Capítulo 14

En el que nuestro héroe y heroína son reunidos, y los pájaros de Londres son deleitados.


Cuando Gregory la vio, allí en Hyde Park en su primer día de regreso a Londres, su primer pensamiento fue…

Bueno, por supuesto.

Parecía tan natural encontrarse con Lucy Abernathy en la que era literalmente su primera hora en Londres. No sabía por qué; no había una razón lógica para que se encontraran. Pero ella había estado frecuentemente en sus pensamientos desde que se habían despedido en Kent. Y aunque había pensado que ella aún permanecía en Fennsworth, estaba extrañamente poco sorprendido de que fuera la primera cara conocida que veía en su regreso después de permanecer un mes en el campo.

Había llegado a la ciudad la noche anterior, muy cansado después de un viaje tan largo por los caminos inundados, y se había acostado inmediatamente. Cuando se despertó -más temprano que lo usual, en realidad- el mundo aún estaba inundado por las lluvias, pero el sol había salido y estaba muy brillante.

Gregory inmediatamente se había vestido para salir. Le encantaba la forma en la que el aire olía a limpio, después de una buena y tormentosa lluvia. Incluso en Londres. No, especialmente en Londres. Era la única vez que la ciudad olía así -densa y fresca, casi como las hojas.

Gregory vivía en un apartamento de un pequeño edificio en Marylebone, y aunque sus muebles eran de segunda y simples, le gustaba mucho ese lugar. Se sentía como en casa.

Su hermano y su madre lo habían, en múltiples ocasiones, invitado a vivir con ellos. Sus amigos pensaban que estaba loco por negarse; ambas residencias eran considerablemente más opulentas y en todo caso, con muchísimo más personal que su humilde morada. Pero prefería su independencia. Así no tendría que preocuparse de que estuvieran diciéndole que hacer -ellos sabían que no iba a escucharlos, y él sabía que no iba a escucharlos, pero en su mayoría, todos eran bastante amables con eso.

Era el escrutinio lo que no podía tolerar. Aun cuando su madre pretendía no interferir en su vida, sabía que estaba vigilándolo, tomando nota de su agenda social.

Y haciendo comentarios sobre ella. Violet Bridgerton podía, cuando la situación lo ameritaba, hablar sobre el tema de las damas jóvenes, las tarjetas de baile, y las coincidencias de eso (que se relacionaban con su hijo soltero) con una velocidad y facilidad que podrían hacer que la cabeza de un hombre maduro diera vueltas.

Y frecuentemente lo hacía.

Ahí está esa dama joven y esta otra dama y si podía hacerle el favor de bailar con ambas -dos veces- en la siguiente fiesta, y por nada del mundo, él debía olvidarse de la otra dama. La que estaba contra la pared, que él no había visto, de pie, sola. Su tía, debía recordar, era una amiga muy querida.

La madre de Gregory tenía muchos amigos muy queridos.

Violet Bridgerton había logrado exitosamente que siete de sus ocho hijos se establecieran en matrimonios felices, y ahora Gregory tenía que soportar solo, a su fervor casamentero. La adoraba, por supuesto, y adoraba que quisiera su bienestar y felicidad, pero a veces lo hacía querer arrancarse el pelo.

Y Anthony era peor. Él ni siquiera tenía que decirle algo. Normalmente, su mera presencia era suficiente para hacer que Gregory se sintiera de alguna manera, como si no estuviera manteniendo el buen nombre de la familia. Era muy difícil encontrar un camino en el mundo con el poderoso Lord Bridgerton mirando constantemente sobre el hombro de uno. Hasta donde Gregory sabía, su hermano mayor nunca había cometido un error en su vida.

Lo cual, lo hacía sentir mucho más culpable.

Pero, con suerte, ese fue un problema mucho más fácil de resolver de lo que había pensado. Gregory simplemente se había mudado. Se requirió una justa parte de su asignación para mantener su propia residencia, que aunque era pequeña, valía la pena pagar hasta el último penique.

