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Como era su costumbre, Sarah siguió enviando libros y artículos a Stanley a lo largo de julio y agosto. En septiembre Stanley contrajo una ligera gripe que no precisó su ingreso en el hospital. Y en octubre, cuando fue a verlo el día que cumplía noventa y nueve años, lo encontró de un humor excelente. Lo vivía como una especie de victoria. Llegar a los noventa y nueve años podía considerarse toda una proeza. Sarah le llevó una tarta de queso que coronó con una vela. Sabía que era su tarta favorita y que le recordaba a su infancia en Nueva York. Por una vez Stanley no la regañó por trabajar demasiado. Hablaron largo y tendido sobre el proyecto de una nueva ley tributaria que podía resultar ventajosa para su patrimonio. El tema interesaba a los dos por igual, y ambos gustaban de teorizar sobre el efecto que los cambios de legislación podían tener sobre las leyes tributarias. Stanley tenía la mente aguda y despierta de siempre y parecía menos frágil que la última vez. Tenía una enfermera nueva que se esforzaba por hacerle comer, y Sarah hasta pensó que había engordado un poco. Antes de marcharse le dio un beso en la mejilla, como siempre, y le dijo que el octubre siguiente celebrarían juntos su centenario.

– Cielos, espero que no -rió Stanley-. Ni siquiera había imaginado que llegaría hasta aquí.

Sarah le dejó una pila de libros nuevos, música y un pijama de raso negro que Stanley pareció encontrar divertido. Nunca lo había visto de tan buen humor, de ahí que la llamada que recibió el 1 de noviembre, dos semanas más tarde, la afectara doblemente. Siempre había sabido que tarde o temprano sucedería, pero, así y todo, la noticia la cogió totalmente desprevenida. Después de más de tres años llevando sus asuntos legales y disfrutando de su amistad, había empezado a creer que Stanley viviría eternamente. La enfermera le contó que el anciano había fallecido plácidamente durante la noche, mientras dormía escuchando la música que ella le había regalado y luciendo el pijama de raso negro. Después de una buena cena se quedó dormido y se marchó de este mundo sin un suspiro, sin un gemido, sin una última palabra a nadie. La enfermera lo encontró una hora más tarde, cuando fue a ver cómo estaba. Dijo que la expresión de su rostro era de absoluta paz.

Los ojos de Sarah se llenaron de lágrimas. Había tenido una mañana difícil en el despacho, tras una acalorada discusión con dos de sus socios por algo que habían hecho y que ella no aprobaba. Tenía la sensación de que se habían confabulado contra ella. Y la noche previa había discutido con el hombre con quien salía, lo cual no era nada insólito, pero así y todo le afectó. En el último año habían empezado a discrepar más. Los dos llevaban una vida ajetreada y estresante y solo se veían los fines de semana. No obstante, a veces ella y Phil se irritaban por tonterías. Y la noticia de la muerte de Stanley era la gota que colmaba el vaso. Sarah sentía que se le había ido alguien importante, y le vino a la memoria el recuerdo de la muerte de su padre, acaecida veintidós años atrás, cuando ella tenía dieciséis.

En cierto modo, pese a ser su cliente, Stanley era la única figura paterna que Sarah había tenido desde entonces. Le decía constantemente que no trabajara tanto, que aprendiera de los errores que él había cometido. Ningún otro hombre le había dicho jamás esas cosas, y era consciente de lo mucho que iba a echarle de menos. No obstante, era para esto para lo que habían estado preparándose, la razón por la que ella había entrado en su vida, para organizar su patrimonio y la forma en que iba a ser repartido entre los herederos. Había llegado el momento de hacer su trabajo. A lo largo de los últimos tres años había estado elaborando las bases. Sarah lo tenía todo organizado, a punto y en orden.

– ¿Se encargará usted de los preparativos? -preguntó la enfermera.

La mujer ya había comunicado la noticia a las demás enfermeras, y Sarah se ofreció a llamar a la funeraria. Stanley la tenía escogida desde hacía tiempo, pero había insistido en que no deseaba funeral. Quería que lo incineraran y enterraran con la máxima discreción. No quería dolientes. Todos sus amigos y socios estaban muertos y sus familiares no le conocían. Solo tenía a Sarah para organizarlo todo.

