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El viernes por la noche Sarah se sentía como si un tanque le hubiera pasado por encima. La había telefoneado uno de los herederos de Stanley, pero del resto aún no sabía nada. El lunes tenía una cita con la agente inmobiliaria. Estaba impaciente por ver la casa. Durante años había sido un misterio para ella. Jamás había asomado la cabeza a las demás plantas y estaba desando que llegara el lunes para recorrerlas.

Mimi le había dicho, durante su conversación por teléfono, que podía invitar a quien quisiera a la comida de Acción de Gracias. Los amigos de Sarah siempre eran bienvenidos en casa de su abuela. Aunque no mencionó concretamente a Phil, Sarah sabía que la invitación también lo incluía a él. A diferencia de Audrey, Mimi nunca hurgaba, criticaba o hacía preguntas que pudieran incomodarla. La relación de Sarah con su abuela siempre había sido fluida, tolerante y cálida. Era una persona adorable y Sarah no conocía a nadie que no la quisiera, hombre, mujer o niño. Le costaba creer que ese ser humano afable y feliz hubiera traído al mundo una criatura tan áspera. Cierto que a Audrey no le había ido tan bien en la vida ni en el matrimonio como a Mimi, y que los errores cometidos habían hecho mella en ella. Mimi había disfrutado de una larga y feliz vida marital, y el hombre con quien se había casado y con quien había compartido más de cincuenta años había sido una joya. Nada que ver con el padre de Sarah, que había resultado ser un auténtico desastre. Audrey se había convertido desde entonces en una mujer amarga, crítica y suspicaz. Sarah detestaba todo eso, pero no se lo reprochaba. El padre de Sarah, con su galopante alcoholismo y su incapacidad para interesarse por los demás o por sí mismo, no solo la había marcado a ella, sino también a su madre.

Cuando Sarah llegó a casa el viernes por la noche, estaba físicamente agotada y emocionalmente exhausta. Presenciar cómo sellaban las cenizas de Stanley en el mausoleo había supuesto una experiencia dolorosa. Era tan irrevocable, tan triste… Adiós a una vida larga y, en muchos aspectos, vacía. Stanley había dejado tras de sí una fortuna, pero poco más. Sarah no podía evitar recordar sus advertencias sobre la forma en que también ella estaba dirigiendo su vida. La vida era algo más que trabajo, y ahora lo veía más claro que nunca. Las palabras de Stanley a lo largo de los últimos tres años no habían caído en saco roto. Estaban empezando a influir en la forma en que Sarah veía las cosas, incluida la ausencia de Phil durante los días de entre semana. De repente sentía que estaba harta de la situación y que tenía problemas para aceptar sus pretextos. Aunque a él no le fuera bien, aunque no encajara en sus planes, ella necesitaba y esperaba más de la relación. La negativa de Phil a pasar por su casa para consolarla la noche que Stanley falleció le había dejado un mal sabor de boca. A pesar de que no pensaran en el matrimonio, en cuatro años de relación deberían haber desarrollado, como mínimo, la capacidad y el deseo de satisfacer las necesidades del otro y de estar ahí en los momentos difíciles. Pero Phil no estaba dispuesto a ofrecerle eso. Por tanto, ¿qué sentido tenía seguir juntos? ¿Era solo cuestión de sexo? Ella quería algo más. Stanley tenía razón. La vida era algo más que trabajar sesenta horas a la semana y ver pasar los barcos por la noche.

Por un acuerdo tácito, Phil normalmente aparecía en su casa los viernes a las ocho en punto, después del gimnasio. A veces podían dar las nueve. Insistía en que necesitaba como mínimo dos o tres horas en el gimnasio para relajarse y sacudirse el estrés del trabajo. Con eso conseguía, además, mantener un cuerpo fantástico, algo de lo que él era tan consciente como ella. A Sarah a veces le molestaba. Físicamente, Phil estaba en mucha mejor forma. Ella se pasaba doce horas al día sentada en el despacho y solo hacía ejercicio los fines de semana. Estaba estupenda, pero menos tonificada que él con las veinte horas semanales que pasaba en el gimnasio. El tema le importaba menos, y en cualquier caso tampoco disponía de tiempo. Phil conseguía hacerse un hueco de varias horas todos los días. A Sarah siempre le había molestado eso y aunque trataba de ser magnánima, cada vez le era más difícil, teniendo en cuenta el poco tiempo que pasaban juntos, sobre todo entre semana. Ella nunca era su principal prioridad. Deseaba serlo, pero sabía que no lo era. Siempre había creído que con el tiempo llegaría a tener un mayor peso en la vida de Phil, pero últimamente esa esperanza había empezado a desvanecerse. Él no estaba dispuesto a ceder ni un milímetro. En su relación nada cambiaba ni evolucionaba. Él mantenía diligentemente el statu quo. Parecían estar congelados en el tiempo, y Sarah se sentía como una aventura de un par de noches que ya duraba cuatro años. No sabía muy bien por qué, pero desde la muerte de Stanley era más consciente que nunca de que eso no le bastaba. Necesitaba algo más. No estaba hablando de matrimonio, pero sí de ternura, apoyo emocional y amor. Desde la muerte de Stanley se sentía, en cierto modo, más vulnerable.