Incluso algo tan simple como eso -salir de su casa sin que nadie le preguntara de por qué o a donde (o en el caso de su madre, con quien) -era estupendo. Fortalecedor. Era extraño como un mero paseo podía hacerlo sentir a uno como dueño de sí mismo, pero lo hacía.

Y entonces aquí estaba ella. Lucy Abernathy. En Hyde Park, cuando lo correcto era que ella, aún estuviera en Kent.

Estaba sentada en un banco, echándole pedazos de pan a un grupo desaliñado de pájaros, y Gregory recordó ese día en el que se había tropezado con ella en la parte trasera de Aubrey Hall. Esa vez, había estado sentada en un banco también, y había lucido tan apagada. En retrospectiva, Gregory comprendió que seguramente su hermano le había dicho que su compromiso había sido arreglado.

Se preguntó por qué ella no le había dicho eso.

Deseó que se lo hubiera contado.

Si hubiera sabido que ella estaba comprometida, nunca la habría besado. Eso iba en contra de todos los códigos de conducta que siempre había respetado. Un caballero no debía encontrarse furtivamente con la novia de otro hombre. Eso sencillamente no se hacía. Si hubiera sabido la verdad, se había apartado de ella esa noche, y hubiera…

Se congeló. No sabía lo que habría hecho. ¿Cómo era posible que hubiera reescrito la escena en su mente innumerables veces, y justo ahora comprendía que nunca había pensado en llegar al punto de alejarse de ella?

Si lo hubiera sabido, ¿la habría guiado directamente en su camino desde el primer momento? Había tenido que agarrarla por los brazos para sostenerla, pero hubiera podido llevarla hacia su destino cuando la soltó. Eso no hubiera sido difícil -solo hubiera tenido que mover los pies. Entonces hubiera terminado con eso, antes de que se hubiera dado la oportunidad de ocurrir algo.

Pero en su lugar, él había sonreído, y le había preguntado que estaba haciendo allí, y entonces -Dios Santo, en que había estado pensando- le había preguntado si ella bebía brandy.

Después de eso -bueno, no estaba seguro de cómo había pasado, pero lo recordaba todo. Cada detalle. La manera en la que lo miraba, la mano de ella en su brazo. Lo había estado agarrando y por un momento, eso lo había hecho sentir como si lo necesitara. Podía ser su roca, su centro.

Nunca había sido el centro de nadie.

Pero no fue solo eso. No la había besado por eso. La había besado porque…

Porque…

Demonios, no sabía por qué la había besado. Había sido ese momento -ese extraño, e inescrutable momento- y todo había estado tan callado. Un fabuloso, mágico e hipnotizante silencio que parecía rezumarse dentro de él y quitarle el aliento.

La casa había estado llena, abarrotada de invitados, pero en el pasillo habían estado solos. Lucy lo había estado mirando fijamente, explorándolo con los ojos, y entonces… de algún modo… ella estaba más cerca. No recordaba haberse movido, o inclinado su cabeza, pero su rostro estaba a pocos centímetros de distancia. Y lo siguiente que supo fue…

Que estaba besándola.

Desde que ese momento, simplemente se había dejado llevar. Era como si hubiera perdido todo el conocimiento de las palabras, de la racionalidad y el pensamiento. Su mente se había convertido en algo extraño, incapaz de razonar. El mundo era color y sonido, calor y sensación. Era como si su mente se hubiera adueñado de todo su cuerpo.

Y ahora se preguntaba -cuando se había dejado de preguntar- si se hubiera detenido. Si ella no le hubiera dicho que no, si no le hubiera presionado las manos en su pecho y le hubiera dicho que se detuviera…

¿Lo hubiera hecho por si mismo?

¿Podría haberlo hecho?

Enderezó los hombros. Cuadró su mandíbula. Claro que lo hubiera hecho. Ella era Lucy, por el amor de Dios. Era maravillosa, de muchísimas formas, pero no era de la clase que hacía que los hombres perdieran la cabeza. Solo había sido una aberración temporal. Una locura momentánea ocurrida por una extraña y desquiciante noche.

Aun ahora, sentada en un banco en Hyde Park con una pequeña flota de palomas a sus pies, seguía siendo evidentemente la misma Lucy de siempre. Ella aún no lo había visto, y se sentía feliz solo por observarla. Estaba sola, salvo por una criada, quien estaba holgazaneando a dos bancos de distancia.