Después de hablar con la enfermera efectuó las llamadas pertinentes y comprobó, sorprendida, que la mano le temblaba al marcar los números. Stanley sería incinerado al día siguiente y enterrado en Cypress Lawn, en un espacio dentro del mausoleo que había comprado doce años atrás. Le preguntaron si habría oficio religioso y Sarah dijo que no. La funeraria recogió el cuerpo una hora después, y la congoja acompañó a Sarah durante todo el día, en especial mientras dictaba la carta para los herederos. En ella proponía realizar una lectura del testamento en las oficinas de su bufete, algo que Stanley había solicitado en el caso de que los herederos estuvieran dispuestos a viajar a San Francisco. Así podrían aprovechar la oportunidad de inspeccionar la casa que habían heredado y decidir qué hacer con ella. Existía la posibilidad de que alguno quisiera conservarla y deseara comprar a los demás su parte, si bien tanto Sarah como Stanley habían considerado esa opción muy poco probable. Ni uno solo de los herederos vivía en San Francisco y a ninguno le interesaría tener una casa allí. Sarah tenía numerosos detalles de los que ocuparse. Y el cementerio le había notificado que la inhumación de Stanley tendría lugar a las nueve de la mañana del día siguiente.

Sarah sabía que tardaría días o semanas en tener noticias de los herederos. Quienes no desearan o no pudieran asistir a la reunión recibirían una copia del testamento inmediatamente después de su lectura. Y era preciso autenticar el patrimonio. Liberar los bienes de Stanley llevaría su tiempo. Sarah puso en marcha la maquinaria ese mismo día.

Entrada la tarde, la enfermera jefe se personó en su despacho para entregarle las llaves de todas las enfermeras. La asistenta que llevaba años limpiando las habitaciones del ático seguiría haciéndolo. También mantendrían la empresa de limpieza que acudía una vez al mes para ocuparse del resto de la casa. Sarah se sorprendió de lo poco que había que hacer. Además, Stanley tenía tan pocos muebles y objetos personales que, cuando llegara el momento de vaciar la casa para ponerla a la venta, Goodwill podría llevárselo todo. No había nada en esa casa que los herederos pudiesen querer. Stanley era un hombre sencillo, con pocas necesidades y ningún lujo, y se había pasado los últimos años postrado en la cama. Hasta su reloj de pulsera carecía de valor. Había comprado un reloj de oro en una ocasión, pero lo había regalado. Todo lo que tenía eran inmuebles y centros comerciales, pozos de petróleo, inversiones, acciones, bonos y la casa de la calle Scott. Stanley Perlman había poseído una enorme fortuna y muy pocos objetos. Y gracias a Sarah, en el momento de su fallecimiento su patrimonio estaba en perfecto orden.

Sarah se quedó en el despacho hasta las nueve de la noche examinando archivos, respondiendo correos electrónicos y archivando documentos que llevaban días descansando sobre su mesa. Finalmente comprendió que estaba retrasando el momento de volver a casa, como si temiera que el vacío de la calle Scott se hubiera trasladado a su hogar. El dolor que le producía la ausencia de Stanley era profundo. Telefoneó a su madre, pero no la encontró. Telefoneó a Phil, miró la hora y cayó en la cuenta de que estaba en el gimnasio. Pocas veces, por no decir nunca, se veían entre semana. Phil iba al gimnasio todas las noches después del trabajo. Era abogado laboralista de un despacho de la competencia especializado en casos de discriminación y trabajaba tantas horas como ella. Cenaba con sus hijos dos veces por semana porque no le gustaba quedar con ellos los fines de semana, que prefería dedicar a actividades de adultos, casi siempre con Sarah. Trató de localizarlo en el móvil, pero Phil lo apagaba cuando estaba en el gimnasio. No dejó ningún mensaje porque no sabía qué decir. Sabía que Phil la haría sentirse como una estúpida. Podía imaginar la conversación. «Mi cliente de noventa y nueve años murió anoche y estoy muy triste.» Phil se reiría de ella y respondería: «¿Noventa y nueve años? ¿Estás bromeando?… Se diría que hace mucho que salió de cuentas.» Sarah le había mencionado a Stanley una o dos veces, pero casi nunca hablaban de trabajo. A Phil le gustaba dejarlo en la oficina. Ella, en cambio, lo trasladaba a casa de muchas maneras. Se llevaba carpetas para estudiarlas y se preocupaba de sus clientes, de sus problemas y planes tributarios. Phil dejaba a sus clientes en la oficina, y sus preocupaciones sobre la mesa. Sarah iba con ellos a todas partes. Y la tristeza por la muerte de Stanley le pesaba profundamente.

