Sarah Anderson salió de su despacho a las nueve y media de la mañana de un martes de junio para acudir a su cita de las diez con Stanley Perlman. Cruzó con paso ágil la puerta del edificio de One Market Plaza, bajó del bordillo y detuvo un taxi. Como siempre, se le pasó por la cabeza que uno de esos días, cuando se vieran, sería realmente por última vez. Stanley siempre se lo decía. Sarah había empezado a creer que Perlman viviría eternamente, pese a las protestas de él y al paso implacable del tiempo. Su bufete de abogados llevaba más de medio siglo ocupándose de los asuntos de Stanley. Sarah, que tenía treinta y ocho años y hacía dos que era socia del bufete, era su abogada en temas patrimoniales y fiscales desde hacía tres años: había heredado a Stanley como cliente cuando su anterior abogado falleció.
Stanley los había sobrevivido a todos. Tenía noventa y ocho años, aunque a veces costaba creerlo: conservaba la mente tan despierta como siempre, leía con voracidad y estaba al corriente de todos los cambios en las leyes tributarias. Era un cliente estimulante y ameno, y había sido un genio de los negocios durante toda su vida. Lo único que había cambiado con los años era que su cuerpo había empezado a fallarle, pero no su mente. Llevaba cerca de siete postrado en la cama, atendido por cinco enfermeras, tres fijas repartidas en turnos de ocho horas y dos suplentes. Con todo, estaba a gusto casi siempre, aunque hacía años que no salía de casa. Otras personas lo encontraban irascible y cascarrabias, pero Sarah lo apreciaba y admiraba; pensaba que era un hombre excepcional.
Tras indicarle al taxista la dirección de la calle Scott, se incorporaron al tráfico del distrito financiero de San Francisco hacia el oeste, en dirección a Pacific Heights y a la casa donde Stanley vivía desde hacía setenta y seis años.
El sol brillaba cuando subían por la calle California hacia Nob Hill, pero Sarah sabía que la situación podía cambiar una vez arriba. Era habitual que la niebla se asentara en la zona residencial de la ciudad mientras abajo brillaba el sol y hacía calor. Los turistas, colgados felizmente de los tranvías, sonreían mientras miraban a su alrededor. Sarah llevaba unos documentos para que Stanley los firmara, nada extraordinario. El anciano siempre estaba retocando y añadiendo cosas a su testamento. Llevaba años preparándose para morir, desde antes de conocer a Sarah, pero cada vez que empeoraba o enfermaba lograba reponerse, para disgusto suyo. Esa misma mañana, sin ir más lejos, cuando Sarah le telefoneó para confirmar la hora, Stanley le había dicho que llevaba unas semanas que no se encontraba bien y que el final estaba cerca.
– Deja de amenazarme, Stanley -había protestado Sarah mientras guardaba los documentos en la cartera-. Nos sobrevivirás a todos.
A veces le daba lástima, aunque Stanley no tenía nada de deprimente y raras veces se compadecía de sí mismo. Todavía ladraba órdenes a las enfermeras; todos los días leía The New York Times y The Wall Street Journal, además de la prensa local; adoraba las hamburguesas y los sándwiches de pastrami, y hablaba de su infancia en el Lower East Side de Nueva York con pasmosa minuciosidad y precisión histórica. Se había mudado a San Francisco en 1924, cuando tenía dieciséis años, y había dado muestras de una sorprendente astucia para encontrar empleo, hacer tratos, trabajar con las personas adecuadas, aprovechar oportunidades y ahorrar dinero. Había comprado propiedades, siempre en circunstancias especiales, aprovechándose a veces de la mala fortuna de otros, algo que no tenía inconveniente en reconocer, realizando trueques y utilizando cualquier crédito que pudiera obtener. Durante la Gran Depresión se las había ingeniado para ganar dinero mientras otros lo perdían. Era el arquetipo del hombre hecho a sí mismo.