Y su boca se estaba moviendo.

Gregory sonrió. Lucy estaba hablando con los pájaros. Diciéndoles algo. Lo más probable es que les estuviera dando indicaciones, quizás fijándoles una fecha de futuros compromisos para repartir el pan.

O diciéndoles que masticaran con los picos cerrados.

Se rió entre dientes. No pudo evitarlo.

Ella se volvió. Se volvió, y lo vio. Sus ojos se abrieron de par en par, y sus labios se separaron, y eso lo golpeó directamente en el pecho…

Era bueno verla.

Eso lo estremeció con una clase extraña de reacción, teniendo en cuenta la forma en la que se habían despedido.

– Lady Lucinda -dijo, mientras avanzaba-. Esta es una sorpresa. No sabía que estaba en Londres.

Por un momento ella parecía no saber como actuar, y entonces sonrió -quizás un poco más vacilante de lo que acostumbraba- y levantó una rodaja de pan hacia delante.

– ¿Es para las palomas? -murmuró él-. ¿O para mí?

Su sonrisa cambió, se volvió más natural.

– Como usted prefiera. Aunque le advierto, está un poco rancio.

Sus labios dibujaron una pequeña sonrisa.

– ¿Usted lo ha probado, entonces?

Era como si nada hubiera pasado. El beso, la incómoda conversación a la mañana siguiente… se había ido. Regresaron a su extraña pequeña amistad, y todo estaba en orden en el mundo.

Su boca estaba fruncida, como si pensara que debía estar regañándolo, y él estaba riendo entre dientes, porque era muy divertido contrariarla.

– Este es mi segundo desayuno -dijo ella, absolutamente inexpresiva.

Él se sentó en el extremo opuesto del banco y empezó a rasgar su pan en pedazos. Cuando tuvo un manojo bien partido, lo lanzó todo al mismo tiempo, y se reclinó para observar el frenesí resultante de picos y plumas.

Lucy, notó, estaba echando sus migas metódicamente, una después de la otra, precisamente con tres segundos de diferencia.

Estaba contando. ¿Cómo podía no hacerlo?

– El rebaño me ha abandonado -dijo ella con un ceño.

Gregory sonrió abiertamente, cuando la última paloma saltó al banquete Bridgerton. Les lanzó otro manojo.

– Yo siempre organizo las mejores fiestas.

Ella se volvió hacia él, alzando la barbilla mientras le lanzaba una mirada seca sobre su hombro.

– Usted es insoportable.

Le ofreció una mirada maliciosa.

– Es una de mis mejores cualidades.

– ¿Según quien?

– Bueno, a mi madre parece agradarle mucho -dijo él modestamente.

Ella no pudo contener una sonrisa.

Eso se sentía como una victoria.

– A mi hermana… no mucho.

Una de sus cejas se levantó.

– ¿A la que a usted le gusta torturar?

– Yo no la torturo porque me gusta -dijo, en una clase de tono más bien instructivo-. Lo hago porque es necesario.

– ¿Para quien?

– Para toda Bretaña -dijo él-. Confíe en mí.

Lo miró dudosamente.

– Ella no puede ser tan mala.

– Supongo que no -dijo él-. A mi madre parece agradarle mucho, y eso me confunde.

Ella se rió de nuevo, y el sonido era… bueno. Una palabra indefinible, seguro, pero de algún modo se fue directo a su corazón. Su risa venía de su interior -cálida, rica, y verdadera.

Un momento después se volvió, y sus ojos se pusieron bastante serios.

– A usted le gusta molestar, pero apostaría todo lo que tengo a que daría su vida por ella.

Él pretendió considerar sus palabras.

– ¿Cuánto tiene?

– Tenga vergüenza, Sr. Bridgerton. Está evadiendo la pregunta.

– Claro que lo haría -dijo él con voz queda-. Es mi hermana menor. Mía para torturar y mía para proteger.

– ¿Acaso no está casada?

Él se encogió de hombros, mirando fijamente al otro lado del parque.