No tenía a nadie con quien hablar. Nadie con quien compartir su abrumadora sensación de vacío. Le era imposible explicar lo que sentía. Experimentaba la misma sensación de pérdida que el día que su padre falleció, pero esto era mucho peor. Esta vez no sentía estupefacción, y tampoco alivio. En realidad no había vivido la muerte de su padre como la pérdida de un ser querido, sino como la pérdida de una idea. La idea del padre que nunca había sido, de la fantasía que su madre había creado para ella. Pese a vivir en la misma casa, Sarah llevaba años sin hablar con su padre cuando este murió. Era imposible. Siempre estaba demasiado borracho para poder hablar o pensar, o para salir con ella. Cuando llegaba del trabajo bebía hasta perder el conocimiento y llegó un momento en que ya ni se molestaba en ir a trabajar. Se quedaba en el dormitorio y bebía mientras su madre se esforzaba por encubrirlo, trabajaba en una inmobiliaria para mantenerlos a los tres y pasaba por casa varias veces al día para comprobar su estado. El padre de Sarah murió a los cuarenta y seis años de una afección hepática siendo un completo extraño para su hija. Stanley, en cambio, había sido su amigo. Y el dolor, en este caso, era mucho más intenso. Ahora que Stanley no estaba, tenía alguien a quien echar de menos.

Permaneció sentada en su despacho y lloró, finalmente, mientras pensaba en ello. Luego cogió la cartera y se marchó. Tomó un taxi hasta su apartamento situado en Pacific Heights, a doce manzanas de la casa de Stanley, y se dirigió directamente al escritorio para escuchar los mensajes. Había uno de su madre. A sus sesenta y un años seguía trabajando, pero había cambiado el negocio inmobiliario por el interiorismo. Siempre estaba ocupada, ya fuera con amigas, con clientes, en clubes de lectura o en las reuniones de alcohólicos anónimos a las que asistía desde hacía treinta años, aun cuando su marido ya llevara muerto veintidós. Sarah opinaba que su madre era adicta a esas reuniones. Nunca paraba, pero parecía feliz así. La había telefoneado para ver qué tal se encontraba, y contaba que se estaba arreglando para salir. Sarah escuchó el mensaje mientras se dejaba caer en el sillón con la mirada perdida. No había cenado, y tampoco tenía hambre. Había una pizza de hacía dos días en la nevera y sabía que si quería podía hacerse una ensalada, pero no le apetecía. Lo único que deseaba era el consuelo de su cama. Necesitaba llorar la pérdida de Stanley antes de ocuparse de todas sus cosas. Sabía que por la mañana se encontraría mejor, o eso esperaba, pero ahora necesitaba desahogarse.

