Capítulo 19

En el que nuestro héroe toma al asunto -y a nuestra heroína- en sus propias manos.


El viernes Gregory estaba desesperado.

Tres veces había visitado a Lucy en Fennsworth House. Tres veces había sido rechazado.

Estaba quedándose sin tiempo.

Ellos estaban quedándose sin tiempo.

¿Qué demonios estaba pasando? Aun cuando el tío de Lucy se hubiera negado a su petición de detener la boda -y no pudiera estar contento; ella estaba, después de todo, intentando dejar plantado a un futuro conde- seguramente Lucy podría haber intentado avisarle.

Lo amaba.

Lo sabía de la misma forma en la que conocía a su propia voz, a su propio corazón. Lo sabía de la misma forma que sabía, que la tierra era redonda y sus ojos eran azules y que dos más dos siempre eran cuatro.

Lucy lo amaba. No le había mentido. No podía mentirle.

No le mentiría. No sobre algo así.

Lo que significaba que algo andaba mal. No podía haber ninguna otra explicación.

La había buscado en el parque, la esperó durante horas en el banco donde a ella le gustaba alimentar a las palomas, pero no había aparecido. Había observado su puerta, esperando poder interceptarla en su camino cuando fuera a hacer algún mandado, pero no se había aventurado a salir.

Y después de la tercera vez que le negaron la entrada, él la vio. Solo un vislumbre a través de la ventana; ella dejó que las cortinas se cayeran rápidamente. Pero había sido suficiente. No había podido ver su rostro -no lo suficiente para evaluar su expresión. Pero había algo en la forma en la que se movía, en la prisa, en la liberación casi frenética de las cortinas.

Algo andaba mal.

¿Ella estaba siendo retenida contra su voluntad? ¿Había sido narcotizada? La mente de Gregory se aceleró con las posibilidades, cada una más horrible que la última.

Y ahora era viernes por la noche. Solo faltaban doce horas para su boda. Y no se escuchaba ni un susurro -ni una habladuría- de rumor. Si había algún indicio de que la boda Haselby-Abernathy no se iba a celebrar, Gregory no había escuchado hablar de él. Si hubiera algo más, Hyacinth se lo hubiera dicho. Hyacinth lo sabía todo, usualmente antes que los propios individuos involucrados en los rumores.

Gregory estaba de pie, en las sombras, del otro lado de la calle de Fennsworth House, y se apoyó contra el tronco de un árbol, mirando, solo mirando. ¿Cuál era su ventana? ¿Esa a través de la cual la había visto más temprano ese día? No se veía ninguna luz de vela, pero quizás las cortinas eran pesadas y gruesas. O quizás ya se había acostado. Era tarde.

Y ella iba a casarse en la mañana.

Dios santo.

No podía permitir que ella se casara con Lord Haselby. No podía. Si había una cosa que sabía en su corazón, era que él y Lucinda Abernathy estaban destinados a ser marido y mujer. La suya era la cara que se suponía miraría fijamente sobre los huevos, el tocino, los salmones curados, el bacalao y las tostadas todas las mañanas.

Un resoplido de risa hizo presión a través de su nariz, pero era esa clase de risa nerviosa y desesperada, el sonido que uno hacía cuando la única otra alternativa que quedaba era llorar. Lucy tenía que casarse con él, aunque solo fuera para que pudieran comer juntos grandes cantidades de comida todas las mañanas.

Miró hacia su ventana.

La que esperaba fuera su ventana. Con suerte estaba deseando que quedara sobre el lavabo de los sirvientes.

No supo cuanto tiempo estuvo allí de pie. Era la primera vez que recordaba, que se sentía impotente, y por lo menos esto -observar una maldita ventana- era algo que podía controlar.

Pensó en su vida. Encantada, con seguridad. Con suficiente dinero, con una familia maravillosa, y grandes cantidades de amigos. Tenía salud, estaba cuerdo, y hasta el fiasco con Hermione Watson, había creído firmemente en su propio juicio. Podría no ser el más disciplinado de los hombres, y quizás debería prestarle más atención a todas las cosas con las cuales Anthony le gustaba importunarlo, pero sabía que era lo correcto, y sabía que era lo que estaba mal, y sabía -sabía con absoluta seguridad- que su vida había transcurrido en un lienzo de felicidad y contento.