El hecho de no obtener lo que necesitaba estaba despertando su resentimiento hacia Phil. Ella se merecía algo más que dos noches informales a la semana. Por otro lado, sabía que si quería seguir con él no tenía más remedio que aceptar las condiciones que habían establecido al principio de la relación. Phil no iba a dar su brazo a torcer. Y a Sarah le asustaba la idea de dejarle. Lo había pensado, pero tenía miedo de acabar sola como su madre. El fantasma de la vida de Audrey la perseguía. Prefería aferrarse a Phil que terminar metida en partidas de bridge y clubes de lectura. En los últimos cuatro años no había conocido a otro hombre que la atrajera tanto como Phil. Pero su relación con Phil era cada vez más una relación física, no una relación basada en el amor. Estar con él significaba renunciar a muchas cosas. A la posibilidad de algo mejor y al amor de un hombre más tierno, que la quisiera más. Después de mucho tiempo volvía a ser consciente de su dilema. La muerte de Stanley la había removido por dentro.

Phil apareció esa noche antes de lo habitual. Abrió la puerta con las llaves que ella le había dado, entró y se despatarró en el sofá. Agarró el mando y encendió el televisor. Sarah se lo encontró al salir de la ducha. Phil la miró por encima del hombro, volvió a apoyar la cabeza en el brazo del sofá y soltó un gemido.

– Dios, he tenido una semana horrible.

En los últimos tiempos Sarah había empezado a percatarse de que Phil era siempre el primero en hablar de su semana laboral. Las preguntas sobre la semana de ella llegaban después, si es que lo hacían. Se sorprendió de las muchas cosas que últimamente habían empezado a molestarle de él. Y sin embargo ahí seguía. Ahora observaba los sentimientos y las reacciones que Phil le provocaba con una fascinación desapasionada, como si ella fuera otra persona, un deus ex machina colgado del techo contemplando lo que sucede en la estancia y haciendo comentarios en silencio.

– Yo también. -Sarah se inclinó para darle un beso envuelta en una toalla, todavía goteando y con el pelo empapado-. ¿Qué tal las declaraciones?

– Interminables, aburridas y absurdas. ¿Qué vamos a cenar? Estoy hambriento.

– Todavía nada. No sabía si querrías cenar fuera.

Los viernes por la noche solían quedarse en casa porque los dos estaban agotados después de una larga semana de trabajo, sobre todo Sarah. Phil también trabajaba mucho, y su especialidad era decididamente más estresante. Siempre estaba metido en litigios, y aunque le gustaban, generaban mucha más ansiedad que las interminables horas que Sarah dedicaba a examinar las nuevas leyes tributarias para favorecer o proteger a sus clientes. Su trabajo era meticuloso y estaba plagado de detalles a veces tediosos. El del Phil era más dinámico.

Raras veces hacían planes para los viernes por la noche o incluso los sábados. Sencillamente improvisaban sobre la marcha.

– No me importaría salir, si quieres -dijo Sarah, pensando que eso la animaría.

Todavía estaba triste por la muerte de Stanley. Había empañado todas sus actividades de la semana. Y se alegraba de ver a Phil, a pesar de sus interrogantes y quejas no verbalizadas, o incluso de sus dudas sobre la relación. Siempre se alegraba. Con él se sentía cómoda, y verlo los fines de semana era una forma fácil de relajarse, y a veces lo pasaban muy bien. Estaba tan atractivo tumbado en su sofá, viendo la tele, con ese aire saludable y vigoroso… Phil medía metro noventa, tenía el pelo rubio rojizo y sus ojos, en lugar de azules como los de Sarah, eran verdes. Con sus espaldas anchas, su cintura estrecha y sus piernas interminables, constituía un bello ejemplar del género masculino. Desnudo estaba aún mejor, si bien esa semana Sarah tenía la libido algo baja. La tristeza, como la que ahora sentía por Stanley, siempre reducía su apetito sexual. Esa semana le apetecía más acurrucarse en los brazos de Phil, lo cual no sería un problema. Los viernes por la noche casi nunca hacían el amor, estaban demasiado cansados. Pero los sábados por la mañana o por la noche recuperaban el tiempo perdido, y también el domingo, antes de que Phil regresara a su apartamento a fin de organizarse para la semana de trabajo. Sarah llevaba años intentando convencerle de que se quedara los domingos por la noche, pero él decía que los lunes por la mañana prefería salir al trabajo desde su casa. En el apartamento de Sarah, sin sus cosas, se sentía perdido. Y tampoco le gustaba que ella durmiera en su casa los domingos. Solía comentar que antes de volver al ring el lunes por la mañana necesitaba una buena noche de sueño y que ella lo distraía. Lo decía como un cumplido, pero para Sarah era una decepción.