Se tumbó en el sofá y puso la tele con el mando. Necesitaba oír voces, ruido, algo que llenara el silencio y el vacío que se estaba abriendo paso en su interior. Su apartamento se hallaba tan vacío como ella lo estaba esa noche. Tenía el mismo desorden que ella sentía en su interior. Pero nunca reparaba en él y tampoco lo hizo ahora. Su madre siempre la estaba riñendo y Sarah se la quitaba de encima respondiendo que le agradaba así. Le gustaba decir que su apartamento tenía un aire intelectual. No quería cortinas vaporosas ni colchas con volantes. No necesitaba cojines en el sofá ni platos que hicieran juego. Conservaba el destartalado sofá marrón de sus años de universidad y la mesa baja que había adquirido en Goodwill cuando estudiaba derecho. El escritorio era una puerta apoyada sobre dos caballetes con varios archivadores de ruedas amontonados debajo. Las estanterías ocupaban toda una pared y estaban abarrotadas de libros de derecho, con los que no cabían amontonados en el suelo. Había dos butacas de cuero marrón muy bonitas, regalo de su madre, y un gran espejo colgado sobre el sofá. También dos plantas muertas y un ficus de seda que su madre había encontrado en algún lugar, un sillón de bolitas de poliestireno de aspecto gastado que Sarah se había traído de Havard y una maltrecha mesa de comedor con cuatro sillas, todas diferentes. Las ventanas, en lugar de cortinas, tenían persianas venecianas, pero a Sarah le traía sin cuidado.

El aspecto que ofrecía su dormitorio no era mucho mejor. Sarah hacía la cama los fines de semana, antes de que llegara Phil. La mitad de los cajones de la cómoda ya no cerraban. En un rincón del cuarto descansaba una vieja mecedora cubierta con una colcha hecha a mano que había encontrado en un anticuario. Había un espejo de cuerpo entero con una raja y, sobre el alféizar, otra planta muerta. La mesilla de noche tenía encima una pila de libros de derecho, su lectura nocturna favorita. Y en un rincón, el osito de peluche que había rescatado de su infancia. Probablemente nadie le propondría anunciar su apartamento en Casa y Jardín o en Architectural Digest, pero a ella le gustaba. Era práctico y habitable, tenía platos suficientes sobre los que comer, vasos suficientes para invitar a una docena de amigos a tomar una copa siempre que le apeteciera y dispusiera de tiempo, lo cual no era a menudo, toallas suficientes para ella y Phil y ollas y sartenes suficientes para preparar una comida decente, lo que hacía un par de veces al año. El resto del tiempo compraba comida preparada, se tomaba un sándwich en el despacho o hacía una ensalada. Tenía cuanto necesitaba, por mucho que eso disgustara a su madre, cuyo apartamento estaba siempre impecable, como si fueran a fotografiarlo en cualquier momento. Ella decía que era su tarjeta de visita como interiorista.

El apartamento de Sarah no se diferenciaba de aquellos en los que había vivido en sus años de universidad. No podía decirse que fuera bonito, pero era funcional y satisfacía sus necesidades. Tenía un buen equipo de música y un televisor que Phil le había comprado para poder ver la tele cuando estaba en su casa, principalmente los programas de deportes. Sarah tenía que reconocer que a veces le gustaba verla, como era el caso de esa noche. Estaba escuchando el murmullo de voces de una serie banal cuando le sonó el móvil. Pensó en no contestar, hasta que cayó en la cuenta de que podía ser Phil devolviéndole la llamada. Consultó el número y, presa de una mezcla de alivio y temor, comprobó que era él. Sabía que si Phil hacía el comentario equivocado se disgustaría, pero tenía que arriesgarse. Esa noche necesitaba algún tipo de contacto humano para compensar la ausencia definitiva de Stanley. Bajó el volumen del televisor con una mano, abrió el móvil con la otra y se lo llevó al oído.

– Hola -dijo, sintiendo que se quedaba en blanco.

– ¿Qué ocurre? He visto que me has llamado. Estoy saliendo del gimnasio.

Phil era de esas personas que insistían en que necesitaban ir al gimnasio todos los días después del trabajo para sacudirse el estrés, salvo cuando quedaba con sus hijos. Se pasaba allí dos o tres horas, de modo que Sarah nunca podía cenar con él durante la semana porque Phil nunca salía del despacho antes de las ocho. Una de las cosas que le atraían de él era su voz sensual. Esa noche necesitaba oírla, independientemente de lo que dijera. Le echaba de menos y le habría encantado que fuera a verla. Ignoraba cuál sería su reacción si se lo pedía. Tenían el acuerdo, en su mayor parte tácito, de verse exclusivamente los fines de semana, unas veces en casa de ella y otras en casa de él, dependiendo de donde fuera mayor el desorden. Generalmente ganaba el de Phil y pasaban la noche en casa de Sarah, aunque él se quejaba de que el colchón era demasiado blando y le fastidiaba la espalda. Lo soportaba para poder estar con ella. Después de todo, no eran más que dos días a la semana, y a veces ni eso.

