En el que nuestro héroe logra progresar.
Dios santo, ¿Qué era lo que había dicho?
Ese único pensamiento rondó por la mente de Lucy mientras yacía en la cama esa noche, demasiado horrorizada incluso para dar vueltas. Yació sobre su espalda, mirando fijamente el techo, absolutamente quieta, absolutamente mortificada.
A la mañana siguiente, cuando se miró en el espejo, suspirando al ver el cansado color lavanda debajo de sus ojos, allí estaba de nuevo…
Oh, Sr. Bridgerton, usted es mucho mejor que el resto.
Y cada vez que lo revivía, la voz en su memoria crecía un poco más, más irritante, hasta que se convirtió en una de esas horribles criaturas -las muchachas que temblaban y se desmayaban cada vez que algún hermano mayor venía de visita a la escuela.
– Lucy Abernathy -murmuró entre dientes-. Eres una vaca tonta.
– ¿Has dicho algo? -Hermione alzó la mirada hacia ella, desde su ubicación cercana a la cama. Lucy ya tenía en su mano el pomo de la puerta, lista para irse a desayunar.
– Solo estoy haciendo sumas en mi cabeza -mintió Lucy.
Hermione regresó a ponerse los zapatos.
– Por el amor de Dios, ¿por qué? -dijo, principalmente para sí misma.
Lucy se encogió de hombros, aunque Hermione no estaba mirándola. Siempre decía que estaba haciendo sumas en su cabeza cuando Hermione la sorprendía hablando sola. No tenía ni idea del por qué Hermione le creía; Lucy detestaba las sumas, casi tanto como odiaba las fracciones y las tablas. Pero parecía la clase de cosas que podía hacer, tan práctica como era, y Hermione nunca se lo había cuestionado.
De vez en cuando Lucy mascullaba un número, solo para hacer a su actuación más auténtica.
– ¿Lista para bajar? -preguntó Lucy, mientras le daba la vuelta al pomo. Y no es que ella lo estuviera. La última cosa que deseaba era ver, bien, a nadie. Al Sr. Bridgerton en particular, por supuesto, pero el pensamiento de enfrentar al mundo en general, era simplemente horrible.
Pero tenía hambre, y tenía que mostrarse en el futuro, y no veía por qué su miseria debía revolcarse en un estómago vacío.
Mientras caminaban para ir a desayunar, Hermione la miró con curiosidad.
– ¿Estás bien, Lucy? -le preguntó-. Luces un poco extraña.
Lucy luchó contra el impulso de sonreír. Ella era extraña. Era una idiota, y probablemente no debería andar suelta en público.
Buen Dios, ¿realmente le había dicho a Gregory Bridgerton que era mejor que el resto?
Quería morirse. O por lo menos, esconderse debajo de la cama.
Pero no, no podía lograr fingir enfermedad y ni siquiera era una buena mentirosa. Ni siquiera se le había ocurrido intentarlo. Era tan ridículamente normal y rutinaria, que se había levantado, y estaba lista para ir a desayunar antes de poder tener un simple pensamiento coherente.
Aparte de ponderar su aparente locura, por supuesto. Por eso no se había concentrado en el problema.
– Bueno, te vez muy bien, de todos modos -dijo Hermione cuando llegaron a la cima de las escaleras-. Me agrada tu elección de una cinta verde con ese vestido azul. No había pensado en eso, pero eres muy inteligente. Y se ve tan preciosa con tus ojos.
Lucy bajó la mirada hacia su ropa. No recordaba haberse vestido. Era un milagro que no luciera como si se hubiera escapado de un circo gitano.
Aunque…
Soltó un pequeño suspiro. Escaparse con los gitanos sonaba muy atractivo, incluso práctico, ya que estaba bastante segura de que nunca debería mostrar su cara de nuevo frente a la sociedad educada. Claramente había perdido un extremadamente importante vaso conector entre su cerebro y su boca, y solo el cielo sabía lo siguiente que podría salir de sus labios.
¡Dios mío! También le podría haber dicho a Gregory Bridgerton que lo creía un dios.
Lo cual no hacía. En absoluto. Simplemente pensaba en él, como en una pareja bastante buena para Hermione. Y ella se lo había dicho a él. ¿No es cierto?
¿Qué le había dicho? Exactamente, ¿qué le había dicho?
– ¿Lucy?
Le había dicho que era… le había dicho que era…
Se detuvo, consternada.
Queridísimo Dios. Él iba a pensar que ella lo quería.
Hermione siguió caminando antes de comprender que Lucy ya no estaba caminando a su lado.
