13

Como siempre, Sarah celebró la Navidad con Phil la noche antes de que partiera a Aspen con sus hijos. Siempre se marchaba el primer sábado de las vacaciones escolares y se quedaba allí hasta Año Nuevo. Sarah pasaba sola las vacaciones, lo cual se le hacía cuesta arriba, pero estaba acostumbrada. Él deseaba estar a solas con sus hijos. Sarah tendría que apañárselas sin él en Navidad y Nochevieja y, como siempre, aguantar los comentarios de su madre al respecto. Su relación con Phil acababa de entrar en el quinto año y esa era la quinta Navidad que pasaba sin él.

La llevó a cenar a Gary Danko. La comida estaba deliciosa y Phil eligió unos vinos caros y excelentes. Después fueron a casa de Sarah, intercambiaron regalos e hicieron el amor. Él le regaló otra cafetera exprés porque la vieja estaba empezando a fallar y una pulsera de plata de Tiffany que a Sarah le encantó. Era una esclava sencilla que podía llevar en cualquier situación. Ella le regaló un cartera que necesitaba con urgencia y un precioso jersey de Armani, de cachemir azul. Y, como siempre, cuando Phil se marchó por la mañana Sarah detestó verlo partir. Se quedó más tiempo de lo habitual. No iban a verse en dos semanas, dos semanas de vacaciones que, una vez más, ella pasaría sola.

– Adiós… Te quiero… -repitió Sarah cuando Phil la besó por última vez antes de irse. Iba a echarlo mucho de menos, como siempre, pero esta vez no protestó. Para qué. Lo único que diferenciaba esas vacaciones de las anteriores era que iba a pasarlas trabajando en su nueva casa.

Había pasado mucho tiempo en ella los fines de semana, lijando, limpiando, midiendo y haciendo listas. Se había comprado una caja de herramientas y tenía intención de construir una librería con sus propias manos en su dormitorio. Jeff se había ofrecido a enseñarle cómo hacerla.

Marie-Louise había vuelto finalmente a la ciudad la semana antes. A Sarah le sonaba más francesa que nunca cada vez que hablaba con ella, pero no se implicó en la casa. Había vuelto para ocuparse de sus proyectos porque la mayoría de sus clientes estaban pidiendo a gritos su regreso. Sarah y Jeff hablaban por teléfono casi todos los días. Habían decidido no llevar adelante su idilio y centrar su relación en el tema de la casa. Si con el tiempo sus respectivas relaciones fracasaban, tanto mejor, pero Sarah le dejó bien claro que no quería alimentar sus sentimientos amorosos mientras él estuviera viviendo con Marie-Louise, independientemente de que fuera o no feliz con ella. Jeff se mostró de acuerdo.

El día siguiente a la partida de Phil comieron juntos. Era domingo y Marie-Louise estaba encerrada en su despacho, poniéndose al día. Sarah se sorprendió cuando, después de disfrutar de una tortilla en Rose's Café, Jeff deslizó por la mesa un pequeño paquete. Conmovida, lo abrió con cuidado y se quedó sin respiración al ver el alfiler antiguo que contenía. Era una casita de oro con brillantes diminutos en las ventanas, un regalo perfecto. Jeff había sido generoso y detallista a la vez.

– No es tan grande como tu casa -dijo a modo de disculpa-, pero me gustó.

– ¡Es precioso! -exclamó, emocionada, Sarah. Podría lucirlo en las chaquetas de los trajes que utilizaba para ir al despacho. Así se acordaría de él y de la casa. Estaba aprendiendo tanto de él sobre cómo restaurar su casa. Jeff también le regaló un libro muy útil sobre carpintería y reparaciones domésticas. Eran dos regalos perfectos, cuidadosamente elegidos.

Sarah le regaló, por su parte, una preciosa colección de libros de arquitectura encuadernados en cuero. Se trataba de una primera edición que había encontrado en una vieja librería del centro. Le había costado una fortuna y a Jeff le encantó. Sería una bella incorporación a su amada y siempre creciente biblioteca.