Le gustaba contar que en 1930 había comprado la casa en la que vivía por poco dinero. Y mucho después había sido de los primeros en construir centros comerciales en el sur de California. Stanley había obtenido la mayor parte de sus ingresos iniciales con el negocio inmobiliario, unas veces cambiando un edificio por otro, otras comprando terrenos que nadie quería y esperando el momento oportuno para venderlos o construir en ellos edificios de oficinas y centros comerciales. Más tarde volvió a demostrar su buen ojo para los negocios invirtiendo en pozos de petróleo. En la actualidad la fortuna que había amasado era literalmente asombrosa. Stanley Perlman había sido un genio de los negocios, pero a eso se había reducido su vida. No tenía hijos, no se había casado y solo se relacionaba con abogados y enfermeras. Nadie se interesaba por él salvo su joven abogada, Sarah Anderson, y nadie iba a echarle de menos cuando muriera salvo sus enfermeras. Los diecinueve herederos que figuraban en el testamento que Sarah estaba actualizando una vez más (en esta ocasión para añadir unos pozos de petróleo que Stanley acababa de comprar en el condado de Orange después de vender oportunamente otros) eran sobrinos nietos a los que no conocía o con los que no mantenía contacto alguno, y dos primos casi tan ancianos como él a los que no veía desde los años cuarenta pero por los que sentía, según explicaba, cierto apego. En realidad Stanley no sentía apego por nadie y tampoco intentaba ocultarlo. Su misión en la vida había sido solo una: ganar dinero. Y lo había conseguido. Contaba que en su juventud se había enamorado de dos mujeres, a las que nunca les propuso matrimonio, y que dejó de saber de ellas cuando se cansaron de esperar y se casaron con otro. De eso hacía más de sesenta años.
Lo único que lamentaba era no haber tenido hijos. Stanley veía en Sarah a la nieta que podría haber tenido si se hubiera casado. Sarah era la clase de nieta que le habría gustado tener. Era inteligente, divertida, interesante, aguda, guapa y buena en su trabajo. A veces, cuando le llevaba documentos para firmar, charlaban durante horas mientras él la miraba embobado. Y hasta le sostenía la mano, algo que nunca hacía con sus enfermeras. Estas lo sacaban de quicio, lo irritaban y fastidiaban, y lo mimaban de una forma que detestaba. Sarah no. Sarah era joven y guapa y le hablaba de cosas interesantes. Siempre estaba al corriente de las nuevas leyes tributarias. Le encantaba que le propusiera nuevas ideas para ahorrarle dinero. Al principio Stanley había tenido sus recelos, por su juventud, pero Sarah había conseguido ganarse poco a poco su confianza durante las visitas al pequeño cuartucho del ático. Subía con su cartera por la escalera de servicio, entraba en la habitación con sigilo, tomaba asiento junto a la cama y conversaban hasta que lo notaba cansado. Cada vez que Sarah iba a verlo, temía que pudiera ser la última. Entonces él la telefoneaba con una idea nueva, o con un plan nuevo, como algo que comprar, vender, adquirir o liquidar. Y fuera lo que fuese, su fortuna crecía. A sus noventa y ocho años, Stanley Perlman todavía convertía en oro todo lo que tocaba. Y pese a la enorme diferencia de edad, los años que Sarah llevaba trabajando con él los habían convertido en amigos.
Sarah miró por la ventanilla del taxi cuando pasaron por delante de la catedral Grace, en lo alto de Nob Hill, y se recostó de nuevo pensando en Stanley. Se preguntó si estaba seriamente enfermo y si ese sería su último encuentro. La pasada primavera había sufrido dos neumonías y en ambas ocasiones había salido milagrosamente airoso. Tal vez esta vez fuera diferente. Las enfermeras lo cuidaban con esmero, pero, dada su edad, tarde o temprano algo conseguiría llevárselo. A ella le horrorizaba esa posibilidad, pero era consciente de que era inevitable. Sabía que iba a extrañarlo mucho cuando ya no estuviera.
