos y dejó la jarra sobre la mesa, por si querían más. Las galletas estaban deliciosas.

Pierre se volvió entonces hacia Sarah y acercó dos sillas.

– Dice que conocía bien a su bisabuela y que siempre le gustó, que era una mujer encantadora. Mi abuela tenía diecisiete años y era solo pinche cuando Lilli llegó a la casa. Dice que su bisabuela siempre fue muy buena con ella. -La mujer se refería a Lilli como Madame la Marquise-. Su bisabuela la ayudó a convertirse en cocinera unos años después. Dice que ignoraba que tuviera hijos hasta que un día la vio contemplar en el jardín unas fotografías de ellos mientras lloraba. Pero aparte de eso, era muy feliz aquí. Tenía un carácter risueño y adoraba a su marido. Él era unos años mayor y la veneraba. Mi abuela dice que eran muy felices. El marqués reía mucho cuando estaban juntos. Dice que todos lo pasaron muy mal cuando llegaron los alemanes. Ocuparon los establos y una parte del castillo, y los edificios anexos se llenaron con sus hombres. A veces eran muy groseros y robaban comida de la cocina. Su bisabuela era amable con ellos, pero no le gustaban. Dice que Lilli se puso muy enferma hacia el final de la guerra. No tenían medicinas y cada vez estaba peor, y el marqués estuvo a punto de volverse loco de preocupación. Creo que tenía tuberculosis o neumonía -añadió Pierre con suavidad.

Era un relato fascinante para ambos y en especial para Sarah. Se imaginó a Lilli llorando sobre las fotografías de Mimi y su hermano. Ahora caía en la cuenta de que este había muerto el mismo año que su madre, en 1945, justo antes de que terminara la guerra. Alexandre, el ex marido de Lilli, también había fallecido ese año. Costaba imaginar que Lilli hubiera podido sobrevivir todos esos años sin tener noticias ni contacto con sus hijos y con la gente que había querido. Los dejó a todos por el marqués, cerró las puertas de su pasado y jamás volvió a abrirlas.

– Mi abuela dice que su bisabuela al final murió, pese a ser todavía muy joven -prosiguió Pierre-. Dice que era la mujer más bella que había visto en su vida. El marqués se vino abajo. Mi abuela cree que todo ese tiempo estuvo en la Resistencia, pero nadie lo sabía con certeza. Cuando su esposa falleció, empezó a ausentarse con frecuencia, quizá para cumplir misiones con las células locales o de otros distritos. Los alemanes le mataron una noche no lejos de aquí. Dijeron que quería hacer volar un tren, pero ignora qué hay de verdad en eso. Era un buen hombre y no habría sido capaz de matar a seres humanos, a menos, quizá, que fueran alemanes. Mi abuela cree que el marqués se dejó matar porque no soportaba más el sufrimiento por la muerte de su esposa. Ambos murieron con pocos meses de diferencia y están enterrados en el cementerio próximo al castillo. Puedo llevarla allí si lo desea. -Sarah asintió-. Mi abuela dice que todo el mundo lamentó mucho la muerte de los marqueses. Los alemanes tenían a los sirvientes retenidos y les hacían trabajar mucho. El comandante se instaló en el castillo tras la muerte del marqués. Luego los alemanes se marcharon y al terminar la guerra los sirvientes se dispersaron y el castillo se cerró. Más tarde alguien lo compró… y el resto ya lo conoce. Es una historia increíble.

Sarah tomó la mano de la anciana en señal de agradecimiento. La abuela de Pierre asintió con una sonrisa, comprendía el gesto. Pierre estaba en lo cierto, tenía la mente muy clara. La historia que había compartido con Sarah constituía un regalo que podría llevar a Mimi, la historia de los años y los últimos días de su madre en Francia.

– Gracias… merci… -repitió Sarah, sosteniéndole la mano.

La anciana era su único enlace con su difunta bisabuela, la mujer que había desaparecido y cuya casa poseía ella ahora. Una mujer a la que dos hombres habían amado tan apasionadamente que murieron al perderla. Ella perteneció a los dos y al final se marchó sola de este mundo, como un bello pájaro que podía ser amado y admirado pero no enjaulado. Mientras Sarah meditaba sobre la historia de Lilli, la anciana arrugó el entrecejo y dijo algo a su nieto. Pierre asintió y se volvió hacia Sarah.