– ¿Qué harás durante las fiestas? -le preguntó durante el café. Parecía cansado y estresado. Tenía muchos proyectos que terminar y ahora que Marie-Louise había vuelto, su vida era más ajetreada y agitada. Ella siempre invadía su espacio como un tornado. Con los años Jeff había comprobado que los tópicos sobre las pelirrojas eran en su mayoría ciertos. Marie-Louise era enérgica, dinámica y tenía muy mal carácter. Pero también era apasionada, tanto en lo bueno como en lo malo.

– Trabajaré en mi casa -respondió tranquilamente Sarah. Lo estaba deseando. Como Phil no estaba, los fines de semana podría trabajar hasta tarde. Confiaba en que de ese modo las vacaciones se le pasaran más deprisa-. Celebraré la Nochebuena con mi abuela, mi madre y los amigos que inviten. El resto del tiempo lo dedicaré a la casa. Tendremos cerrado el despacho entre Navidad y Año Nuevo.

– Como nosotros. Tal vez me pase por la casa para ayudarte. Marie-Louise odia tanto la Navidad que en esta época del año se vuelve especialmente irritable. No solo detesta celebrarla, sino que le molesta que otras personas la celebren, y más aún si esa persona soy yo. -Jeff rió y Sarah sonrió. Las cosas nunca eran fáciles para nadie, independientemente de lo que pareciera desde fuera-. Está pensando en irse a esquiar hasta el día de Año Nuevo. A mí no me gusta esquiar, de modo que seguramente me quedaré en casa trabajando. Antes solía acompañarla. Me pasaba el día metido en la cabaña y por la noche ella estaba demasiado cansada para salir. De niña estuvo a punto de competir a nivel olímpico, de modo que es una esquiadora excelente. Hace mucho tiempo trató de enseñarme, pero era un desastre. El esquí es un deporte que ni me gusta ni se me da bien. Detesto pasar frío. -Jeff sonrió-. Y caerme de culo, algo que hacía constantemente mientras ella se desternillaba. Ahora va a Squaw sola. Ambos lo preferimos así.

– Puedes venir siempre que quieras -dijo Sarah con ternura.

Sabía que ahora su relación dentro de la casa tendría que ser más comedida. Jeff no había vuelto a besarla desde el día del picnic. Ambos estaban de acuerdo en que no era una buena idea, que solo conseguirían crearse problemas y que alguien saldría finalmente herido. Sarah no quería salir herida, ni él quería hacerle daño. Jeff era consciente de que tenía razón, y aunque le costaba reprimir el deseo de abrazarla cuando estaban solos, por su bien y por el de ella mantenía el impulso a raya. Así pues, ahora trabajaban durante horas codo con codo sin rozarse siquiera. Tenía que reconocer que no siempre era fácil, pero respetaba la opinión y el deseo de Sarah. Y tampoco tenía ganas de complicar la situación con Marie-Louise.

– ¿Cómo pasáis el día de Navidad si ella no quiere celebrarlo? -Sarah siempre sentía curiosidad por cómo era su vida juntos. Parecían tan diferentes…

Jeff sonrió antes de contestar.

– Por lo general, discutiendo. Yo me quejo de que me fastidie las fiestas navideñas con su actitud y ella dice que soy un hipócrita, un burdo y un consumista, una víctima de las instituciones que me dieron gato por liebre cuando era niño, y demasiado débil y estúpido para reconocerlo ahora y oponerme. En fin, cosas normales como esas. -Sarah rió-. Marie-Louise tuvo una infancia dickensiana. La pasó en su mayor parte rodeada de familiares que la odiaban e insultaban, y que se insultaban entre sí. No siente demasiado respeto por los lazos familiares, las tradiciones y las fiestas religiosas. Sigue pasando mucho tiempo con su familia, pero todos se odian.

– Es triste.

