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Acción de Gracias siempre había sido una fiesta importante para Sarah y su familia, un día especial en el que también incluían a amigos especiales. Cada año la abuela de Sarah invitaba a alguna «alma extraviada», gente de su agrado que ese día no tenía dónde ir. El hecho de invitar amigos, por pocos que fueran, contribuía a dar un aire festivo a ese día y a que las tres mujeres se sintieran menos solas. Y la gente a la que invitaban se mostraba siempre profundamente agradecida. En los últimos años la fiesta de Acción de Gracias había sido especialmente animada gracias a la presencia de los pretendientes de turno de su abuela, que en la última década habían sido muchos.

Mimi, así la llamaban todos, era una mujer irresistible, menuda, bonita, divertida, cálida y dulce. Era la abuela ideal de todo el mundo y la mujer ideal de casi todos los hombres. Alegre y vivaz, a sus ochenta y dos años mostraba una actitud optimista ante la vida y nunca se detenía a pensar demasiado en las cosas desagradables. Tenía una visión muy positiva y siempre se interesaba por la gente nueva. Irradiaba luz y felicidad y todo el mundo disfrutaba de su compañía. Sarah sonrió para sí mientras pensaba en ella, camino de su casa, el día de Acción de Gracias.

Phil la había llamado la noche antes mientras cruzaba la ciudad para recoger a sus hijos. Había llegado de Nueva York el día anterior pero no había tenido tiempo de verla. Sarah ya no estaba enfadada ni triste, solo entumecida. Le deseó un feliz día de Acción de Gracias y colgó. Hablar con Phil la deprimía. Le hacía pensar en todo lo que no compartían y que nunca compartirían.

Cuando arribó a casa de su abuela, las dos amigas de Mimi, ambas viudas y mayores que ella, ya estaban allí. A su lado parecían dos viejecitas. Mimi tenía el pelo blanco como la nieve, los ojos grandes y azules, una piel impecable, sin apenas arrugas, y una figura todavía estilizada. Cada día se ponía un programa de gimnasia que daban por la tele y hacía los ejercicios que le indicaban. Todos los días caminaba por lo menos una hora. De vez en cuando todavía jugaba a tenis y le encantaba ir a bailar con sus amigos.

Llevaba puesto un bonito vestido de seda turquesa, con zapatos altos de ante negro, y unos pendientes también turquesas con el anillo a juego. En vida del abuelo de Sarah, a Mimi y a él no les había sobrado el dinero pero habían vivido holgadamente, y Mimi siempre había vestido con elegancia. Durante más de cincuenta años hicieron una estupenda pareja. Mimi raras veces hablaba de su infancia, por no decir nunca. Le gustaba decir que ella había nacido el día que se casó con Leland, que su vida había comenzado en ese momento. Sarah sabía que su abuela había crecido en San Francisco, pero poco más. Ignoraba incluso a qué colegio había ido o cuál era su apellido de soltera. Mimi, sencillamente, no hablaba de esas cosas. Nunca pensaba demasiado en el pasado, prefería vivir en el presente y el futuro, por eso caía tan bien a la gente. Siempre estaba contenta. Era una mujer plenamente feliz.

Su pretendiente favorito estaba en la sala de estar cuando Sarah entró. En otros tiempos corredor de bolsa, era unos años mayor que su abuela y cada día jugaba dieciocho hoyos. Se llevaba bien con sus hijos y le gustaba bailar tanto como a Mimi. Estaba frente a la barra de la pequeña y ordenada sala y se ofreció a prepararle una copa.

– Te lo agradezco, George, pero no. -Sarah sonrió-. Creo que será mejor que me presente en la cocina.

Sabía que su madre estaría recibiendo allí a la corte, vigilando el pavo y quejándose del tamaño, como todos los años. Siempre era o demasiado grande o demasiado pequeño, demasiado viejo o demasiado joven, y una vez asado estaría demasiado jugoso o demasiado seco, y desde luego mucho menos sabroso que el del año anterior. Mimi, en cambio, siempre lo encontraba perfecto, he ahí la diferencia entre ambas mujeres. Mimi siempre estaba satisfecha con lo que la vida le ofrecía y sabía divertirse. Su hija siempre se quejaba de su suerte y estaba permanentemente enfadada, disgustada o preocupada. Cuando Sarah entró en la cocina, encontró a las dos mujeres observando el horno. Sarah lucía un traje de terciopelo marrón que se había comprado, a juego con unos zapatos de ante, para celebrar el regalo de Stanley, y estaba muy elegante. Mimi se lo alabó en cuanto la vio entrar. Se sentía muy orgullosa de su única nieta y alardeaba de ella con todo el mundo. Audrey también, aunque se negara a reconocerlo.