– Sí, supongo que St. Clair se encarga de protegerla ahora, que Dios lo ayude. -Se volvió, ofreciéndole una sonrisa ladeada-. Lo siento.

Pero ella no lo había tomado como una ofensa. Y de hecho, lo sorprendió absolutamente al decirle, con mucho sentimiento:

– No hay necesidad de disculparse. Hay ocasiones en las que solo el nombre del Señor, es el adecuado para transmitir toda la desesperación que uno siente.

– ¿Por qué presiento que está hablando de una experiencia reciente?

– Anoche -le confirmó ella.

– ¿En serio? -insistió, muy interesado-. ¿Qué sucedió?

Pero ella negó con la cabeza.

– Nada.

– Si fuera así, usted no estaría blasfemando.

Ella suspiró.

– Le he dicho que usted es insoportable, ¿verdad?

– Una vez hoy, y con seguridad varías veces antes.

Le ofreció una mirada seca, el azul de sus ojos se agudizó cuando estos se fijaron en él.

– ¿Las ha contado?

Él hizo una pausa. Era una extraña pregunta, no porque ella se la había hecho -por el amor de Dios, si él se hubiera preguntando la misma cosa, hubiera tenido la misma reacción. Más bien, era extraña porque tenía el escalofriante presentimiento de que si pensaba mucho en eso, podría conocer la verdadera respuesta.

Le gustaba hablar con Lucy Abernathy. Y cuando ella le decía algo…

Lo recordaba.

Era algo peculiar.

– Me pregunto -dijo él, ya que parecía un buen momento para cambiar de tema-. ¿Es soportable una palabra?

Ella consideró eso.

– Pienso que debe serlo, ¿no le parece?

– Nadie la ha proferido alguna vez en mi presencia.

– ¿Eso lo sorprende?

Él sonrió lentamente. Con apreciación.

– Usted, Lady Lucinda, tiene una boca muy rápida.

Sus cejas se arquearon, y en ese momento se veía claramente diabólica.

– Es uno de mis secretos mejor guardados.

Él empezó a reírse.

– Soy más que una entrometida, sabe.

La risa se convirtió en una carcajada. El interior de su estómago retumbó, hasta estremecerse.

Estaba mirándolo con una sonrisa indulgente, y por alguna razón encontró a ese gesto muy tranquilizador. Su mirada era calurosa… incluso, pacífica.

Y estaba feliz de estar con ella. Allí en ese banco. Simplemente era muy agradable estar en su compañía. Entonces se volvió. Sonriendo.

– ¿Tiene otro pedazo de pan?

Ella le dio tres.

– Traje toda la barra.

Él empezó a rasgarlos.

– ¿Está tratando de engordar al rebaño?

– Tengo que probar el pastel de paloma -se volvió, reanudando su lento y miserable programa de alimentación.

Gregory estaba seguro que era su imaginación, pero habría jurado que los pájaros miraban anhelantemente en su dirección.

– ¿Viene a menudo a este lugar? -preguntó él.

Ella no le contestó en seguida, y su cabeza se inclinó, como si estuviera pensando en su respuesta.

Lo cual era extraño, porque la pregunta era muy simple.

– Me gusta alimentar a los pájaros -dijo-. Es relajante.

Él le lanzó otro manojo de trozos de pan y sus labios se curvaron con una sonrisa.

– ¿De verdad lo cree?

Sus ojos se entrecerraron y echó el siguiente pedazo de pan con un preciso y casi militar, giro de su muñeca. El siguiente pedazo fue lanzado de la misma manera. Y el otro que vino a continuación, también. Se volvió hacia él con los labios fruncidos.

– Solo cuando usted no está intentando incitarlos a un alboroto.

– ¿Yo? -se volvió, todo inocencia-. Usted en quien los obliga a batallar a muerte, por una patética migaja de pan rancio.

– Esta es una exquisita barra de pan, bien cocido y sumamente sabroso, para que lo sepa.

– En asuntos de nutrición -dijo él, con una gracia demasiado elaborada-. Siempre estaré en desacuerdo con usted.

Lucy lo miró secamente.