– Supongo que sí. Marie-Louise encubre esa tristeza con rabia, y parece que le funciona. -Jeff sonrió. Aceptaba a Marie-Louise como era, pero eso no hacía más fácil vivir con ella.

Pasearon despacio por la calle Union hasta sus respectivos coches. Las tiendas estaban adornadas con motivos navideños y había luces centelleando en los árboles, pese a ser de día. Se respiraba un aire festivo.

– Te llamaré cuando hayamos cerrado el despacho -le prometió Jeff-. Te ayudaré con la casa cuando quieras.

– ¿A Marie-Louise no le importará? -Sarah temía que pudiera enojarse. Por las cosas que sabía de ella, la consideraba una víbora, pero respetaba su vínculo con Jeff, al igual que hacía él pese a sus quejas.

– Ni siquiera lo notará -le aseguró Jeff. Y tampoco tenía intención de contárselo, pero esto último no se lo dijo. Sabía lo honesta que era Sarah. No obstante, él pensaba que la forma en que se relacionara con Marie-Louise era asunto suyo. La conocía mejor y sabía cuáles eran sus límites. Y al igual que Sarah, estaba decidido a no dejar que la atracción que sentía por ella se le fuera de las manos. Habían acordado ser únicamente amigos.

Se dieron las gracias por los regalos y Sarah volvió a su apartamento. Poco después regresaba a la casa de la calle Scott con el libro de Jeff bajo el brazo. Trabajó hasta bien pasada la medianoche. Y el día de Nochebuena se puso el alfiler que Jeff le había regalado. Su madre reparó en él en cuanto Sarah se sentó a la mesa. Había olvidado la pulsera de Phil sobre la cómoda. Hacía tres días que no sabía nada de él. Siempre se comportaba así cuando iba a Aspen. Lo pasaba tan bien que no encontraba el momento para llamar.

– Me gusta -dijo su madre sobre el alfiler-. ¿De dónde lo has sacado?

– Me lo ha regalado un amigo -respondió misteriosamente Sarah. Tenía pensado hablarles de la casa después de la cena.

– ¿Phil? -Su madre la miró sorprendida-. No parece su estilo.

– No lo es -repuso Sarah antes de volverse hacia George, el novio de su abuela. Acababa de comprar una casa en Palm Springs y estaba feliz. Las había invitado a todas a ir a verla.

Mimi ya había estado y le encantaba. George estaba enseñando a Mimi a jugar al golf.

La cena de Nochebuena fue agradable y tranquila. Audrey había hecho rosbif y pudin de Yorkshire, su especialidad. Mimi había preparado las verduras y dos tartas deliciosas. Sarah había llevado un vino que todos alabaron. Y George había regalado a Mimi una preciosa pulsera de zafiros. Los ojos de Mimi chispearon cuando la enseñó, y Sarah y Audrey la contemplaron con la boca abierta mientras George sonreía orgulloso.

Sarah aguardó a que el entusiasmo amainara para mirar en torno a la mesa en tanto que Audrey servía el café.

– Pareces el gato que se comió al canario -dijo su madre, rezando para que no estuviera a punto de anunciar su compromiso con Phil. Pero de haber sido eso, Phil habría tenido la decencia de estar presente. Además, no lucía ningún anillo en el dedo. Audrey se tranquilizó.

– No es exactamente un canario -dijo Sarah, incapaz de ocultar su entusiasmo-. Finalmente he seguido el consejo de mamá.

Audrey puso los ojos en blanco y se sentó.

– Eso sería toda una novedad -dijo, y Sara sonrió con benevolencia.

– Pues es cierto, mamá. He comprado una casa. -Lo dijo nerviosa, eufórica y llena de orgullo, como una mujer anunciando que está embarazada.

– ¿En serio? -Audrey la miró encantada-. ¿Cuándo? ¡No me lo habías dicho!