Era simplemente esa clase de persona.

No era melancólico. No le daban ataques de mal humor.

Y nunca había tenido que trabajar muy duro.

Levantó la mirada hacia la ventana, pensativamente.

Había crecido satisfecho de sí mismo. Tan seguro de su final feliz que no había creído -aún no había creído- que no podría conseguir lo que quería.

Él le había hecho una propuesta. Ella la había aceptado. Aunque era verdad, que ya estaba prometida a Haselby, y que todavía lo estaba, de hecho.

¿Pero no se suponía que el verdadero amor triunfaba? ¿No había sido así para todos sus hermanos y hermanas? ¿Por qué demonios era tan desafortunado?

Pensó en su madre, recordó la expresión de su rostro cuando le había diseccionado tan hábilmente su carácter. En su mayoría ella había estado en lo correcto, comprendió.

Pero solo en su mayoría.

Era cierto que nunca había tenido que trabajar muy duro para conseguir algo. Pero esa era solo una parte de su historia. No era un indolente. Trabajaría con sus dedos hasta dejarlos en el mismísimo hueso si sólo…

Si solo tuviera una razón.

Miró fijamente a la ventana.

Ahora tenía una razón.

Había estado esperando, comprendió. Esperando que Lucy convenciera a su tío para que la liberara del compromiso. Esperando que las partes del rompecabezas que conformaban su vida se posicionaran, para que él pudiera encajar la última en su lugar con un triunfante «!Ajá!».

Esperando.

Esperando por el amor. Esperando por una vocación.

Esperando por claridad, por ese momento donde supiera exactamente como proceder.

Era tiempo de dejar de esperar, tiempo para olvidarse del resultado y del destino.

Era tiempo de actuar. De trabajar.

Duro.

Nadie le iba a entregar esa segunda última pieza del rompecabezas; tenía que encontrarla él mismo.

Tenía que ver a Lucy. Y tenía que ser ahora, ya que parecía que tenía prohibido visitarla de una manera más convencional.

Cruzó la calle, luego dio la vuelta en la esquina hacia la parte trasera de la casa. Las ventanas de la planta baja estaban firmemente cerradas, y todo estaba oscuro. En lo más alto de la fachada, algunas cortinas se sacudían con la brisa, pero no había forma de que Gregory pudiera escalar el edificio sin matarse.

Tomó nota de su entorno. A la izquierda, estaba la calle. A la derecha, el callejón y la calle residencial. Y frente a él…

La entrada de los sirvientes.

La miró pensativamente. Bien, ¿por qué no?

Avanzó y puso la mano sobre el pomo.

Lo giró.

Gregory casi sonrío con deleite. Por lo menos, iba a volver a creer -bien, quizás solo un poco- en el resultado y el destino y toda esa porquería. Seguramente eso no era solo algo que ocurriera con frecuencia. Un sirviente debió haber salido furtivamente, quizás para verse con alguien en secreto. Si la puerta estaba sin seguro, claramente Gregory debía entrar.

O estaba mal de la cabeza.

Decidió creer en el destino.

Gregory cerró la puerta sin hacer ruido detrás de él, luego esperó un minuto más para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Parecía estar en una enorme despensa, con la cocina al lado derecho. Había una gran posibilidad de que algunos de los más bajos sirvientes durmieran cerca, por eso se quitó las botas, llevándolas en una mano mientras se aventuraba en el interior de la casa.

Sus pies cubiertos con medias eran silenciosos mientras se arrastraba por las escaleras traseras, dirigiéndose hacia el segundo piso -donde pensó que estaba ubicada la alcoba de Lucy. Hizo una pausa en el rellano, deteniéndose por un breve instante de sanidad, antes de salir al vestíbulo.

¿Qué estaba pensando? No tenía ni la más mínima pista de lo que le podría pasar si alguien lo sorprendía aquí. ¿Estaba quebrantando una ley? Probablemente. No podía imaginar como podría no hacerlo. Y mientras su posición como hermano de un vizconde lo mantendría alejado del patíbulo, no lo dejaría sin mácula, ya que la casa que había elegido invadir, pertenecía a un conde.

