22

Sarah y Jeff trabajaron en la casa todo el verano. Empezaron a consultar catálogos y a asistir a subastas. Jeff estaba ocupado en un gran proyecto de restauración y remodelación en Pacific Heights que le llevaba mucho tiempo y Sarah tenía mucho trabajo en el despacho.

En agosto se tomaron una semana para ir al lago Tahoe. Pasearon y nadaron, hicieron bicicleta y practicaron esquí acuático en el gélido lago. El fin de semana del día del Trabajo, hacia el final de sus vacaciones, Jeff le recordó que llevaban cuatro meses juntos. Ambos estuvieron de acuerdo en que habían sido los meses más felices de sus vidas. No habían vuelto a sacar el tema del matrimonio y los hijos. Para ellos era más una cuestión teórica. Ninguno tenía ganas de complicarse la vida. Tenían muchas cosas con qué distraerse.

Audrey telefoneaba a menudo desde St. Louis. Estaba ocupada instalándose, redecorando la casa de Tom y familiarizándose con sus hijos. Echaba de menos a Sarah y a su madre, pero ya había decidido que no iría a San Francisco para Acción de Gracias. Había prometido a Tom que se quedaría en St. Louis con sus hijos y Sarah le dijo que ella lo pasaría con Mimi. Ese año quería celebrarlo en su casa, y si todo continuaba como hasta ahora, Jeff también estaría. Le dijo a su madre que no quería ir a St. Louis porque estaba deseando iniciar la tradición en su propia casa, aunque ese año el grupo fuera más reducido sin ella. Por primera vez en su vida le iba a tocar preparar la cena y asar el pavo.

Sarah pasó un otoño muy movido en el bufete. Tenía tres grandes patrimonios que autenticar y los fines de semana trabajaba en la casa. Para ella era una fuente de dicha inagotable y esperaba que siguiera siéndolo durante años. Ella y Jeff iban a subastas y pujaban por muebles en Sotheby's y Christie's, en Los Ángeles y en Nueva York. Ya había adquirido algunas piezas muy bonitas, y también Jeff. Y en octubre Jeff dejó su apartamento. Nunca pasaba tiempo en él. Trasladó sus cosas a casa de Sarah. Ahora disponía de una oficina y un estudio, de un vestidor y un cuarto de baño, y dijo que no le importaba vivir en un dormitorio rosa. De hecho, le gustaba. Pero lo que más le gustaba era Sarah. La amaba de verdad, y ella a él.

Había solucionado con Marie-Louise el tema de la casa y del apartamento en París. El negocio era ahora suyo. Todos los clientes de Marie-Louise pasaron a ser sus clientes. No sabía nada de ella desde agosto y, para su gran sorpresa, tampoco la echaba de menos. Aunque habían pasado catorce años juntos, siempre supo que esa relación no era buena para él. Había puesto mucha energía en ella y ahora que estaba con Sarah, se daba cuenta de la diferencia. Estaban hechos el uno para el otro. Como ella, cada día despertaba sin poder dar crédito a su buena fortuna. Recordaba el viejo dicho de su abuelo de que había una olla para cada tapadera, o una tapadera para cada olla. En cualquier caso, él la había encontrado. La única persona que estaba tan asombrada como él era Sarah, que se sentía igual de afortunada.

Fiel a lo prometido, Sarah celebró la cena de Acción de Gracias en su casa. En la sala de estar ya había un sofá y varias sillas, además de un bonito escritorio antiguo, de modo que tenían donde sentarse y dejar sus bebidas cuando Mimi y George llegaron. A petición de Mimi, Sarah había invitado también a las dos íntimas amigas de su abuela, y a un amigo de Jeff de Nueva York que estaba en la ciudad y no tenía con quién pasar ese día.

Sentados en la sala de estar, los siete formaban un grupo ameno y relajado mientras Sarah y Jeff se turnaban para vigilar el pavo. Sarah tenía pavor de que le quedara crudo o, por el contrario, se le quemara. No era lo mismo sin Audrey. Pero, para su asombro, la cena fue un éxito. Mimi bendijo la mesa y ese año trinchó el pavo Jeff. Hizo un gran trabajo y George dijo que se alegraba de no haber tenido que hacerlo él.