– Te lo digo ahora. La compré hace unas semanas. Fue algo inesperado. Empecé a mirar apartamentos y de repente me cayó esta oportunidad. Es un sueño hecho realidad, un sueño que ignoraba que tuviera hasta que sucedió y me enamoré de él.

– ¡Es maravilloso, cariño! -Mimi enseguida se alegró por su nieta, al igual que George, que estaba feliz con su nueva casa. Audrey, como siempre, se mostró algo más escéptica.

– ¿No estará en algún barrio horrible? ¿Y no pensarás cambiar el mundo mudándote allí? -Sabía que su hija era capaz de eso. Sarah negó con la cabeza.

– No. Creo que te gustará. Está en Pacific Heights, a tan solo unas manzanas de donde vivo ahora. Es un barrio muy respetable y seguro.

– Entonces, ¿dónde está la pega? Porque puedo olería. -Audrey era implacable. Sarah deseó que encontrara un novio que la entretuviera, pero entonces tendría que sedarla para mantenerle la boca cerrada. Cuando no los espantaba, los dejaba. Su madre tenía una lengua afilada, especialmente con Sarah, una lengua que siempre conseguía herirla.

– No hay ninguna pega, mamá. La casa necesita arreglos, muchos arreglos, pero estoy muy ilusionada y la conseguí a muy buen precio.

– Oh, Dios, es una choza, lo sé.

Sarah negó con la cabeza.

– No es ninguna choza, es una casa preciosa. Tardaré entre seis meses y un año en arreglarla, pero cuando esté terminada te encantará. -Miró a su abuela mientras hablaba. Mimi asentía con la cabeza, dispuesta a creerla. Siempre era así, a diferencia de Audrey, que la retaba a cada oportunidad.

– ¿Quién te ayudará? -preguntó Audrey con sentido práctico.

– He contratado a un arquitecto, y muchos de los arreglos los haré yo misma.

– Supongo que hago bien en suponer que no veremos a Phil empuñando un martillo los fines de semana. A tu bufete le deben de ir muy bien las cosas si puedes permitirte contratar a un arquitecto. -Audrey apretó los labios y Sarah asintió con la cabeza. El legado de Stanley tampoco era asunto de ella-. ¿Cuándo te darán las llaves?

– Ya las tengo -dijo Sarah con una amplia sonrisa.

– Qué rapidez -espetó Audrey con escepticismo.

– Lo sé -reconoció Sarah-. Fue amor a primera vista. Hace tiempo que conozco esa casa, y de repente la pusieron en venta. Jamás se me pasó por la cabeza que acabaría siendo mía.

– ¿Cuántos metros cuadrados tiene? -preguntó su madre con naturalidad, y a Sarah se le escapó una carcajada.

– Dos mil setecientos -respondió tranquilamente, como si hubiera dicho uno o dos.

Los allí reunidos la miraron boquiabiertos.

– ¿Bromeas? -preguntó Audrey con los ojos como platos.

– No, no bromeo. Por eso la conseguí a tan buen precio, porque hoy día nadie quiere una casa de esas dimensiones. -Sarah se volvió hacia su abuela y habló con suavidad-: Mimi, tú conoces la casa. Naciste en ella. Es la casa de tus padres, el veinte-cuarenta de la calle Scott. En gran parte la compré por eso. Significa mucho para mí, y espero que cuando la veas, también signifique mucho para ti.

– Dios mío… -dijo Mimi con los ojos llenos de lágrimas. Ni siquiera sabía si quería volver a ver esa casa. De hecho, estaba casi segura de que no quería. Encerraba recuerdos muy dolorosos, de su padre antes de que la Gran Depresión lo hundiera, de las últimas veces que vio a su madre antes de que desapareciera-. ¿Estás segura de que eso es lo que quieres?… Me refiero a que… es una casa demasiado grande para que la lleve una sola persona. Ya nadie vive así… Mis padres tenían cerca de treinta empleados, o puede que incluso más. -Parecía preocupada, y casi se diría que asustada, como si un espíritu del pasado le hubiera posado una mano en el hombro. El espíritu de Lilli, su madre.