Pero tenía que ver a Lucy. Estaba harto de esperar.

Tardó un rato en orientarse en el rellano, luego caminó hacia el frente de la casa. Había dos puertas al final. Hizo una pausa, plasmando una imagen de la fachada en su mente, luego llegó a una puerta a la izquierda. Si Lucy había estado efectivamente en su propio cuarto cuando la había visto, entonces esta era la puerta correcta. Si no…

Bueno, entonces, no tenía ni idea. Ni idea. Y aquí estaba, rondando la casa del Conde de Fennsworth después de la medianoche.

Dios Santo.

Giró el pomo lentamente, soltando una respiración de alivio, cuando este no hizo ningún clic o rechinamiento. Simplemente abrió la puerta, lo suficiente para meter su cuerpo a través de la hendidura, para luego cerrarla cuidadosamente detrás de él, solo entonces se dio tiempo para examinar el cuarto.

Estaba oscuro, con muy poca luz de luna filtrándose alrededor de las cubiertas de la ventana. Sin embargo, sus ojos ya se habían ajustado a la semioscuridad, y podía ver varias piezas de muebles -un tocador, un guardarropa…

Una cama.

Esta era pesada, enorme, con un dosel y llena de cortinas cerradas alrededor de ella. Si de hecho, había alguien adentro, ella dormía silenciosamente -sin roncar, sin susurros, sin nada.

Así es como Lucy dormiría, pensó de repente. Como una muerta. No era ninguna flor delicada, su Lucy, y no toleraría nada menos que una noche absolutamente sosegada. Parecía extraño que pudiera estar tan seguro de eso, pero así era.

La conocía, comprendió. La conocía de verdad. No solo las cosas normales. De hecho, no conocía las cosas normales. No sabía cual era su color favorito. Ni podía suponer cual podría ser su animal o comida favoritos.

Pero de algún modo, no le importaba si no sabía que ella prefería el rosa o el azul, el púrpura o el negro. Conocía a su corazón. Quería a su corazón.

Y no podía permitir que ella se casara con alguien más.

Cuidadosamente, retiró las cortinas.

No había nadie allí.

Gregory juró entre dientes, hasta que se dio cuenta que las sábanas estaban arrugadas, y la almohada tenía una impresión reciente de una cabeza.

Se volvió, justo en el momento en que un candelero daba un giro feroz en el aire hacia él.

Lanzando un gruñido de sorpresa, se agachó, pero no lo suficientemente rápido para evitar que el golpe le pasara rozando por la sien. Juró de nuevo, esta vez a viva voz, y entonces escuchó…

– ¿Gregory?

Parpadeó.

– ¿Lucy?

Ella se aproximó rápidamente.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

Él hizo señas con impaciencia hacia la cama.

– ¿Por qué no estás dormida?

– Porque me caso mañana.

– Bien, es por eso que estoy aquí.

Ella lo miró boquiabierta, como si su presencia fuera tan inesperada que no podía asumir la reacción correcta.

– Pensé que eras un intruso -dijo ella finalmente, señalando al candelabro.

Él se permitió la más diminuta de las sonrisas.

– Pues tienes razón -murmuró él-. Lo soy.

Por un momento parecía que estaba a punto de devolverle la sonrisa. Pero en su lugar, cruzó los brazos sobre su pecho y le dijo:

– Debes irte. Ahora mismo.

– No hasta que hables conmigo.

Sus ojos se deslizaron a un punto sobre su hombro.

– No hay nada que decir.

– ¿Y qué hay sobre el «te amo»?

– No digas eso -susurró ella.

Él caminó hacia delante.

– Te amo.

– Gregory, por favor.

Aún más cerca.

– Te amo.

Ella inhaló. Cuadró sus hombros.

– Voy a casarme con Lord Haselby mañana.

– No -dijo él-. No lo harás.

Sus labios se apartaron.

Él extendió el brazo y capturó su mano con la suya. Ella no se apartó.