– ¿Lucy?
– Sabes -dijo Lucy, en una voz un poco chillona-, creo que no tengo hambre después de todo.
Hermione la miró con incredulidad.
– ¿En el desayuno?
Eso era muy poco probable. Lucy siempre comía en el desayuno como un marinero.
– Yo… ah… creo que algo no me cayó bien anoche. Quizás fue el salmón. -Se puso una mano sobre el estómago para agregarle más efecto-. Creo que debo acostarme.
Y nunca levantarse.
– Te ves un poco verde -dijo Hermione.
Lucy sonrió débilmente, tomando la decisión consciente de estar agradecida por los pequeños favores.
– ¿Quieres que te traiga algo? -preguntó Hermione.
– Sí -dijo Lucy con fervor, esperando que Hermione no hubiera escuchado el ruido de su estómago.
– Oh, pero no debo hacerlo -dijo Hermione, poniéndose un dedo pensativo en los labios-. Probablemente no deberías comer si te sientes enferma del estómago. La última cosa que necesitas es vomitarlo todo después.
– No estoy enferma del estómago, exactamente -improvisó Lucy.
– ¿No?
– Es… ah… muy difícil de explicarlo, de verdad. Yo… -Lucy se combó contra la pared. ¿Quién sabía si ella en su interior era una buena actriz?
Hermione se apresuró a su lado, mostrando un ceño de preocupación en su frente.
– Oh querida -dijo, apoyando a Lucy con un brazo alrededor de su espalda-. Te ves horrible.
Lucy pestañeó. Quizás si estaba enferma. Mucho mejor. Eso la mantendría recluida durante días.
– Voy a regresarte a la cama -dijo Hermione, su tono no toleraba ninguna discusión-. Y luego llamaré a Mamá. Ella sabrá que hacer.
Lucy asintió aliviada. El remedio de Lady Watson para cualquier clase de dolencia eran el chocolate y los bizcochos. Poco ortodoxo, eso era seguro, pero como era lo que la madre de Hermione elegía siempre que ella decía que estaba enferma, no podía negárselo a nadie más.
Hermione la guió de regreso a su alcoba, incluso llegó al punto de quitarle las zapatillas antes de que se recostara en la cama.
– Si no te conociera tan bien -dijo Hermione, echando las zapatillas descuidadamente en el armario-, pensaría que estás fingiendo.
– Nunca lo haría.
– Oh, claro que lo harías -dijo Hermione-. Estoy completamente segura. Pero nunca lo llevarías a cabo. Eres demasiado tradicional.
¿Tradicional? ¿Eso que tenía que ver?
Hermione soltó una exhalación irritada.
– Probablemente tendré que sentarme a desayunar con el aburrido Sr. Bridgerton.
– Él no es tan terrible -dijo Lucy, con quizás, un poco más de brío, que uno podría esperar de alguien con el estómago lleno de salmón en mal estado.
– Supongo que no -accedió Hermione-. Él es mejor que la mayoría, supongo.
Lucy hizo una mueca de dolor al evocar sus propias palabras. Es mucho mejor que el resto. Mucho mejor que el resto.
Con seguridad era la cosa más espantosa que había salido de sus labios.
– Pero él no es para mí -continuó Hermione, ignorando el sufrimiento de Lucy-. Lo comprenderá muy pronto. Y entonces trasladará sus atenciones a alguien más.
Lucy lo dudaba, pero no dijo nada. Todo era un rollo. Hermione estaba enamorada del Sr. Edmonds, el Sr. Bridgerton estaba enamorado de Hermione, y Lucy no estaba enamorada del Sr. Bridgerton.
Pero él creía que lo estaba.
Lo cual no tenía sentido, por supuesto. Nunca permitiría que eso pasara, estaba prácticamente comprometida con Lord Haselby.
Haselby. Estuvo a punto de gemir. Todo podría ser mucho más fácil si al menos pudiera recordar su rostro.
– Quizás debería llamar para que nos traigan el desayuno -dijo Hermione, con la cara tan iluminada como si de repente hubiera descubierto un nuevo continente-. ¿Crees que nos enviarían una bandeja?
Oh, rayos. Hacia allí iban todos sus planes. Ahora Hermione tenía una excusa para permanecer todo el día en su cuarto. Y el siguiente, también, si Lucy continuaba fingiéndose enferma.
– No se por qué no pensé antes en eso -dijo Hermione, mientras se dirigía a la campañilla-. Sería mucho mejor que yo permaneciera contigo aquí.
