Capítulo 18

En el que nuestra heroína hace un descubrimiento terrible.


Ella podía hacer esto.

Podía.

Solo necesitaba tocar.

Y todavía estaba allí de pie, afuera de la puerta del estudio de su tío, con los dedos enroscados en un puño, como si estuviera lista para abrir la puerta.

Pero no lo suficiente.

¿Cuánto tiempo llevaba de pie allí? ¿Cinco minutos? ¿Diez? De cualquier modo, era lo suficiente para marcarla como una boba ridícula. Una cobarde.

¿Cómo había pasado esto? ¿Por qué había sucedido? En la escuela había sido conocida por ser capaz y pragmática. Era la muchacha que lograba que las cosas se hicieran. No era tímida. No era temerosa.

Pero cuando tenía que ver con su tío Robert…

Suspiró. Siempre había sido así con su tío. Él era tan severo, tan taciturno.

Era tan diferente a como había sido su risueño padre.

Siempre se había sentido como una mariposa cuando se marchaba para la escuela, pero cuando regresaba, era como si regresara a su apretado y pequeño capullo. Se tornaba aburrida, callada.

Sola.

Pero no esta vez. Inhaló, cuadró sus hombros. Esta vez diría lo que tenía que decir. Se haría escuchar.

Levantó la mano. Golpeó.

Esperó.

– Entre.

– Tío Robert -dijo ella, al entrar en su estudio. Se sentía oscuro, incluso con la luz del sol del final de la tarde que entraba a través de la ventana.

– Lucinda -dijo él, mirándola brevemente antes de regresar a sus papeles-. ¿Qué pasa?

– Necesito hablar contigo.

Él hizo una anotación, frunció el ceño ante su trabajo, y luego secó su tinta.

– Habla.

Lucy se aclaró la garganta. Esto podría ser mucho más fácil si él simplemente levantara la mirada hacia ella. Odiaba hablarle a la cima de su cabeza, lo odiaba.

– Tío Robert -dijo ella de nuevo.

Él gruñó una respuesta pero siguió escribiendo.

Tío Robert.

Vio como sus movimientos se ralentizaban, y entonces, finalmente, la miró.

– ¿Qué sucede, Lucinda? -preguntó él, claramente molesto.

– Tenemos que hablar sobre Lord Haselby. -Eso. Lo había dicho.

– ¿Hay algún problema? -preguntó él lentamente.

– No. -Se escuchó decir a sí misma, aunque eso no era cierto. Pero era lo que siempre decía cuando alguien le preguntaba si había un problema. Era una de esas cosas que simplemente le salían, como Perdoneme, o Discúlpeme.

Había sido entrenada para decir eso.

¿Hay algún problema?

No, claro que no. No, no se preocupe por mis deseos. No, por favor, no se preocupe por mí.

– ¿Lucinda? -la voz de su tío era afilada, produciendo prácticamente un efecto desagradable.

– No -dijo ella de nuevo, más fuerte esta vez, como si el volumen le diera valor-. Quiero decir, sí, hay un problema. Y necesito hablar contigo sobre él.

Su tío le ofreció una mirada aburrida.

– Tío Robert -empezó ella, sintiéndose como si estuviera andando de puntillas a través de un campo de erizos-. Sabes… -se mordió el labio, mirando a todos lados menos a su cara-. Es decir, eres consciente…

– Dilo rápido -chasqueó él.

– Lord Haselby -dijo Lucy rápidamente, desesperada por salir de eso-. A él no le gustan las mujeres.

Por un momento el Tío Robert no hizo nada más que mirarla. Y entonces él…

Sonrió.

Sonrió.

– ¿Tío Robert? -el corazón de Lucy empezó a latir demasiado rápido-. ¿Lo sabías?

– Claro que lo sabía -chasqueó él-. ¿Por qué piensas que su padre está tan deseoso de tenerte? Sabe que tú no dirás nada.