– Lucy -susurró.

Ella cerró los ojos.

– Sé mía -dijo él.

Ella agitó la cabeza, lentamente.

– Por favor no.

La arrastró más cerca y le quitó el candelabro que colgaba de sus dedos.

– Sé mía, Lucy Abernathy. Sé mi amor, sé mi esposa.

Ella abrió los ojos, pero le sostuvo la mirada solo un momento antes de apartarla.

– Estás empeorándolo todo -susurró.

El dolor en su voz era insoportable.

– Lucy -dijo, tocándole la mejilla-. Déjame ayudarte.

Ella agitó la cabeza, pero hizo una pausa cuando su mejilla se acunó dentro de su palma. No por mucho tiempo. Apenas un segundo. Pero él lo sintió.

– No puedes casarte -dijo él, inclinando su cara hacia la suya-. No serás feliz.

Sus ojos brillaron cuando se encontraron con los suyos. En la semioscuridad de la noche, ellos lucían oscuros, de un gris oscuro, y dolorosamente triste. Podía imaginar al mundo entero allí, en lo más profundo de su mirada. Todo lo que necesitaba saber, todo lo que podría necesitar conocer en la vida -estaba allí, dentro de ella.

– No serás feliz, Lucy -susurró-. Sabes que no lo serás.

Ella todavía no hablaba. El único sonido era su respiración, moviéndose calladamente a través de sus labios. Y entonces finalmente dijo:

– Estaré satisfecha.

¿Satisfecha? -repitió él. Su mano se deslizó de su cara, cayendo a su lado mientras daba un paso hacia atrás-. ¿Estarás satisfecha?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Y eso es suficiente?

Ella asintió de nuevo, pero con menos seguridad esta vez.

La rabia empezó a crepitar dentro de él. ¿Estaba deseosa de echarlo a un lado por eso? ¿Por qué había dejado de luchar?

Lo amaba, ¿pero lo amaba lo suficiente?

– ¿Es por su posición? -le exigió-. ¿Significa tanto para ti ser una condesa?

Ella esperó demasiado tiempo antes de contestarle, y él supo que estaba mintiéndole cuando dijo:

– Sí.

– No te creo -dijo él, y su voz sonaba terrible. Herida. Furiosa. Miró su mano, pestañeando con la sorpresa cuando comprendió que todavía sostenía al candelabro. Quería estrellarlo contra la pared. Pero en su lugar lo bajó. Se dio cuenta, que sus manos le temblaban.

La miró. Ella no le dijo nada.

– Lucy -le rogó-. Solo dímelo. Déjame ayudarte.

Ella tragó saliva, y él comprendió que no lo estaba mirando a la cara.

Tomó sus manos en las suyas. Ella se tensó, pero no se apartó. Sus cuerpos estaban frente a frente, y podía notar el levantamiento y la caída inestable de su pecho.

Era justo lo que él sentía.

– Te amo -dijo. Porque si seguía diciéndolo, quizás sería suficiente. Quizás las palabras llenarían el cuarto, la rodearían y serpentearían debajo de su piel. Quizás comprendería que finalmente había ciertas cosas a la que no podía negarse.

– Nos pertenecemos -dijo él-. Para la eternidad.

Ella cerró los ojos. Con un único y pesado parpadeo. Pero cuando los abrió de nuevo, parecía destrozada.

– Lucy -dijo, intentando poner su propia alma en una sola palabra-. Lucy, dime…

– Por favor no digas eso -dijo ella, volviendo su cabeza, para no mirarlo. Su voz se interrumpió y se agitó-. Di lo que sea, menos eso.

– ¿Por qué no?

Y entonces ella susurró:

– Porque es verdad.

Contuvo el aliento, y en un movimiento veloz la tiró contra él. No era un abrazo; no en realidad. Sus dedos estaban entrelazados, sus brazos doblados, para que sus manos se encontraran entre sus hombros.

Él susurró su nombre.

Los labios de Lucy se apartaron.

Lo susurró otra vez, tan suave que las palabras eran más un movimiento que un sonido.

Lucy… Lucy.