– No -ladró Lucy, con su cerebro girando rápidamente.
– ¿Por qué no?
Exacto. Lucy pensó rápidamente.
– Si les haces traer una bandeja, no obtendrás lo que quieres.
– Pero yo sé lo que quiero. Huevos tibios y tostadas. Seguramente ellos pueden traer eso.
– Pero yo no quiero huevos tibios y tostadas. -Lucy trató de mantener una expresión lastimera y patética mientras podía-. Tú conoces mis gustos muy bien. Si vas al salón del desayuno, estoy segura que encontrarás exactamente lo que quiero.
– Pero yo pensé que no ibas a comer.
Lucy volvió a ponerse la mano en el estómago.
– Bueno, podría querer comer un poco.
– Oh, muy bien -dijo Hermione, sonando más impaciente que otra cosa-. ¿Qué quieres?
– Er, ¿quizás algo de tocino?
– ¿Con el estómago como un pez?
– No estoy segura de que haya sido el pescado.
Por un largo rato, Hermione se quedó allí, mirándola.
– ¿Solo tocino, entonces? -preguntó ella finalmente.
– Ehm, y algo más que creas que puedo disfrutar -dijo Lucy, ya que habría sido muy fácil pedirle el tocino.
Hermione soltó una exhalación de cansancio.
– Regresaré pronto. -Miró a Lucy con una expresión ligeramente sospechosa-. No te esfuerces.
– No lo haré -prometió Lucy. Le sonrió a la puerta cuando esta se cerró detrás de Hermione. Contó hasta diez, luego saltó de la cama y corrió hacia el armario para enderezar sus zapatillas. Una vez que todo quedó a su entera satisfacción, cogió un libro, se volvió hacia la cama para recostarse, y leyó.
Después de todo, estaba resultando ser una mañana estupenda.
Cuando Gregory entró al salón de desayuno, se sentía mucho mejor. Lo que había pasado la noche anterior, no había sido nada. Prácticamente lo había olvidado.
No era como si él hubiera querido besar a Lady Lucinda. Simplemente se había preguntado por ello, lo cual estaba a un mundo de diferencia.
Simplemente era un hombre, después de todo. Se había preguntado cosas sobre cientos de mujeres, la mayoría del tiempo sin siquiera tener cualquier intención de hablarles. Todos nos preguntábamos cosas. Era lo que uno hacía lo que representaba la diferencia.
¿Qué era lo que sus hermanos -sus felizmente casados hermanos, podría añadir-le habían dicho alguna vez? Que el matrimonio no los había dejado ciegos. Quizás no andaban en busca de otras mujeres, pero eso no significaba que no notaran lo que se ponía en frente de ellos. Así fuera una camarera con pechos extremadamente grandes o una joven dama apropiada con un -bueno, con un par de labios- uno no podría evitar ver la parte del cuerpo en cuestión.
Y si uno la veía, entonces claro que se podría preguntar, y…
Y nada. Todo se reducía a la nada.
Lo que significaba que Gregory podría comer su desayuno con la mente despejada.
Los huevos eran buenos para el alma, decidió. El tocino, también.
Él único otro ocupante del salón del desayuno era el cincuentón y perpetuamente almidonado Sr. Snowe, quien estaba agradecidamente más interesado en su periódico que en charlar. Después de los obligatorios gruñidos de saludo, Gregory se sentó en el extremo opuesto de la mesa y empezó a comer.
La salchicha estaba excelente esa mañana. Y las tostadas también eran excepcionales. Necesitaban un poco de mantequilla. A los huevos les hacía falta un poco de sal, pero aparte de eso todo estaba muy sabroso.
Probó el bacalao salado. No estaba mal. En absoluto.
Tomó otro mordisco. Masticó. Lo disfrutó. Tuvo pensamientos muy profundos sobre la política y la agricultura.
Cambió determinadamente a la física Newtoniana. En realidad debió de haber prestado más atención en Eton, porque no podía identificar la diferencia entra la fuerza y el trabajo.
Veamos, el trabajo estaba relacionado con los julios, y la fuerza estaba…
Ni siquiera esta realmente intrigado. Honestamente, todo podría ser culpa de algún truco de la luz. Y de su humor. Se había sentido un poco apagado. Había estado mirando su boca porque ella estaba hablando, por la gracia de Dios. ¿Dónde más había tenido que mirar?
Recogió su tenedor con renovado vigor. Volvió al bacalao. Y a su té. Nada lo llenaba más que el té.