Sarah llevaba su larga melena castaña echada cuidadosamente hacia atrás, y sus ojos eran grandes y de un azul casi aciano. El día que se conocieron, Stanley había reparado en ese detalle y le había preguntado si llevaba lentillas de color. Sarah se echó a reír y le aseguró que no. Su piel, por lo general clara, estaba bronceada tras varios fines de semana en el lago Tahoe. A Sarah le gustaba hacer senderismo, nadar y montar en bicicleta de montaña. Sus escapadas de los fines de semana constituían un excelente respiro después de las largas horas que pasaba en el despacho.
Se había ganado a pulso su nombramiento como socia del bufete. Oriunda de San Francisco, se había licenciado cum laude por la facultad de derecho de Stanford. Con excepción de sus cuatro años de universidad en Harvard, siempre había vivido en San Francisco. Sus referencias y su entrega al trabajo habían impresionado a Stanley y a los socios del bufete. El día que se conocieron, Stanley la acribilló a preguntas y comentó que más que una abogada parecía una modelo: Sarah era alta, delgada, de complexión atlética, y poseía unas piernas increíblemente largas que Stanley admiraba en secreto.
Vestía un traje azul marino, la clase de atuendo con el que siempre iba a verlo. Como único adorno, unos pendientes de brillantes que Stanley le había regalado por Navidad. Los había encargado personalmente por teléfono a Neiman Marcus. Por lo general no era un hombre espléndido, prefería dar dinero a sus enfermeras por Navidad, pero sentía debilidad por Sarah, y ese sentimiento era mutuo. Sarah le había regalado varias mantas de cachemir. La casa siempre estaba fría y húmeda, pero Stanley reñía a las enfermeras cuando encendían la calefacción: prefería cubrirse con una manta a ser, en su opinión, descuidado con el dinero.
A Sarah le intrigaba el hecho de que Stanley hubiera vivido siempre en el ático, en las dependencias del servicio, en lugar de hacerlo en la zona principal de la casa. Él argumentaba que había comprado la casa como inversión, que su intención siempre había sido venderla, aunque al final no lo hizo. La conservaba más por pereza que por una cuestión de cariño. Era una casa grande y bonita, construida en los años veinte. Stanley le había contado que la familia que la mandó construir se había arruinado en el crack de 1929 y que él la había comprado en 1930. A continuación, se instaló en uno de los cuartos que habían pertenecido a las criadas con una vieja cama de bronce, una cómoda que habían abandonado allí los anteriores propietarios y una butaca con los muelles, a esas alturas, tan reventados que sentarse en ella era como hacerlo en un bloque de cemento. Hacía ya diez años que la cama de bronce había sido reemplazada por una cama de hospital. De la pared pendía únicamente una vieja fotografía del incendio ocurrido tras el terremoto; no había ni una sola fotografía de una persona: en la vida de Stanley no había habido personas, solo inversiones y abogados.
En la casa tampoco había objetos personales. Los primeros propietarios habían vendido los muebles en una subasta, por unas pocas monedas, y Stanley nunca se molestó en reamueblarla. Las estancias, elegantes en su día, eran espaciosas. De algunas ventanas pendían cortinas hechas jirones, mientras que otras estaban tapadas con tablones para que los curiosos no pudieran fisgonear. Y aunque Sarah no lo había visto, le habían contado que había un salón de baile. En realidad no conocía la casa. Siempre entraba por la puerta de atrás y subía directamente al ático por la escalera de servicio. Su único propósito cuando acudía a esa casa era ver a Stanley. No tenía motivos para pasearse por ella, aunque era consciente de que algún día, cuando él ya no estuviera, probablemente tendría que ponerla a la venta. Todos sus herederos vivían en Florida, Nueva York o el Medio Oeste, y a ninguno le interesaría poseer semejante mansión en California. Por muy bella que hubiera sido en otros tiempos, no sabrían, como le había sucedido a Stanley, qué hacer con ella. Costaba creer que llevara setenta y seis años en la casa y que jamás la hubiera amueblado ni hubiera abandonado el ático. Pero así era Stanley. Algo excéntrico quizá, modesto y sin pretensiones, y un cliente leal y respetado. Sarah Anderson era su única amiga. El resto del mundo se había olvidado de su existencia. Y los pocos amigos que había tenido en otro tiempo estaban muertos.
