20

La relación de Sarah y Jeff floreció a lo largo de mayo y junio. Él pasaba casi todas las noches con ella en la casa de la calle Scott. Únicamente se quedaba en su apartamento si tenía que trabajar y necesitaba la mesa de dibujo. Finalmente ella le propuso comprar una e instalarla en una de las habitaciones pequeñas. Tenía tantas que había espacio de sobra para improvisarle un despacho. A Jeff le gustó la idea y encontró una mesa de segunda mano. La llevó a casa un viernes por la noche y la subió a rastras por la escalera. La mesa le permitiría trabajar mientras Sarah seguía pintando una miríada de pequeñas habitaciones. Los pintores estaban haciendo un gran trabajo con las estancias más grandes. La casa iba ganando en elegancia de día en día.

Jeff resultó ser un excelente cocinero y cada mañana preparaba el desayuno para ambos antes de que partieran al trabajo. Hacía creps, torrijas, huevos fritos, tortillas, huevos revueltos, y los fines de semana huevos Benedict. Sarah le advirtió que si engordaba por su culpa tendría que marcharse. Le encantaba que la mimara y ella hacía lo propio con él siempre que podía.

Seguían encargando comida preparada casi todas las noches porque los dos trabajaban hasta tarde, pero Sarah cocinaba las tres noches del fin de semana, salvo los días que él la invitaba a cenar fuera. Habían perdido la cuenta de sus citas, pero ambos estaban de acuerdo en que eran muchas. Se habían visto todos los días desde que Audrey anunciara su inminente boda y dormían juntos casi todas las noches. Jeff no se había instalado oficialmente, pero pasaba en la casa la mayor parte del tiempo. Y uno de los vestidores principales era ahora suyo. La cosas no podían irles mejor.

Para principios de junio los preparativos de la boda de Audrey y Tom iban viento en popa. Audrey había alquilado mobiliario para la planta baja, el comedor, las salas de estar y el salón principal. Había escogido unos arbolitos que estarían adornados con gardenias. Había encargado flores para los salones, además de una guirnalda de rosas blancas y gardenias para la puerta principal. Fiel a su promesa, se estaba haciendo cargo de todos los detalles y los gastos. Iba a ser una boda íntima, pero quería que saliera a la perfección. Aunque se trataba de segundas nupcias tanto para ella como para Tom, deseaba que fuera un día que pudieran recordar el resto de sus vidas, sobre todo él. Audrey había contratado a un cuarteto para que amenizara con música de cámara la llegada de los invitados. La ceremonia tendría lugar en el salón. Había pensado en todo. Lo único que le faltaba, para su gran inquietud, era el vestido. Y también a Sarah. Tenía demasiado trabajo en el despacho para permitirse ir de compras. Finalmente su madre la persuadió para que se tomara una tarde libre, y fueron juntas de compras, con excelentes resultados, a Neiman Marcus.

Audrey encontró un vestido de raso de color crudo, corto, con cuentas de cristal en los bajos, los puños y el cuello. Era de manga larga y comedido. También adquirió unos zapatos de raso del mismo color, con hebillas de brillantes falsos, y un bolso a juego. Tom acababa de regalarle unos pendientes de brillantes espectaculares como obsequio de bodas, y la sortija de compromiso era un brillante de diez quilates que dejó boquiabierta a Sarah cuando lo vio. Audrey ya había decidido llevar un pequeño ramo de orquídeas blancas. Iba a ser la viva imagen de la elegancia.