– La mayoría de las mujeres no encontrarían eso muy elogioso.

– Ah, pero usted no es como la mayoría de las mujeres. Y -agregó-, la he visto desayunando.

Sus labios se apartaron, pero antes de que ella pudiera gritar su indignación, él la cortó con:

– Eso fue un cumplido, a propósito.

Lucy agitó la cabeza. Él realmente era insoportable. Y estaba tan agradecida por eso. Cuando lo había visto al principio, de pie allí mirándola mientras alimentaba a los pájaros, su estómago había caído en picada, se había sentido mareada, y no había sabido qué hacer o como actuar, o algo.

Pero él se había aproximado, y había sido tan… él mismo. La hizo sentir inmediatamente a gusto, lo cual, bajo las actuales circunstancias, era realmente muy asombroso.

Después de todo, estaba enamorada de él.

Le había sonreído, con su sonrisa perezosa y familiar, y le había hecho alguna clase de broma sobre las palomas, y antes de que se diera cuenta, estaba sonriéndole en respuesta. Y se sentía como ella misma, lo cual era muy tranquilizador.

No se había sentido así en semanas.

Y con la intención de hacer lo mejor, había decidido no pensar en su inapropiado afecto por él y en su lugar, estuvo agradecida de poder estar en su presencia, sin convertirse en una tonta torpe y tartamuda.

Aparentemente, todavía quedaban pequeños favores en el mundo.

– ¿Ha estado en Londres todo este tiempo? -preguntó ella, muy determinada en mantener una conversación agradable y perfectamente normal.

Él se echó para atrás sorprendido. Claramente, no había esperado esa pregunta.

– No. Apenas llegué anoche.

– Ya veo. -Lucy hizo una pausa, para digerir eso. Era extraño, pero nunca había considerado que no estuviera en la ciudad. Pero eso explicaría… Bueno, no estaba segura de qué podría explicar eso. ¿Qué no hubiera podido ver ni una señal de él? No era como si hubiera estado en otro lugar, además de su casa, el parque y la costurera-. Entonces, ¿estaba en Aubrey Hall?

– No, me marché un poco después de que usted partió, y fui a visitar a mi hermano. Vive con su esposa y sus hijos a las afueras de Wiltshire, y está muy contento de estar alejado de todo lo que es civilizado.

– Wiltshire no está muy lejos.

Él se encogió de hombros.

– La mitad del tiempo ellos ni siquiera reciben el Times. Afirman que no están interesados.

– Qué raro. -Lucy no conocía a nadie que no recibiera el periódico, incluso en el más remoto de los condados.

Él asintió con la cabeza.

– Sin embargo, esta vez me pareció más refrescante. No tenía idea de lo que los demás estaban haciendo, y que no me importó ni un poco.

– ¿Normalmente usted está interesado por el cotilleo?

Él le ofreció una mirada de lado.

– Los hombres no cotilleamos. Nosotros hablamos.

– Ya veo -dijo ella-. Eso lo explica todo.

Él se rió entre dientes.

– ¿Lleva mucho tiempo en la ciudad? Asumo que se ha mudado.

– Dos semanas. -Contestó-. Nosotros llegamos después de la boda.

– ¿Nosotros? ¿Entonces, su hermano y la Srta. Watson están aquí?

Ella odió escuchar la avidez en su voz, pero supuso que él no podía evitarlo.

– Ella ahora es Lady Fennsworth, y no, ellos están en su viaje de luna de miel. Estoy aquí con mi tío.

– ¿Para la temporada?

– Para mi boda.

Eso detuvo el fácil flujo de la conversación.

Ella metió la mano en su bolsa y arrancó otro pedazo de pan.

– Se celebrará en una semana.

Él la miró conmocionado.

– ¿Tan pronto?

– El tío Robert dice que no tiene sentido retrasarla más.

– Ya veo.

Y quizás lo hacía. Quizás había alguna clase de etiqueta en todo eso en la que ella, como muchacha protegida del campo que era, no había sido instruida. Quizás no tenía ningún sentido posponer lo inevitable. Quizás todo era parte de la filosofía de hacer lo mejor de las cosas, que estaba trabajando para desposarse tan diligentemente.