– ¿Esta noche toca perritos calientes? -bromeó Sarah mientras dejaba su bolso nuevo, de ante marrón, en una silla. Audrey se volvió y enarcó una ceja.

– Casi -respondió-. ¿Tienes previsto ir a una fiesta después de la cena?

– No. Venir a casa de Mimi es la mejor fiesta de la ciudad.

– Nunca dices eso cuando vienes a mi casa -repuso, dolida, su madre.

Audrey llevaba puesto un bonito traje negro acompañado de un collar de perlas y un broche de oro en la solapa. Su aspecto era elegante pero severo. Desde que se quedó viuda veintidós años atrás, y pese a ser una mujer atractiva, casi nunca vestía prendas de color. Tenía los ojos azules de su madre y de Sarah y llevaba el pelo teñido de rubio y recogido en un moño. Parecía una Grace Kelly madura pero igual de bonita. También poseía un cutis estupendo, sin apenas arrugas, y una buena figura. Era alta como Sarah, a diferencia de Mimi, que era menuda. El padre de Audrey había sido alto.

– Sí te digo que me gusta ir a tu casa, mamá. -Sarah besó a las dos mujeres y Audrey regresó junto al pavo, refunfuñando sobre su tamaño.

Mimi volvió a la sala de estar, junto a George y sus dos amigas. Era curioso que Mimi hubiera invitado a tres personas y que Audrey y Sarah no hubieran tenido a nadie a quien invitar. Audrey había convidado a Mary Ann, su amiga del club de lectura, pero había enfermado en el último minuto. Se habían conocido en alcohólicos anónimos, cuando sus respectivos maridos bebían. A Sarah le gustaba Mary Ann pero la encontraba un poco deprimente. Nunca era una incorporación feliz al grupo y se diría que tiraba de su madre hacia abajo, lo cual no era muy difícil. Audrey, a diferencia de Mimi, casi siempre lo veía todo negro.

– Este año el pavo es demasiado pequeño -dijo mientras Sarah reía y examinaba las ollas que descansaban sobre los fogones. Había puré de patatas, guisantes, zanahorias, boniatos y salsa, y sobre la mesa de la cocina panecillos, salsa de arándanos y ensalada. La cena típica de Acción de Gracias. Sobre la encimera había tres tartas enfriándose, de frutos secos, de calabaza y de manzana.

– Siempre dices lo mismo, mamá.

– No es cierto -rezongó Audrey, poniéndose un delantal-. ¿Dónde te has comprado ese traje?

– En Neiman's. Me lo compré esta semana para Acción de Gracias.

– Me gusta -dijo Audrey, y Sarah sonrió.

– Gracias.

Se acercó a su madre y la abrazó. Entonces Audrey volvió a incomodarla con su siguiente pregunta.

– ¿Dónde está Phil?

– En Tahoe, como todos los años. ¿Recuerdas?

Sarah se volvió para inspeccionar el puré de patatas e impedir que su madre viera la decepción en sus ojos. Unos días le costaba ocultarla más que otros. Las vacaciones siempre eran difíciles sin Phil.

– No entiendo por qué lo aguantas. Imagino que no te ha invitado a pasar el fin de semana con él -se lamentó Audrey. Detestaba a Phil.

– No, no me ha invitado, pero estoy bien. Tengo mucho trabajo que hacer para un cliente y antes de las vacaciones siempre se acumulan los asuntos, así que en cualquier caso no habría tenido tiempo de verlo. -Era mentira y ambas lo sabían, pero esta vez Audrey no insistió. Estaba atareada con el pavo. Temía que estuviera seco.

Media hora después estaban sentados a la mesa del pequeño y elegante comedor de Mimi que Audrey había decorado. Las verduras se hallaban repartidas en cuencos y George había trinchado el pavo. La mesa estaba impecable. Mimi bendijo la comida, como era su costumbre, y los invitados estallaron en una animada charla. Las dos amigas de Mimi tenían previsto hacer un crucero por México, George había vendido su casa de la ciudad para mudarse a un apartamento, Audrey estaba hablando de una casa que le había encargado un cliente de Hillsborough y Mimi planeaba una fiesta para Navidad. Sarah los escuchaba a todos con una sonrisa en los labios. Apenas la dejaban meter baza. Le gustaba verlos tan animados. Su entusiasmo era contagioso.

