Capítulo 21

En el que nuestro héroe lo arriesga todo.


– ¿Estás lista?

Lucy observó el espléndido interior de St. George -la brillante vidriera, los arcos elegantes, los montones y montones de flores traídas para celebrar su matrimonio.

Pensó en Lord Haselby, de pie en el altar junto al sacerdote.

Pensó en los invitados, que eran más de trescientos, y que esperaban que entrara del brazo de su hermano.

Y pensó en Gregory, quien seguramente la había visto subir al carruaje nupcial, vestida con sus galas de boda.

– Lucy -repitió Hermione-. ¿Estás lista?

Lucy se preguntó lo que Hermione podría hacer si dijera no.

Hermione era una romántica.

Impractica.

Probablemente le diría a Lucy que no tenía que llevar la boda a cabo, que no le debería importar si estaban esperando justo al exterior de las puertas del santuario de la iglesia, o que el primer ministro estuviera sentado adentro.

Hermione le diría que no debía importarle que los papeles habían sido firmados y leídas las amonestaciones, en tres parroquias diferentes. No le importaría que cuando Lucy huyera de la iglesia se armaría el escándalo de la década. Le diría que no tenía que hacerlo, que no debía conformarse con un matrimonio de conveniencia cuando podía tener uno de pasión y amor. Le diría…

– ¿Lucy?

Eso fue lo que realmente le dijo.

Lucy se volvió, pestañeando confundida, porque la Hermione de su imaginación le había estado dando un discurso apasionado.

Hermione sonrió gentilmente.

– ¿Estás lista?

Y Lucy, porque era Lucy, porque siempre sería Lucy, asintió con la cabeza.

No podía hacer nada más.

Richard se les unió.

– No puedo creer que vayas a casarte -le dijo a Lucy, pero no antes de mirar calurosamente a su esposa.

– No soy mucho menor que tú, Richard -le recordó Lucy. Inclinó la cabeza hacia la nueva Lady Fennsworth-. Y solo soy dos meses mayor que Hermione.

Richard le sonrió varonilmente.

– Sí, pero ella no es mi hermana.

Lucy sonrió y estaba agradecida por ese gesto. Necesitaba sonrisas. Todas las que pudiera conseguir.

Era el día de su boda. La habían bañado y perfumado, y se había vestido con el que tenía que ser el vestido más lujoso en el que había puesto los ojos alguna vez en la vida, y se sentía…

Vacía.

No podía imaginar lo que Gregory pensaba de ella. Le había permitido deliberadamente pensar que planeaba cancelar la boda. Había sido terrible por parte de ella, cruel y deshonesto, pero no había sabido que más hacer. Era una cobarde, y no podía soportar ver su cara cuando le dijera que todavía pensaba casarse con Haselby.

Dios santo, ¿Cómo hubiera podido explicárselo? Él le habría insistido que había otra manera, pero él era un idealista, y nunca se había enfrentado a la verdadera adversidad. No había otra manera. No esta vez. No sin sacrificar a su familia.

Soltó una larga exhalación. Podía hacer esto. De verdad. Podía. Podía.

Cerró los ojos, su cabeza se meneó una media pulgada o más, mientras las palabras se repetían en su mente.

Puedo hacer esto. Yo puedo. Yo puedo.

– ¿Lucy? -vino la voz preocupada de Hermione-. ¿Estás enferma?

Lucy abrió los ojos, y dijo la única cosa que Hermione probablemente creería.

– Solo estoy haciendo sumas en mi cabeza.

Hermione negó con la cabeza.

– Espero que a Lord Haselby le gusten las matemáticas, porque te juro, Lucy, que estás loca.

– Quizás.

Hermione la miró confundida.

– ¿Qué pasa? -preguntó Lucy.

Hermione pestañeó varias veces antes de contestarle finalmente.

– No es nada en realidad -dijo-. Es solo que eso sonó muy diferente a ti.

– No sé lo que quieres decir.

– ¿Acaso no estuviste de acuerdo conmigo cuando te llamé loca? Tú nunca dirías algo así.

– Bueno, es bastante obvio que lo dije -refunfuñó Lucy-. Así que no sé lo que…

– Oh, vamos. La Lucy que conozco diría algo como: «Las matemáticas son sumamente importantes, y en realidad, Hermione, deberías considerar practicar las sumas».

Lucy hizo una mueca.

– ¿De verdad soy tan oficiosa?