– Mi abuela dice que recuerda algo más sobre los hijos de Lilli. Dice que la veía escribir cartas a menudo. No estaba segura, pero tenía la sensación de que eran para ellos. El muchacho encargado de ir a la oficina de correos decía que siempre devolvían las cartas que Lilli enviaba a Estados Unidos. Y cada vez que él se las retornaba en mano, Madame la Marquise se ponía muy triste. El muchacho le contó a mi abuela que las guardaba en una cajita atadas con cintas. Mi abuela dice que nunca vio esas cartas hasta que la marquesa falleció. Encontró la cajita cuando estaba ayudando a guardar sus cosas y se la enseñó al marqués. Le dijo que la tirara y mi abuela obedeció. No puede poner la mano en el fuego, pero cree que eran cartas para sus hijos. Debió de pasarse todos esos años tratando de ponerse en contacto con ellos, pero alguien devolvía las cartas, siempre sin abrir. Quizá el hombre con quien había estado casada, el padre de sus hijos. Probablemente estaba muy enfadado con ella. Yo, en su lugar, lo habría estado.

A los dos les costaba comprender que Lilli hubiera dejado a un marido y dos hijos por otro hombre. Pero, según la abuela de Pierre, hasta ese punto amaba al marqués. Dijo que nunca había visto a dos personas tan enamoradas. Sarah no podía dejar de preguntarse si Lilli se había arrepentido en algún momento de su decisión, y confió en que así fuera. Las lágrimas que había derramado sobre las fotografías y las cartas devueltas eran reveladoras. Pero al final, por mucho que le costara entenderlo, su amor por el marqués había sido más fuerte. Fue, al parecer, una de esas pasiones que la razón no puede entender. Lilli lo había dejado todo, su vida, su familia, sus hijos, para entregarse a él. Se fue a la tumba antes de que pudiera volver a ver a sus hijos, un destino que a Sarah le parecía terrible. Y también para Mimi, la abuela a la que tanto quería.

Antes de partir, Pierre charló un rato con su abuela y Sarah le agradeció profundamente sus palabras. Había sido un día increíble y Pierre, fiel a su ofrecimiento, la llevó al cementerio. No les resultó difícil encontrar el mausoleo de los Mailliard, y allí estaban. Armand, marqués de Mailliard, y Lilli, marquesa de Mailliard. Habían fallecido con tan solo ochenta días de diferencia, él a los cuarenta y cuatro años y ella a los treinta y nueve. Sarah salió del cementerio abrumada por la pena. Se preguntaba cuántas veces lloró Lilli por los hijos que había abandonado y por qué no tuvo descendencia con el marqués. Habría sido un consuelo, o quizá no soportaba la idea de tener otro hijo habiendo renunciado a los que ya tenía. Pese a todo lo que Sarah había averiguado, Lilli seguiría siendo un misterio para todos. Qué la impulsó a marcharse, qué clase de persona era, qué sentía o no sentía realmente, qué le había importado o qué había deseado, todo eso eran secretos que se había llevado a la tumba. Su amor por el marqués había sido, sin duda, una fuerza poderosa.

Sarah sabía que se habían conocido en una fiesta diplomática en San Francisco, justo antes del crack. Cómo decidió Lilli huir con él, cuándo o por qué, nadie lo sabía ni lo sabría jamás. A lo mejor no era feliz con Alexandre, pero estaba claro que él la adoraba. Así y todo, el marqués se había ganado finalmente su corazón. Sarah sentía que iba a regresar a casa con algo importante para su abuela, e incluso para su madre, aun cuando Lilli siguiera siendo un enigma. Había sido una mujer llena de pasión y misterio hasta el final. Estaba deseando contarle a su abuela lo de las cartas.

– Creo que me he enamorado de su bisabuela -bromeó Pierre mientras se dirigían al hotel de Sarah-. Debió de ser una mujer extraordinaria, llena de pasión y magnetismo, y también muy peligrosa. Dos hombres la amaron con tanta fuerza que eso los destruyó. No podían vivir sin ella -dijo, mirando a Sarah-. ¿Es usted tan peligrosa como Lilli? -bromeó de nuevo.