– ¿Y cómo te van a ti las cosas, Sarah? -le preguntó Mimi en un momento dado-. Estás muy callada. -Siempre le gustaba escuchar a qué se dedicaba su nieta.

– He estado muy ocupada con la sucesión de una enorme herencia. Hay diecinueve herederos repartidos por todo el país y cada uno de ellos ha recibido una suma exorbitante de un tío abuelo. Me han encargado que les venda uno de los inmuebles. Se trata de una casa antigua y muy bonita, y están dispuestos a venderla por cuatro cuartos. Es enorme y hoy día eso tiene poca salida.

– Yo no volvería a vivir en una casa grande por nada del mundo -aseguró enérgicamente Mimi mientras Audrey miraba deliberadamente a su hija.

– Deberías hacer algo con respecto a tu apartamento. -Su mantra-. O como mínimo compra un par de pisos. Sería una buena inversión.

– No quiero los quebraderos de cabeza que dan los inquilinos. Seguro que acabo poniéndoles un pleito -repuso Sarah con sentido práctico, si bien esa semana, con el dinero que le había dejado Stanley, había estado dando vueltas a esa posibilidad. Pero no quería darle a su madre la satisfacción de reconocerlo. Casi había decidido comprar una casita con jardín. Lo prefería a la idea de adquirir dos pisos.

La conversación evolucionó hacia temas diversos. Las tartas de frutos secos, calabaza y manzana con nata montada y helado llegaron y desaparecieron, y luego Sarah ayudó a su madre a quitar la mesa y fregar los platos. Una vez limpia la cocina, Sarah se dirigió al dormitorio de su abuela para utilizar el cuarto de baño porque el de invitados estaba ocupado. Al pasar por delante de la cómoda donde su abuela tenía expuestas tantas fotografías que se tapaban unas a otras, se detuvo para contemplar una en la que aparecía ella con cinco o seis años en la playa, en compañía de su madre. Había otra de Audrey vestida de novia. Y detrás una de Mimi el día de su boda, durante la guerra, con un vestido de raso blanco, estrecho de cintura y ancho de hombros, que le daba un aire recatado y moderno a la vez. De repente, la foto de otra mujer joven con un vestido de noche atrajo su atención. Estaba semioculta detrás de un retrato de Mimi y su marido. Sara la cogió y la observó detenidamente, y en ese momento Mimi entró en la habitación. Sarah se volvió con cara de desconcierto. Era allí donde la había visto antes. Era la misma fotografía que había encontrado en el armario de la suite principal de la casa de la calle Scott. Sabía quién era esa mujer, pero tenía que preguntarlo. De repente necesitaba una confirmación.

– ¿Quién es? -preguntó cuando sus miradas se encontraron.

Mimi se puso seria al coger la foto y contemplarla con nostalgia.

– No es la primera vez que la ves. -Era la única fotografía que Mimi tenía de ella. Las demás habían desaparecido cuando ella se marchó. Mimi había encontrado esa entre los papeles de su padre, tras su muerte-. Es mi madre. Es el único retrato que tengo de ella. Murió cuando yo tenía seis años.

– ¿Realmente murió, Mimi? -preguntó Sarah con dulzura.

Ahora sabía la verdad, y cayó en la cuenta de que su abuela nunca le había hablado de su madre. Audrey le había contado que su abuela había muerto cuando su madre tenía seis años y que por eso no la conoció.

– ¿Por qué me preguntas eso? -inquirió Mimi con tristeza, mirando fijamente a Sarah.

– El otro día vi una fotografía como esta en una casa de la calle Scott que estamos vendiendo en nombre de un cliente, bueno, mejor dicho en nombre de sus herederos. Es la casa que mencioné en la cena. El número veinte-cuarenta de la calle Scott.