Sarah siempre estaba buscando formas de pasar más tiempo juntos y él estrategias para mantener las cosas como estaban.

Por el momento ganaba Phil. O puede que últimamente estuviera perdiendo. Sarah estaba empezando a sentir que no era lo bastante importante para él. Aunque odiaba reconocerlo, probablemente su madre tenía razón. Necesitaba más de lo que Phil estaba dispuesto a darle. No se refería al matrimonio, puesto que eso tampoco figuraba en sus planes, pero sí algunas noches entre semana y unas vacaciones de vez en cuando. Sarah sentía que desde la muerte de Stanley había empezado a reevaluar su vida y lo que deseaba de ella. Se daba cuenta de que no quería terminar como Stanley, con dinero y logros profesionales como única compañía. Quería algo más. Y no parecía que Phil fuera ese algo más o deseara serlo. De repente se estaba planteando las cosas desde un nuevo ángulo. Probablemente Stanley tenía razón cuando le advertía que trabajaba demasiado y no sabía disfrutar de la vida.

– ¿Te importa que esta noche encarguemos comida por teléfono? -preguntó Phil, desperezándose con cara de felicidad-. Estoy tan a gusto en este sofá que no creo que pueda levantarme -añadió, felizmente ajeno a los disgustos que Sarah había tenido durante la semana.

– No, en absoluto. -Sarah tenía todas las cartas de los lugares en los que solían encargar comida india, china, tailandesa, japonesa e italiana. Las posibilidades eran infinitas. Vivía, básicamente, de comida preparada. No tenía tiempo ni paciencia para cocinar, y sus aptitudes culinarias eran bastante limitadas, algo que ella reconocía abiertamente-. ¿Qué te apetece esta noche? -preguntó, pensando que, en realidad, se alegraba de ver a Phil. Le gustaba tenerlo en casa. Pese a sus defectos y limitaciones, peor era la soledad. Su proximidad física pareció disipar algunas de las dudas que la habían asaltado durante la semana. Le gustaba estar con Phil, de ahí que deseara verlo más a incluido.

No lo sé… ¿Comida tailandesa?… ¿Sushi?… Estoy harto de pizza. Llevo toda la semana comiendo pizza en la oficina… ¿Qué me dices de comida mexicana? Dos burritos de ternera y un poco de guacamole me sentarían de miedo. ¿Te parece bien? -A Phil le encantaba la comida picante.

– Me parece genial -respondió Sarah con una sonrisa. Le gustaban sus noches perezosas de los viernes, cenar en el suelo, ver la tele y relajarse después de una larga semana. Casi siempre cenaban en casa de Sarah, y alguna que otra vez dormían en casa de Phil. Él prefería su cama, pero no le importaba dormir en la de Sarah los fines de semana. Lo bueno de dormir en casa de ella era que al día siguiente podía marcharse cuando quería para hacer sus cosas.

Sarah encargó por teléfono lo que él había pedido junto con enchiladas de pollo y queso para ella y doble ración de guacamole, y se sentó en el sofá. Phil la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí. Estaban viendo un documental sobre enfermedades en África que en el fondo les traía sin cuidado, pero les daba algo que mirar mientras sosegaban sus agotadas mentes después de una semana frenética. Como esos caballos que necesitaban calmarse después de una larga carrera.

– ¿Qué quieres hacer mañana? -preguntó Sarah-. ¿Tienen partido tus hijos?

– No. Este fin de semana he sido eximido de mis obligaciones paternas. -Su hijo se había marchado a UCLA en agosto, para su primer año de universidad, y los fines de semana sus hijas salían con las amigas. Ahora que su hijo no estaba, Phil tenía que asistir a menos partidos. Sus hijas estaban más interesadas en los chicos que en el deporte, y eso le facilitaba la vida. La mayor era excelente al tenis y le gustaba jugar con ella. Pero, a sus quince años, sus padres eran las últimas personas con las que quería pasar el fin de semana, de modo que Phil quedaba libre. Y la menor no era deportista. Parecía que Phil solo se relacionaba con sus hijos a través del deporte-. ¿Te apetecería hacer algo? -preguntó despreocupadamente.

– No sé. Podríamos ir al cine. Hay una excelente exposición de fotografías en el MoMA. Podríamos ir a verla, si quieres. -Sarah llevaba semanas deseando ir, pero todavía no había encontrado el momento. Esperaba poder verla antes de que la retiraran.

– Mañana tengo un montón de recados que hacer -recordó de repente Phil-. He de comprar neumáticos nuevos, lavar el coche, recoger la ropa de la tintorería, poner una lavadora. En fin, las chorradas de siempre.

Sarah sabía lo que eso significaba. Phil se marcharía temprano por la mañana y regresaría a tiempo para la cena. Era una estrategia que utilizaba a menudo: primero le decía que no tenía nada que hacer y luego no paraba en todo el día, ocupado en cosas que decía que no quería que ella se molestara en hacer con él. Prefería hacerlas solo. Decía que era más rápido, y que no tenía sentido que ella malgastara su tiempo así. Sarah habría preferido hacer esas cosas con Phil. Se sentía más conectada con él, justamente lo que Phil quería evitar. El exceso de conexión le incomodaba.