Tomó un gran sorbo, asomándose sobre el borde de su taza cuando escuchó que alguien venía por el pasillo.
Ella llenó la puerta.
Pestañeó sorprendido, luego miró encima de su hombro. Ella había llegado sin su miembro extra.
Ahora que pensaba en eso, nunca había visto a la Srta. Watson sin Lady Lucinda.
– Buenos días -soltó él, en el preciso tono correcto. Lo suficientemente amistoso para no parecer aburrido, pero no demasiado amistoso. Un hombre nunca quería parecer tan desesperado.
La Srta. Watson lo miraba mientras estaba de pie, y su cara no registraba absolutamente ninguna emoción. Ni felicidad, ni ira, nada aparte de un simple parpadeo de reconocimiento. Era bastante notable, en realidad.
– Buenos días -murmuró ella.
Entonces, demonios, por qué no.
– ¿Me acompañará? -le preguntó.
Sus labios se separaron y se detuvo, como si no estuviera muy segura de lo que deseaba hacer. Y entonces, como si le ofreciera una prueba perversa de que ellos compartían alguna clase de conexión muy fuerte, él le leyó la mente.
En serio. Sabía exactamente lo que ella estaba pensando.
Oh, muy bien, supongo que tengo que desayunar, de todos modos.
Eso sin lugar a dudas le calentaba el alma.
– No puedo quedarme mucho tiempo -dijo la Srta. Watson-. Lucy está enferma, y prometí llevarle una bandeja.
Era muy difícil imaginarse a la indomable Lady Lucinda enferma, aunque Gregory no sabía por qué. No era como si él la conociera. En realidad, solo habían conversado en pocas ocasiones. Si acaso.
– Confío en que no sea nada serio -murmuró él.
– No lo creo -contestó ella, mientras tomaba un plato. Levantó la mirada hacia él, pestañeando con esos asombrosos ojos verdes-. ¿Usted comió pescado?
Bajó la mirada hacia su bacalao.
– ¿Ahora?
– No, anoche.
– Creo que sí. Normalmente como de todo.
Sus labios se fruncieron por un momento, y murmuró:
– Yo también comí.
Gregory esperó una explicación más extensa, pero ella no parecía querer ofrecerle ninguna. Por eso permaneció de pie, mientras ella colocaba suavemente delicadas porciones de huevos y jamón en su plato. Entonces, después de un momento de deliberación…
¿Realmente tengo hambre? Porque entre más comida ponga en mi plato, más tiempo tardaré en consumirla. Aquí. En el salón del desayuno. Con él.
…Ella tomó un pedazo de tostada.
Hmmm. Sí, tengo hambre.
Gregory esperó hasta que ella tomó asiento frente a él, y se sentó. La Srta. Watson le ofreció una pequeña sonrisa -era tan pequeña que realmente no había sido nada más que un fruncimiento de labios- y procedió a comer sus huevos.
– ¿Durmió bien? -preguntó Gregory.
Ella se limpió la boca con la servilleta.
– Muy bien, gracias.
– Yo no -anunció él. Demonios, si la conversación educada no funcionaba para atraerla, quizás debía optar por algo sorprendente.
Lo miró.
– Lo siento mucho. -Y entonces bajó la cabeza de nuevo. Y comió.
– Tuve un sueño horrible -dijo él-. Una pesadilla, en realidad. Horripilante.
Ella tomó su cuchillo y cortó su tocino.
– Lo siento mucho -dijo, ignorando aparentemente que había dicho las mismas palabras solo hace unos momentos.
– No puedo recordar exactamente de que se trataba -meditó Gregory. Estaba inventándolo todo, por supuesto. No había dormido bien, pero no porque hubiera tenido una pesadilla. Pero la iba a hacer hablar con él, aunque muriera en el intento-. ¿Usted recuerda sus sueños? -le preguntó.
Su tenedor se detuvo a mitad de camino hacia su boca, y ahí estaba esa deliciosa conexión de mentes de nuevo.
En nombre de Dios, ¿por qué me está preguntando eso?
Bueno, quizás no era en nombre de Dios. Eso requeriría un poco más de emoción de la que ella parecía poseer. Por lo menos con él.
– Er, no -dijo-. Normalmente no.
– ¿En serio? Qué intrigante. Estimo, que puedo recordar las mías la mitad del tiempo.
Ella asintió con la cabeza.
Si asiento, no tendré que decirle nada.
Él persistió.
– Mi sueño de anoche era bastante vívido. Había una tormenta. Rayos y centellas. Muy dramático.
Ella giró su cuello, siempre tan despacio, y miró sobre su hombro.