A las cinco de la tarde Sarah todavía no había encontrado vestido y estaba empezando a inquietarse. Su madre insistía en que no podía ponerse el viejo vestido negro que había llevado los dos últimos años para la fiesta de Navidad del bufete. Como dama de honor tenía que estrenar, y finalmente reparó en un precioso vestido de Valentino de color azul intenso, como los ojos de Sarah. Era de raso, sin tirantes, con una chaquetilla a juego que Sarah podría quitarse después de la ceremonia. Su madre le aconsejó que lo luciera con unas sandalias plateadas de tacón alto. Audrey quería que llevara un ramo de orquídeas blancas más pequeño, y había encargado otro para Mimi para que no se sintiera excluida. Tenía flores de ojal para Tom y sus hijos, y un prendido de gardenias para su hija. Y había contratado a un fotógrafo para que hiciera fotos y lo grabara todo en vídeo. Pese a tratarse de una boda íntima, no se le había escapado ni un detalle. Y Sarah se alegraba de haber encontrado un vestido de su gusto. No quería lucir algo que sabía que no volvería a ponerse. El color del vestido iba muy bien con sus ojos, su piel y su pelo. Era sensual porque le marcaba la figura, pero también discreto gracias a la chaquetilla, y tenía un gran escote en la espalda, algo que, en opinión de Audrey, la favorecía mucho.

– Por cierto, ¿qué hay entre tú y Jeff? -preguntó con naturalidad cuando salieron de Neiman's-. Cada vez que paso por tu casa para dejar algo por la noche o el fin de semana, me lo encuentro allí. No puede ser solo por trabajo. ¿Qué opina su novia de que dedique tanto tiempo a tus reformas?

– Nada -respondió enigmáticamente Sarah, haciendo malabarismos con las bolsas mientras se dirigían al aparcamiento de la plaza Union, donde habían dejado sus respectivos coches.

– ¿Cómo que nada? -Por muy bien que le cayera Jeff, Audrey no quería que su hija se metiera en otra relación de la que pudiera salir malherida.

– Han roto -dijo lacónicamente Sarah. Todavía quería llevar el asunto en secreto pese a sentirse más unida a su madre esos días, sobre todo con la inminente boda. Consciente de que iba a mudarse pronto, intentaba pasar más tiempo con ella, y por primera vez en muchos años, lo estaba disfrutando.

– Qué interesante. ¿Han roto por tu causa? -Audrey lo consideraba una buena señal.

– No. Fue antes de nosotros.

– ¿De nosotros? -La mujer enarcó una ceja-. ¿Acaso Jeff y tú sois ahora un «nosotros»? -Había empezado a sospecharlo, pero no podía poner la mano en el fuego. Y Sarah no había dicho nada al respecto. Jeff, sencillamente, estaba allí, siempre atento y cortés, cada vez que se dejaba caer por casa de su hija.

– Puede. No hablamos de eso.

Era cierto. Disfrutaban el uno del otro sin poner etiquetas a su relación. Ambos acababan de salir de una relación que no había funcionado. Ambos querían actuar con prudencia, pero eran felices juntos. Más felices de lo que ninguno lo había sido con su anterior pareja.

– ¿Y por qué no?

– No necesitamos saberlo.

– ¿Y por qué no? -insistió Audrey-. Sarah, tienes treinta y nueve años. No te quedan tantos como para malgastarlos con relaciones que no van a ninguna parte. -Aunque no lo dijo, ambas sabían que Phil había sido un callejón sin salida.

– No quiero ir a ninguna parte, mamá. Me gusta donde estoy. Y también a Jeff. No tenemos planeado casarnos.

Siempre decía eso, pero Audrey estaba convencida de que si su hija encontraba al hombre adecuado, cambiaría de opinión. Quizá esta vez lo había encontrado. Jeff parecía un hombre agradable, competente, inteligente, estable y próspero. ¿Qué más podía pedir? Sarah la preocupaba a veces. La veía demasiado independiente.

– ¿Qué tienes en contra del matrimonio? -le preguntó mientras llegaban a los coches y cada una buscaba sus llaves en el bolso.

Sarah titubeó un instante y finalmente decidió sincerarse con su madre.

– Tú y papá. No quiero tener una relación como la vuestra. No podría. -Todavía sufría pesadillas.

Audrey la miró con inquietud y bajó la voz.

– ¿Es que Jeff bebe?

Sarah se echó a reír y negó con la cabeza.