– Recuerdo la dirección -dijo Mimi, devolviendo la fotografía a la cómoda y volviéndose para sonreír a Sarah-. Viví en esa casa hasta los siete años. Mi madre se marchó cuando mi hermano tenía cinco y yo seis, en 1930, el año después del crack. Unos meses más tarde nos mudamos a un apartamento en la calle Lake, donde viví hasta que me casé con tu abuelo. Mi padre murió ese mismo año. No había vuelto a levantar cabeza desde el crack y desde que mi madre le abandonara.

Era la misma historia sorprendente que Sarah había oído de labios de Marjorie Merriweather sobre la familia que había mandado construir la casa de la calle Scott. Pero lo que más le sorprendió descubrir era que la madre de Mimi no había muerto sino que la había abandonado. Era la primera vez que su abuela lo contaba. Sarah se preguntó si su madre conocía la historia. O si Mimi también le había mentido a ella.

– No fue hasta hace poco que caí en la cuenta de que no conozco tu apellido de soltera. Nunca hablas de tu infancia -dijo Sarah con ternura, agradecida por la franqueza de su abuela.

Mimi respondió con una tristeza desacostumbrada en ella.

– Me llamaba De Beaumont, y la mía no fue una infancia feliz -confesó-. Mi madre nos abandonó y mi padre se arruinó. La institutriz, a quien yo adoraba, fue despedida. Perdí a mucha gente a la que quería.

Sarah sabía que el hermano de Mimi había muerto durante la guerra y que así fue como su abuela había conocido al hombre con quien se casó. El abuelo de Sarah era íntimo amigo del hermano de Mimi y fue a verla para llevarle algunas pertenencias de su hermano. Se enamoraron y al poco tiempo se casaron. Sarah sabía hasta ahí, pero nunca había escuchado la primera parte de la historia.

– ¿Qué ocurrió después de que tu madre se marchara? -preguntó, conmovida por el hecho de que su abuela finalmente le estuviera contando lo que había sucedido.

No quería invadir su intimidad, pero la historia había adquirido de repente una gran importancia para ella. La casa donde Stanley había vivido durante setenta y seis años y que ella debía vender había sido construida por sus bisabuelos. Había estado en la casa decenas de veces, visitando a Stanley, y jamás había sospechado que tuviera una profunda relación con ella. Inopinadamente, se sentía fascinada y quería conocer hasta el último detalle.

– No lo sé muy bien. De niña nadie me hablaba de mi madre y tampoco tenía permitido hacer preguntas para no entristecer a mi padre. Me temo que nunca se recuperó. En aquellos tiempos el divorcio representaba un escándalo. Más tarde me enteré de que mi madre había dejado a mi padre por otro hombre y que se fue a vivir a Francia con él. Era un marqués francés muy apuesto, según me contaron. Se conocieron en una fiesta diplomática y se enamoraron. Años después de que mi padre falleciera supe que mi madre había muerto de neumonía o tuberculosis durante la guerra. Nunca volví a verla y mi padre se negaba a hablarme de ella. De niña nunca me explicaron por qué se había ido o qué había sucedido.

Y pese a toda esa tragedia, Mimi era una de las personas más alegres que Sarah conocía. Había perdido a toda su familia -a su madre, a su hermano, a su padre- siendo todavía muy joven, y el estilo de vida que había conocido de niña. Y sin embargo era una mujer jovial y sencilla que llevaba alegría a todo el mundo. Ahora comprendía por qué Mimi siempre decía que había nacido el día que se casó. Para ella fue como comenzar una nueva vida. Sin los lujos que había tenido de niña, pero una vida sólida y estable con una hija y con un hombre que la amaba.

– Creo que mi padre nunca levantó cabeza -prosiguió Mimi-, ignoro si por la pérdida de mi madre o de su fortuna. Probablemente por ambas cosas. Debió de ser un golpe terrible y humillante que su esposa le dejara por otro, y para colmo un año después del crack. Tarde o temprano habrían tenido que deshacerse de la casa, y creo que ya habían empezado a empeñar algunas cosas. Después de eso mi padre entró a trabajar en un banco y vivió como un ermitaño el resto de su vida. No recuerdo que acudiera a un solo acto social. Murió quince años más tarde, al poco tiempo de casarme yo. Mi padre había construido esa casa para mi madre. Me acuerdo de ella como si la hubiera visto ayer, o por lo menos eso me parece, y recuerdo las fiestas en el salón de baile. -Mimi lo dijo con expresión soñadora.

A Sarah le resultaba asombroso saber que había estado en ese mismo salón de baile, y en el cuarto de su abuela, hacía tan solo una semana.