– He tenido un día horrible -dijo Sarah con voz monótona, tratando de no sentir todo lo que sentía-. Mi cliente favorito ha muerto.

– ¿El viejo que tenía por lo menos cien años? -preguntó Phil. Sonaba como si estuviera haciendo algún esfuerzo, entrando en el coche o levantando una bolsa pesada.

– Noventa y nueve. Sí, él. -Sarah y Phil se comunicaban con un lenguaje lacónico que habían desarrollado a lo largo de cuatro años. Al igual que su relación, era poco romántico, pero parecía que les funcionaba. Su relación no era, ni mucho menos, perfecta, pero Sarah la aceptaba. Pese a no ser del todo satisfactoria, era fácil y relajada. Ambos vivían en el presente y nunca se preocupaban por el futuro-. Estoy muy triste. Hacía años que no me sentía tan mal por la muerte de alguien.

– Te he dicho un montón de veces que no deberías implicarte tanto con tus clientes. No es práctico. Los clientes no son nuestros amigos. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Este sí lo era. Stanley solo me tenía a mí y a un montón de familiares a los que ni siquiera conocía. No tenía hijos. Y era un hombre muy agradable. -La voz de Sarah sonaba queda y triste.

– No lo dudo, pero noventa y nueve años son muchos años. ¿No me digas que su muerte te ha sorprendido?

Sarah podía oír que Phil estaba en el coche, camino de casa. Vivía a seis manzanas de su apartamento, lo cual resultaba muy cómodo la mayoría de las veces, sobre todo si decidían cambiar de casa en mitad del fin de semana u olvidaban algo.

– No estoy sorprendida, solo triste. Sé que puede parecer absurdo, pero lo estoy. Me ha hecho pensar en la muerte de mi padre.

Sarah se sentía vulnerable al reconocer eso, pero después de cuatro años de relación, entre ella y Phil no había secretos. Siempre podía decir lo que quería o necesitaba decir. Él la entendía unas veces y otras no. Por el momento, esa noche no la estaba entendiendo.

– Para el carro, nena. Ese tío no era tu padre, era un cliente.

Yo también he tenido un día horrible. Me lo he pasado en una declaración y mi cliente es un auténtico gilipollas. A media declaración me entraron ganas de estrangular al hijo de perra. Pensé que el abogado de la parte contraria lo haría por mí, pero no lo hizo. Ojalá lo hubiera hecho. Es imposible que ganemos el caso. -Phil detestaba perder un caso, del mismo modo que detestaba perder en los deportes. A veces el mal humor le duraba semanas.

En verano jugaba a béisbol los lunes por la noche, y en invierno a rugby. Había jugado a hockey sobre hielo en Dartmouth y perdido los dientes de arriba, pero le habían puesto unos nuevos que le quedaban muy bien. Phil era un hombre muy atractivo. A sus cuarenta y dos años todavía aparentaba treinta y estaba en excelente forma. Sarah se había quedado prendada de su físico el primer día que lo vio, y aún lo estaba, aunque detestara reconocerlo. Entre ellos existía una fuerte química que iba más allá de la razón o las palabras. Phil era el hombre más sexy que Sarah había conocido en su vida, lo cual no justificaba los cuatro años que había pasado en una relación estrictamente de fin de semana, pero sin lugar a dudas era un aspecto importante. A veces las rígidas opiniones de Phil la sacaban de quicio y a menudo la decepcionaban. No era un hombre muy sensible, ni muy atento, pero no había duda de que la excitaba.