Ella permanecía quieta, apenas respiraba. Su cuerpo estaba tan cerca del suyo, pero sin tocarlo realmente. Sin embargo, había calor llenando el espacio entre ellos, arremolinándose a través de su camisa de dormir, temblando a lo largo de su piel.

Sintió un hormigueo.

– Déjame besarte -susurró él-. Una vez más. Déjame besarte una vez más, y si me pides que me vaya, te juro que lo haré.

Lucy podía sentir como se deslizaba, se deslizaba en la necesidad, cayendo en un confuso lugar de amor y deseo, donde lo bueno no se diferenciaba mucho de lo malo.

Lo amaba. Lo amaba tanto, y no podía ser suyo. Su corazón latía a toda prisa, su corazón se estaba agitando, y todo lo que pudo pensar era que nunca se sentiría así otra vez. Nadie la miraría como Gregory la estaba mirando, en ese momento. En menos de un día iba a casarse con un hombre que ni siquiera desearía besarla.

Nunca volvería a sentir ese extraño remolino en el centro de su feminidad, ni el temblor en su estómago. Era la última vez que miraría fijamente a alguien a los labios, y anhelaría tocarlos con los suyos.

Dios Santo, lo deseaba. Deseaba esto. Antes de que fuera demasiado tarde.

Y él la amaba. La amaba. Se lo había dicho, y aunque no pudiera creerlo en realidad, le creía a él.

Se lamió los labios.

– Lucy -susurró él, su nombre era una pregunta, una declaración, y una súplica-todo en uno.

Asintió con la cabeza. Y entonces, porque sabía que no podía mentirse, ni tampoco a él, dijo las palabras.

Bésame.

No podría pretender después, ni reclamar que se había dejado llevar por la pasión, despojada de su habilidad de pensar. La decisión había sido suya. Y la había tomado.

Por un momento Gregory no se movió, pero sabía que la había escuchado. Su respiración era entrecortada mientras inhalaba, y sus ojos se volvieron claramente acuosos cuando la miró fijamente.

– Lucy -dijo con la voz ronca, profunda, áspera y cien cosas más que le convirtieron los huesos en agua.

Sus labios encontraron el hueco donde su barbilla se unía con su cuello.

– Lucy -murmuró.

Ella quería decirle algo en respuesta, pero no podía hacerlo. Le había tomado todo su esfuerzo pedirle su beso.

– Te amo -susurró él, arrastrando sus palabras desde su cuello hasta su clavícula-. Te amo. Te amo.

Eran las palabras más dolorosas, maravillosas, horribles y magnificas que él podía decirle. Quería llorar -de felicidad o de tristeza.

Placer y dolor.

Y entendió -por primera vez en la vida- entendió la mortificante alegría del más completo egoísmo. No debería estar haciendo esto. Sabía que no debería, y sabía que probablemente él pensaba que esta era una manera de arruinar su compromiso con Haselby.

Estaba mintiéndole. Era tan cierto, como si se lo hubiera dicho con palabras.

Pero no podía evitarlo.

Este era su momento. Su momento para estrechar la felicidad con sus manos. Y tendría que durarle toda una vida.

Animada por el fuego en su interior, presionó las manos fuertemente en sus mejillas, acercando su boca hacia la suya para darle un tórrido beso. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo -estaba segura que debía haber reglas para esto, pero no le importaba. Solo quería besarlo. No podía detenerse.

Una de sus manos vagó por sus caderas, quemándola a través del delgado tejido de su camisa de dormir. Luego la puso alrededor de su parte inferior, apretándola y ahuecándola, y ya no había más espacio entre ellos. Sintió como caía, y luego ambos estaban sobre la cama, estaba de espaldas, con su cuerpo presionándole el suyo, el calor y el peso exquisito de un hombre.

Se sentía como una mujer.

Se sentía como una diosa.

Sentía como si pudiera envolverse alrededor de él y nunca dejarlo ir.

– Gregory -susurró, encontrando su voz mientras retorcía los dedos en su pelo.

Él se quedó quieto, y sabía que estaba esperando que le pidiera más.