– ¿Te gustaría volver a ver la casa, Mimi? -preguntó. Todavía estaba a tiempo de enseñársela. Aún tardaría una semana en salir a la venta, después de la convocatoria de agentes del martes-. Tengo las llaves. Podría llevarte este fin de semana.

Mimi titubeó, luego meneó la cabeza con pesar.

– Sé que puede parecer absurdo, pero creo que me pondría muy triste. No me gusta hacer cosas que me entristecen. -Sarah asintió con la cabeza. Tenía que respetarlo. Se sentía conmovida por la historia que su abuela estaba compartiendo finalmente con ella después de tantos años-. Cuando estaba en Europa con tu abuelo, después de que tu madre naciera, fui a ver el castillo donde mi madre había vivido con el marqués con el que se casó, pero estaba abandonado y entablado. Yo sabía que mi madre estaba muerta, pero quería ver el lugar donde había vivido después de que nos abandonara. Los lugareños me contaron que su marido, el marqués, también falleció durante la guerra, en la Resistencia. No tuvieron hijos. Me preguntaba si sería posible encontrar a alguna persona que la hubiera conocido o supiera algo de ella, pero nadie sabía nada y tu abuelo y yo no hablábamos francés. Solo nos contaron que tanto el marqués como mi madre habían muerto. Curiosamente, mi padre y mi madre murieron en torno a la misma época. Él siempre hablaba como si ella estuviera muerta, y eso era lo que yo le contaba a la gente, porque me resultaba más fácil. Incluida tu madre.

Mimi parecía apesadumbrada por el hecho de haber mentido y el corazón de Sarah rebosó de ternura por ella. Qué tragedia para Mimi. Le agradecía profundamente que hubiera decidido contarle la verdad. Para ella era un regalo.

– Debió de ser terrible -dijo con tristeza, y abrazó a Mimi con fuerza.

No podía ni imaginar lo que habrían sido esos años para su abuela. La desaparición de su madre, la depresión de su padre y la pérdida de su único hermano en la guerra. Había caído muerto en Iwo Jima, y Mimi siempre decía que ese golpe fue lo que mató a su padre un año después. Mimi perdió a la familia que le quedaba en apenas un año. Y ahora, la casa que había construido su padre aparecía en la vida de Sarah arrastrando consigo toda su historia y sus secretos.

– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó secamente Audrey cuando entró en el dormitorio y vio a Sarah abrazada a Mimi. Siempre había estado algo celosa del trato cálido y relajado que compartían su madre y su hija. La relación que ella tenía con Sarah era mucho más tensa.

– Nada, solo hablábamos -dijo Mimi con una sonrisa.

– ¿De qué?

– De mis padres.

Audrey la miró atónita.

– Tú nunca hablas de tus padres, mamá. ¿A qué viene hacerlo ahora? -Hacía años que había dejado de preguntarle a su madre por su infancia.

– Se me ha encomendado vender la casa que construyeron sus padres -explicó Sarah-. Es una casa preciosa, aunque está algo deteriorada. Nunca la han reformado.

Mimi salió de la habitación en busca de George. Habían hablado suficiente.

– ¿No la habrás disgustado? -preguntó Audrey a su hija-. Ya sabes que no le gusta hablar de ese tema. -Había oído rumores de que su abuela abandonó a su madre cuando era una niña, pero Mimi nunca se lo confirmó. Como administradora del patrimonio de Stanley, Sarah sabía ahora muchas más cosas que su madre.

– Tal vez -respondió Sarah con franqueza-, pero no era mi intención. Esta semana encontré una fotografía de su madre en la casa. No sabía quién era, pero enseguida tuve la sensación de que ya había visto esa foto en algún lugar. Acabo de verla sobre su cómoda. -Levantó la fotografía de Lilli y se la enseñó. No quería desvelar las confidencias de su abuela hasta que ella se lo autorizara o decidiera hacerlo personalmente.

– Qué extraño. -Audrey contempló la foto con aire pensativo y luego la devolvió a la cómoda-. Espero que Mimi no se haya disgustado demasiado.

Pero cuando regresaron a la sala parecía tranquila y estaba charlando animadamente con George. El hombre bromeaba con las tres mujeres, pero su mirada estaba clavada en Mimi. Era evidente que tenía debilidad por ella. Y ella también parecía tenerla por él.