– Lamento que hayas tenido un día tan malo -dijo, pensando que no podía ni compararse con el suyo, aunque tenía que reconocer que las declaraciones podían ser una lata, y también los malos clientes, sobre todo en la especialidad de Phil. El derecho laboral era sumamente estresante. Phil llevaba muchos casos de acoso sexual y discriminación, casi siempre para hombres. Se comunicaba mejor con los clientes masculinos, quizá debido a su vena deportista. Y en su bufete había muchas socias que trabajaban mejor con las clientas femeninas-. ¿Te importaría pasar por aquí camino de tu casa? No me iría mal un abrazo.

Sarah nunca le pedía esa clase de cosas a menos que la situación fuera desesperada. Y esa lo era. Estaba muy afligida por la muerte de Stanley. Seguía siendo su amigo, no solo su cliente, por mucho que Phil opinara, quizá con razón, que era una actitud poco profesional. Phil nunca se implicaba emocionalmente con sus clientes, de hecho no se implicaba con nadie, salvo con ella hasta cierto punto y con sus tres hijos, todos ellos adolescentes. Phil llevaba doce años divorciado y odiaba profundamente a su ex mujer. Le había dejado por otro hombre, de hecho por un defensa de los 49ers, lo que en su momento casi hizo que Phil perdiera la cabeza. Le habían dejado por un hombre aún más deportista que él. No podía existir un insulto mayor.

– Me encantaría, nena -dijo Phil-, en serio, pero estoy destrozado. He estado dos horas jugando a squash. -Sarah dio por sentado que había ganado, o de lo contrario habría estado de un humor de perros-. Mañana debo estar en el despacho a las ocho para preparar otra declaración. Esta semana la tengo llena de declaraciones. Si voy a tu casa, una cosa llevará a la otra y acabaré acostándome muy tarde. Necesito dormir bien si quiero estar despejado para las declaraciones.

– Puedes dormir aquí. -A Sarah le habría gustado-. O simplemente puedes pasar un momento para darme un abrazo. Lamento ponerme tan pesada, pero me encantaría verte aunque solo fuera un minuto.

Sarah se detestó a sí misma, porque sabía que estaba implorando y se sentía tremendamente necesitada. Phil odiaba esa clase de comportamiento. Decía que su ex esposa se pasaba el día implorando y no le gustaba ver eso en Sarah. Las mujeres necesitadas le parecían un fastidio y Sarah le gustaba porque no lo era. Su conducta de esa noche era indigna de ella. Sarah conocía bien las reglas de su relación. «No pedir. No implorar. No quejarse. Simplemente pasarlo bien cuando estamos juntos.» Y la mayor parte del tiempo lo pasaban bien. Pese a las restricciones temporales, durante cuatro años les había ido bien así.

– Tal vez mañana, pero hoy de verdad que no puedo.

– Phil, como siempre, se negaba a dar su brazo a torcer. Tenía claros sus límites-. Nos veremos el viernes.

En otras palabras, no. Sarah entendió el mensaje y comprendió que si insistía solo conseguiría enfadarle.

– En fin, no perdía nada por intentarlo -dijo, tratando de ocultar la decepción en su voz, pero tenía lágrimas en los ojos.

No solo había muerto Stanley, sino que se había topado de frente con el peor rasgo de Phil. Su egocentrismo, su falta de apoyo. Para Sarah no era ninguna novedad, y en esos cuatros años había terminado por aceptarlo. Phil solo era capaz de dar hasta cierto punto, y siempre y cuando no se lo pidieras, porque eso le hacía sentirse acorralado o controlado. Como no se cansaba de repetir, él solo hacía lo que quería hacer. Y esa noche no quería pasar por casa de Sarah para darle un abrazo. Lo había dejado bien claro. Sarah obtenía más cosas de él cuando no imploraba. Y esa noche había implorado. Mala suerte.

– Puedes intentarlo siempre que quieras, nena. Si puedo, puedo. Si no puedo, no puedo.

No. Si no quieres, no quieres, pensó Sarah.