– ¿Por qué no pasamos el día juntos? Podrías lavar tu ropa aquí el domingo -propuso Sarah. Su edificio tenía una sala con lavadoras. No eran mejores ni peores que las del edificio de Phil, y mientras la ropa se lavaba podían ver una película juntos, o un vídeo. Si quería, hasta podía ponerle ella la lavadora. A veces le gustaba hacer pequeñas tareas domésticas para Phil.

– No digas tonterías. La lavaré en mi casa. O podría comprar más ropa interior. -Phil solía recurrir a ese truco cuando estaba demasiado ocupado o le daba pereza poner una lavadora. La mayoría de los solteros lo hacían. Y cuando no tenía tiempo de pasar por la tintorería para recoger sus camisas, compraba otras nuevas. Como consecuencia de ello, tenía ropa interior para dar y regalar y un armario repleto de camisas. Le gustaba así-. Compraré los neumáticos por la mañana. Quiero hacerlo en Oakland. ¿Por qué no vas al museo mientras yo hago mis recados? La verdad es que la fotografía no me entusiasma. -Tampoco pasar los sábados con ella. Phil prefería hacer sus cosas a su aire y regresar junto a ella por la noche.

– Preferiría pasar el día contigo -repuso Sarah con firmeza, sintiéndose patética, cuando llamaron al timbre. Era la cena. No quería discutir con él acerca de sus recados o de lo que ambos harían al día siguiente.

La comida estaba deliciosa y después de cenar Phil se estiró de nuevo en el sofá y Sarah guardó las sobras por si les apetecía comerlas otro día. Se sentó en el suelo, junto a Phil, y él se inclinó para besarla. Ella sonrió. He ahí lo que le gustaba de sus fines de semana, no los recados que no podía hacer con él, sino los gestos cariñosos que Phil compartía con ella cuando estaban juntos. Pese al distanciamiento que mantenía la mayor parte del tiempo, Phil era una persona sorprendentemente cariñosa. Esa mezcla de independencia e intimidad formaba una interesante dicotomía.

– ¿Te he dicho hoy que te quiero? -preguntó, atrayéndola hacia sí.

– No. -Sarah sonrió. Lo echaba tanto de menos durante la semana… Las cosas mejoraban entre ellos el fin de semana, pero cuando llegaba el domingo él se ausentaba durante cinco días enteros-. Yo también te quiero -dijo, devolviéndole el beso, y se acurrucó a su lado acariciándole el pelo rubio y sedoso.

Vieron juntos el telediario de las once. Las noches de los viernes siempre pasaban volando. Para cuando terminaban de cenar, se relajaban un rato, charlaban sobre sus respectivas semanas o sencillamente permanecían en silencio, ya era hora de acostarse. La mitad del fin de semana había transcurrido antes de que Sarah hubiera tenido tiempo de recuperar el aliento, relajarse y disfrutarlo. Nunca dejaba de sorprenderle lo deprisa que pasaba.

El sábado por la mañana se despertaron relativamente temprano. Era un día frío y gris de noviembre. Una suave llovizna empañó las ventanas mientras se levantaban, él se metía en la ducha y ella iba a preparar el desayuno. Sarah siempre se encargaba del desayuno. Phil decía que le encantaban sus desayunos. Hacía unas torrijas, unos gofres y unos huevos revueltos deliciosos. Los huevos estrellados y las tortillas no eran su fuerte, pero en una ocasión había hecho unos huevos Benedict buenísimos. Esta vez hizo huevos revueltos con mucho tocino frito, fino y crujiente, y bollos dulces, un gran vaso de zumo de naranja para él y café con leche que preparaba con gran destreza en su cafetera exprés. Phil se la había regalado por Navidad en su primer año juntos. No era un regalo romántico, pero le habían sacado mucho partido en esos cuatro años. Sarah solo la utilizaba cuando Phil estaba en casa. El resto de los días, cuando salía corriendo a trabajar, paraba en Starbucks y compraba un capuchino que se llevaba al despacho. Pero los fines de semana disfrutaban del suntuoso desayuno que ella preparaba.

– Está delicioso -dijo, encantado, Phil mientras engullía los huevos y el tocino. Sarah abrió la puerta del apartamento, recogió el periódico y se lo tendió.

Era una perfecta y perezosa mañana de sábado, y le habría encantado volver a la cama y hacer el amor. No hacían el amor desde la semana pasada. A veces, si uno de los dos estaba demasiado cansado o no se encontraba bien, se saltaban una semana. A Sarah le gustaba la regularidad y la familiaridad de su vida amorosa. Conocían mutuamente sus gustos y llevaban cuatro años disfrutando enormemente en la cama. Sería difícil renunciar a eso. Había muchas cosas de Phil que Sarah no quería perder: su compañía, su inteligencia, el hecho de que también fuera abogado y le interesara lo que ella hacía, al menos hasta cierto punto, aunque tenía que reconocer que el derecho tributario era mucho menos interesante que el laboral.