El taxista se detuvo en el número de la calle Scott que Sarah le había dado. Ella pagó, cogió la cartera, se apeó del taxi y pulsó el timbre de la puerta de servicio. Como había imaginado, allí arriba el aire era más frío y brumoso, y tiritó bajo la delgada tela de su chaqueta: debajo del traje azul marino llevaba solo un fino jersey de color blanco. Su aspecto era, como siempre, serio y profesional cuando la enfermera le abrió la puerta y sonrió. Sarah sabía que la casa tenía cuatro plantas y un sótano, y las enfermeras mayores que cuidaban de Stanley se movían despacio. La enfermera que le abrió era relativamente nueva, pero había visto a Sarah en otra ocasión.
– El señor Perlman la está esperando -dijo educadamente, haciéndose a un lado para dejar pasar a Sarah antes de cerrar la puerta tras de sí.
Siempre utilizaban la puerta de servicio, pues quedaba más cerca de la escalera que conducía al ático. Nadie había abierto en años la puerta principal, que permanecía cerrada con llave y cerrojo. Las luces del resto de la casa nunca se encendían. Desde hacía años, las únicas luces que brillaban eran las del ático. Las enfermeras preparaban la comida en una pequeña cocina situada en la misma planta, que en otros tiempos había servido de despensa. La cocina principal, actualmente una pieza de museo, estaba en el sótano. Tenía una fresquera, y neveras que antiguamente el vendedor de hielo llenaba con grandes bloques. Los fogones eran una reliquia de los años veinte y Stanley no los había encendido desde los años cuarenta. La cocina estaba diseñada para albergar a un gran número de cocineros y sirvientes que supervisaban un ama de llaves y un mayordomo, un estilo de vida que nada tenía que ver con Stanley. Durante años Perlman había llegado a casa con sándwiches y comida preparada que compraba en cafeterías y restaurantes modestos. Nunca cocinaba, y siempre salía a desayunar, hasta el día que quedó postrado en la cama. La casa no era más que el lugar donde dormía, se duchaba y se afeitaba por las mañanas. Después se iba a su despacho, situado en el centro de la ciudad, para seguir generando dinero. Raras veces regresaba a casa antes de las diez de la noche. A veces incluso pasada la medianoche. No tenía razones para darse prisa en llegar a casa.
Cartera en mano, Sarah siguió a la enfermera a un ritmo solemne. La escalera, iluminada por unas pocas bombillas peladas, siempre estaba en penumbra; era la que había utilizado el servicio en los tiempos gloriosos. Los escalones, de acero, estaban cubiertos por una estrecha franja de moqueta desgastada. Las puertas que conducían a las diferentes plantas permanecían siempre cerradas y Sarah no divisó la luz del día hasta que alcanzó el ático. La habitación de Stanley se hallaba al final de un largo pasillo, invadida en su mayor parte por la cama de hospital. Había sido preciso trasladar la estrecha y siniestra cómoda al pasillo para hacerle sitio. La cama tenía como única compañía la desvencijada butaca y una mesilla de noche. Cuando Sarah entró en el cuarto, el anciano abrió los ojos y la miró. Tardó unos instantes en reaccionar y eso la inquietó. Luego, poco a poco, una sonrisa se abrió paso en sus ojos y alcanzó finalmente los labios. Parecía cansado y Sarah temió que en esta ocasión Stanley no estuviera equivocado. Por primera vez aparentaba los noventa y ocho años que tenía.