¿Por qué no diría nada?

– Deberías agradecérmelo -dijo el Tío Robert severamente, acortando sus pensamientos-. La mitad de los hombres de la ton, son brutos. Estoy dándote el único que no te molestará.

– Pero…

– ¿Tienes alguna idea de a cuantas mujeres les encantaría estar en tu lugar?

– Ese no es el punto, Tío Robert.

Sus ojos se volvieron a helar.

– ¿Qué dices?

Lucy permaneció perfectamente quieta, comprendiendo de repente que debía hacerlo. Este era el momento. Nunca lo había desobedecido antes, y probablemente nunca lo haría de nuevo.

Tragó saliva. Y entonces lo dijo:

– No deseo casarme con Lord Haselby.

Silencio. Pero en sus ojos…

Sus ojos eran tormentosos.

Lucy se encontró con su mirada con una tranquila distancia. Podía sentir como una nueva fuerza extraña crecía dentro de ella. No cedería. No ahora, cuando el resto de su vida estaba en juego.

Los labios de su tío se fruncieron y retorcieron, incluso cuando el resto de su cara parecía hecha de piedra. Finalmente, solo cuando Lucy estaba segura de que el silencio la debilitaría, preguntó, tajantemente:

– ¿Puedo saber por qué?

– Yo… yo quiero hijos -dijo Lucy, utilizando la primera excusa que pudo encontrar.

– Oh, los tendrás -dijo él.

Luego sonrió, y su sangre se volvió a helar.

– ¿Tío Robert? -susurró ella.

– Puede que a él no le gusten las mujeres, pero podrá hacer el trabajo bastante a menudo para sacar un mocoso de ti. Y si él no puede… -se encogió de hombros.

– ¿Qué? -Lucy sentía como el pánico crecía en su pecho-. ¿Qué quieres decir?

– Davenport se encargará de eso.

– ¿Su padre? -jadeó Lucy.

– De cualquier modo, será un heredero masculino directo, y eso es todo lo que importa.

La mano de Lucy voló a su boca.

– Oh, no puedo. No puedo. -Pensó en Lord Davenport, con su horrible respiración y sus cachetes flácidos. Y sus ojos crueles. Él no sería amable. No sabía como lo sabía, pero él no sería amable.

Su tío se apoyó adelante en su silla, entrecerrando los ojos amenazadoramente.

– Todos tenemos que asumir nuestras posiciones en la vida, Lucinda, y la tuya es ser la esposa de un noble. Tu deber es proporcionar un heredero. Y lo harás, de cualquier manera que Davenport juzgue necesaria.

Lucy tragó saliva. Siempre había hecho lo que se le decía. Siempre había aceptado que el mundo funcionaba de ciertas maneras. Los sueños podrían ajustarse; el orden social no.

Toma lo que se te da, y haz lo mejor con ello.

Era lo que siempre había dicho. Era lo que siempre había hecho.

Pero esta vez no.

Levantó la mirada, directamente hacia los ojos de su tío.

– No lo haré -dijo, y su voz no vaciló-. No me casaré.

– ¿Qué… has… dicho? -cada palabra salió como si fuera una frase pequeña, enfatizante y fría.

Lucy tragó saliva.

– Dije…

– ¡Sé lo que dijiste! -rugió él, cerrando las manos de golpe sobre su escritorio mientras se incorporaba-. ¿Cómo te atreves a cuestionarme? Te he criado, te he alimentado, te he dado cada maldita cosa que has necesitado. He cuidado y he protegido a esta familia durante diez años, cuando nada de eso -nada de eso- era mi obligación.

– Tío Robert -intentó decirle ella. Pero apenas si podía escuchar su propia voz. Cada palabra que él había dicho era verdadera. Él no poseía esta casa. No poseía la Abadía, o cualquiera de las otras propiedades de los Fennsworth. No tenía nada aparte de lo que Richard quisiera darle una vez, que asumiera su posición totalmente como conde.