– ¿Srta. Watson?
Ella se volvió.
– Pensé que había escuchado algo.
Esperaba haber escuchado algo.
Realmente, ese talento de leer la mente estaba empezando a ponerse tedioso.
– Bien -dijo él-. Bueno, ¿por donde iba?
La Srta. Watson empezó a comer muy rápidamente.
Gregory se inclinó hacia delante. Ella no se le iba a escapar tan fácilmente.
– Oh, sí, la lluvia -dijo-. Estaba lloviendo. Un absoluto diluvio. Y la tierra empezó a hundirse bajo mis pies. Tragándome.
Él hizo una pausa, a propósito, y entonces mantuvo los ojos clavados en su rostro para forzarla a que le dijera algo.
Después de un rato de silencio bastante embarazoso, ella cambió su mirada finalmente de la comida hacia su cara. Una pequeña porción de huevo tembló en el borde de su tenedor.
– La tierra se estaba hundiendo -dijo él. Y casi sonrió.
– Qué… desagradable.
– Lo fue -dijo, con gran animación-. Pensé que me iba a tragar entero. ¿Se ha sentido alguna vez así, Srta. Watson?
Silencio. Y luego:
– No. No. No puedo afirmarlo.
Él se tocó el lóbulo de su oreja ociosamente, y luego dijo, con mucha desenvoltura:
– Creo que no lo disfruté mucho.
Pensó que ella podría escupir su té.
– Bueno, en realidad -continuó él-. ¿A quien le gustaría?
Y por primera vez desde que la conocía, pensó que vio un desliz de la máscara de desinterés de sus ojos cuando dijo, con mucho sentimiento:
– No tengo idea.
Incluso agitó la cabeza. ¡Tres cosas a la vez! Una frase completa, un poco de emoción, y una agitación de cabeza. Por George, que podía comunicarse con ella.
– ¿Qué pasó después, Sr. Bridgerton?
Dios Santo, ella le había hecho una pregunta. Podría caerse de su silla.
– En realidad -dijo él-. Me desperté.
– Eso fue muy afortunado.
– Pensé lo mismo. Ellos dicen que si mueres en tus sueños, mueres mientras duermes.
Sus ojos se abrieron como platos.
– ¿Ellos lo dicen?
– Ellos son mis hermanos -admitió-. Usted es libre de evaluar esa información basada en esa fuente.
– Yo tengo un hermano -dijo ella-. A él le encanta atormentarme.
Gregory le ofreció una grave inclinación.
– Es que ese es el trabajo de los hermanos.
– ¿Usted atormenta a sus hermanas?
– Solo a la más joven.
– Porque ella es menor.
– No, es porque se lo merece.
Ella se rió.
– Sr. Bridgerton, usted es terrible.
Él sonrió despacio.
– Usted no conoce a Hyacinth.
– Si ella lo molesta lo suficiente como para que usted desee atormentarla, estoy segura de que la adoraría.
Él se reclinó, disfrutando el sentimiento de facilidad. Era agradable no tener que trabajar tan duro.
– Entonces, ¿su hermano es mayor que usted?
Ella asintió.
– Él me atormenta porque soy más pequeña.
– ¿Quiere decir que usted no se lo merece?
– Por supuesto que no.
Realmente no podía afirmar si ella estaba siendo divertida.
– ¿Dónde está su hermano?
– En Trinity Hall. -Tomó el último bocado de sus huevos-. En Cambridge. El hermano de Lucy también está allí. Ha sido estudiante por un año.
Gregory no sabía por qué ella estaba diciéndole eso. No estaba interesado en el hermano de Lucinda Abernathy.
La Srta. Watson cortó otra porción de tocino y levantó el tenedor hacia su boca. Gregory también comió, mirándola furtivamente mientras masticaba. Dios, era preciosa. Pensó que nunca había visto a una mujer con ese color de piel. En realidad, era su piel. Imaginó que la mayoría de los hombres pensaban que su belleza se debía a su cabello y a sus ojos, y era cierto que esos eran los rasgos que inicialmente congelaban a un hombre. Pero su piel era como el alabastro, colocado sobre un pétalo de rosa.
Se detuvo a medio masticar. No tenía idea de que podía ser tan poético.
La Srta. Watson bajó su tenedor.
– Bueno -dijo, con el más diminuto de los suspiros-. Supongo que debo preparar ese plato para Lucy.
Se puso de pies inmediatamente para ayudarla. Cielos santos, ella aparentaba no querer marcharse. Gregory se felicitó por ese desayuno sumamente productivo.