– Te amo -dijo ella, porque era verdad, y necesitaba que algo fuera cierto. Mañana él la odiaría. Mañana lo traicionaría, pero en esto, por lo menos, no tenía que mentir.

– Te deseo -dijo ella, cuando él levantó la cabeza para mirar fijamente sus ojos. La miró larga y severamente, y supo que le estaba dando una última oportunidad para retractarse.

– Te deseo -dijo de nuevo, porque lo deseaba más allá de las palabras. Deseaba besarlo, que la tomara, y olvidar que no estaba susurrando palabras de amor.

– Lu…

Puso un dedo en su boca. Y susurró:

– Quiero ser tuya -y luego agregó-: Esta noche.

Su cuerpo se estremeció, su respiración se movió audiblemente sobre sus labios. Él gimió algo, tal vez su nombre, y entonces su boca se encontró con la de ella en un beso en el que dio y tomó, y ardió y consumió hasta que Lucy no pudo evitar moverse debajo de él. Ella deslizó las manos hacia su cuello, luego dentro de su chaqueta, sus dedos buscaban desesperadamente su calor y su piel. Con una ruda maldición mascullada, él se levantó, aún montado sobre ella, y le dio tirones a su chaqueta y a su corbata para quitárselas.

Lo miró fijamente con los ojos abiertos de par en par. Él se estaba quitando la camisa, no lentamente o con sutileza, sino con una velocidad frenética que subrayaba su deseo.

No tenía control. Tal vez no tenía control, pero él tampoco. Era también un esclavo de ese fuego al igual que ella.

Echó la camisa a un lado y ella quedó boquiabierta al verlo, el vello ligeramente rociado en su pecho, los músculos que se esculpían y se estiraban debajo de su piel.

Él era hermoso. No había comprendido que un hombre pudiera ser hermoso, pero esa era posiblemente la única palabra que podría describirlo. Levantó una mano cautelosamente y la puso contra su piel. Su sangre saltó y pulsó debajo, y estuvo a punto de apartarse.

– No -dijo él, cubriendo su mano con la suya. Envolvió sus dedos alrededor de los de ella y los llevó a su corazón.

La miró a los ojos.

Ella no podía apartar la mirada.

Y luego él regresó, puso su cuerpo duro y caliente contra el suyo, sus manos iban a todas partes y sus labios a todas partes también. Y su camisa de dormir -ya no parecía cubrir mucho de ella. Estaba arriba contra sus muslos, luego se agrupó alrededor de su cintura. La estaba tocando -no allí, pero cerca. Rozando la superficie de su estómago, abrasando su piel.

– Gregory -dijo casi sin resuello, porque los dedos de él, se habían posado sobre su pecho.

– Oh, Lucy -gimió él, ahuecándola, apretándola, rozándole la punta, y…

Oh, Dios santo. ¿Cómo era posible que sintiera eso allí?

Sus caderas se arquearon y corcovearon, anhelaba estar más cerca. Necesitaba algo que realmente no podía identificar, algo que la llenaría, que la completaría.

Él estaba tirando de su camisa de dormir, y la deslizó sobre su cabeza, dejándola escandalosamente desnuda. Una de sus manos se levantó para cubrirse, pero él agarró su muñeca y la sostuvo contra su propio pecho. Estaba montándola, enderezándose, bajando la mirada hacia ella como si… como si…

Como si fuera hermosa.

La estaba mirando de la misma manera en que los hombres siempre miraban a Hermione, salvo que allí había algo más. Más pasión, más deseo.

Se sentía venerada.

– Lucy -murmuró, mientras le acariciaba un costado de su pecho-. Siento… creo…

Sus labios se apartaron, y agitó la cabeza. Lentamente, como si no entendiera lo que le estaba pasando.

– Había esperado por esto -susurró-. Toda mi vida. Ni siquiera lo sabía. No lo sabía.

Ella tomó su mano y la trajo hasta su boca, besándole la palma. Entendía.

Su respiración se aceleró, y entonces se puso sobre ella, desplazando sus manos hacia las ataduras de sus calzones.

Ella abrió los ojos como platos, y observó.

– Seré cuidadoso -le juró-. Te lo prometo.