– Soy tu tutor -dijo su tío, su voz baja tembló-. ¿Entiendes? Te casarás con Haselby, y no hablaremos de esto otra vez.

Lucy miró fijamente a su tío con horror. Él había sido su tutor durante diez años, y en todo ese tiempo, nunca lo había visto perder la compostura. Su disgusto era siempre frío.

– Es por ese idiota Bridgerton, ¿no es así? -soltó él, lanzando furiosamente algunos libros de su escritorio. Ellos dieron volteretas en el suelo con un fuerte porrazo.

Lucy saltó hacia atrás.

– ¡Dímelo!

Ella no dijo nada, observando a su tío cautelosamente mientras él avanzaba hacia ella.

– ¡Dímelo! -rugió él.

– Sí -dijo ella rápidamente, retrocediendo otro paso-. ¿Como…? ¿Cómo supiste?

– ¿Acaso piensas que soy un idiota? ¿Su madre y su hermana, ambas me pidieron el favor de que les hicieras compañía el mismo día? -juró entre dientes-. Obviamente estaban tramando algo para sacarte de aquí.

– Pero tú me permitiste ir al baile.

– ¡Porque su hermana es una duquesa, pequeña tonta! Incluso Davenport estuvo de acuerdo en que tú tenías que asistir.

– Pero…

– Dios del cielo -juró el Tío Robert, obligando a Lucy a hacer silencio-. No puedo creer en tu estupidez. ¿Acaso él te ha prometido matrimonio? ¿Realmente estás preparada para rechazar al heredero de un condado, por la posibilidad de casarte con el cuarto hijo de un vizconde?

– Sí -susurró Lucy.

Su tío debió haber visto la determinación en su cara, porque palideció.

– ¿Qué has hecho? -exigió él-. ¿Le has permitido tocarte?

Lucy pensó en su beso y se ruborizó.

– Eres una tonta -siseó él-. Bueno, afortunadamente para ti, Haselby no sabrá diferenciar a una virgen de una prostituta.

¡Tío Robert! -Lucy tembló con horror. No había crecido tan intrépida como para que pudiera permitirle descaradamente que la creyera impura-. Jamás haría -yo no- ¿Cómo puedes pensar eso de mí?

– Porque estás actuando como una maldita idiota -chasqueó él-. A partir de este minuto, no saldrás de la casa hasta que llegue el momento de tu boda. Si tengo que apostar a unos guardias en la puerta de tu alcoba, lo haré.

– ¡No! -gritó Lucy-. ¿Cómo puedes hacerme esto? ¿Por qué es tan importante? No necesitamos su dinero. No necesitamos sus conexiones. ¿Por qué no puedo casarme por amor?

Al principio su tío no reaccionó. Estaba de pie, como si estuviera congelado, él único movimiento visible de su cuerpo, era la vena que latía en su sien. Y entonces, cuando Lucy pensó que podía comenzar a respirar de nuevo, él maldijo violentamente y arremetió contra ella, fijándola contra la pared.

– ¡Tío Robert! -dijo ella casi sin resuello. Tenía la mano de él en su barbilla, forzando a su cabeza en una posición antinatural. Intentó tragar, pero era casi imposible con su cuello arqueado tan fuertemente-. No -logró decir, pero apenas fue un gimoteo-. Por favor… detente.

Pero su asimiento se apretó más, y su antebrazo presionó contra su clavícula, los huesos de su muñeca se hundían dolorosamente en su piel.

– Te casarás con Haselby -siseó él-. Te casarás, y yo te diré por qué.

Lucy no dijo nada, solo lo miró fijamente con ojos frenéticos.

– Tú, mi estimada Lucinda, eres el último pago de una deuda antigua a Lord Davenport.

– ¿Qué quieres decir? -susurró ella.

– Chantaje -dijo el Tío Robert en voz austera-. Le hemos pagado a Davenport durante años.