– No, mamá, no bebe. O por lo menos no más de lo conveniente. Probablemente yo beba más que él, lo cual tampoco es mucho. El matrimonio me parece demasiado complicado, eso es todo. Solo oyes hablar de parejas que se odian, se divorcian, pagan pensiones y se odian todavía más. ¿Quién necesita eso? Yo desde luego no. Estoy mejor así. En cuanto te casas lo estropeas todo. -Entonces recordó que ese mismo día habían comprado el vestido que su madre iba a llevar en su próxima boda-. Lo siento, mamá. Tom es un hombre maravilloso, y Jeff también, pero el matrimonio no es para mí. Y tampoco creo que a Jeff le entusiasme la idea. Vivió con su pareja catorce años sin casarse.

– Puede que ella fuera como tú. Hoy día las mujeres jóvenes sois criaturas extrañas. Ninguna quiere casarse. Solo los viejos queremos hacerlo.

– Tú no eres vieja, mamá, y estás preciosa con ese vestido. Tom se caerá de espaldas cuando te vea. No lo sé, quizá sea una cobarde.

Audrey la miró con lágrimas en los ojos.

– Lamento mucho lo que tu padre y yo te hemos hecho. La mayoría de los matrimonios no son como el nuestro. -Con un marido alcohólico que la dejó viuda a los treinta y nueve años, la edad de Sarah en esos momentos.

– No, pero los hay, y no quiero correr ese riesgo.

– Yo tampoco quería, pero mírame ahora. Estoy deseándolo. -Audrey estaba feliz y Sarah se alegraba por ella.

– Quizá lo haga cuando tenga tu edad, mamá. Por el momento no hay prisa.

Audrey lo sentía por Sarah, y más la apenaba la posibilidad de que nunca tuviera hijos. Siempre había dicho que no quería ser madre, e incluso ahora, con el reloj biológico haciéndole señas, probablemente seguía pensando lo mismo. Ni hijos ni marido. Lo único que había deseado con verdadera pasión en esta vida era su casa. Y el trabajo, aunque Audrey sospechaba que su hija estaba enamorada de Jeff pero se negaba a reconocérselo. Y Sarah, por mucho que le dijera a su madre, sabía que quería a Jeff. Por eso la asustaba tanto la idea de comprometerse. No estaba preparada, y quizá nunca lo estuviera. Por el momento estaban bien así. Jeff no la presionaba. Solo Audrey lo hacía. Quería que todo el mundo fuera feliz, y ahora que se acercaba su gran momento, pensaba que todo el mundo debería hacer como ella.

– ¿Por qué no te preocupas por Mimi y George? -bromeó Sarah.

– Ellos no necesitan casarse a su edad -repuso Audrey con una sonrisa, aunque hacían muy buena pareja y últimamente eran inseparables.

– Quizá ellos lo vean de otro modo. Creo que en la boda deberías lanzarle el ramo a Mimi. Si me lo lanzas a mí, te lo devolveré.

– Mensaje recibido -dijo Audrey con un suspiro.

Sarah sabía muy bien lo que quería y lo que no. Era una mujer muy testaruda.

Subieron a sus respectivos coches contentas de haber encontrado un vestido para la boda. Cuando Sarah llegó a casa, Jeff estaba hablando con los pintores. Casi habían terminado el trabajo. Llevaban, por el momento, seis meses de reformas y todo estaba quedando de maravilla. Aún había detalles que rematar, y los habría durante mucho tiempo, pero la casa estaba preciosa y gracias a Jeff todo se había hecho por debajo del presupuesto previsto. Sarah incluso había terminado la librería, que ahora se hallaba en el estudio llena de libros de derecho, pero con espacio para más. Todo en la casa era perfecto. En los últimos días había estado pensando en encargar las cortinas, por lo menos para algunas habitaciones. Deseaba hacer las cosas poco a poco. En otoño quería empezar a buscar muebles en subastas de anticuarios. Ella y Jeff pensaban que sería divertido hacerlo juntos. Él era un entendido en antigüedades y le estaba enseñando muchas cosas.

¿Qué tal te ha ido el día? -le preguntó Jeff con una sonrisa.

Sarah dejó las bolsas y se quitó los zapatos con un suspiro. Su madre se tomaba muy en serio lo de ir de compras. Estaba agotada.

– Ha sido un duro día en Neiman's, pero las dos hemos encontrado un vestido para la boda.

Jeff sabía que el tema las había tenido preocupadas.