– No estoy angustiada -dijo ella, arreglándoselas para sonreír temblorosamente.

Sus labios se curvaron como respuesta.

– Pareces angustiada.

– No lo estoy. -Pero sus ojos todavía se extraviaban.

Gregory se rió entre dientes, acostándose al lado de ella.

– Podría dolerte. Me han dicho que siempre duele al principio.

Ella agitó la cabeza.

– No me importa.

Él dejó que su mano vagara sobre su brazo.

– Solo recuerda, si sientes dolor, después mejorará.

Ella sentía que empezaba de nuevo, ese lento ardor en su estómago.

– ¿Cuánto mejora? -le preguntó, su voz era susurrante y extraña.

Él le sonrió mientras posaba los dedos en su cadera.

– Me han dicho, que bastante.

– ¿Bastante -preguntó, ahora apenas si podía hablar-, o… muchísimo?

Él se movió sobre ella, posando su piel sobre cada pulgada de su cuerpo. Eso era perverso.

Era fantástico.

– Muchísimo -contestó, pellizcando ligeramente su cuello-. Más que muchísimo, en realidad.

Ella sintió como sus piernas se extendían, y el cuerpo de él se anidó en el espacio entre ellas. Podía sentirlo, duro, caliente y urgente contra sí. Se puso rígida, y él debió haberlo sentido, porque sus labios canturrearon un suave «Shhhh», en su oreja.

Desde allí él bajó.

Y bajó.

Y bajó.

Su boca arrastró fuego a lo largo de su cuello hasta el hueco de su hombro, y luego…

Oh, Dios santo.

Su mano ahuecó su pecho, acariciándolo en círculos y rellenándolo, su boca se posó sobre la punta.

Se estremeció debajo de él.

Él se rió entre dientes, y puso la otra mano sobre su hombro, para mantenerla inmóvil mientras continuaba su tortura, haciendo una pausa para desplazarse al otro lado.

– Gregory -lloriqueó Lucy, porque no sabía que más podía decir. Estaba perdida en la sensación, completamente indefensa contra su asalto sensual. No podía explicarlo, no podía encontrar una solución o racionalizar. Solo podía sentir, y esa era la cosa más aterradora y emocionante que podía imaginar.

Con un último pellizco, él soltó su pecho y acercó nuevamente su cara a la de ella. Su respiración era irregular, sus músculos estaban tensos.

– Tócame -dijo él en voz ronca.

Sus labios se apartaron, y sus ojos se encontraron con los suyos.

– En todas partes -le rogó.

Solo entonces, Lucy comprendió que tenía las manos a los lados, agarrando las sábanas como si ellas pudieran mantenerla sensata.

– Lo siento -dijo ella, y luego, sorprendentemente, empezó a reírse.

Un lado de su boca se levantó.

– Vamos a tener que quitarte esa costumbre -murmuró él.

Ella llevó sus manos hacia su espalda, explorando ligeramente su piel.

– ¿No quieres que me disculpe? -le preguntó ella. Cuando él bromeaba, cuando la fastidiaba -la hacía sentir más cómoda. La hacía ser audaz.

– No por esto -gimió él.

Ella frotó sus pies contra sus pantorrillas.

– ¿Nunca?

Y entonces él empezó a hacerles cosas innombrables con sus manos.

– ¿Quieres que me disculpe?

– No -jadeó ella. Estaba tocándola íntimamente, de formas que no sabía, que podía ser tocada. Eso debió haber sido la cosa más horrible del mundo, pero no lo era. La hacía estirarse, arquearse, retorcerse. No tenía ni idea de lo que estaba sintiendo -no podría describirlo, ni siquiera teniendo al propio Shakespeare a su disposición.

Pero quería más. Era su único pensamiento, lo único que sabía.

Gregory estaba llevándola a alguna parte. Se sentía atraída, tomada, transportada.

Y lo quería todo.

– Por favor -suplicó, la palabra se deslizó espontáneamente de sus labios-. Por favor…

Pero Gregory, también, estaba más allá de las palabras. Dijo su nombre. Lo dijo una y otra vez, como si sus labios hubieran perdido la memoria de todo lo demás.