– ¿Pero por qué? -preguntó Lucy. ¿Qué habrían hecho para que los chantajearan?

El labio de su tío se rizó burlonamente.

– Tú padre, el adorado octavo Conde de Fennsworth, era un traidor.

Lucy abrió la boca, y sentía como si su garganta estuviera apretándose, y atándose en un nudo. Eso no podía ser cierto. Había pensado que quizás era un romance extramatrimonial. Quizás un conde que realmente no era un Abernathy. ¿Pero traición? Dios santo… no.

– Tío Robert -dijo ella, intentando razonar con él-. Debe haber un error. Una equivocación. Mi padre… no era un traidor.

– Oh, te aseguro que lo era, y Davenport lo sabe.

Lucy pensó en su padre. Todavía podía verlo en su mente -alto, guapo, con los ojos azules risueños. Había gastado el dinero demasiado libremente; incluso como niña se había dado cuenta de eso. Pero no era un traidor. No podía serlo. Tenía el honor de un caballero. Recordó eso. Estaba en la forma en la que se ponía de pies, en las cosas que le había enseñado.

– Estás mintiendo -dijo ella, las palabras ardían en su garganta-. O estás mal informado.

– Hay una prueba -dijo su tío, soltándola abruptamente y atravesando el cuarto hacia su botella de brandy. Se sirvió un vaso y bebió un largo trago-. Davenport la tiene.

– ¿Cómo?

– No sé como -chasqueó él-. Solo sé que la tiene. La he visto.

Lucy tragó saliva y envolvió los brazos en su pecho, intentando absorber aún, lo que él le estaba diciendo.

– ¿Qué clase de prueba?

– Cartas -dijo él severamente-. Escritas por la mano de tu padre.

– Ellas podrían falsificarse.

– ¡Tienen su sello! -tronó él, bajando de golpe su vaso.

Los ojos de Lucy se abrieron de par en par cuando miró como el brandy se salpicaba al lado del vaso y al borde del escritorio.

– ¿Crees que aceptaría algo así sin verificarlo? -exigió su tío-. Había información -detalles- cosas que solo tu padre podría haber sabido. ¿Crees que le hubiera pagado el chantaje a Davenport durante todos estos años, si hubiera alguna oportunidad de que todo fuera falso?

Lucy negó con la cabeza. Su tío era muchas cosas, pero no un tonto.

– Vino a mí seis meses después de que tu padre murió. Desde entonces, le he estado pagando.

– ¿Pero por qué yo? -preguntó ella.

Su tío se rió entre dientes amargamente.

– Porque serías la perfecta novia, honrada y obediente. Arreglarás las deficiencias de Haselby. Davenport tenía que lograr que el muchacho se casara con alguien, y necesitaba a una familia que no hablara. -Le ofreció una mirada fija y nivelada-. Lo cual no haremos. No lo hablaremos. Y él lo sabe.

Ella agitó la cabeza en acuerdo. Nunca hablaría de tales cosas, así fuera la esposa de Haselby o no. A ella le caía bien Haselby. No deseaba hacerle la vida más difícil. Pero tampoco deseaba ser su esposa.

– Si no te casas -dijo su tío despacio-, toda la familia Abernathy estará arruinada. ¿Entiendes?

Lucy se quedó congelada.

– No estamos hablando de una trasgresión de la niñez, o un Gitano en el árbol genealógico de la familia. Tu padre cometió alta traición. Vendió secretos estatales a los franceses, dejó pasar a los agentes fingiendo que eran contrabandistas en la costa.

– Pero, ¿por qué? -susurró Lucy-. Nosotros no necesitábamos el dinero.

– ¿Cómo crees que obtuvimos el dinero? -replicó su tío cáusticamente-. Y tu padre… -juró entre dientes-. Siempre le había gustado el peligro. Probablemente lo hizo por la emoción que sentiría. ¿Ahora no es un chiste para todos nosotros? El propio condado está en peligro, y todo porque tu padre quiso tener un poco de aventura.

