Prólogo

Londres, cerca de St. George, Hannover Square, Verano de 1827


Sus pulmones estaban en llamas.

Gregory Bridgerton estaba corriendo. A través de las calles de Londres, ignorando las miradas curiosas de los transeúntes, estaba corriendo.

Había un extraño y poderoso ritmo en sus movimientos -uno dos tres cuatro, uno dos tres cuatro- que lo empujaban, impulsándolo a seguir adelante, mientras su mente permanecía enfocada en una sola cosa.

La iglesia.

Tenía que llegar a la iglesia.

Tenía que detener la boda.

¿Cuánto tiempo llevaba corriendo? ¿Un minuto? ¿Cinco? No podía saberlo, no podía concentrarse en otra cosa diferente a su destino.

La iglesia. Tenía que llegar a la iglesia.

Tendría que haber empezado a las once. Eso. La ceremonia. Eso que jamás debió haber pasado. Pero sin embargo, ella lo había hecho. Y él tenía que detenerla. Tenía que detenerla a ella. No sabía como lo iba a hacer, y seguramente no sabía por qué, pero ella estaba haciéndolo, y todo era un error.

Ella tenía que saber que estaba en un error.

Ella era suya. Ambos se pertenecían. Ella lo sabía. Lo peor de todo, era que ella lo sabía.

¿Cuánto tiempo tardaría en desarrollarse una ceremonia? ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Veinte? Nunca había prestado atención antes, seguramente nunca pensó en mirar su reloj de principio a fin.

Nunca pensó que necesitaría esa información. Nunca pensó que le importaría tanto.

¿Cuánto tiempo llevaba corriendo? ¿Dos minutos? ¿Diez?

Giró alrededor de una esquina y se dirigió a Regent Street, gruñendo lo que parecía ser un «perdóneme» cuando tropezó con un caballero respetablemente ataviado, y le tiró su maleta al piso.

Normalmente Gregory se habría detenido para ayudar al señor, inclinándose para recoger su maleta, pero no hoy, no esta mañana.

No ahora.

La iglesia. Tenía que llegar a la iglesia. No podía pensar en nada más. No debía. Debía…

¡Maldición! Patinó al hacer una parada, cuando un carruaje se detuvo enfrente de él. Descansando las manos en sus caderas -no porque quería, sino porque su desesperado cuerpo se lo exigía- aspiró enormes bocanadas de aire, intentando aliviar la furiosa presión de su pecho, ese horrible ardor, que lo hacía sentir como…

El carruaje se movió y él comenzó a correr de nuevo. Ahora estaba cerca. Podía hacerlo. No podían haber pasado más de cinco minutos desde que había salido de la casa. Quizás seis. Se sentían como treinta, pero no podían haber pasado más de siete.

Tenía que detener esto. Todo estaba mal. Tenía que detenerlo. Lo detendría.

Ya podía ver la iglesia. A lo lejos, su torre gris elevándose hacia el brillante cielo azul. Alguien había colgado flores en las linderas. No podía decir que clase de flores eran -amarillas y blancas, pero en su mayoría eran amarillas. Se derramaban en el exterior con un abandono temerario, saliendo de los cestos. Lucían alegres, incluso contentas, y todo estaba tan mal. Este no era un día alegre. No era un evento que debía ser celebrado.

Y él lo detendría.

Redujo la velocidad solo lo suficiente para poder seguir corriendo sin caerse de bruces, y entonces tiró de la puerta para abrirla, amplia, más amplia, mientras escuchaba el golpe al chocarse con la pared exterior. Quizá debió haber entrado con un poco más de silencio, dándose un momento para evaluar la situación, para darse cuenta lo lejos que habían llegado.

La iglesia quedó en silencio. El sacerdote detuvo su parloteo, y cada columna vertebral de cada banco se giró, hasta que todas las caras se volvieron.

Hacia él.

– No -jadeó Gregory, pero tenía tan poco aliento, que apenas si podía escuchar sus propias palabras.

– No -dijo, más alto esta vez, agarrándose del borde de los bancos mientras avanzaba-. No lo hagas.

Ella no dijo nada, pero él la vio. Tenía la boca abierta de la conmoción. Vio como el ramillete de flores se caía de sus manos, y sabía, por Dios que lo sabía, que ella había dejado de respirar.

Se veía tan hermosa. Su cabello dorado parecía capturar la luz, y brillar con un fulgor que lo llenaba de fuerzas. Se enderezó, aún respirando con dificultad, pero ahora podía caminar sin ayuda, y se soltó del banco.

– No lo hagas -dijo él otra vez, avanzando hacia ella con la gracia furtiva de un hombre que sabe lo que quiere.

Que sabe lo que debe ser.

Ella aún no hablaba. Nadie lo hizo. Eso era extraño. Trescientos de los entrometidos más grandes de Londres, estaban en ese edificio, y nadie había proferido ni una palabra. Nadie podía apartar la vista de él mientras caminaba en medio del pasillo.

– Te amo -dijo, justo allí, enfrente de todo el mundo. ¿Y a quien le importaba? No podía guardarse ese secreto. No permitiría que se casara con nadie más, sin asegurarse de que todo el mundo supiera que ella era la dueña de su corazón.

– Te amo -dijo otra vez, y por el rabillo del ojo pudo ver a su madre y a su hermana, sentadas en un banco, boquiabiertas de la sorpresa.

Siguió caminando. Por el pasillo, cada paso era más seguro, más confiado.

– No lo hagas -dijo, saliendo del pasillo y entrando en el altar-. No te cases con él.

– Gregory -susurró ella-. ¿Por qué haces esto?

– Te amo -dijo, porque era lo único que podía decir. Era lo único que importaba.

Sus ojos brillaron, y él podía ver como contenía el aliento. Ella miró al hombre con el que estaba tratando de casarse. Levantó las cejas cuando él simplemente le contestó con un diminuto encogimiento de hombros, como si le dijera: Esa es tu opción.

Gregory inclinó una rodilla.

– Cásate conmigo -dijo, con su mismísima alma en sus palabras-. Cásate conmigo.

Contuvo el aliento. La iglesia entera dejó de respirar.

Ella fijo los ojos en los suyos. Eran grandes, claros y todo lo que había pensado que era amable y verdadero.

– Cásate conmigo -susurró él, una última vez.

Sus labios temblaron, pero su voz fue clara cuando dijo…

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