– Lucy -susurró, su boca se movía hacia la hendidura entre sus pechos.

– Lucy -gimió, mientras deslizaba un dedo dentro de ella.

Lo jadeó.

¡Lucy!

Lo había tocado. Suavemente, tentativamente.

Pero era ella. Era su mano, su caricia, y la sentía como si de repente se hubiera encendido.

– Lo siento -dijo ella, dándole un tirón a su mano para apartarla.

No te disculpes -ladró él, no porque estuviera furioso, sino porque apenas si podía hablar. Encontró su mano y la trajo de vuelta.

– Esto es cuanto te deseo -le dijo, envolviéndola alrededor de él-. Con todo lo que tengo, con todo lo que soy.

Su nariz estaba apenas, a centímetros de la suya. Sus respiraciones se mezclaban, y sus ojos…

Era como si fueran uno.

– Te amo -murmuró él, acomodándose en su posición. Ella apartó la mano, y la movió hacia su espalda.

– Yo también te amo -susurró ella, y sus ojos se abrieron de par en par, como si estuviera sorprendida de haberlo dicho.

Pero a él no le importó. No le importaba si ella había querido decírselo o no. Se lo había dicho, y nunca podría retractarse. Era suya.

Y él era suyo. Mientras estaba quieto, presionando muy suavemente en su entrada, comprendió que estaba al borde de un precipicio. Su vida se había dividido en dos partes: antes y después.

Nunca amaría a otra mujer de nuevo.

Nunca podría amar a otra mujer de nuevo.

No después de esto. No mientras Lucy caminara en la misma tierra. No podría haber nadie más.

Era aterrador, ese precipicio. Aterrador, y estremecedor, y…

Saltó.

Ella soltó un pequeño jadeo cuando él empujó hacia delante, pero cuando bajó la mirada hacia ella, no parecía estar adolorida. Su cabeza estaba tirada hacia atrás, y cada respiración estaba acompañada con un pequeño gemido, como si no pudiera mantener su deseo en su interior.

Sus piernas se envolvieron alrededor de su cuerpo, recorriendo con sus pies la longitud de sus pantorrillas. Y sus caderas se estaban arqueando, urgiéndolo, suplicándole que continuara.

– No quiero herirte -dijo él, cada músculo de su cuerpo le pedía que avanzara. Nunca había deseado tanto algo de la forma en que la deseaba en ese momento. Y aún así, nunca se había sentido menos ávido. Esto tenía que ser para ella. No podía hacerle daño.

– No me estás hiriendo -gimió ella, y él no pudo seguir evitándolo. Capturó su pecho en su boca mientras empujaba a través de su barrera final, incrustándose totalmente dentro de ella.

Si ella había sentido dolor, no le importó. Soltó un chillido callado de placer, y sus manos se agarraron ferozmente a su cabeza. Se retorció debajo de su cuerpo, y cuando intentó moverse hacia su otro pecho, los dedos de ella se volvieron implacables, manteniéndolo en el lugar con feroz intensidad.

Y todo el tiempo, su cuerpo la reclamó, moviéndose en un ritmo que estaba más allá del pensamiento o del control.

– Lucy… Lucy… Lucy. -Gimió, apartándose finalmente de su pecho. Era demasiado difícil. Era demasiado. Necesitaba espacio para respirar, para lanzar un grito apagado, para succionar el aire que parecía no llegar nunca a sus pulmones.

¡Lucy!

Él debía esperar. Estaba tratando de esperar. Pero ella estaba agarrada a él, hincándole las uñas en sus hombros, y su cuerpo estaba arqueándose fuera de la cama con suficiente fuerza como para levantarlo también.

Y la sintió. Tensándose, apretándolo, estremeciéndose alrededor de él, y se dejó ir.

Se dejó ir, y el mundo simplemente explotó.

– Te amo -dijo él casi sin resuello, cuando se derrumbó sobre ella. Había pensado que estaba más allá de las palabras, pero allí estaban.

Ellas lo acompañaban ahora. Dos pequeñas palabras.

Te amo.

Nunca estaría sin ellas.

Y eso era algo maravilloso.

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