Él y Mimi acababan de regresar de Palm Springs. Sarah había notado que cada vez pasaban más tiempo allí. Decían que el clima era más de su agrado, y a Mimi le gustaban los amigos de George y las cenas a las que asistían. Acababa de cumplir ochenta y tres años pero estaba tan bonita y llena de vida como siempre. George, que apenas le llevaba unos años, se había convertido en una presencia permanente en su vida.

Sarah estaba sirviendo las tartas de frutos secos, manzana y calabaza que comían cada año al final del ágape mientras Jeff se encargaba del helado y la nata, cuando Mimi los miró con cierto nerviosismo y George asintió alentadoramente.

– Tengo algo que deciros -comenzó tímidamente al tiempo que Sarah se volvía hacia ella. Podía intuir lo que se avecinaba. A la edad de Mimi, ¿qué otra cosa podía ser? Su vida transcurría sin incidentes y gozaba de buena salud. Los ojos le chispearon cuando miró primero a Jeff y luego a su nieta-. George y yo vamos a casarnos. -Lo dijo casi en un susurro. Parecía algo abochornada, como si, en cierto modo, fuera una insensatez. Pero se querían y deseaban pasar sus últimos años juntos. La única mala noticia era que se mudaban a Palm Springs. George ya había vendido su casa de la ciudad y Mimi iba a poner la suya a la venta. Utilizarían el apartamento que George tenía en San Francisco cuando viajaran a la ciudad, algo que Sarah sospechaba, con pesar, que no ocurriría a menudo. Lo pasaban mucho mejor en Palm Springs.

– ¿Vas a casarte con él y no conmigo? -dijo Jeff con cara de indignación-. Fui yo quien cazó la liga, no él, ¿recuerdas? -añadió, haciéndose el ofendido mientras los demás reían.

– Lo siento, cariño. -Mimi le dio unas palmaditas en la mano-. Me temo que no tendrás más remedio que casarte con Sarah.

– Ni hablar -se apresuró a contestar su nieta.

– Me parece que lo tengo crudo -se lamentó Jeff-. No me quiere como marido.

– ¿Se lo has preguntado? -inquirió Mimi con los ojos llenos de extrañeza y optimismo. Le encantaría que Jeff y Sarah se casaran, y sabía que también a Audrey. Lo habían hablado en varias ocasiones.

– No -reconoció Jeff, tomando asiento para disfrutar de su postre mientras Sarah servía champán.

Parecía un déjà vu de cuando su madre hizo su anuncio en esa misma mesa, en mayo. Ahora era Mimi la que se casaba. Todas las mujeres de su familia se casaban y se iban a vivir a otra ciudad, pensó Sarah. Ya solo quedaban ella y Jeff en San Francisco. Se sentía sola únicamente de pensar que Mimi iba a marcharse, pero se alegraba por ellos. George estaba radiante y los ojos de Mimi chispeaban.

– Si le pido a Sarah que se case conmigo probablemente me dejará, o como mínimo me echará. Está decidida a vivir en pecado el resto de su vida -se lamentó Jeff, y Mimi rió.

Todos sabían que Jeff y Sarah estaban viviendo juntos y no les molestaba lo más mínimo. Sarah tenía casi cuarenta años y derecho a hacer lo que quisiera.

Desoyendo las protestas de Jeff, Sarah preguntó a los novios para cuándo iba a ser la boda. Todavía no habían decidido la fecha, pero querían que fuera pronto.

– A nuestra edad no podemos permitirnos esperar mucho -dijo alegremente Mimi, como si eso fuera una buena cosa-. Probablemente a George le gustaría casarse en un campo de golf, entre partido y partido. No sabemos si celebrarla aquí o en Palm Springs. Allí tenemos muchos amigos y podría ser demasiado ajetreo -concluyó pensativamente mientras todos brindaban por la pareja.

– ¿Por qué no lo celebras aquí, como hizo mamá? -propuso Sarah, recordando el acontecimiento con nostalgia. Se le hacía muy extraño que todas las mujeres mayores de su familia estuvieran contrayendo matrimonio. De repente sintió que la habían dejado sola.

– Sería una terrible molestia para ti -dijo Mimi-. No quiero darte trabajo. Ya estás muy ocupada.

– Nunca estoy demasiado ocupada para ti -insistió Sarah-. Podemos contratar el mismo servicio de catering que utilizó mamá en su boda. Lo hicieron muy bien y lo dejaron todo impecable.

– ¿Estás segura? -preguntó, poco convencida, su abuela.