Llevaban años con esa discusión y esa noche no tenía ganas de pelearse. Esa era la razón de que Sarah no siempre estuviera satisfecha con la relación. Opinaba que Phil debería ser más flexible en las situaciones especiales, como era el caso de la muerte de Stanley. Pero Phil raras veces se desviaba de su camino, y cuando lo hacía era porque le convenía a él, no a los demás. Le desagradaba que la gente le pidiera favores especiales y ella lo sabía. Pero se gustaban y estaban acostumbrados a las peculiaridades y las formas de hacer del otro. Unas veces era fácil, otras no. Phil no quería volver a casarse y siempre había sido muy franco al respecto. Sarah le había dicho con igual franqueza que no estaba interesada en el matrimonio, y a Phil le encantaba eso de ella. Tampoco quería tener hijos. Sarah se lo había dicho desde el principio. No quería darle a otra persona una infancia tan horrible como la suya, con un padre alcohólico, aunque Phil no lo fuera. Le gustaba beber de vez en cuando, pero con moderación. Él, por su parte, ya tenía hijos y no quería tener más. Así pues, al principio había sido un buen acuerdo. De hecho, durante los tres primeros años los dos habían estado encantados con la situación. La cosa solo había empezado a cojear un año atrás, cuando Sarah mencionó que le gustaría verlo más, quizá una noche entre semana. La primera vez que Phil le oyó decir eso se indignó y lo sintió como una intrusión. Dijo que necesitaba las noches de entre semana para él, salvo las que dedicaba a sus hijos. Después de tres años de relación Sarah opinaba que había llegado el momento de dar otro paso, de pasar más tiempo juntos. Phil no daba su brazo a torcer, Sarah no había conseguido ningún avance en el último año y ahora discutían a menudo por ese tema. Un tema, para ella, doloroso.

Él no quería pasar más tiempo con ella y decía que lo bonito de su relación siempre había sido la libertad de que gozaban, los días de entre semana para ellos y los fines de semana en compañía, y la ausencia de un compromiso serio puesto que ninguno de los dos quería casarse. Lo que tenían era exactamente lo que él quería. Diversión los fines de semana y un cuerpo al que abrazarse dos noches por semana. No estaba dispuesto a dar más y probablemente nunca lo estaría. Hacía un año que discutían sobre lo mismo sin llegar a ninguna conclusión, y eso había empezado a irritarla seriamente. ¿Tanto le costaba a Phil cenar con ella un día entre semana? Actuaba como si prefiriera que le arrancaran una muela, y Sarah lo encontraba insultante. Últimamente el tema desembocaba en peleas cada vez más amargas.

Pero a esas alturas Sarah ya había invertido cuatro años en la relación y no disponía de tiempo ni de energía para ponerse a buscar otro candidato. Con Phil sabía lo que había y le asustaba la posibilidad de conocer a alguien peor, o a nadie en absoluto. Se acercaba a los cuarenta y los hombres que conocía preferían mujeres más jóvenes. Ya no tenía veintidós años, ni veinticuatro, ni veinticinco. Aunque poseía un cuerpo estupendo, no era el mismo que cuando iba a la universidad. Trabajaba cincuenta o sesenta horas a la semana en una profesión sumamente estresante. ¿De dónde iba a sacar el tiempo para encontrar un hombre que quisiera algo más que solo fines de semana? Le resultaba más fácil seguir con Phil y tolerar sus defectos y ausencias. Era lo malo conocido y por ahora le bastaba. No era una situación ideal, pero estaba disfrutando del mejor sexo de su vida. Sabía que era la razón equivocada para no romper una relación, pero una razón que había conseguido mantenerla unida a Phil durante cuatro años.

– Confío en que tu ánimo mejore -le dijo Phil mientras entraba en su garaje, a seis manzanas de su apartamento.

Sarah oyó cerrarse la puerta del garaje. Probablemente Phil había pasado por delante de su casa mientras le decía que no podía detenerse a darle un abrazo. Procuró no prestar atención al nudo que se le estaba formando en el estómago. ¿Realmente era mucho pedir que le diera un abrazo? Era un día entre semana, y Phil no estaba dispuesto a atender las necesidades emocionales de Sarah durante la semana. Él tenía sus propios problemas y mejores cosas que hacer con su tiempo.