Audrey se quedó unos minutos más y luego dijo que había quedado con una amiga. No invitó a su hija a unirse a ellas, pero Sarah tampoco lo habría querido. Tenía mucho en qué pensar y deseaba estar sola para digerir lo que su abuela le había contado. Cuando, una hora después, entró en su apartamento y vio los platos sin fregar en la encimera de la cocina, la cama sin hacer y la ropa sucia tirada en el suelo del cuarto de baño, comprendió lo que su madre quería decir cuando hablaba de su apartamento. Su casa era, ciertamente, un caos. Sucia, oscura y deprimente. Sin cortinas, con las persianas venecianas rotas, viejas manchas de vino en la alfombra y un sillón que arrastraba desde la universidad y que hacía años que debió tirar.

– Mierda -espetó al tiempo que se hundía en el sillón y miraba a su alrededor.

Pensó en Phil, en Tahoe con sus hijos, y se sintió sola. De repente todo en su vida le parecía deprimente. Su apartamento era feo, mantenía una relación de fin de semana con un hombre desatento que ni siquiera estaba dispuesto a pasar las vacaciones con ella después de cuatro años juntos. Lo único que la llenaba en su vida era el trabajo. En su cabeza resonaron las advertencias de Stanley y súbitamente pudo imaginarse diez o veinte años más adelante en un apartamento como ese o incluso peor, con un novio peor aún que Phil o sin novio en absoluto. Seguía con él porque le era cómodo y no quería perder lo poco que tenía. Pero ¿qué tenía en realidad? Una profesión sólida como abogada especializada en impuestos, un cargo de socia en un bufete de abogados, una madre que la pinchaba continuamente, una abuela encantadora que la adoraba y un novio que utilizaba cualquier pretexto imaginable para no pasar la vacaciones con ella. Tuvo la impresión de que su vida personal no podía ir peor. De hecho, apenas tenía vida personal.

Quizá un apartamento más agradable fuera un buen comienzo, pensó, hundida en su viejo sillón. Pero ¿y luego? ¿Qué haría después? ¿Con quién pasaría su tiempo libre si decidía que lo que tenía con Phil no le bastaba y rompía con él? Le aterraba pensar en ello. De repente sintió la necesidad de hacer una limpieza general y deshacerse de todo, puede que Phil incluido. Contempló las dos plantas muertas de la sala de estar y se preguntó cómo era posible que no hubiera reparado en ellas en dos años. ¿Acaso eso era cuanto creía que se merecía? Un montón de muebles viejos de sus días en Harvard, unas plantas muertas y un hombre que no la quería por mucho que él dijera que sí. Si de verdad la quería, ¿por qué no estaba en Tahoe con él? Pensó en lo valiente que había sido su abuela, en lo duro que debió de ser para ella perder a su madre, a su hermano y a su padre y, sin embargo, seguir adelante como un rayo de sol, irradiando alegría a la gente que la rodeaba. Luego pensó en Stanley, en la habitación del ático de la calle Scott, y de repente tomó una decisión. Llamaría a Marjorie Merriweather por la mañana y buscaría otro apartamento. Tenía el dinero y aunque eso no lo resolvería todo, era un comienzo. Tenía que cambiar algo en su vida o, de lo contrario, se quedaría para siempre estancada en ese apartamento, pasando sus vacaciones en soledad, rodeada de plantas muertas y con una cama por hacer.

Phil no se molestó en telefonearla por la noche para desearle un feliz día de Acción de Gracias. Hasta ese punto le traía sin cuidado. Y no le gustaba que Sarah le llamara cuando estaba con sus hijos porque lo consideraba una intromisión. Sarah sabía que cuando Phil se dignara finalmente a llamarla ya habría elaborado alguna excusa enrevesada pero plausible de por qué no lo había hecho antes. Y si aceptaba sus excusas solo conseguiría empeorar la situación. Había llegado el momento de arremangarse los pantalones y hacer algo con su vida. Decidió ocuparse primero del tema del apartamento. Gracias a Stanley iba a ser la parte fácil. Aunque una vez solucionado eso, quizá el resto también lo fuera. Reflexionó sobre ello tumbada en el sofá. Ella se merecía mucho más. Y si Mimi podía llevar una vida feliz pese a su trágico pasado, ella también podía conseguirlo, por difícil que fuera.

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