Lo pasaban bien cuando se veían, les gustaban las mismas películas y la misma comida. A Sarah le caían bien sus hijos, aunque los viera en contadas ocasiones. Y cuando salían con los amigos, parecían congeniar con las mismas personas y hacer los mismos comentarios sobre ellas una vez en casa. Había muchas cosas que funcionaban en la relación, por eso resultaba tan frustrante para Sarah que Phil no quisiera más de lo que tenían. Últimamente había pensado que no le importaría vivir con él, pero sabía que era algo impensable. Phil le había dicho desde el principio que no estaba interesado en la convivencia ni el matrimonio, que quería una relación sin compromisos. Y esa era una relación sin compromisos. A él le bastaba y a ella le había bastado durante cuatro años.

En los últimos tiempos se sentía un poco mayor para esa clase de relaciones. Sexualmente eran fieles y se reservaban los fines de semana para estar juntos, pero eso era todo cuanto compartían. Y a veces Sarah tenía la sensación de que llevaba demasiado tiempo metida en relaciones informales. A sus treinta y ocho años había tenido demasiadas, de adolescente, de universitaria, de abogada y ahora de socia de un bufete. Había prosperado en su profesión y en su vida, pero seguía teniendo el mismo tipo de relaciones que cuando estudiaba en Harvard. Y dada la inflexibilidad de Phil y de sus límites, poco podía hacer al respecto. El siempre había sido muy claro sobre la clase de relación que deseaba. Pero hacer lo mismo un año detrás de otro hacía que a veces se sintiera atrapada en una neblina. Su relación era estática. Nada en ella avanzaba ni retrocedía. Flotaba en el espacio, permanentemente, mientras solo ella se hacía mayor. Sarah encontraba extraña esa situación, pero él no. Phil todavía se sentía como un niño y le gustaba. Sarah no quería casarse ni tener hijos, pero desde luego quería algo más, sencillamente porque Phil le gustaba y en cierto modo le quería, pese a saber que podía ser egoísta y egocéntrico, que podía ser arrogante e incluso pedante, y que tenía otras prioridades. Pero nadie era perfecto. Para Sarah, sus seres queridos estaban por encima de todo. Para Phil, él estaba por encima de todo. No se cansaba de recordarle que en el vídeo sobre normas de seguridad de los aviones decían que uno debía ponerse la máscara de oxígeno primero antes de ayudar a los demás. Que primero debías ocuparte de ti mismo. Siempre. Él lo veía como un principio fundamental en la vida y lo utilizaba para justificar la manera en que trataba a la gente. La forma en que lo planteaba hacía difícil discutir con él, de modo que Sarah callaba. Sencillamente, eran diferentes. A veces se preguntaba si era una diferencia fundamental entre hombres y mujeres o una deficiencia exclusiva de Phil. Era difícil saberlo. Pero eso no quitaba que Phil no fuera un egoísta que siempre se ponía por delante de los demás y hacía lo que a él le convenía. Ante semejante actitud, la posibilidad de pedir más quedaba descartada.

Después de desayunar Phil se marchó a hacer sus recados mientras Sarah hacía la cama. Phil había hablado de dormir esa noche de nuevo en su apartamento, de modo que cambió las sábanas y puso toallas limpias en el cuarto de baño. Fregó los platos del desayuno y fue a buscar su ropa a la tintorería. Ella tampoco tenía tiempo de hacerlo durante la semana. La gente soltera y trabajadora nunca lo tenía. El único día que podía ocuparse de sus cosas era el sábado, que era la razón por la que Phil estaba ocupándose de las suyas. Pero le habría gustado hacerlas juntos. Phil se reía de ella cuando se lo decía, le restaba importancia y le recordaba que eso era lo que hacían los casados. Y ellos no estaban casados. Ellos estaban solteros, decía siempre con voz alta y clara. Hacían la colada y los recados por separado, tenían vidas, apartamentos y camas separados. Se veían un par de días a la semana para pasarlo bien, no para fundir sus vidas en una. Él no se cansaba de repetírselo. Ella comprendía la diferencia. Pero no le gustaba. A él sí. Y mucho.