– Puedes estar segura de que no tendré treinta empleados -respondió Sarah sin dejar de sonreír pese al ceño de su madre y la cara de pánico de su abuela. Hasta George la miraba con cierto pasmo. La casa que se había comprado en Palm Springs tenía quinientos metros y temía que fueran demasiados para él. Dos mil setecientos era más de lo que podía imaginar-. Puede que contrate a una persona para que venga a limpiar una vez a la semana. El resto lo haré yo. Es una casa preciosa, y cuando le haya devuelto su aspecto original, o más o menos su aspecto original, estoy segura de que os encantará.

Audrey estaba meneando la cabeza, como si ya no le quedara ninguna duda de que su hija estaba loca.

– ¿De quién era la casa? -preguntó, vagamente intrigada.

– De Stanley Perlman, aquel cliente mío que falleció -contestó Sarah.

– ¿Te la ha dejado? -preguntó su madre sin rodeos. Le habría preguntado si se había acostado con él si Sarah no le hubiera contado que tenía casi cien años.

– No. -El resto solo le incumbía a ella, a Stanley y a sus diecinueve herederos-. Los herederos la pusieron a la venta a un precio increíblemente bajo y decidí comprarla. Me ha costado menos de lo que me habría costado una casa pequeña en el mismo barrio y es mucho más bonita. Además, para mí significa mucho que vuelva a pertenecer a la familia, y espero que para vosotras también -dijo, mirando a su madre y a su abuela. Las dos mujeres guardaron silencio-. Pensé que podríamos ir a verla mañana. Significaría mucho para mí.

Nadie dijo nada durante un largo instante, y eso hizo que la decepción revoloteara como una palomilla sobre el corazón de Sarah. Como siempre, la primera en hablar fue Audrey.

– No puedo creer que hayas comprado una casa de semejante tamaño. ¿Tienes idea del trabajo que supondrá arreglarla y no digamos decorarla y amueblarla? -Sus palabras siempre conseguían sonar como acusaciones en los oídos de Sarah.

– Lo sé. Pero por muchos años que tarde, para mí es importante. Y si en un momento dado siento que el proyecto me supera, siempre puedo venderla.

– Y perder la camisa en el proceso -suspiró Audrey en tanto que Mimi tomaba la mano de su nieta entre las suyas. Pese a su edad seguía teniendo unas manos bellas y delicadas, con unos dedos largos y elegantes.

– Creo que has hecho algo maravilloso, Sarah. Me parece que, sencillamente, estamos algo sorprendidos. Me encantaría ir a ver la casa. Nunca pensé que volvería a verla. En realidad, nunca pensé que querría volver a verla, pero ahora que es tuya, sí quiero… -Era la respuesta perfecta. Mimi, a diferencia de su madre, nunca la defraudaba.

– ¿Podríamos ir mañana? -El día de Navidad. Sarah se sentía como cuando era niña y enseñaba a su abuela un dibujo o una muñeca nueva. Quería que estuviera orgullosa de ella. Y también su madre. Siempre había sido más difícil ganarse la aprobación de su madre.

– Iremos mañana a primera hora -declaró Mimi, luchando por vencer sus miedos y emociones. No le resultaba fácil volver a esa casa, pero por Sarah era capaz de enfrentarse a todos los demonios del infierno, incluso de su infierno privado, con sus dolorosos recuerdos. George dijo que la acompañaría. Solo quedaba Audrey.

– De acuerdo, pero no esperes que diga que hiciste bien.

– No esperaría menos de ti, mamá -respondió Sarah con satisfacción. Se marchó poco después. De regreso a su apartamento pasó por delante de la casa de la calle Scott y sonrió. El día antes había colgado una corona de Navidad en la puerta. Estaba impaciente por mudarse.