– Padre no era así -dijo Lucy, pero en su interior no estaba tan segura. Solo había tenido ocho años cuando su padre había sido asesinado por un bandolero en Londres. Le habían dicho que había salido en defensa de una dama, pero ¿que tal si eso, también, fuera una mentira? ¿Acaso había sido asesinado por sus acciones de traición? Él era su padre, ¿pero cuanto lo había conocido de verdad?

Pero el tío Robert no parecía haber escuchado su comentario.

– Si no te casas con Haselby -dijo él, sus palabras eran bajas y precisas-. Lord Davenport revelará la verdad sobre tu padre, y tú traerás la vergüenza a toda la casa de Fennsworth.

Lucy agitó la cabeza. Seguramente había otra manera. Todo esto no podía descansar sobre sus hombros.

– ¿Piensas que no? -El tío Robert se rió con desdén-. ¿Quién crees que sufrirá, Lucinda? ¿Tú? Bueno, sí, supongo que sufrirás, pero supongo que podremos enviarte a una escuela y dejar que trabajes como instructora. Probablemente lo disfrutarías.

Dio algunos pasos en su dirección, sin apartar nunca los ojos de su cara.

– Pero que crees que pasará con tu hermano -dijo él-. ¿Cómo le irá al hijo de un traidor reconocido? El rey seguramente lo despojará de su título. Y de la mayoría de su fortuna también.

– No -dijo Lucy. No. No quería creerlo. Richard no había hecho nada malo. Seguramente no podía ser culpado por los pecados de su padre.

Se hundió en una silla, intentando ordenar desesperadamente, sus pensamientos y emociones.

Traición. ¿Cómo es que su padre pudo haber hecho tal cosa? Iba contra todo en lo que ella había creído. ¿Su padre no había amado a Inglaterra? ¿No le había dicho que los Abernathys tenían un deber sagrado con toda Bretaña?

¿O ése había sido Tío Robert? Lucy cerró los ojos fuertemente, intentando recordar. Alguien se lo había dicho. Estaba segura de eso. Podía recordar donde había estado de pie, delante del retrato del primer conde. Recordó el olor del aire, y las palabras exactas, y -más que todo, recordó todo excepto la persona que se lo había dicho.

Abrió los ojos y miró a su tío. Probablemente había sido él. Parecía algo que él diría. No elegía hablar muy a menudo con ella, pero cuando lo hacía, el deber era siempre su tema más popular.

– Oh, Padre -susurró. ¿Cómo pudo haber hecho esto? Venderle los secretos a Napoleón. Había arriesgado las vidas de miles de soldados británicos. O incluso…

Su estómago se revolvió. Dios santo, él pudo haber sido el responsable de sus muertes. ¿Quién sabía lo que le había revelado al enemigo, cuantas vidas se habían perdido por sus acciones?

– Depende de ti, Lucinda -dijo su tío-. Es la única manera de acabar con esto.

Ella agitó la cabeza, sin comprender.

– ¿Qué quieres decir?

– Una vez que seas una Davenport, no podrá haber más chantaje. Cualquier vergüenza que caiga sobre nosotros, también caería sobre sus hombros. -Se dirigió a la ventana, apoyándose pesadamente en el umbral, mientras miraba hacia el exterior-. Después de diez años, seré finalmente. Seremos finalmente libres.

Lucy no dijo nada. No había nada que decir. El Tío Robert la miró sobre su hombro, luego se volvió y caminó hacia ella, mirándola todo el tiempo con los ojos entrecerrados.

Ella lo miró con los ojos llenos de preocupación. No había compasión en su rostro, ninguna simpatía o afecto. Simplemente una máscara fría de deber. Había hecho lo que se había esperado de él, y ella tenía que hacer lo mismo.

Pensó en Gregory, en su cara cuando le había pedido que se casara con él. La amaba. No sabía que clase de milagro lo había provocado, pero la amaba.