– Joe y yo estábamos hablando del color para el salón de baile. Creo que deberías optar por un color crema. ¿Qué te parece?

Ya habían decidido que el blanco era demasiado duro, y en un momento de frivolidad Sarah había pensado en un azul celeste, pero le gustaba más la idea del crema. Confiaba en la visión y la intuición de Jeff. Hasta el momento no se había equivocado en sus elecciones y él, pese a ser el arquitecto, respetaba sobremanera la opinión de Sarah. Después de todo, era su casa.

– Me parece bien.

– Estupendo. Ahora ve a darte un baño y disfruta de una copa de vino. Hoy te invito a cenar fuera. -Jeff subió al salón de baile con el pintor para hacer pruebas en las paredes. Los tonos podían variar mucho según cómo les diera la luz.

– A la orden, señor -respondió Sarah mientras ponía rumbo a su cuarto con las bolsas de Neiman's y los zapatos en las manos. Las escaleras la mantenían en forma. Todavía no había empezado a montar el gimnasio en el sótano. Primero quería ocuparse de las cortinas y los muebles.

Jeff apareció en el dormitorio media hora después. Sarah estaba tumbada en la cama, viendo las noticias. Parecía relajada. A veces le encantaba mirarla. Se estiró junto a ella y la rodeó con un brazo.

– Hoy le he hablado a mi madre de nosotros -dijo vagamente Sarah, sin apartar los ojos del televisor.

– ¿Y qué ha dicho?

– No mucho. Le caes bien, y también a Mimi. Me soltó el rollo de siempre sobre mi edad, mi última oportunidad, los hijos, bla, bla, bla.

– Traduce, por favor -pidió, intrigado, Jeff-. La parte del bla, bla, bla.

– Opina que debería casarme y tener hijos. Yo no estoy de acuerdo. Nunca lo he estado.

– ¿Por qué no?

– No creo en el matrimonio. Pienso que el matrimonio lo estropea todo.

– Eso simplifica las cosas, ¿no es cierto?

– Para mí sí. ¿Y para ti? -Sarah se volvió hacia él con una ligera expresión de preocupación. Nunca habían ahondado en el tema. Como Jeff no se había casado con Marie-Louise, siempre había dado por sentado que opinaba como ella.

– No lo sé, supongo que sí, si no hay otra opción. No me importaría tener un hijo algún día, o dos. Y para el niño probablemente sería mejor que sus padres estuvieran casados, pero si tú lo tienes tan claro, no es algo esencial.

– Yo no quiero tener hijos -repuso Sarah con firmeza. Parecía asustada.

– ¿Por qué no?

– Me da miedo. Tener hijos te cambia demasiado la vida. Ya nunca veo a mis amigas. Están todas demasiado ocupadas cambiando pañales y haciendo de chófer. Menudo rollo.

– Hay a quien le gusta -repuso él con cautela.

Sarah lo miró directamente a los ojos.

– En serio, ¿te imaginas a alguno de nosotros con hijos? No creo que estemos hechos de esa pasta. Yo, por lo menos, no. Me gusta mi trabajo. Me gusta lo que hago. Me gusta tumbarme y ver la tele antes de que me saques a cenar sin que tengamos que llamar a un canguro. Te quiero… Adoro mi casa. ¿Por qué complicar las cosas? ¿Y si te sale un niño horrible que se droga o roba coches o que, como la hija de Tom, es ciego y no puede valerse por sí mismo? No podría hacerlo.

– ¿No te parece una visión algo pesimista?

– Puede, pero tendrías que haber visto la vida que tuvo mi madre mientras estuvo casada con mi padre. Mi padre era un vegetal, se pasaba el día en el dormitorio, borracho, mientras ella se inventaba excusas para disculparlo. Mi infancia fue una pesadilla. Siempre temía que mi padre llegara tambaleándose cuando tenía amigos en casa o que hiciera algo para abochornarme. Y cuando murió fue aún peor, porque mi madre no paraba de llorar y yo me sentía culpable porque siempre había deseado que se muriera o que por lo menos desapareciera, y cuando lo hizo me dije que la culpa era mía. Finalmente alcancé la edad adulta, y no pienso volver a pasar por eso. De niña no fui feliz y no quiero hacer infeliz a otra persona por mi causa.