Phil la llamó a medianoche para desearle feliz Navidad. Dijo que él y sus hijos lo estaban pasando muy bien y que la echaba de menos. Sarah respondió que ella también le echaba de menos y después de colgar la embargó la tristeza. No podía evitar preguntarse si alguna vez tendría un hombre con el que poder pasar las fiestas. Tal vez algún día. Tal vez con Phil.

Al día siguiente se le ocurrió llamar a Jeff para desearle feliz Navidad, pero, temiendo que contestara Marie-Louise, cambió de idea. Fue a la casa de la calle Scott y se entretuvo haciendo pequeñas cosas mientras esperaba a que apareciera su familia a las once, como habían prometido. Llegaron unos minutos después. Su madre había pasado a recoger a Mimi y a George, fingiendo no saber que habían pasado la noche juntos. Últimamente eran inseparables. No había duda de que George estaba obteniendo ventaja con respecto a los demás pretendientes de Mimi, bromeó Sarah, y su abuela dijo que era por las clases de golf. Audrey opinaba que era por la casa de Palm Springs. Fuera lo que fuese, parecía que estaba dando resultados, y Sarah se alegraba por los dos. Por lo menos una mujer de la familia tenía una relación que valía la pena. Y se alegraba de que esa mujer fuera Mimi, porque se merecía pasar contenta y feliz los últimos años de su vida. En su opinión, George era el hombre ideal para su abuela.

Mimi fue la primera en cruzar la puerta. Seguida de Audrey y George, avanzó despacio por el vestíbulo mirando a su alrededor, como si temiera ver un fantasma. Al llegar al pie de la gran escalera levantó la vista como si todavía pudiera ver en ella a gente conocida. Cuando se volvió hacia Sarah tenía las mejillas surcadas de lágrimas.

– Está exactamente como la recordaba -dijo en un susurro-. Siempre me viene el recuerdo de mi madre bajando por esta escalera, luciendo hermosos vestidos de noche, con sus joyas y sus pieles, y a mi padre vestido con frac y chistera, esperándola abajo con una amplia sonrisa. Era un placer contemplar a mi madre.

A Sarah le era fácil imaginarlo, a juzgar por la única foto que había visto de ella. Lilli tenía algo mágico, casi hechizante. Parecía una estrella de cine, una princesa de cuento de hadas, una joven reina. El hecho de ver a Mimi en la casa hizo que todo eso cobrara vida para Sarah.

Pasearon por la planta baja durante casi una hora mientras explicaba sus planes, así como la ubicación y el diseño de la nueva cocina. Audrey examinaba en silencio los paneles, las molduras y el artesonado. Alabó el exquisito suelo de madera procedente de Europa. Y George, como le ocurría a todo el mundo, estaba fascinado con las arañas de luces.

– Mi padre las hizo traer de Austria para mi madre -explicó Mimi, observándolas desde abajo. Todavía no podían encenderlas, pero Jeff ya había hecho venir a un experto para que se asegurara de que estaban bien sujetas-. Mi institutriz me habló de ellas en una ocasión -prosiguió, pensativa-. Creo que dos de ellas provienen de Rusia y el resto de Viena, y la que hay en el dormitorio de mi madre llegó de París. Mi padre saqueó palacios de toda Europa para construir esta casa. -Saltaba a la vista. Los resultados eran exquisitos.

Pasaron otra media hora en el primer piso, admirando los salones y, sobre todo, el salón de baile, con sus espejos y sus molduras doradas, sus paneles y sus suelos taraceados. Era una auténtica obra de arte. Luego subieron a la segunda planta. Mimi fue directa a los cuartos de los niños y tuvo la sensación de que había estado allí el día antes. La emoción le había robado el habla, y George le rodeó dulcemente los hombros con un brazo. Encontrarse de nuevo en esas estancias era, para Mimi, un intenso viaje emocional. Sarah casi se sintió culpable por haberla puesto en esa situación, pero al mismo tiempo confió en que lograra curar viejas heridas.