– Sí -le contestó Hermione, como si estuviera loca por siquiera preguntárselo-. Pero es lo que más me gusta de ti.

Y Lucy se las arregló para sonreír de nuevo.

Quizás todo estaría bien. Tal vez sería feliz. Si podía arreglárselas para sonreír dos veces en una mañana, entonces seguramente no podría ser tan malo. Solo necesitaba seguir adelante, en su mente y en su cuerpo. Necesitaba terminar con esto, hacerlo permanente, para poder poner a Gregory en su pasado y por lo menos poder pretender abrazar su nueva vida como la esposa de Lord Haselby.

Pero Hermione estaba preguntándole a Richard si podía tener un momento a solas con Lucy, y después tomó sus manos, inclinándose para susurrarle:

– Lucy, ¿estás segura que quieres hacer esto?

Lucy la miró sorprendida. ¿Por qué Hermione le estaba preguntando eso? Justo en el momento cuando lo que más quería era correr.

¿No la había visto sonriendo? ¿Hermione no la había visto sonreír?

Lucy tragó saliva. Intentó enderezar sus hombros.

– Sí -dijo-. Sí, claro. ¿Por qué me preguntas eso?

Hermione no le contestó en seguida. Pero sus ojos -esos enormes ojos verdes que volvían locos a los hombres- respondieron por ella.

Lucy tragó saliva y se volvió, incapaz de soportar lo que veía allí.

Y Hermione le susurró:

Lucy.

Eso fue todo. Solo Lucy.

Lucy se dio la vuelta. Quería preguntarle a Hermione lo que quería decirle. Quería preguntarle porque pronunciaba su nombre como si fuera una tragedia. Pero no lo hizo. No podía. Y entonces esperó a que Hermione viera sus preguntas en sus ojos.

Ella lo hizo. Hermione le tocó la mejilla, sonriendo tristemente.

– Te ves como la novia más triste que he visto en mi vida.

Lucy cerró los ojos.

– No estoy triste. Es solo que siento…

Pero no sabía lo que sentía. ¿Qué se suponía debía sentir? Nadie la había entrenado para esto. En toda su educación, con su niñera, e institutriz, y los tres años en la Institución de la Srta. Moss, nadie le había dado lecciones de esto.

¿Por qué nadie había comprendido que esto era más importante que la costura o los bailes típicos?

– Me siento… -y entonces lo entendió-. Me siento como si estuviera diciendo adiós.

Hermione pestañeó sorprendida.

– ¿A quien?

A mí.

Y así era. Se estaba despidiendo de ella misma, y de todo lo que podría haber sido.

Sintió la mano de su hermano en el brazo.

– Es tiempo de empezar -dijo.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Dónde está tu ramillete? -preguntó Hermione, y entonces se contestó con un-: Oh. Allí. -Recuperó las flores, junto con las suyas, de una mesa cercana y se las dio a Lucy-. Serás feliz -susurró, mientras le besaba la mejilla a Lucy-. Debes. Simplemente no toleraré un mundo en el que no lo seas.

Los labios de Lucy temblaron.

– Oh Dios -dijo Hermione-. Ahora me parezco a ti. ¿Ves que buena influencia eres? -y con un último beso lanzado, entró en la capilla.

– Tu turno -dijo Richard.

– Casi -respondió Lucy.

Y así fue.

Estaba en la iglesia, caminando por el pasillo. Estaba al frente, asintiéndole al sacerdote, mirando a Haselby y recordándose que a pesar… bueno, a pesar de ciertos hábitos que no entendía en realidad, él sería un esposo absolutamente aceptable.

Esto era lo que tenía que hacer.

Si decía no…

No podía decir no.

Podía ver a Hermione por el rabillo del ojo, de pie a su lado con una sonrisa serena. Ella y Richard habían llegado a Londres dos noches antes, y habían estado tan felices. Se reían, se divertían, y hablaban de las mejoras que planeaban hacerle a Fennsworth Abbey. Un naranjero, se habían reído. Querían un naranjero. Y una guardería.

¿Cómo podría Lucy quitarles eso? ¿Cómo podría lanzarlos a una vida de vergüenza y pobreza?

Escuchó la voz de Haselby, cuando contestó «Acepto», y entonces, fue su turno.

¿Aceptáis a este hombre como vuestro esposo, para vivir juntos después de la ordenanza de Dios en el sagrado Sacramento del Matrimonio? ¿Aceptáis obedecerlo, servirlo, amarlo, y respetarlo, y acompañarle en la salud y en la enfermedad; y, renunciar a todo lo demás, para estar solo junto a él, hasta que la muerte os separe?