– No, en absoluto. -Sarah sonrió a su benefactor. Había hecho que su viaje mereciera realmente la pena. Sentía que era el destino lo que había hecho que se encontraran. Conocer a Pierre había sido un extraordinario regalo.

– A lo mejor sí lo es -repuso él mientras se detenían frente al hotel.

Sarah le dio las gracias por su amabilidad y por haberse pasado el día paseándola.

– Nunca me habría enterado de todo eso si no hubiera conocido a su abuela. Muchas gracias, Pierre. -Le estaba profundamente agradecida.

– Yo también he disfrutado. Es una historia increíble. Mi abuela nunca me la había contado. Todo eso ocurrió antes de que yo naciera. -Cuando Sarah se disponía a bajar del coche, Pierre alargó un brazo y le tocó una mano-. Mañana he de regresar a París. ¿Le gustaría cenar conmigo esta noche? En este pueblo solo hay un restaurante, pero se come bien. Sería un placer que me acompañara, Sarah. Hoy lo he pasado muy bien con usted.

– Yo también. ¿Está seguro de que no está harto de mí?

– Tenía la sensación de que ya había abusado lo suficiente de su hospitalidad.

– Todavía no. Si me canso de usted, le prometo que la devolveré al hotel -rió.

– En ese caso, acepto encantada.

– Estupendo. La recogeré a las ocho.

Sarah subió a su habitación y se tumbó en la cama. Tenía mucho en qué pensar después de lo que le había contado la abuela de Pierre. Lo mismo le sucedía a él, le dijo cuando la recogió en el Rolls.

El restaurante era modesto y servía comida sencilla pero sabrosa. Pierre había traído su propia botella de vino y entretuvo a Sarah con anécdotas de sus viajes y de sus travesías por el mundo con su yate. Era un hombre interesante y divertido. Mientras reía y hablaba con él, tuvo la sensación de estar en otro planeta. Para ambos estaba siendo una velada deliciosa. El le llevaba quince años pero tenía una actitud joven ante la vida, probablemente porque nunca se había casado y no tenía hijos. Decía que todavía era un niño.

– Y tú, querida, eres demasiado seria, por lo que he podido ver -la regañó durante la última copa de vino, también de una cosecha exquisita. Habían empezado a tutearse-. Necesitas divertirte más y no tomarte la vida tan en serio. Trabajas demasiado y ahora te estás dejando la piel en la casa. ¿Cuándo juegas?

Sarah lo meditó y se encogió de hombros.

– No juego. La casa es ahora mi juguete. Pero tienes razón, probablemente no juego lo suficiente. -Sospechaba que nadie podía acusar de eso a Pierre.

– La vida es corta. Deberías empezar a jugar ahora.

– Por eso estoy aquí, en Francia. Cuando regrese a San Francisco, me instalaré en casa de Lilli -dijo con cara de satisfacción.

– No es la casa de Lilli, Sarah. Es tu casa. Lilli hizo con su vida exactamente lo que quiso, sin importarle a quién hería o a quién dejaba atrás. Era una mujer con las cosas claras y siempre consiguió lo que quiso. Estoy seguro de que era muy bella, pero probablemente también muy egoísta. Los hombres suelen enamorarse perdidamente de las mujeres egoístas, no de las mujeres bondadosas, ni de las que les convienen. No seas demasiado bondadosa, Sarah… o te harán daño. -Sarah se preguntó si a Pierre le habían hecho daño o si era él quien lo había hecho. Pero sospechaba que había captado a su bisabuela correctamente. Lilli había abandonado a sus hijos y a su marido. A Sarah todavía le costaba entenderlo. Y seguramente Mimi lo entendía aún menos-. ¿Quién te estará esperando cuando regreses?

Sarah se detuvo a reflexionar.

– Mi abuela, mi madre, mis amigos. -Pensó en Jeff-. ¿Te parece demasiado patético? -Le daba un poco de vergüenza decirlo en voz alta, pero él ya lo había imaginado. Había intuido que en la vida de Sarah no había ningún hombre y que ella se sentía bien así, lo cual le parecía una pena, teniendo en cuenta su físico y su edad.

– No, me parece enternecedor. Quizá demasiado enternecedor. Creo que has de ser más dura con tus hombres.

Sarah rió.

– No tengo ningún hombre.

– Lo tendrás. Un día te llegará el hombre adecuado.