George, en cambio, parecía entusiasmado. Le gustaba la idea, y le recordó que ella había nacido en esa casa. Tenía sentido que se casara allí, por una cuestión sentimental. El amigo de Jeff estaba disfrutando de la conversación y explicó que el año anterior su abuela se había casado en segundas nupcias, se había mudado a Palm Beach y era muy feliz.

– ¿Cuándo te gustaría casarte? -preguntó Sarah mientras Jeff seguía interpretando el papel de amante rechazado que a Mimi tanto le gustaba. Siempre se refería a él, cuando hablaba con su nieta, como el «dulce muchacho». Con cuarenta y cinco años recién cumplidos ya no era ningún muchacho, aunque aparentaba menos.

– Habíamos pensado en Nochevieja -intervino George-. Eso nos daría algo que celebrar cada año. Y creo que sería fantástico para tu abuela hacerlo aquí, en esta casa. Significaría mucho para ella.

Mimi se sonrojó. Esa misma mañana le había dicho que no quería dar todo ese trabajo a Sarah, aunque reconoció que le encantaría, de modo que todos lo celebraron.

– ¿Lo sabe mamá? -preguntó de repente Sarah. Su madre no le había comentado nada. Mimi asintió.

– Le telefoneamos esta mañana y se lo dijimos después de desearle un feliz día de Acción de Gracias. Me dio su aprobación.

– Traidora -farfulló Jeff-. Soy mucho mejor partido que él. -Miró a George, para regocijo de todos-. Aunque tengo que reconocer que él es mejor bailarín. Cuando bailé con Mimi en la boda de Audrey, la llené de pisotones y le destrocé sus preciosos zapatos azules, así que supongo que no puedo reprochártelo. Pero me has roto el corazón.

– Lo siento, cariño. -Mimi se inclinó y le dio un beso en la mejilla-. Ven a vernos a Palm Springs siempre que quieras. Y tráete a Sarah si lo deseas.

– Más le vale -repuso Sarah, haciéndose la ofendida.

Después de eso se pusieron a hablar de los detalles de la boda. Sarah extrajo una libreta amarilla e hizo una lista de lo que los novios querían. Deseaban algo muy sencillo, únicamente con los familiares más allegados. Y una cena también sencilla. Querían que los casara un pastor y Mimi dijo que el suyo estaba dispuesto a hacerlo en la casa. Querían que la ceremonia fuera a las ocho y la cena a las nueve. Audrey le había dicho esa mañana que ella y Tom asistirían y que probablemente pasarían el fin de semana en Pebble Beach.

– ¿En qué se ha convertido de repente mi familia? -protestó Sarah-. ¿En nómadas? ¿Acaso soy la única que quiere vivir en San Francisco?

– Eso parece -respondió Jeff-. No creo que debas tomártelo como algo personal. Sencillamente, se lo pasan mejor en otra parte. -No tenía intención de confesárselo, pero pese a lo mucho que le gustaba Mimi e incluso Audrey, le atraía la idea de tenerla solo para él.

– Uau -dijo de repente Sarah-. Solo tenemos seis semanas para organizar la boda. Mañana llamaré al servicio de catering.

Pero no había invitaciones que enviar ni nada elaborado que organizar. Querían algo muy sencillo. Solo con los familiares más allegados, y en casa, en Nochevieja. Sería más fácil aún que la boda de Audrey y Tom.

Durante las siguientes dos horas hablaron animadamente del acontecimiento y luego los invitados se prepararon para marcharse. Antes de partir Mimi les explicó que ella y George no iban a ir de luna de miel. Querían algo sencillo, como pasar un fin de semana en el hotel Bel Air de Los Ángeles. A Mimi siempre le había gustado y era un viaje fácil. Jeff dijo que le decepcionaba que no hicieran algo más exótico, como un viaje a Las Vegas, y se despidió de ellos con un fuerte abrazo.

– Caray, qué sensación tan extraña -dijo Sarah en la cocina mientras llenaban los lavavajillas. Jeff le había aconsejado que pusiera dos, y se alegraba de haberle hecho caso. Simplificaba mucho cenas como la de esa noche. Y más aún con la ayuda de Jeff. Siempre colaboraba con ella en esas tareas.

– ¿Qué? ¿Que tu abuela se case? Me parece fantástico. Es genial que puedan pasar la vejez acompañados.

