Epílogo

En el que nuestro héroe y heroína, exhiben la diligencia, de la que nosotros sabíamos, eran capaces.


La primera vez, Gregory había quedado desecho.

La segunda vez fue incluso peor. El recuerdo de la primera había hecho muy poco para calmar sus nervios. De hecho, había sido al contrario. Ahora que tenía un mejor entendimiento de lo que estaba pasando (Lucy no le había ahorrado ningún detalle, una maldición para su pequeña alma meticulosa) cada pequeño ruido estaba sujeto al escrutinio mórbido y a la especulación.

Era algo condenadamente bueno que los hombres no pudieran tener hijos. A Gregory no le daba vergüenza admitir que la raza humana ya hubiera desaparecido hace milenios.

O por lo menos, él no hubiera contribuido con el actual lote de pequeños Bridgertons traviesos.

Pero a Lucy parecía no importarle el parto, con tal de que pudiera describirle la experiencia después con sumo detalle.

Siempre que deseara.

Y por eso la tercera vez, Gregory era un poco más él mismo. Todavía se sentaba afuera de la puerta, y contenía el aliento cuando escuchaba un gemido particularmente desagradable, pero a pesar de todo, ya no quedaba desecho con la ansiedad.

La cuarta vez trajo un libro.

La quinta, solo un periódico. (Parecía estar poniéndose más rápido con cada niño. Qué conveniente.)

El sexto niño lo pescó completamente desprevenido. Había salido para hacerle una visita rápida a un amigo, y cuando regresó, Lucy estaba sentada con el bebé en sus brazos, con una alegre y ni siquiera un poco cansada sonrisa en su cara.

Sin embargo, Lucy frecuentemente le recordaba su ausencia, por eso tuvo mucho cuidado de estar presente para la llegada del número siete. Lo cual había hecho, con tal de que no se dedujeran puntos por haber abandonado su lugar afuera de su puerta, para buscar un bocadillo de media noche.

En el séptimo, Gregory pensó que ellos habían hecho su labor. Siete era un número absolutamente bueno de hijos, y, cuando se lo dijo a Lucy, apenas si podía recordar como lucía ella, cuando no estaba esperando.

– Es lo suficientemente bueno para que te asegures que no estoy esperando de nuevo -le había contestado Lucy atrevidamente.

Él no pudo defenderse muy bien contra eso, la había besado en la frente y se había ido a visitar a Hyacinth, para exponerle las muchas razones por las cuales, siete era un número ideal de hijos. (Hyacinth no se divirtió).

Seguro que había sido suficiente, seis meses después del séptimo, Lucy le dijo tímidamente que estaba esperando otro bebé.

– Ninguno más -anunció Gregory-. Dificilmente podemos mantener a los que tenemos con lo que ya poseemos. (Esto no era verdad; la dote de Lucy había sido sumamente generosa, y Gregory había descubierto que poseía un buen ojo para las inversiones).

Pero de verdad, ocho, tenía que ser suficiente.

Y no es que estuviera deseoso de abreviar sus actividades nocturnas con Lucy, pero había cosas que un hombre podía hacer, cosas que probablemente ya debería haber hecho, a decir verdad.

Y por eso, ya que estaba convencido de que este sería su último hijo, decidió que podía ver de que se trataba todo, y a pesar de la reacción horrorizada de la partera, permaneció al lado de Lucy en todo el nacimiento (en su hombro, claro).

– Ella es toda una experta en esto -dijo el doctor, mientras levantaba la sábana para echar un vistazo-. De verdad, a estas alturas soy innecesario.

Gregory miró a Lucy. Había traído su bordado.

Ella se encogió de hombros.

– En realidad se hace más fácil cada vez.

Y era cierto, porque cuando llegó el momento, Lucy bajó su labor, dio un pequeño gruñido, y…

– ¡Whoosh!

Gregory parpadeó mientras observaba al infante gritando, todo arrugado y rojo.

– Bueno, eso fue mucho menos complicado de lo que había esperado -dijo.

Lucy lo miró con una expresión de malhumor.

– Si hubieras estado presente la primera vez, hubieras…!ohhhhhhh!

Gregory volvió su mirada rápidamente hacia su rostro.

– ¿Qué pasa?

– No lo sé -contestó Lucy, con los ojos llenos de pánico-. Pero esto no anda bien.

– Vaya, vaya -dijo la partera-. Usted solo…

– Sé como debería sentirme -chasqueó Lucy-. Y así no debe ser.

El doctor le entregó al nuevo bebé -una niña, Gregory estaba contento de enterarse- a la partera y volvió al lado de Lucy. Puso las manos en su estómago.

– Hmmm.

El doctor levantó la sabana y se asomó abajo.

– ¡Gah! -soltó Gregory, mientras regresaba al hombro de Lucy-.No quiero ver eso.

– ¿Qué está pasando? -exigió Lucy-. Qué está… ¡ohhhhhhh!

¡Whoosh!

– Cielo santo -exclamó la partera-. Son dos.

No, pensó Gregory, sintiéndose definitivamente mareado, eran nueve.

Nueve hijos.

Nueve.

Solo le faltaba uno para los diez.

Lo cual tenía dos dígitos. Si hacía esto de nuevo, estaría en la escala de dos dígitos de paternidad.

– Oh Dios bendito -susurró él.

– ¿Gregory? -dijo Lucy.

– Necesito sentarme.

Lucy sonrió débilmente.

– Bueno, por lo menos, tú madre estará contenta.

Él asintió con la cabeza, incapaz de pensar. Nueve hijos. ¿Qué hacía uno con nueve hijos?

Amarlos, supuso.

Miró a su esposa. Su pelo estaba desgreñado, su cara estaba hinchada, y las bolsas bajo sus ojos, se habían puesto de color lavanda, y estaban a punto de ponerse de color gris púrpura.

Pensó que era hermosa.

El amor existía, pensó para sí mismo.

Y era genial.

Sonrió.

Nueve veces genial.

Lo que era muy genial, en efecto.

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