Sarah regresó a su apartamento para guardar la ropa de la tintorería y se marchó a la exposición de fotografía. Le pareció muy bonita e interesante. Le habría gustado compartirla con Phil, pero sabía que a él no le entusiasmaban los museos. Luego dio un paseo por Marina Green para respirar aire fresco y hacer un poco de ejercicio, y volvió a casa a las seis, después de pasar por Safeway para comprar provisiones. Había decidido preparar la cena, y después de cenar podrían alquilar una película o ir al cine. Últimamente tenían muy poca vida social. Casi todos los amigos de Sarah estaban casados y con hijos, y Phil los encontraba terriblemente aburridos. Los amigos de Sarah le caían bien, pero ya no le gustaba la vida que llevaban. Todas las personas que habían conocido al comienzo de su relación estaban ahora casadas. Y a Phil le deprimía intentar mantener una conversación inteligente con alguien mientras un niño de dos años y un recién nacido pegaban berridos porque querían la cena o les dolía el oído. Decía que él ya había pasado por todo eso muchos años atrás. Sus amigos actuales eran, en su mayoría, hombres de su edad o más jóvenes que no se habían casado o llevaban años divorciados, estaban bien así y hablaban con resentimiento de sus ex mujeres o de sus hijos, que supuestamente recibían la influencia perniciosa de sus despreciables madres, y detestaban la pensión, siempre excesiva, que debían pasarles. Todos coincidían en que habían sido exprimidos y estaban decididos a que eso no volviera a ocurrir. Aunque al principio le habían caído bien, últimamente Phil encontraba a los amigos de Sarah demasiado caseros, y a ella sus amigos le parecían superficiales y amargos, lo cual limitaba sobremanera su vida social. Sarah había notado que casi todos los hombres de la edad de Phil salían con mujeres mucho más jóvenes. Cuando quedaban a cenar con ellos, se descubría intentando mantener una conversación con mujeres a las que casi doblaba la edad y con las que no tenía nada en común. Así que últimamente ella y Phil se quedaban en casa, y por ahora eso no era un problema, aunque los aislaba. Cada vez veían menos a sus amigos.

Phil veía a sus amigos durante la semana, ya fuera en el gimnasio, o antes o después para tomar una copa, otra razón por la que no tenía tiempo de ver a Sarah entre semana, y se negaba a renunciar a esos momentos. Le había dejado bien claro que necesitaba ver a sus amigos independientemente de si a ella le caían bien o no, o si aprobaba a sus novias o no. Por tanto, durante la semana las noches eran suyas y solo suyas.

Phil no la telefoneó en todo el día y Sarah, suponiendo que estaba ocupado, tampoco le llamó. Sabía que aparecería en su casa cuando hubiera terminado de encargarse de sus cosas. Finalmente llegó a las siete y media, vestido con vaqueros y un jersey de cuello alto negro. Estaba más atractivo que nunca. Sarah tenía la cena casi lista y le tendió una copa de vino en cuanto entró por la puerta. Phil sonrió, la besó y le dio las gracias.

– Caray, me mimas demasiado… Qué bien huele… ¿Qué hay de cena?

– Patatas asadas, ensalada César, filete y tarta de queso. -La comida favorita de Phil, aunque a ella también le gustaba. Y había comprado una buena botella de burdeos francés. Le gustaba más que el de Napa Valley.

– ¡Genial! -Phil dio un sorbo a su copa y dejó escapar un suspiro de satisfacción. Diez minutos después se sentaban a cenar en la destartalada mesa del comedor.

Phil nunca se quejaba de los viejos muebles de Sarah. De hecho, cuando estaba en su casa ni siquiera parecía reparar en ellos. La colmó de elogios por la cena. Sarah había hecho el filete exactamente como a él le gustaba, crudo, pero no en exceso. Phil cubrió su patata asada de crema agria con cebollinos picados. A veces Sarah disfrutaba mucho en la cocina, y hasta la ensalada César le había salido deliciosa.

– ¡Uau, menudo banquete!

Phil estaba encantado, y Sarah se alegró. Era muy generoso con sus elogios y cumplidos, y le gustaba eso de él. Su madre se había pasado la vida criticándola y su padre había estado demasiado ebrio para reparar en su existencia. Significaba mucho para ella que alguien apreciara las cosas agradables que hacía. Phil casi siempre lo hacía.

– ¿Qué has hecho hoy? -le preguntó animadamente mientras le servía un pedazo de tarta de queso. Aunque ella prefería el chocolate, siempre compraba tarta de queso porque sabía que a él le gustaba-. ¿Pudiste comprar los neumáticos y hacer todo lo demás? -Suponía que sí, puesto que no se habían visto en nueve horas. Seguro que Phil había tenido tiempo de hacerlo todo antes de volver para cenar.

– No te imaginas lo que me costó arrancar. Cuando llegué a casa, organicé las cosas pero acabé viendo una estúpida película de gladiadores que daban por la tele, una versión mala de Espartaco. Duró tres horas y luego me entró el sueño y dormí una siesta. Telefoneé a un par de amigos, fui a la tintorería y me encontré con Dave Mackerson. Hacía años que no nos veíamos, así que comimos juntos y luego fui a su casa y jugamos a los videojuegos. Acaba de mudarse a una casa espectacular en el puerto deportivo, con vistas a toda la bahía. Nos pulimos una botella de vino y luego vine aquí. Ya cambiaré los neumáticos la semana que viene. Hoy ha sido uno de esos días en que no consigues hacer nada provechoso pero que sientan de maravilla. Me ha encantado volver a ver a Dave. No sabía que se había divorciado hace un año. Ahora tiene una novia preciosa. -Phil rió despreocupadamente mientras Sarah evitaba mirarle-. Debe de tener la misma edad que su hija mayor. De hecho, creo que tiene un año menos. Dejó que Charlene se quedara con la casa de Tiburón, pero su vivienda de ahora está mucho mejor. Es más elegante, más moderna, y Charlene siempre fue una bruja.