– Mimi adoraba a mi abuelo y mi madre temió que fuera a morirse cuando él lo hizo, pero en lugar de eso emprendió una nueva vida y a veces creo que la está disfrutando tanto como la primera. -Esa noche desde luego lo había parecido-. Lo que me produce una sensación extraña es que todas se muden de ciudad. Las tres llevamos muchos años en San Francisco. Mamá vive ahora en St. Louis y Mimi se marcha a Palm Springs.

– Yo sigo aquí -dijo él con voz queda.

– Lo sé. -Sarah sonrió y se inclinó para besarle-. Supongo que eso me obliga a tener una vida de adulta. Cuando ellas estaban aquí siempre me sentía como una niña. Quizá sea eso a lo que me refería con lo de la sensación extraña.

– Quizá -dijo Jeff.

Apagaron las luces de la cocina y subieron al dormitorio, que ahora consideraban de los dos.

Sarah telefoneó a su madre por la mañana y le dijo que era una traidora por haber mantenido el secreto cuando la llamó para desearle feliz día de Acción de Gracias. Audrey la había llamado una segunda vez y tampoco había dicho una palabra.

– No quería estropear la sorpresa. Mimi me pidió que no dijera nada. Me parece fantástico y creo que el clima de Palm Springs le conviene más. Tom y yo iremos a San Francisco para la boda y pasaremos como mínimo una noche.

– ¿Queréis alojaros en casa? -preguntó esperanzada Sarah.

– Nos encantaría.

– Será divertido teneros a todos bajo el mismo techo.

Sarah obtuvo de su madre todos los detalles que necesitaba y el lunes puso manos a la obra. Lo único que Mimi tenía que hacer era comprarse el vestido. Dijo que era demasiado mayor para casarse de blanco. Dos días más tarde telefoneó a Sarah con voz triunfal. Había encontrado el vestido ideal en un color que llamaban champán. Sarah cayó entonces en la cuenta de que también ella necesitaba un vestido. Esta vez se decantó por un terciopelo verde oscuro Y como era Nochevieja, decidió que fuera largo. Audrey dijo que iría de azul marino.

Durante las cinco semanas entre Acción de Gracias y Navidad la vida de Sarah fue una carrera de relevos sin nadie a quien pasarle el testigo. No quería que Mimi se ocupara de nada, pero ella tampoco disponía de tiempo, de modo que al final dijo al servicio de catering que se encargara de todo y repasó con ellos los detalles.

Aparte de eso, seguía haciendo cosas en la casa a fin de dejarla impecable para la boda, asistía a cenas navideñas con Jeff e intentaba organizarse para la Navidad. Jeff estaba eufórico. Después de pasarse años sorteando el pesimismo que se apoderaba de Marie-Louise en esas fechas, como si él tuviera la culpa de todo el acontecimiento, ese año podía celebrarlo por todo lo grande. Cada día llegaba a casa con adornos, regalos y villancicos nuevos, y dos semanas antes de Navidad apareció con un abeto Douglas de seis metros y cuatro hombres para instalarlo al lado de la escalera, tras lo cual llegó con dos coches enteros cargados de adornos. Sarah se echó a reír cuando lo vio. Los villancicos que Jeff tenía puestos en el equipo de música estaban tan altos que Sarah apenas pudo oírle cuando le habló desde lo alto de la escalera. Acababa de coronar el árbol con la estrella.

– ¡Esto es como vivir en el taller de Papá Noel! -gritó Sarah, y tuvo que repetirlo tres veces-. Pero no importa, está precioso.

Jeff le agradeció el elogio. Estaba muy satisfecho con su obra, y también ella. Le había comprado una mesa de arquitecto antigua en una subasta que tenía que llegar el día de Nochebuena. Jeff casi se desmayó al verla.

– ¡Dios mío, Sarah, es preciosa! -Le encantaba. Le encantaba celebrar la Navidad con ella.

Audrey y Mimi no estaban. Era la primera Navidad que Sarah pasaba sin ellas, pero Jeff hizo que resultara maravillosa. Sarah preparó un pavo pequeño para Nochebuena y fueron juntos a la misa del gallo. Cayó en la cuenta, mientras compartía con Jeff la cena y una excelente botella de vino que él había comprado, de que un año atrás, justo ese mismo día, había hablado a su madre y a su abuela de la casa de la calle Scott. Y ahora allí estaban.