– Buscaré a alguien para que lo lleve por usted -dijo él, haciéndole señas a un lacayo.
– Oh, eso sería estupendo. -Le sonrió agradecidamente, y su corazón saltó de un golpe, literalmente. Había pensado que eso simplemente era una figura retórica, pero ahora sabía que era verdad. El amor realmente podía afectar los órganos internos de las personas.
– Por favor, ofrézcale a Lady Lucinda mis mejores deseos -dijo, mirando curiosamente como la Srta. Watson apilaba cinco rodajas de carne en el plato.
– A Lucy le gusta el tocino -dijo ella.
– Ya lo veo.
Y entonces procedió a cucharear los huevos, el bacalao, las patatas, los tomates y en otro plato panecillos y tostadas.
– El desayuno siempre ha sido su comida favorita -dijo la Srta. Watson.
– También la mía.
– Le diré eso.
– No puedo imaginar porque le importaría eso.
Una sirvienta había entrado al salón con una bandeja, y la Srta. Watson puso los platos en ella.
– Oh, le importará -dijo ella jovialmente-. A Lucy le importa todo. Incluso, hace sumas en su cabeza. Por diversión.
– Está bromeando. -Gregory no podía imaginarse una manera menos agradable de mantenerse ocupado.
Ella se puso la mano en el corazón.
– Se lo juro. Pienso que ella está tratando de mejorar su mente, porque nunca fue muy buena con las matemáticas. -Se dirigió hacia la puerta, y entonces se volvió para enfrentarlo-. El desayuno fue estupendo, Sr. Bridgerton. Gracias por su compañía y por la conversación.
Él inclinó la cabeza.
– El placer es todo mío.
Excepto que no lo había sido. Ella había disfrutado de su tiempo juntos, también. Podía verlo en su sonrisa. Y en sus ojos.
Y eso lo hacía sentir como un rey.
– ¿Sabías que si te mueres en tus sueños, te mueres mientras duermes?
Lucy ni siquiera dejó de cortar su tocino.
– Eso no tiene sentido -dijo-. ¿Quién te dijo eso?
Hermione se sentó en el borde de la cama.
– El Sr. Bridgerton.
Ahora eso estaba por encima del tocino. Lucy levantó la mirada inmediatamente.
– ¿Entonces te encontraste con él en el desayuno?
Hermione asintió con la cabeza.
– Nos sentamos frente a frente. Me ayudó a organizar la bandeja.
Lucy observó su enorme desayuno con consternación. Normalmente lograba esconder su feroz apetito perdiendo el tiempo en la mesa del desayuno, entonces se servía nuevamente después de que la primera ola de invitados se hubiera marchado.
Oh bueno, no podía hacer nada al respecto. Gregory Bridgerton seguramente estaría pensando que ella era un pato, también, pensaría que era un pato que pesaría ochenta kilos al final del año.
– En realidad, él es muy divertido -dijo Hermione, mientras hacía girar su cabello ausentemente.
– He escuchado que él es muy encantador.
– Mmmmm.
Lucy miró a su amiga estrechamente. Hermione estaba mirando fijamente fuera de la ventana, y si no tuviera esa ridícula mirada de estoy-memorizando-un-soneto-de amor, al final lograría componer una copla o dos.
– Él es extremadamente guapo -dijo Lucy. No parecía hacer ningún daño al confesarlo. No es como si estuviera planeando quitarse el sombrero por él, además su apariencia era lo suficientemente agradable para ser interpretada como una declaración de un hecho, en lugar de una opinión.
– ¿Lo crees? -preguntó Hermione. Se volvió hacia Lucy, inclinando la cabeza pensativamente a un lado.
– Oh, sí -contestó Lucy-. Sus ojos, en particular. Tengo debilidad por los ojos color avellana. Siempre ha sido así.
En realidad, nunca lo había considerado de ninguna manera, pero ahora que lo pensaba, los ojos de color avellana eran muy hermosos. Un poco castaños, un poco verdes. Lo mejor de ambos mundos.
Hermione la miraba con curiosidad.
– No lo sabía.
Lucy se encogió de hombros.
– No te lo he dicho todo.
Otra mentira. Hermione conocía cada detalle aburrido de la vida de Lucy y había sido así durante tres años. Excepto, claro, sus planes de casar a Hermione con el Sr. Bridgerton.
El Sr. Bridgerton. Bien. Debería volver a la conversación sobre él.