– Hola, Sarah -le saludó con voz queda, aspirando la frescura de su juventud y belleza. Para él, treinta y ocho años era como el primer rubor de la infancia. Se echaba a reír cada vez que Sarah le decía que se sentía mayor-. ¿Sigues trabajando demasiado? -preguntó cuando ella se acercó a la cama. Verla siempre lo reanimaba. Sarah era como una ráfaga de brisa fresca, como una lluvia primaveral sobre un macizo de flores.
– Por supuesto. -Sarah sonrió al tiempo que él le tendía la mano. A Stanley le encantaba el contacto de su piel, su suavidad, su calor.
– ¿No te tengo dicho que no lo hagas? Si trabajas tanto acabarás como yo, sola en un ático y rodeada de fastidiosas enfermeras.
Solía decirle que debía casarse y tener hijos, y la regañaba cuando ella contestaba que no quería ni una cosa ni otra. No haber tenido hijos era lo único que Stanley lamentaba con respecto a su vida. No se cansaba de decirle a Sarah que no cometiera los mismos errores que él. Las acciones, los bonos, los centros comerciales y los pozos de petróleo no podían reemplazar a los hijos. Él había aprendido la lección demasiado tarde. Sarah era ahora su único consuelo y alegría en la vida. Le encantaba añadir codicilos a su testamento, algo que hacía con asiduidad porque le proporcionaba un pretexto para verla.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Sarah, más como un familiar inquieto por su salud que como una abogada.
Estaba preocupada por Stanley, y siempre encontraba una excusa para mandarle libros o artículos, en su mayoría relacionados con nuevas leyes tributarias o con temas que pensaba que podían interesarle. Él siempre le enviaba notas escritas a mano dándole las gracias y haciendo comentarios. Conservaba intacta su agudeza.
– Estoy cansado -reconoció, sosteniendo la mano de Sarah con sus frágiles dedos-. A mi edad no puedo esperar encontrarme mejor. Hace años que el cuerpo no me responde. Solo me queda el cerebro. -Que mantenía completamente lúcido.
Sarah advirtió que tenía la mirada apagada. Normalmente había una chispa en ella, pero como una lámpara que va perdiendo intensidad, se dio cuenta de que algo había cambiado. Lamentaba no poder encontrar la forma de sacarlo de casa para que le diera el aire, porque exceptuando las visitas al hospital en la ambulancia, Stanley llevaba años sin salir de casa. El ático de la calle Scott se había convertido en el útero donde estaba condenado a terminar sus días.
– Siéntate -le dijo al fin-. Tienes buen aspecto, Sarah. Tú siempre lo tienes. -Le parecía tan fresca y llena de vida, tan guapa, ahí de pie, alta, joven y esbelta-. Me alegro mucho de verte -añadió en un tono más ferviente de lo habitual, y Sarah notó una punzada en el corazón.
– Yo también. Hace dos semanas que quería venir, pero estaba muy ocupada -se disculpó.
– Tienes pinta de haber estado fuera. ¿De dónde has sacado ese bronceado? -Stanley se dijo que estaba más bonita que nunca.
– He pasado algunos fines de semana en Tahoe. Es un lugar muy agradable. -Sarah sonrió mientras tomaba asiento en la incómoda butaca y dejaba la cartera en el suelo.
– Yo nunca salía de la ciudad los fines de semana, y tampoco hacía vacaciones. Creo que he ido de vacaciones dos veces en mi vida, una a un rancho en Wyoming y la otra a México. Y detesté las dos. Lo viví como una pérdida de tiempo. No podía dejar de pensar en lo que podía estar ocurriendo en mi oficina y lo que me estaba perdiendo.