Tragó saliva e intentó no pensar en Gregory.

– Acepto.

Había dado su consentimiento. ¿Entonces, todo había terminado? No se sentía diferente. Todavía era la misma Lucy de siempre, excepto que estaba al frente de más gente que nunca, y su hermano estaba entregándola.

El sacerdote puso la mano derecha de ella sobre la de Haselby, y él dijo sus votos, en voz fuerte, firme y clara.

Ellos se separaron, y entonces Lucy tomó su mano.

Yo, Lucinda Margaret Catherine…

– Yo, Lucinda Margaret Catherine…

te tomo Arthur Fitzwilliam George

– … te tomo, Arthur Fitzwilliam George…

Lo dijo. Lo repitió después del sacerdote, palabra por palabra. Dijo su parte, correctamente hasta que quiso darle sus votos a Haselby, correctamente hasta…

Las puertas de la capilla se abrieron de golpe.

Ella se dio la vuelta. Todos se dieron la vuelta.

Gregory.

Dios Santo.

Parecía un loco, respirando con tanta dificultad, que casi ni podía hablar.

Se tambaleó al avanzar, agarrándose a los bordes de los bancos para apoyarse, y escuchó cuando dijo:

No.

El corazón de Lucy se detuvo.

– No lo hagas.

El ramillete se resbaló de sus manos. Ella no podía moverse, no podía hablar, no podía hacer nada diferente a quedarse allí como una estatua mientras él se le acercaba, aparentemente olvidando a los centenares de personas que lo miraban fijamente.

– No lo hagas -dijo él de nuevo.

Y nadie estaba hablando. ¿Por qué nadie estaba hablando? Seguramente si alguien se apresurara, y agarrara a Gregory por los brazos, se lo llevara lejos…

Pero nadie lo hizo. Era un espectáculo. Era el teatro, y nadie parecía querer perderse el final.

Y entonces…

Allí.

Allí en frente de todos, él se detuvo.

Se detuvo y dijo:

– Te amo.

A su lado Hermione murmuró:

– Oh Dios mío.

Lucy quería llorar.

– Te amo -dijo él otra vez, y siguió caminando, sin apartar los ojos de su rostro.

– No lo hagas -dijo él, cuando había llegado finalmente al frente de la iglesia-. No te cases con él.

– Gregory -susurró ella-. ¿Por qué estás haciendo esto?

– Te amo -dijo él, como si no pudiera haber otra explicación.

Un pequeño gemido se atascó en su garganta. Las lágrimas ardían en sus ojos, y su cuerpo entero estaba rígido. Rígido y helado. Un pequeño viento, una pequeña respiración podría derribarla. No podía lograr pensar en algo, pero ¿por qué?

No.

Por favor.

Y -oh cielos, ¡Lord Haselby!

Lo miró a él, al novio que se había encontrado degradado a un papel secundario. Él había permanecido de pie todo el tiempo, mirando el desenvolvimiento del drama con tanto interés como el público. Con los ojos, ella le pidió ayuda, pero simplemente negó con la cabeza. Fue un movimiento diminuto, demasiado sutil como para alguien más se diera cuenta, pero lo vio, y sabía lo que significaba.

Depende de ti.

Se volvió hacia Gregory. Los ojos de él ardían, e hincó una rodilla.

No, trató de decirle ella. Pero no podía mover los labios. No podía encontrar su voz.

– Cásate conmigo -dijo Gregory, y ella lo sentía en su voz. Se envolvía alrededor de su cuerpo, la besaba, la abrazaba-. Cásate conmigo.

Y Oh, Dios bendito, lo deseaba. Más que nada, deseaba ponerse de rodillas y tomarle la cara entre sus manos. Quería besarlo, quería gritar su amor por él -aquí, en frente de todos los que conocía, posiblemente de todos los que alguna vez conocería.

Pero había deseado todo eso el día anterior, y el día antes de ese. Nada había cambiado. Su mundo se había vuelto más público, pero nada había cambiado.

Su padre todavía era un traidor.

Su familia todavía estaba siendo chantajeada.

El destino de su hermano y de Hermione todavía estaba en sus manos.

Miró a Gregory, dolida por él, dolida por ambos.

– Cásate conmigo -susurró él.

Sus labios se apartaron y dijo:

– No.

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