Sarah escuchaba boquiabierta. Había dejado solo a Phil todo el día para que hiciera sus cosas y no se sintiera agobiado, y él se había dedicado a ver la tele, comer con un amigo y jugar a videojuegos. De haberlo querido, habría podido pasar la tarde con ella. Pero la dolorosa realidad era que no había querido. Había preferido pasar la tarde con su colega, hablando de lo bruja que era su ex mujer y admirando a su novia casi adolescente. Sarah había estado a punto de gritar mientras escuchaba, pero logró contenerse. Le dolía y decepcionaba que Phil hiciera esas cosas. Él no se daba cuenta de que estaba disgustada o no veía motivos para que lo estuviera. He ahí el problema. Todo lo que había hecho durante el día le parecía bien, incluso el hecho de excluir a Sarah aunque fuera fin de semana. Pero, en opinión de Phil, era su vida, no la vida de los dos. Ella llevaba cuatro años aceptando esa situación, pero ahora estaba furiosa. Las prioridades de Phil eran insultantes y herían sus sentimientos. Y las pocas veces que se lo decía, él la tachaba de bruja. Si algo detestaba Phil eran las quejas, y quería elegir con plena libertad en qué invertía su tiempo.

– ¿La has conocido? -preguntó, bajando la vista hacia el plato. Sabía que si miraba a Phil diría algo que no debía y que más tarde podría lamentar, como empezar una discusión que se alargaría toda la noche. En esta ocasión, más que herida estaba enfadada. Tenía la sensación de que Phil le había robado el día.

– ¿A Charlene? Naturalmente. Fuimos juntos a la universidad. ¿No te acuerdas? Salí con ella en mi primer año, fue así como Dave la conoció. La dejó embarazada y se casaron. Me alegro de que le ocurriera a él y no a mí. Caray, no puedo creer que estuvieran casados veintitrés años. Pobre tipo. Charlene lo ha desplumado. Todas lo hacen. -Se llevó el último bocado de tarta a la boca con cara de satisfacción y alabó de nuevo la cena.

Pensó que Sarah estaba poco habladora, pero supuso que era porque se sentía llena o cansada de tanto cocinar. Para ella, cuanto Phil acababa de decir era una falta de respeto hacia Charlene, hacia su matrimonio y hacia las mujeres en general. Como si todas las mujeres estuvieran haciendo cola para cazar a un hombre y luego divorciarse y chuparles la sangre. Era cierto que algunas lo hacían, pero se trataba de una minoría.

– No me refería a Charlene -dijo Sarah con voz queda-, sino a la novia. La que es más joven que su hija mayor.

Sabía que eso significaba que la chica tenía veintidós años. Sabía sumar. Detestaba, no obstante, lo que eso decía del viejo compañero de universidad de Phil. ¿Qué les pasaba a todos esos hombres que iban detrás de muchachas que casi parecían niñas? ¿Alguno de ellos estaba interesado en una mujer adulta con cerebro? ¿O con experiencia? ¿O madura? Sarah se sintió como una reliquia. Con treinta y ocho años, esas chicas casi podían ser sus hijas. La idea la aterró.

– ¿Has conocido a la novia? -insistió, y Phil la miró extrañado, preguntándose si estaba celosa.

En su opinión, eso habría sido una estupidez, pero con las mujeres nunca se sabía. Se enfadaban por las cosas más tontas. Estaba casi convencido de que Sarah no era lo bastante mayor para ser consciente de su edad o de la de otras personas. Pero lo era, y más consciente aún de la forma en que él había pasado el día sin contar con ella. Ella lo había pasado sola mientras él holgazaneaba en su apartamento y luego le daba a los videojuegos con su amigo. Estaba profundamente dolida.

– Claro que la he conocido. Estaba en casa de Dave. Jugó un rato a billar con nosotros. Es un bombón. Con poco cerebro, pero parece una conejita de Playboy. Ya conoces a Dave. -Phil lo dijo casi con admiración. Era evidente que la chica constituía una especie de trofeo incluso para él-. Sus compañeras de piso la echaron y creo que ahora vive con él.

– Qué suerte para Dave… o para ella -comentó Sarah en un tono mordaz, sintiéndose como una bruja mientras lo decía.

– ¿Estás cabreada por algo?

Lo llevaba escrito en la cara. Helen Keller lo habría captado enseguida. Phil la estaba observando detenidamente, empezando a comprender.

– La verdad es que sí -confesó Sarah-. Sé que necesitas tu espacio para hacer tus cosas y por eso no te he llamado en todo el día. Supuse que me llamarías cuando hubieras terminado, pero en lugar de eso has estado en tu casa viendo la tele y luego con Dave y su estúpida amiguita jugando a los videojuegos y al billar, en lugar de estar conmigo. Ya nos vemos lo bastante poco sin necesidad de eso. -Detestaba su tono de voz, pero no podía evitarlo. Estaba furiosa.