Sarah se lo imaginó removiéndose en su asiento a la espera de noticias de su oficina y regresando a casa antes de lo previsto. Ella hacía eso mismo cuando tenía demasiado trabajo, o se llevaba carpetas a casa. Detestaba dejar cosas pendientes. Stanley no estaba tan equivocado con respecto a ella. A su manera, Sarah era tan adicta al trabajo como él. El apartamento donde vivía no era mejor que la habitación del ático, solo más grande. El aspecto que tuviera su hogar le interesaba casi tan poco como a él. La única diferencia estaba en que ella era más joven y menos extremista. Sus demonios internos tenían muchas cosas en común, como él llevaba tiempo conjeturando.
Charlaron durante unos minutos y ella le entregó los documentos que había traído. Stanley les echó una ojeada, aunque ya los había leído. Sarah le había enviado por mensajería varios borradores para que diera su visto bueno. Stanley no disponía de fax ni ordenador. Le gustaba ver los documentos originales y no tenía paciencia con los inventos modernos. Nunca había querido móvil y tampoco lo necesitaba.
Junto a su cuarto había una sala de estar diminuta para las enfermeras, que nunca se alejaban demasiado de él. Cuando no estaban en la salita o vigilándole desde la incómoda butaca, estaban en la cocina preparándole comidas sencillas. Al otro lado del pasillo había otros cuartos pequeños donde las enfermeras, si lo deseaban, podían dormir al terminar su turno o descansar si había otra enfermera presente. No vivían en la casa, solo trabajaban en ella. Stanley era el único residente fijo. Su existencia y su reducido mundo constituían un pequeño microcosmos en el piso superior de una casa en otros tiempos majestuosa que, como él, se estaba deteriorando de forma implacable y silenciosa.
– Me gustan los cambios que has introducido -la felicitó-. Tienen más sentido que el borrador que me enviaste la semana pasada. Este documento es más nítido, permite menos capacidad de maniobra.
Le preocupaba lo que sus herederos pudieran hacer con sus diversos bienes. Puesto que no conocía a la mayoría, y a los que conocía ya estaban viejos, era difícil saber cómo iban a tratar su patrimonio. Stanley daba por sentado que lo venderían todo, lo cual, en algunos casos, era una estupidez. Pero tenía que dividir el pastel en diecinueve partes. Era un pastel inmenso, y cada uno recibiría un pedazo imponente, mucho mayor de lo que podían imaginar. Pero estaba decidido a dejar todo lo que tenía a sus familiares en lugar de a organizaciones benéficas. Aunque había hecho generosas donaciones a lo largo de su vida, creía firmemente en que la sangre era más espesa que el agua. Y como no tenía herederos directos, lo dejaba todo a sus primos y a los hijos de sus primos, quienesquiera que fuesen. Había indagado sobre el paradero de todos, pero solo conocía a unos cuantos. Confiaba en que la vida de algunos mejorara cuando recibieran el inesperado legado. Empezaba a intuir que su momento estaba cerca. Más cerca de lo que Sarah quería creer mientras le observaba detenidamente.
– Me alegro -dijo complacida, tratando de no reparar en el brillo apagado de sus ojos para que no se le saltaran las lágrimas. El último acceso de neumonía lo había dejado agotado y avejentado-. ¿Quieres que añada algo? -preguntó, y Stanley negó con la cabeza. Sarah estaba sentada en la butaca, mirándole con serenidad.
– ¿Qué piensas hacer este verano, Sarah? -preguntó Stanley, cambiando de tema.
– No he planeado nada especial. Más fines de semana en Tahoe, supongo. -Pensaba que Stanley temía que se ausentara demasiado y quiso tranquilizarlo.
– Pues deberías planear algo. No puedes ser una esclava toda tu vida, Sarah. Acabarás convirtiéndote en una solterona.
Sarah se echó a reír. Le había confesado que salía con alguien, pero siempre decía que no era nada serio ni permanente. Se trataba de una relación informal que ya duraba cuatro años, algo que Stanley calificaba de insensatez. No se tienen relaciones «informales» durante cuatro años, decía. Y lo mismo opinaba su madre. Pero Sarah no quería otra cosa. Se decía a sí misma y a los demás que por el momento estaba demasiado absorta en su trabajo para desear algo más serio. El trabajo era su principal prioridad y siempre lo había sido. Y también para él.