Mimi les contó todo lo referente al dormitorio y los vestidores de su madre, los muebles, las cortinas de satén rosa y la valiosísima alfombra de Aubusson. Al parecer había sido subastada por una fortuna incluso en 1930. Mimi habló de los vestidos de noche de su madre que ocupaban varios armarios, de los imponentes sombreros que se mandaba hacer en París. Era un relato sorprendente, y toda una lección de historia. Audrey escuchaba en silencio. En sus sesenta y un años de vida jamás había oído hablar a su madre de su infancia, y le sorprendía lo mucho que recordaba. Siempre supuso que lo había olvidado todo. Lo único que le contaron de niña era que la familia de su madre lo había perdido todo en el crack de 1929 y que su abuelo había muerto unos años después. Audrey no sabía nada de la gente que había poblado la niñez de su madre, de los detalles sobre la desaparición de su abuela materna, de la existencia siquiera de esa casa. Mimi jamás le había hablado de ello, y ahora los recuerdos y las anécdotas salían de su boca como un cofre rebosante de joyas.

Aunque había muy poco que ver, también visitaron el ático y el sótano. Mimi se acordaba del ascensor y de lo mucho que le gustaba montar en él con su padre, y de su criada favorita, a la que iba a ver a hurtadillas al ático cuando conseguía escapar de la institutriz.

Eran casi las dos cuando regresaron al vestíbulo. Mimi parecía cansada, y también los demás. Había sido algo más que un recorrido por la casa o una lección de historia, había sido un viaje al pasado para visitar a gente largo tiempo olvidada, y todo gracias a que Sarah había hecho realidad su sueño y había querido compartirlo con ellos.

– En fin, ¿qué os parece? -preguntó.

– Gracias -dijo Mimi, abrazándola-. Que Dios te bendiga. -Sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas-. Espero que seas feliz en esta casa, Sarah. Ellos lo fueron durante un tiempo. Espero que tú lo seas siempre, te lo mereces. Estás haciendo algo maravilloso al devolver la vida a esta casa. Me gustaría ayudarte en todo lo posible. -Hablaba en serio. George se acercó y también la abrazó.

– Gracias, Mimi -dijo Sarah, estrechando fuertemente a su abuela. Luego se volvió hacia su madre, presa del miedo que siempre la asaltaba cuando buscaba su aprobación. No era fácil obtenerla, nunca lo había sido.

Audrey asintió con la cabeza, titubeó y cuando finalmente habló, tenía la voz ronca y la mirada vidriosa.

– Estaba preparada para decirte que estás loca. Era lo que pensaba… pero ahora entiendo por qué lo has hecho. Tienes razón. Esto es importante para todas nosotras… y la casa es preciosa… Te ayudaré a decorarla si quieres, cuando la tengas terminada. -Sonrió cariñosamente a su hija-. Va a hacer falta mucha tela para decorarla… ya solo las cortinas podrían arruinar a un banco… Me gustaría ayudarte… Y se me han ocurrido algunas ideas para todos esos salones. También he pensado que podrías alquilarla para bodas, una vez que la tengas terminada. Eso te daría un buen dinero. Las parejas siempre están buscando un lugar elegante donde poder celebrar su casamiento. Esta casa sería perfecta, y podrías cobrar una fortuna.

– Es una gran idea, mamá -dijo Sarah con lágrimas en los ojos. Su madre nunca antes se había ofrecido a ayudarla, simplemente le decía lo que tenía que hacer. En cierto modo, la casa las estaba uniendo. No había sido esa su intención, pero era un inesperado regalo que agradecía-. No se me había ocurrido. -Creía sinceramente que era una buena idea.

Las tres mujeres se miraron con una amplia sonrisa antes de salir de la casa, como si compartieran un secreto muy especial. Las descendientes de Lilli de Beaumont habían vuelto finalmente a casa, bajo el techo que Alexandre había construido para ella. En otros tiempos fue una casa llena de amor, y en manos de Sarah las tres sabían que volvería a serlo.

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