– Seguro que mañana me sentiré mejor -dijo, entumecida.

Poco importaba que al día siguiente se sintiera mejor. Lo que importaba era que ahora se sentía mal y que él, como siempre, había sido incapaz de ceder. Phil era inteligente, encantador cuando quería, sexy y guapo, pero solo pensaba en él. Nunca había querido hacerle creer lo contrario, pero después de cuatro años Sarah habría esperado de él cierta flexibilidad. Pero no. Phil tenía que atender primero sus propias necesidades. Ella lo sabía y no siempre le gustaba.

Al comienzo de su relación Phil le había contado que estaba muy entregado a sus hijos, que era preparador de la Little League y que iba a todos los partidos. Con el tiempo Sarah se dio cuenta de que, sencillamente, Phil era un fanático del deporte, y renunció a su trabajo de preparador porque le robaba demasiado tiempo. Y no veía a sus hijos los fines de semana porque quería ese tiempo para él. Cenaba con ellos dos veces por semana pero nunca dejaba que durmieran en su casa porque lo volvían loco. Tenían trece, quince y dieciocho años. El mayor estaba ahora en la universidad, pero las dos hijas seguían viviendo con la madre y, en opinión de Phil, eran un problema de su ex mujer. Creía que el vérselas con ellas todos los días era castigo más que suficiente por haberle dejado por otro.

Sarah había sentido en más de una ocasión que Phil descargaba sobre ella la rabia que sentía contra su ex mujer. Pero Phil necesitaba castigar a alguien no solo por los pecados de su ex mujer, sino por los de su madre, por haber tenido el atrevimiento de morirse y dejarlo solo a la edad de tres años. Tenía muchas cuentas que ajustar, y cuando no podía acusar de algo a Sarah, acusaba a su ex mujer o a sus hijos. Phil tenía un montón de «traumas» por resolver. Pero luego estaban esas cosas de él que le gustaban lo suficiente para mantenerla ahí. Al principio Sarah había visto su relación con Phil como algo temporal, de ahí que le costara tanto creer que ya llevaran cuatro años. Se resistía a reconocerse a sí misma, y no digamos a su madre, que Phil era una relación sin futuro. De vez en cuando alimentaba la esperanza de que con el tiempo se vieran más, sin llegar por eso al matrimonio. A estas alturas cabría esperar que Phil estuviera más unido a ella, pero no lo estaba. El hecho de verse únicamente dos veces por semana y llevar vidas separadas los mantenía distanciados.

– Te llamaré mañana cuando regrese del gimnasio. Y nos veremos el viernes por la noche… Te quiero, nena. He de colgar. En este garaje hace un frío que pela.

A Sarah le dieron ganas de responder «me alegro», pero no lo hizo. A veces Phil la sacaba de sus casillas y hería sus sentimientos cuando la decepcionaba, lo que ocurría con frecuencia, y ella se decepcionaba a sí misma por tolerar la situación.

– Yo también te quiero -dijo, preguntándose qué significado tenían esas palabras para él.

¿Qué significaba el amor para un hombre que había perdido a su madre siendo un niño, cuya ex mujer lo había dejado por otro hombre y cuyos hijos querían de él más de lo que él era capaz de darles? «Te quiero.» ¿Qué significaba eso exactamente? Te quiero, pero no me pidas que renuncie al gimnasio o que nos veamos entre semana… o que pase a darte un abrazo una noche que no toca simplemente porque estás triste. Era poco lo que Phil podía dar. Sencillamente no estaba en su hucha emocional, por mucho que Sarah la sacudiera.

Miró la tele durante otra hora, tratando de no pensar en nada, y finalmente se quedó dormida en el sofá. Eran las seis de la mañana cuando despertó. Pensó de nuevo en Stanley y tomó una decisión. No iba a permitir que lo enterraran en el mausoleo sin nadie presente. Quizá fuera poco profesional, como decía Phil, pero quería estar al lado de su amigo.

Después de eso pasó cerca de una hora debajo de la ducha, llorando por Stanley, por su padre, por Phil.

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