– ¿Qué tiene eso de malo? A veces necesito estar con mis amigos. Ni que hubiéramos montado una orgía. Esa chica es una cría, Sarah. Puede que a Dave le vaya ese rollo, pero a mí no. A mí me gustas tú. -Phil se inclinó para besarla pero Sarah giró la cara. Estaba empezando a impacientarse-. ¡Por Dios, Sarah! ¿Qué te pasa? ¿Estás celosa? Estoy aquí, ¿no? Acabamos de disfrutar de una cena agradable. No lo estropees.

– ¿Con qué? ¿Con lo que siento? Estoy decepcionada. Me habría gustado pasar ese tiempo contigo. -Sarah sonaba triste y tensa, además de enfadada.

– Me encontré a Dave por casualidad. No me parece que sea para tanto. -Phil sonaba resentido y a la defensiva.

– Tal vez para ti no, pero para mí sí. Podríamos haber hecho algo juntos. Te he echado de menos toda la tarde. Me paso la semana esperando estos fines de semana.

– Pues en lugar de cargártelos, disfruta de ellos. Muy bien, la próxima vez que tropiece con un viejo amigo un sábado por la tarde te llamaré. Aunque dudo mucho que te hubiera apetecido entretener a la chica mientras yo hablaba con Dave.

– En eso tienes razón. Todo es una cuestión, como siempre, de prioridades. Tú eres mi prioridad, pero no siento que yo sea la tuya. -Sarah llevaba meses sintiendo eso, ahora más que nunca. En su opinión, Phil acababa de demostrar, una vez más, lo poco que ella le importaba.

– Tú también eres mi prioridad. Dave me invitó a cenar y le dije que no podía. Por Dios, no puedes tenerme atado con una correa. Necesito tiempo para mí, para relajarme y divertirme. Trabajo toda la semana como un burro.

– Yo también, y así y todo me apetece estar contigo. Lamento que a ti no te parezca tan divertido como a mí que pasemos tiempo juntos. -Sarah detestaba el tono de su voz, pero no podía ocultar su enojo.

– Yo no he dicho eso. Necesito ambas cosas en mi vida. Tiempo con mis colegas y tiempo contigo.

Sarah sabía que la discusión no iría a ningún lado. Phil no la entendía y probablemente nunca llegaría a entenderla. No quería. Se había enamorado del Ray Charles de las relaciones. La música que interpretaba era maravillosa y a veces romántica, pero no podía ver. Al menos, no podía ver su punto de vista. Deseosa de zanjar la discusión antes de que fuera demasiado lejos, se levantó y llevó los platos al fregadero. Phil la ayudó unos instantes y luego se sentó en el sofá y puso la tele. Estaba harto de defenderse y tampoco quería seguir discutiendo. No la vio llorar mientras fregaba. Sarah había tenido una semana horrible. Primero Stanley y ahora esto. Para ella sí era para tanto. Y más aún teniendo en cuenta que su madre no dejaba de pincharla con respecto a Phil. Y este siempre conseguía demostrar que su madre tenía razón. En su cabeza se mezclaban las palabras de Stanley, las de su madre y las suyas propias. La vida tenía que ser algo más que eso.

Media hora más tarde, cuando se sentó en el sofá con Phil, parecía más tranquila. No volvió a mencionar a Dave ni a su nueva amiguita de Playboy. Sabía que no serviría de nada, pero así y todo estaba triste. Se sentía impotente ante la actitud defensiva de Phil. Y la sensación de impotencia siempre la deprimía.

– ¿Estás cansada? -le preguntó él con dulzura. Le parecía absurdo que Sarah se hubiera enfadado, pero quería compensarla. No estaba cansada y negó con la cabeza-. Vamos a la cama, nena. Los dos hemos tenido una semana y día largos.

Sarah sabía que no la estaba invitando a dormir y no supo qué pensar. No era la primera vez que se sentía así, pero esa noche le parecía peor.

Phil estuvo un rato recorriendo los canales y al final encontraron una película a gusto de los dos. Se quedaron viéndola hasta medianoche, se ducharon y se acostaron. Como era de esperar, ocurrió lo inevitable. Como siempre, fue sensacional, lo que hacía aún más difícil seguir enfadada. A veces Sarah detestaba responder al contacto de Phil cuando no le gustaba lo que estaba sucediendo en la relación, pero era humana. Y el sexo entre ellos muy bueno. Casi demasiado bueno. A veces pensaba que el sexo le impedía ver todo lo demás. Se durmió en sus brazos, relajada y físicamente saciada. Seguía disgustada por cómo había pasado el sábado, pero los sentimientos heridos eran algo natural en su relación, como el sexo sensacional. A veces temía que se tratara de una adicción. Pero antes de que pudiera reflexionar sobre ello, se durmió.

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