– Estuve cuatro años con el hombre equivocado -explicó Sarah con voz queda. Ella y Pierre se estaban haciendo amigos. Le gustaba, pese a ser consciente de que tenía algo de playboy. Pero era amable con ella y, en cierto modo, paternal.

– Eso es mucho tiempo. ¿Qué quieres realmente de un hombre? -La estaba tomando bajo su protección. La veía como una muchacha ingenua y le hablaba como un Papá Noel pidiéndole su lista de regalos.

– Ya no lo sé. Camaradería, amistad, sentido del humor, cariño, alguien que vea la vida como yo y que le importen las mismas cosas. Alguien que no me haga daño ni me decepcione… alguien que me trate bien. Prefiero ternura a pasión. Quiero alguien que me ame y a quien poder amar.

– Eso es mucho pedir -repuso él con gravedad-. No estoy seguro de que puedas encontrarlo todo.

– Cuando lo encuentro, está casado -se lamentó Sarah.

– ¿Y qué tiene eso de malo? A mí me ocurre continuamente -dijo Pierre, y los dos se echaron a reír. A Sarah no le cabía la menor duda. Pierre era, decididamente, un chico malo. Demasiado guapo para no serlo y lo bastante rico para salirse siempre con la suya. Estaba muy malcriado-. Soy un hombre respetuoso -dijo de repente-. Si no lo fuera, te cogería en brazos y te haría el amor apasionadamente. -Estaba bromeando solo a medias, y Sarah lo sabía-. Pero si hiciera eso, Sarah, saldrías mal parada. Regresarías triste a tu casa y no quiero hacerte eso. Estropearía el verdadero propósito de tu viaje. Quiero que vuelvas a tu casa contenta -declaró, mirándola con ternura. Con ella le salía su lado protector, algo inusual en él.

– Y yo. Gracias por ser tan amable conmigo. -Lo dijo con lágrimas en los ojos. Estaba pensando en Phil y en lo mal que se había portado con ella. Pierre era un hombre considerado. Seguramente por eso le querían las mujeres, tanto casadas como solteras.

– Encuentra a un buen hombre, Sarah, te lo mereces. Quizá no lo creas, pero es así. No pierdas el tiempo con los tipos malos. El próximo será un buen hombre -dijo, hablándole como un amigo-. Lo presiento.

– Espero que tengas razón. -Stanley le había aconsejado que no perdiera el tiempo trabajando tanto y ahora Pierre le estaba diciendo que buscara a un buen hombre. Dos maestros que el destino había puesto en su camino para enseñarle las lecciones que necesitaba aprender.

– ¿Te gustaría regresar mañana a París en coche? -preguntó mientras la devolvía al hotel.

– Pensaba regresar en tren -dijo Sarah, titubeando.

– No seas boba. ¿Con toda esa gente horrible y maloliente? Ni hablar. El viaje es largo pero muy bonito. Será un placer tenerte de copiloto. -Lo dijo con naturalidad, y parecía sincero.

– Entonces acepto. Pero ya te has portado muy bien conmigo.

– En ese caso, mañana me portaré mal contigo al menos durante una hora. ¿Te sentirás mejor así? -bromeó Pierre.

Le dijo que la recogería a las nueve y que llegarían a París en torno a las cinco. También le dijo que por la noche había quedado con unos amigos pero que le encantaría invitarla a cenar en París otro día. Sarah aceptó encantada y fijaron un día.

Tuvieron un viaje maravilloso y él la invitó a comer en un restaurante muy agradable donde le conocían y en el que al parecer solía parar cuando iba a Dordogne. Al igual que el día anterior, consiguió hacer que la experiencia al completo fuera una aventura y un placer para Sarah. Las horas pasaron volando y sin darse apenas cuenta llegaron a su hotel en París. Pierre le prometió que la llamaría al día siguiente y se despidió con dos besos en la mejilla. Sarah se sentía como Cenicienta cuando entró en el hotel. La carroza se había convertido en una calabaza y los lacayos en tres ratones blancos. Subió a su habitación preguntándose si los dos últimos días habían sido reales y dándose pellizcos para despertar del sueño. Había descubierto todo lo que deseaba saber de Lilli, había visto el castillo y el lugar donde estaba enterrada y para colmo había hecho un amigo. El viaje había sido un auténtico éxito.

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