– Bien -dijo él. Parpadeó varias veces, y comprendió que no sabía que decir. Era una respuesta más atípica y una que ella encontraba más gratificante. Se parecía a Hermione, al no saber como bailar. Si Gregory Bridgerton podía quedarse momentáneamente sin palabras, había una esperanza para el resto de la humanidad.

Finalmente él se recompuso:

– Mis felicitaciones.

– Gracias. -Se preguntó si él había recibido una invitación. El Tío Robert y Lord Davenport estaban determinados a celebrar la ceremonia frente a todo el mundo. Iba, habían dicho, a ser un gran debut, y querían que todo el mundo conociera a la esposa de Haselby.

– Se va a celebrar en St. George -dijo ella, sin tener alguna razón en absoluto.

– ¿Aquí en Londres? -parecía sorprendido-. Pensé que usted podría casarse en Fennsworth Abbey.

Era muy peculiar, pensó Lucy, por no decir doloroso -discutir su inminente boda con él. Se sentía más insensible, en realidad.

– Eso era lo que mi tío quería -explicó, metiendo la mano en su cesto para sacar otro pedazo de pan.

– ¿Su tío sigue siendo el jefe de la familia? -preguntó Gregory, mirándola con una afable curiosidad-. Su hermano es el conde. ¿Acaso no ha alcanzado su mayoría de edad?

Lucy lanzó todo el pedazo de pan al suelo, y observó con un mórbido interés, como las palomas se ponían como locas.

– Sí-contestó-. El año pasado. Pero está satisfecho con permitirle a mi tío que se ocupe de los asuntos de la familia mientras él continúa sus estudios de postgrado en Cambridge. Supongo que asumirá muy pronto, ahora que está -le ofreció a él una sonrisa de disculpa-, casado.

– No se preocupe por mis sentimientos -le aseguró-. Estoy muy recuperado.

– ¿De verdad?

Le ofreció un pequeño encogimiento de un solo hombro.

– La verdad sea dicha, me considero afortunado.

Ella sacó otro pedazo de pan, pero sus dedos se helaron antes de rebanar el pedazo.

– ¿En serio? -le preguntó, volviéndose hacia él con interés-. ¿Cómo puede ser posible?

Él pestañeó sorprendido.

Es muy directa, ¿verdad?

Ella se ruborizó. Lo sentía, rosa, caliente y horrible sobre sus mejillas.

– Lo siento -dijo-. Fue muy grosero de mi parte. Es solo que usted estaba tan…

– No diga nada más -la cortó, y la hizo sentir mucho peor, porque había estado a punto de describir -probablemente con meticulosos detalles- lo muy enamorado que había estado de Hermione. Lo cual, si estuviera en su posición, no desearía recordar.

Él se volvió. La miró con una contemplativa clase de curiosidad.

– Usted dice eso frecuentemente.

– ¿Lo siento?

– Sí.

– Yo… no sé. -Sus dientes se apretaron, y se sintió muy tensa. Incómoda. ¿Por qué le había preguntado eso?-. Es lo que siempre hago -dijo, y lo dijo con firmeza, porque… Bueno, porque. Esa debía ser una razón suficiente.

Él asintió con la cabeza. Y eso la hizo sentir mucho peor.

– Es lo que soy -agregó defensivamente, aunque él había estado de acuerdo con ella, por el amor de Dios-. Suavizo las cosas y lo hago todo bien.

En ese momento, lanzó el último pedazo de pana al suelo.

Sus cejas se levantaron, y los dos se volvieron al unísono a mirar el caos resultante.

– Bien hecho -murmuró.

– Hago lo mejor que puedo -dijo ella-. Siempre.

– Ese es un rasgo muy loable -dijo él suavemente.

Y con eso, de algún modo, se puso furiosa. Realmente, de verdad, bestialmente enfadada. No quería ser elogiada por llegar en segundo lugar. Era como ganar un premio por los zapatos más bonitos en una carrera pedestre. Irrelevante y fuera de lugar.