– Nosotros no bebemos -razonó Jeff.

Lo miró horrorizada.

– ¿Me estás diciendo que quieres tener hijos? -Era toda una novedad, una novedad que no le gustaba nada.

– Algún día -respondió él con franqueza-, antes de que sea demasiado viejo.

– ¿Y si yo no quiero? -El pánico se apoderó de Sarah, pero quería saberlo antes de continuar con él. Podía ser una razón para separarse.

– Te querré de todos modos y no te insistiré. Prefiero tenerte a ti a tener un hijo… Pero supongo que en algún momento me gustaría tener las dos cosas.

Sarah no podía dar crédito a sus oídos. Había dado por sentado que Jeff tampoco quería tener hijos. No era una buena noticia.

– Si tuviera un hijo, no me casaría -le desafió, y él rompió a reír y la besó.

– No esperaría menos de ti, cariño. No nos preocupemos por eso ahora. Que pase lo que tenga que pasar.

Eran prudentes, pero después de esa conversación Sarah se dijo que debían serlo aún más. No deseaba ningún desliz, o de lo contrario seguro que Jeff querría llevarlo adelante. No necesitaban pasar por esa dolorosa situación. Pensaba que su vida juntos era perfecta como estaba.

– En cualquier caso, ya soy muy mayor para tener hijos -insistió-. Cumpliré cuarenta el año que viene. Soy demasiado vieja. -Pero ambos sabían que no lo era. Jeff no dijo nada. Estaba claro que el asunto la inquietaba y por el momento no tenía por qué representar un problema. Para ninguno de los dos.

Dejaron el tema, salieron a cenar y disfrutaron de una agradable velada. Sarah le habló de la idea de su madre de alquilar la casa, o partes de la casa, para bodas. Le parecía una buena forma de obtener un dinero extra para comprar los muebles que deseaba. Jeff pensaba que podía ser divertido, aunque algo molesto tener a desconocidos en la casa que podían meterse donde no debían. Él tenía otra idea que creía interesante, pero requería invertir dinero para obtener beneficios y por el momento Sarah necesitaba todo el que tenía para la casa y los objetos que deseaba comprar.

La idea de Jeff era comprar juntos casas en mal estado, restaurarlas y luego venderlas. Le encantaba lo que Sarah había hecho con su casa y dijo que era muy buena restaurando. A ella le gustó la idea, pero le preocupaba a cuánto podía ascender la inversión. Era una idea para un futuro a largo plazo, si lo había. Como lo del matrimonio y los hijos. Se diría que esa noche no podían hablar de otra cosa que no fuera hacer planes para el futuro. Así y todo, le gustaba la idea de restaurar casas. Sabía que le daría mucha pena terminar la casa de la calle Scott. Había disfrutado y seguía disfrutando de cada minuto que le dedicaba.

Esa noche Jeff se quedó con ella, y también el fin de semana. Apenas iba ya a su apartamento, salvo para recoger libros y ropa. Solo había pasado en él unos días desde que lo alquilara. Y en la cena explicó que acababan de hacerle una oferta firme por la casa de Potrero Hill. Marie-Louise le había acribillado a correos electrónicos reclamando su dinero. Hechas las valoraciones, él conservaría el negocio y ella se quedaría con lo que les dieran por la casa. Marie-Louise le dijo que aceptara la oferta y eso hizo. Le había comprado su parte del apartamento en París para habitarlo y montar allí su estudio. Sus catorce años juntos se habían esfumado con una facilidad sorprendente, lo que solo hacía reafirmar la postura de Sarah. Era más fácil no casarse, sobre todo si las cosas no iban bien. Pensaba que Marie-Louise era afortunada. Jeff era un gran hombre. Había hecho todas las gestiones, no le había estafado ni un céntimo y estaba siendo sumamente generoso. Era un ángel en todos los sentidos. Sarah estaba impresionada. Esta vez los dioses la habían sonreído. Y por el momento, solo le interesaba vivir el presente.

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