– Pero estás de acuerdo -dijo Lucy en su mayoría reflexionando en voz alta-, en que él no es demasiado guapo. En realidad, eso es algo bueno.
– ¿El Sr. Bridgerton?
– Sí. Su nariz tiene mucho carácter, ¿no te parece? Y tiene muy pocas cejas. -Lucy frunció el ceño. No se había dado cuenta de que estaba tan familiarizada con la cara de Gregory Bridgerton.
Hermione simplemente asintió, por eso Lucy continuó con:
– No creo que quiera casarme con alguien demasiado guapo. Eso debe ser terriblemente intimidante. Me sentiría como un pato cada vez que abriera la boca.
Hermione se rió tontamente por su ocurrencia.
– ¿Cómo un pato?
Lucy asintió y decidió no graznar. Se preguntó si los hombres que cortejaban a Hermione se preocupaban por la misma cosa.
– Él tiene el cabello muy oscuro -dijo Hermione.
– No tan oscuro. -Lucy pensó que su cabello era medio castaño.
– Sí, pero el Sr. Edmonds es tan rubio.
El Sr. Edmonds tenía un precioso cabello rubio, pero Lucy decidió no comentarlo. Y sabía que debía ser muy cuidadosa a esas alturas. Si presionaba a Hermione con demasiada fuerza en dirección al Sr. Bridgerton, seguramente se negaría y regresaría a su amorío con el Sr. Edmonds, lo cual, por supuesto, era un completo desastre.
No, Lucy tenía que ser muy sutil. Si Hermione iba a volver su devoción hacia el Sr. Bridgerton, tenía que averiguarlo ella misma. O pensar que lo hacía.
– Y su familia es muy inteligente -murmuró Hermione.
– ¿La del Sr. Edmonds? -preguntó Lucy, mal interpretándola a propósito.
– No, la del Sr. Bridgerton, por supuesto. He escuchado muchas cosas interesantes sobre ellos.
– Oh, sí -dijo Lucy-. Yo también. Admiro mucho a Lady Bridgerton. Ella es una anfitriona maravillosa.
Hermione asintió en acuerdo.
– Creo que ella te prefiere a ti que a mí.
– No seas tonta.
– No me importa -dijo Hermione, encogiendo los hombros-. No es como si yo no le gustara. Es solo que te prefiere a ti. Las mujeres siempre te prefieren a ti.
Lucy abrió la boca para contradecirla, pero se detuvo, comprendiendo que era verdad. Era extraño que nunca lo hubiese notado.
– Bueno, no es como si fueras a casarte con ella -dijo.
Hermione la miró agudamente.
– No he dicho que desee casarme con el Sr. Bridgerton.
– No, claro que no -dijo Lucy, dándose patadas mentalmente. Había sabido que esas palabras habían sido un error en el minuto que salieron de su boca.
– Pero… -Hermione suspiró y se dedicó a mirar hacia el exterior.
Lucy se inclinó hacia delante. Entonces esto era lo que significaba esperar por una palabra.
Y esperó, y esperó… hasta que no pudo soportarlo más.
– ¿Hermione? -preguntó finalmente.
Hermione se tiró en la cama.
– Oh, Lucy -gimió, en un tono digno de Covent Garden-. Estoy tan confundida.
– ¿Confundida? -Lucy sonrió. Eso tenía que ser algo bueno.
– Sí -contestó Hermione, desde su posición poco elegante sobre la cama-. Cuando estaba sentada en la mesa con el Sr. Bridgerton -bueno, realmente al principio pensé cosas muy malas sobre él- pero comprendí que estaba disfrutándolo. Él es muy divertido, en realidad, y me hizo reír.
Lucy no dijo nada, esperando que Hermione ordenara sus pensamientos.
Hermione hizo un poco de ruido, un medio suspiro, un medio gemido. Totalmente apenada.
– Y entonces cuando comprendí, que lo estaba mirando y… -rodó hacia un lado, apoyándose en el codo y sosteniendo su cabeza con una mano-. Vibré.
Lucy todavía estaba intentando digerir el frenético comentario.
– ¿Vibraste? -repitió-. ¿Qué te vibró?
– Mi estómago. Mi corazón. Mi… mi algo. No sé qué.
– ¿Lo mismo te pasó cuando viste al Sr. Edmonds por primera vez?
– No. No. No. -Cada no fue dicho con una entonación diferente, y Lucy tenía el raro presentimiento de que Hermione estaba tratando de convencerse de eso.
– No fue lo mismo en absoluto -dijo Hermione-. Pero fue… un poco parecido. En una escala más pequeña.