– ¿Y qué hay de usted? -le preguntó, su voz se puso estridente-. ¿Hace siempre lo mejor? ¿Es por eso que dice que se ha recuperado? ¿Usted no fue el que compuso una rapsodia sobre el simple pensamiento del amor? Dijo que lo era todo, que no había elección. Dijo…

Se interrumpió, horrorizada por su tono. Él la estaba mirando fijamente como si se hubiera vuelto loca, y quizás era cierto.

– Usted dijo muchas cosas -masculló, esperando que eso pusiera fin a la conversación.

Debería irse. Había estado sentada en el banco, al menos quince minutos antes de que él hubiera llegado, estaba húmedo y ventoso, y su sirvienta no estaba lo suficientemente abrigada, y si pensaba mucho más en eso, probablemente tenía más de cien cosas que hacer en casa.

O por lo menos un libro que leer.

– Lo siento si la molesté -dijo Gregory con voz queda.

Ella no se atrevía a mirarlo.

– Pero no le estoy mintiendo -dijo él-. De verdad, ya no pienso en la Señorita -perdoneme, en Lady Fennsworth- con mucha frecuencia, excepto, quizás, para comprender que no éramos el uno para el otro, después de todo.

Ella se volvió hacia él, y comprendió que quería creerle. Realmente quería.

Porque si él podía olvidarse de Hermione, quizás ella podría olvidarse de él.

– No sé como explicarlo -dijo él, y agitó la cabeza, como si estuviera tan perplejo como ella-. Pero si usted cae loca e inexplicablemente enamorada…

Lucy se heló. Él no iba a decirlo. Con seguridad, no podría decirlo.

Él se encogió de hombros.

– Bueno, no confiaría en ello.

Dios Santo. Eran las mismas palabras de Hermione. Exactamente.

Intentó recordar lo que le había contestado a Hermione. Porque tenía que decirle algo. De otro modo, notaría su silencio, se volvería, y le ofrecería esa mirada tan enervante. Y le haría preguntas, y no sabría como responderle, y…

– No creo que eso me pase a mí -dijo ella, las palabras prácticamente se derramaron de su boca.

Él se volvió, pero ella mantuvo su cara escrupulosamente hacia delante. Y deseó desesperadamente no haber tirado todo el pan. Sería mucho más fácil evitar mirarlo si pudiera pretender que estaba haciendo otra cosa.

– ¿No cree que algún día pueda enamorarse? -preguntó él.

– Bueno, quizás -dijo ella, tratando de parecer alegre y sofisticada-. Pero no eso.

¿Qué?

Inhaló, odiando que la estuviera obligando a explicarse.

– Esa desesperada clase de cosa que usted y Hermione repudian -dijo-. Yo no soy de esa clase, ¿no le parece?

Se mordió el labio, y finalmente se atrevió a mirar en su dirección. ¿Porque que tal que le dijera que estaba mintiendo? ¿O si se diera cuenta que ella ya estaba enamorada… de él? Se avergonzaría más allá de la comprensión, pero ¿acaso no sería bueno que él lo supiera? Por lo menos entonces, no tendría que preguntarse.

La ignorancia no era una bendición. No para alguien como ella.

– Pero eso no viene al caso -continuó, porque no podía soportar el silencio-. Voy a casarme con Lord Haselby en una semana, y jamás me desviaría de mis votos. Yo…

¿Haselby? -todo el cuerpo de Gregory dio un giro cuando se dio la vuelta para mirarla a la cara-. ¿Usted se va a casar con Haselby?

– Sí -dijo ella, pestañeando furiosamente. ¿Qué clase de reacción era esa?-. Pensé que lo sabía.

– No. No lo sabía… -parecía consternado. Estupefacto.

Cielo Santo.

Él agitó la cabeza.

– No puedo imaginar por qué razón no lo sabía.

– No era un secreto.

No -dijo él, un poco enérgicamente-. Quiero decir, no. No, claro que no. No debí insinuarlo.

– ¿Usted tiene a Lord Haselby en muy baja estima? -preguntó ella, escogiendo sus palabras con extremo cuidado.