Tampoco olvidaba que un año atrás había pasado sola las vacaciones por quinta vez consecutiva, que Phil estaba en Aspen con sus hijos y ella volvía a quedar excluida. Su vida había cambiado radicalmente en un año y estaba encantada. Adoraba a Jeff y adoraba la casa. El único lado triste era que su familia se había marchado de San Francisco. Evolución. Una veces era buena, otras no. Pero al menos se habían marchado por buenas razones.

Jeff y Sarah pasaron un día de Navidad tranquilo. Él le había regalado un fino brazalete de brillantes y Sarah no paraba de contemplarlo y sonreír. Era muy generoso con ella y el brazalete le gustaba tanto como a él la mesa de arquitecto. Sarah, además, le había llenado un calcetín con un montón de chucherías y hasta una carta de Papá Noel donde le decía que era un niño estupendo, pero que por favor no dejara la ropa sucia tirada por todo el suelo del lavadero a la espera de que otra persona la recogiera. Era su único defecto. No tenía muchos. Y Jeff estaba feliz con todo lo que Sarah había hecho por él durante las fiestas. No tenía nada que ver con su experiencia con Marie-Louise. Sarah era el mejor regalo de Navidad que le habían hecho jamás.

Cinco días después Audrey y Tom llegaron de St. Louis. Sarah sintió entonces que realmente estaban en Navidad. Su abuela y George también aparecieron esa noche. Las dos parejas se hospedaban en su casa y estaba feliz. Jeff la ayudó a cocinar para todos. Y las tres mujeres pasaron largas horas en la cocina charlando. Audrey les habló de su vida en St. Louis. Le encantaba. Tom era aún mejor de lo que había imaginado. Parecía realmente dichosa. Y Mimi estaba eufórica, como era de esperar en una novia. Sarah se alegraba enormemente de tenerlos a todos en casa. Le hacía sentirse de nuevo como una niña.

Al día siguiente, la mañana del último día del año, salieron a desayunar fuera. El personal del servicio de catering ya estaba trabajando en la cocina, y pese a tratarse de una cena para poca gente, los preparativos parecían no tener fin. Pero tanto Mimi como George estaban muy tranquilos. Lo pasaron muy bien todos juntos, riendo y charlando. Los tres hombres hablaron de fútbol y los movimientos bursátiles. Tom y George hablaron de golf. Jeff flirteó con la novia, para deleite de esta, y Audrey y Sarah hablaron de los detalles de la boda y repasaron la lista. Después salieron a dar un paseo y no volvieron a casa hasta la una.

Mimi se metió en otro dormitorio y le dijo a George que no quería verlo hasta la noche. Sarah había quedado con la peluquera y la manicura para que fueran a casa.

Pasaron una tarde deliciosa. Iban a quedarse también esa noche, para ver entrar el nuevo año después la boda. Al día siguiente los recién casados pondrían rumbo a Los Ángeles y Audrey y Tom a Pebble Beach. Jeff y Sarah se quedarían relajadamente en casa. Sarah intentaría pintar dos habitaciones. Estaba hecha toda una experta. Y Jeff tenía que trabajar en un montón de proyectos.

El ajetreo fue tomando posesión de la casa a medida que se acercaban las ocho. Sarah y Audrey subieron para ayudar a Mimi a vestirse. Cuando entraron en el dormitorio la encontraron sentada en la cama, en bata y con el pelo arreglado, sosteniendo la fotografía de su madre.

Mimi miró a su hija y a su nieta y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– ¿Estás bien, mamá? -preguntó suavemente Audrey.

– Sí. -Mimi suspiró-. Estaba pensando en lo felices que al principio debieron de ser mis padres aquí… y en que yo nací en esta casa… Me alegro tanto de casarme aquí con George… Siento que es lo adecuado. Estaba pensando que a mi madre le habría gustado. -Miró a Sarah-. Me alegro tanto de que compraras esta casa… Nunca imaginé lo mucho que significaría para mí cuando nos hablaste de ella… parece absurdo decir algo así a mi edad, pero después de toda la tristeza con la que crecí, y después de echar tanto de menos a mi madre, finalmente siento que he vuelto a casa y que me he reencontrado con ella.

Sarah estrechó entre sus brazos a la abuela a la que tanto quería, a la que todos querían, y le habló en susurros.

– Te quiero, Mimi… te quiero mucho… gracias por decir eso.

Hacía que la compra de la casa le pareciera un acierto aún mayor. De hecho, había sido una buena decisión.

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