– Ya veo -dijo Lucy, con una cantidad admirable de gravedad, considerando que ella no entendía nada en absoluto. Pero entonces como siempre, nunca entendía esa clase de cosas. Y después de esa extraña conversación con el Sr. Bridgerton la noche anterior, estaba convencida de que nunca lo haría.
– ¿Pero tu piensas -si estoy tan desesperadamente enamorada del Sr. Edmonds-, piensas que yo nunca debería temblar por alguien más?
Lucy pensó en eso. Y entonces dijo:
– Yo no veo por qué el amor tiene que ser desesperado.
Hermione se empujó sobre sus codos y la miró con curiosidad.
– Esa no fue mi pregunta.
¿No lo fue? ¿Y cual fue?
– Bueno -dijo Lucy, escogiendo sus palabras cuidadosamente-. Quizás eso significa…
– Sé lo que me vas a decir -la cortó Hermione-. Vas a decirme que eso probablemente significa que no estoy tan enamorada del Sr. Edmonds como yo creía. Y entonces me dirás que necesito darle al Sr. Bridgerton una oportunidad. Y luego me dirás que debo darles una oportunidad a todos los caballeros.
– Bueno no a todos -dijo Lucy. Pero el resto de lo que dijiste fue muy acertado.
– ¿Crees que todo esto debe pasarme a mi? ¿No comprendes lo terriblemente angustiante que es todo esto? ¿Dudar de mi misma? Y cielos, Lucy, ¿Qué tal que esto no sea el fin de todo? ¿Y si me pasa esto de nuevo? ¿Con alguien más?
Lucy sospechaba que no se le había pedido que contestara, pero aún así dijo:
– No hay nada malo en dudar de ti misma, Hermione. El matrimonio es una enorme labor. La elección más importante de tu vida. Una vez la haces, no puedes cambiar de opinión.
Lucy tomó un bocado de su tocino, recordándose lo agradecida que estaba de que Lord Haselby fuera tan conveniente. Su situación podría ser mucho peor. Masticó, tragó y dijo:
– Solo necesitas darte un poco de tiempo, Hermione. Debes hacerlo. No hay ninguna razón para apresurarse en el matrimonio.
Se hizo un largo silencio antes de que Hermione contestara.
– Considero que tienes razón.
– Si tú verdaderamente quieres estar con el Sr. Edmonds, él esperará por ti. -Oh, cielos. Lucy no podía creer que había dicho eso.
Hermione saltó de la cama, para poder ponerse al lado de Lucy y envolverla en un abrazo.
– Oh, Lucy esa es la cosa más dulce que me has dicho alguna vez. Sé que no lo apruebas.
– Bueno… -Lucy se aclaró la garganta, intentando pensar en una respuesta aceptable. Algo que la hiciera sentir menos culpable por no haberlo mencionado-. No es que…
Se escuchó un golpe en la puerta.
Oh, gracias a Dios.
– Entre -dijeron las dos muchachas al unísono.
Una sirvienta entró y realizó un rápido gesto de cortesía.
– Milady -dijo, mirando a Lucy-. Lord Fennsworth ha llegado para verla.
Lucy quedó sin resuello ante ella.
– ¿Mi hermano?
– Está esperándola en el salón rosa, milady. ¿Puedo informarle que usted va a bajar?
– Sí. Sí, por supuesto.
– ¿Quiere que le diga algo más?
Lucy negó con la cabeza lentamente.
– No, gracias. Eso es todo.
La sirvienta se marchó, dejando a Lucy y a Hermione mirándose mutuamente conmocionadas.
– ¿Por qué crees que Richard está aquí? -preguntó Hermione, con los ojos bien abiertos por el interés. Se había encontrado con el hermano de Lucy en varias ocasiones, y siempre se habían llevado bien.
– No lo sé -Lucy se levantó rápidamente de la cama, olvidándose de todos sus pensamientos de fingir que tenía dolor de estómago-. Espero que todo esté bien.
Hermione asintió y la siguió hasta el armario.
– ¿Será que tu tío está enfermo?
– No que yo sepa. -Lucy sacó sus zapatillas y se sentó en el borde de la cama para volver a ponérselas en los pies-. Lo mejor que puedo hacer es bajar a verlo. Si él está aquí, debe ser por algo importante.
Hermione la miró un momento, y luego preguntó:
– ¿Puedo acompañarte? No me entrometeré en tu conversación, por supuesto. Pero puedo bajar contigo, si lo prefieres.
Lucy asintió, y juntas partieron hacia el salón rosa.