– No -contestó Gregory, agitando la cabeza -pero solo un poco, como si no fuera lo suficientemente consciente de estar haciéndolo-. No. Lo conozco desde hace varios años. Fuimos juntos a la escuela. Y a la universidad.

– ¿Entonces, tienen la misma edad? -preguntó Lucy, y se le ocurrió que era injusto que ni siquiera conociera la edad de su novio. Pero tampoco estaba segura de la edad de Gregory.

Él asintió con la cabeza.

– Él es muy… afable. La tratará bien. -Se aclaró la garganta-. Gentilmente.

– ¿Gentilmente? -repitió ella. Esa parecía una extraña elección de palabras.

Sus ojos se encontraron con los suyos, y en ese momento comprendió que él no la había mirado desde que le había dicho el nombre de su novio. Pero no habló. En su lugar, la miró fijamente, sus ojos eran tan intensos que cambiaban de color. Eran marrones con verde, y después parecían casi empañarse.

– ¿Qué pasa? -susurró ella.

– No es nada de importancia -dijo él, pero no sonaba como siempre-. Yo… -y entonces apartó la mirada, rompiendo el hechizo-. Mi hermana -dijo, aclarándose la garganta-. Está organizando una fiesta para la noche de mañana. ¿Le gustaría asistir?

– Oh sí, eso sería maravilloso -dijo Lucy, aunque sabía que no debía. Pero había pasado tanto tiempo desde que había tenido cualquier tipo de interacción social, y tampoco iba a poder pasar más tiempo en su compañía, una vez estuviera casada. No debía torturarse a sí misma ahora, anhelando algo que no podría tener, pero no podía evitarlo.

A recoger sus capullos.

Ahora. Porque de verdad, cuando el resto…

– Oh, pero no puedo -dijo, mientras la desilusión transformaba a su voz, en casi un gimoteo.

– ¿Por qué no?

– Es por mi tío -contestó, suspirando-. Y Lord Davenport… el padre de Haselby.

– Sé quien es.

– Por su puesto. Yo estoy sor… -se interrumpió. No iba a decírselo-. Ellos no desean que me presente aún.

– Discúlpeme. ¿Por qué?

Lucy se encogió de hombros.

– No tiene sentido que me presente en sociedad como Lady Lucinda Abernathy cuando seré Lady Haselby en una semana.

– Eso es ridículo.

– Es lo que ellos dicen -frunció el ceño-. Y creo que tampoco desean hacer el gasto.

– Usted asistirá mañana en la noche -dijo Gregory firmemente-. Me ocuparé de ello.

– ¿Usted? -le preguntó Lucy dudosamente.

– No yo -le respondió, como si se hubiera vuelto loca-. Mi madre. Confíe en mí, cuando se trata de asuntos de lenguaje social y refinamientos, puede lograrlo todo. ¿Tiene una chaperona?

Lucy asintió con la cabeza.

– Mi tía Harriet. Es un poco frágil, pero estoy segura que puede asistir a una fiesta si mi tío lo permite.

– Él lo permitirá -dijo Gregory confiadamente-. La hermana en cuestión, es la mayor. Daphne -entonces le aclaró-: Su gracia, la Duquesa de Hastings. Su tío no le diría no a una duquesa, ¿verdad?

– Creo que no -dijo ella lentamente. Lucy no podía pensar en alguien que le dijera no a una duquesa.

– Entonces, así será -dijo Gregory-. Tendrá noticias de Daphne en la tarde. Se incorporó, ofreciéndole la mano para ayudarla a levantarse.

Ella tragó saliva. Sería agridulce tocarlo, pero puso la mano en la suya. Se sentía calurosa, y cómoda. Segura.

– Gracias -murmuró, retirando su mano para envolver las dos alrededor del asa de su canasta. Le hizo un gesto a su sirvienta con la cabeza, y esta inmediatamente empezó a caminar a su lado.

– Hasta mañana -dijo él, arqueándose casi formalmente mientras esperaba su adiós.

– Hasta mañana -repitió Lucy, preguntándose si era verdad. Nunca había sabido que su tío cambiara de opinión antes. Pero quizás…

Posiblemente.

Esperanzadamente.

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