Y ella lo amaba.

Dios de las alturas, era casi cómico. Ella, quien siempre se había burlado del amor romántico, había caído en sus redes. Completa y desesperadamente, había caído enamorada -lo suficiente para dejar de lado en lo que creía tan firmemente. Por Gregory estaba deseosa de dar un paso hacia el escándalo y el caos. Por Gregory sería firme ante las habladurías, los rumores e indirectas.

Ella, quien se enfadaba cuando sus zapatos estaban en desorden en su armario, ¡estaba preparada para dejar plantado al hijo de un conde, cuatro días antes de la boda! Si eso no era amor, no sabía lo que era.

Salvo que ahora, había terminado. Sus esperanzas, sus sueños, todos los riesgos que anhelaba tomar, habían acabado.

No tenía elección. Si desafiaba a Lord Davenport, su familia quedaría arruinada. Pensó en Richard y Hermione, tan felices, tan enamorados. ¿Cómo podría lanzarlos a una vida llena de vergüenza y pobreza?

Si se casaba con Haselby, su vida no sería lo que había esperado para ella, pero no sufriría. Haselby era razonable. Era amable. Si se lo pidiera, seguramente la protegería de su padre. Y su vida sería…

Cómoda.

Rutinaria.

Mucho mejor de lo que Richard y Hermione podrían sufrir si la vergüenza de su padre era hecha pública. Su sacrificio no era nada comparado con lo que su familia estaría obligada a soportar si se negaba a casarse.

¿Acaso no había deseado alguna vez, más que la comodidad la rutina? ¿No podía aprender a querer eso de nuevo?

– Me casaré -dijo ella, mirando fijamente hacia la ventana. Estaba lloviendo. ¿Cuándo había empezado a llover?

– Bien.

Lucy se sentó en la silla, absolutamente quieta. Podía sentir como la energía salía de su cuerpo, resbalándose por sus miembros, rezumándose por sus dedos y pies. Dios, estaba cansada. Y siguió pensando en que quería llorar.

Pero no tenía ni una lágrima. Incluso después de que había subido y había caminado lentamente hacia su cuarto, no tenía ni una lágrima.

Al siguiente día, cuando el mayordomo le preguntó su estaba en casa para recibir al Sr. Bridgerton, y ella negó con la cabeza, no tenía ni una lágrima.

Y al día siguiente, cuando le obligaron a que repitiera el mismo gesto, no había tenido ni una lágrima.

Pero al día siguiente, después de pasar veinte horas sosteniendo su tarjeta de visita, resbalando su dedo suavemente sobre su nombre, trazando cada letra -El Honorable Gregory Bridgerton- empezó a sentirlas, pinchando detrás de sus ojos.

Entonces lo vio, de pie en el pavimento, mirando la fachada de Fennsworth House.

Y él la vio. Sabía que lo había hecho; sus ojos se abrieron de par en par y su cuerpo se tensó, y ella podía sentirlo, cada onza de su desconcierto y enojo.

Dejó caer la cortina. Rápidamente. Y se quedó allí de pie, temblando, agitándose, y todavía, todavía incapaz de moverse. Sus pies se congelaron en el suelo, y empezó a sentirlo otra vez -ese horrible pánico apresurándose en su estómago.

Todo estaba mal. Todo estaba tan mal, pero aún así sabía que lo que estaba haciendo era lo que tenía que hacer.

Se quedó allí de pie. En la ventana, mirando fijamente las ondas de la cortina. Se quedó allí, mientras sus miembros se ponían tensos y rígidos, se quedó allí obligándose a respirar. Se quedó allí mientras su corazón empezaba a apretar, fuerte y más fuerte, y se quedó allí hasta que todo empezó lentamente a normalizarse.

Entonces, de algún modo, logró llegar a la cama y acostarse.

Y finalmente, encontró sus lágrimas.

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