– Las «solteronas» ya no existen, Stanley. Ahora hay mujeres independientes que tienen una profesión y otras prioridades y necesidades que las mujeres de antes -repuso.
Stanley no se lo tragó. Conocía bien a Sarah y sabía de la vida más que ella.
– Lo que dices son bobadas y lo sabes -espetó severamente-. La gente no ha cambiado en dos mil años. Los listos todavía sientan la cabeza, se casan y tienen hijos. O terminan como yo.
Stanley había terminado muy rico, algo que a Sarah no le parecía tan malo. Lamentaba que el hombre no tuviera hijos ni parientes que vivieran cerca, pero era normal que la gente longeva como él acabara sola. Stanley había sobrevivido a todas las personas que había conocido en su vida. Puede que, de haber tenido hijos, ya los hubiera perdido y solo le quedaran sus nietos y bisnietos como único consuelo. Al final, se dijo Sarah, por mucha gente que tengamos cerca nos vamos de este mundo solos. Como Stanley, solo que su caso era más obvio. Ella sabía, por la vida que habían compartido sus padres, que podías sentirte igual de sola aunque tuvieras marido e hijos. No tenía prisa por crearse esa carga. Los matrimonios que conocía no le parecían muy felices, la verdad, y si alguna vez se casaba y la cosa no funcionaba, lo último que necesitaba era un ex marido que la odiara y atormentara. Conocía demasiados casos de ese tipo. Era mucho más feliz así, con su trabajo, su casa y un novio a tiempo parcial que por el momento satisfacía sus necesidades. Jamás se le pasaba por la cabeza la idea de casarse, y tampoco a él. Los dos habían coincidido desde el principio en que ambos deseaban una relación sencilla. Sencilla y fácil. Sobre todo porque los dos adoraban sus respectivos trabajos.
Sarah advirtió que Stanley estaba verdaderamente cansado y decidió acortar su visita. Le había firmado los documentos, que era cuanto necesitaba. Parecía que estuviera a punto de dormirse.
– Volveremos a vernos pronto, Stanley. Si necesitas algo, llámame. Puedo venir a verte siempre que quieras -dijo con dulzura, dando otras palmaditas a la frágil mano después de levantarse.
Sarah guardó los documentos en la cartera mientras él la contemplaba con una sonrisa nostálgica. Le encantaba mirarla, observar la relajada elegancia de sus gestos cuando conversaba con él o hacía otras cosas.
– Puede que para entonces ya no esté aquí -replicó Stanley sin el menor atisbo de autocompasión. Era, sencillamente, la exposición de algo que ambos sabían que podía ocurrir en cualquier momento, pero de lo que Sarah no quería ni oír hablar.
– No digas tonterías -le reprendió-. Estarás aquí. Cuento con que me sobrevivas.
– Gracias, pero no -repuso severamente Stanley-. Y la próxima vez que te vea, quiero que me hables de tus vacaciones. Haz un crucero. Ve a tumbarte a una playa. Lígate a un tío, emborráchate, vete a bailar, suéltate. Recuerda mis palabras, Sarah, si no lo haces, un día lo lamentarás. -Sarah rió mientras se imaginaba en una playa ligando con desconocidos-. ¡Hablo en serio!
– Lo sé. Tú lo que quieres es que me detengan y me inhabiliten como abogada. -Sarah esbozó una amplia sonrisa y le besó en la mejilla. Era un gesto muy poco profesional, pero entre ellos existía un cariño especial.
– Y qué si te inhabilitan. Probablemente te sentaría de maravilla. Disfruta de la vida, Sarah. Deja de trabajar tanto.
Stanley siempre le decía las mismas cosas y ella siempre las tomaba con reservas. Le gustaba lo que hacía. Su trabajo era como una droga a la que era adicta. No tenía el más mínimo deseo de abandonar su adicción, ni ahora ni probablemente en muchos años, pero sabía que las advertencias de Stanley eran sinceras y bien intencionadas.
– Lo intentaré -mintió Sarah con una sonrisa. Realmente era como un abuelo para ella.
– Inténtalo con más ahínco.
Stanley frunció el entrecejo y sonrió al recibir otro beso en la mejilla. Adoraba sentir la piel aterciopelada de Sarah en el rostro, su respiración suave y cercana. Le hacía sentirse otra vez joven, pese a saber que en su juventud habría sido demasiado idiota y habría estado demasiado absorto en su trabajo para fijarse en ella, por muy bella que fuera. Las dos mujeres que había perdido, por estúpido comprendía ahora, habían sido tan bellas y sensuales como Sarah, algo que solo últimamente había sido capaz de reconocer.
– Cuídate mucho -dijo cuando ella se detuvo en el umbral y se volvió para mirarlo.
– Tú también. Y pórtate bien. No persigas a las enfermeras por la habitación. Podrían despedirse.
Stanley soltó una risita ahogada.
– ¿Las has visto bien? -preguntó con una sonora carcajada, y Sarah le secundó-. No pienso bajarme de la cama por ellas y aún menos con estas viejas rodillas. Que esté postrado, querida, no quiere decir que esté ciego. Envíame enfermeras nuevas y veremos si tienen alguna queja.
– Estoy segura de que no -dijo Sarah, y con un gesto de despedida se obligó a marcharse.
Stanley seguía sonriendo cuando desapareció, y le dijo a la enfermera que podía encontrar sola la salida.
Sarah tomó nuevamente la escalera de acero y el estruendo de sus pasos, que la vieja moqueta apenas conseguía sofocar, retumbó en el estrecho pasillo. Se sintió aliviada al cruzar la puerta de servicio y salir al sol del mediodía que finalmente había dado alcance a la zona alta de la ciudad. Caminó lentamente por la calle Union pensando en Stanley y detuvo un taxi. Dio la dirección de su despacho al taxista y durante el trayecto siguió pensando en él. Temía que no le quedara mucho tiempo. Se diría que finalmente había empezado la cuesta abajo. Stanley pareció animarse con su visita, pero la propia Sarah se daba cuenta de que el final estaba cerca. Casi era esperar demasiado que pudiera celebrar su noventa y nueve cumpleaños en octubre. Además, ¿para qué? Stanley tenía muy poco por lo que vivir y estaba muy solo. Su vida transcurría entre las cuatro paredes de su habitación, una celda en la que estaría atrapado hasta el final de sus días. Había tenido una buena vida, o por lo menos una vida productiva, y las vidas de sus diecinueve herederos iban a cambiar para siempre cuando él muriera. A Sarah le entristecía pensar en ello. Sabía que cuando Stanley se fuera le echaría mucho de menos. Trataba de no pensar en sus muchas advertencias. Todavía disponía de algunos años para pensar en el matrimonio y los hijos. Y aunque agradecía su preocupación, por el momento tenía una profesión que lo significaba todo para ella y una mesa repleta de trabajo esperándola en el despacho. Tenía exactamente la vida que quería.
Eran poco más de las doce cuando llegó a la oficina. Tenía una reunión de socios a la una, reuniones con tres clientes por la tarde y cincuenta páginas para leer por la noche con las nuevas leyes tributarias, leyes que afectaban, en parte o en su totalidad, a sus clientes. En su mesa había un montón de mensajes que logró atender, con excepción de dos, antes de la reunión con sus socios. Respondería a esos dos, y a los nuevos que llegaran, durante los huecos entre las reuniones con sus clientes de la tarde. No disponía de tiempo para comer… como tampoco disponía de tiempo para los hijos o el matrimonio. Stanley había hecho elecciones y cometido errores a lo largo de su vida. También ella tenía derecho a cometer los suyos.